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miércoles, 1 de febrero de 2017
viernes, 27 de enero de 2017
La reivindicación
No había pasado la prueba de su iniciación. Le dolía mucho el cuerpo, pero
el ardor en el alma era más fuerte que el mismo fuego. No quería volver a su
comunidad para tener que soportar las burlas de sus compañeros, que sí habían
logrado convertirse en cazadores y guerreros, y lo miraron con desprecio por
ser el único fracasado en la ceremonia. ¿Por qué los dioses no habían forjado
su espíritu? ¿por qué su cuerpo era tan endeble y su carácter tan frágil? No
merecía pertenecer a su clan. Era la hora de abandonar a su familia y aislarse
en algún lugar dónde nadie supiera que era un mal heredero. Un fracasado.
Desde
muy pequeño había mostrado una gran inteligencia y astucia, pero su cuerpo no
se desarrolló lo suficiente, sus piernas eran fuertes y podía correr a gran
velocidad durante mucho tiempo, sin embargo, sus brazos eran enclenques y por
más que los hubiera ejercitado seguían siendo como dos varas flexibles de goma.
Las imágenes del día anterior se repetían con persistencia sádica en su mente y
el momento en que se le doblaron las piernas y lloró, por el dolor de los
golpes que le infringían los expertos cazadores, le recordó la derrota en su
intento por ser miembro del ejército de su tribu. Sus lágrimas habían llamado
la atención del gran jefe, su padre, que con un gesto cruel ordenó que se le
desterrara, el brujo con sonrisa sarcástica hizo una reverencia y le indicó con
el dedo índice que se fuera, sufrió la humillación de ser echado de la
población acompañado de las ancianas desahuciadas, quienes le ordenaron que se
separara de ellas en cuanto se encontraron a unos kilómetros del poblado.
Estaba solo y no tenía a dónde ir.
Era un animal sin madriguera expuesto a la furia voraz de sus enemigos. No
quería moverse y prefirió permanecer sentado a la orilla del lago esperando su
muerte por inanición. Comenzaron a derramársele unas lágrimas opacas que contenían
los recuerdos de su dulce infancia, caían en la oscura tierra salpicando al
estrellarse con la negra superficie. Después lamentó su decisión. Le había
dicho a su padre que quería iniciarse para obtener, después, en matrimonio a
Hermosa, la hija del guía Cazador. El amor y el deseo lo cegaron, no oyó los
consejos de su padre que le dijo que era pronto, que esperara un año más y, llegado
el momento, elegiría a la esposa que quisiera. Él estaba enamorado de los ojos
negros, la piel pálida y el atractivo cuerpo de Hermosa, no existía nada más en
este mundo para él. Su decisión había surgido como la necesidad de salvarla de
su peor enemigo, quien le había dicho retándolo que el que ganara esposaría a
Hermosa. Ella por su parte lo quería a él, se lo había confesado en la fiesta
dedicada a los astros del firmamento. “No me quiero casar con ese salvaje —le
dijo cuando estaban sentados al lado de una hoguera—, si no eres tú, prefiero
morir”. Esas palabras lo habían impulsado y motivado para adelantarse en el
tiempo, a retar con seguridad a los cazadores y demostrar su valor. Comprendía
que había sido una locura, pero no había encontrado otra salida en ese burdo
juego del destino. Ya no había marcha atrás, merecía morir desterrado.
El sabor amargo de la boca le desagradaba, por eso escupía su rencor con
fuerza. De pronto, una voz de alarma le ordenó que se levantara y se fuera muy
lejos. “Tienes que irte. Sigues en el territorio del pueblo al que ya no
perteneces. Si te encuentran te matarán y serás la vergüenza de tu familia.
Hermosa jamás te lo perdonará”. Se puso de pie y se encaminó hacia una
planicie. Vio unas montañas y decidió ir hasta ellas para desaparecer en alguna
gruta. No llevaba ninguna pertenencia, ni bolso, ni arma, sólo un largo palo
con el que iba haciendo pequeños hoyos en la tierra al apoyarse en él. Al
atardecer sintió un poco de hambre y buscó algo de comida. Encontró algunas
frutas verdes y bayas. Bebió de un manantial y siguió su marcha. Cuando llegó
la noche ya había salido de los dominios de su clan, había entrado en una
tierra abandonada por el hombre y para encontrar una población tendría que
caminar muchos días, quizás semanas. Pasó la noche entre unos arbustos y cuando
sintió los primeros rayos de sol en su cara se levantó. A pesar de lo hermoso
del paisaje sus ojos veían un montón de plantas grises y un firmamento opaco.
Caminó mucho y por fin pudo mantener alejados sus recuerdos. Miraba sólo lo que
tenía enfrente y repetía el nombre de las cosas para que su mente no viajara
más al fondo de su cabeza y encontrara sendas que lo hicieran retroceder en su
vida pasada. Se resignó a su nueva condición autosugestionándose,
hipnotizándose con vocablos muy sencillos. Si veía una hoja, se repetía como si
fuera un niño aprendiendo a conocer el mundo: “Es una hoja”. Escuchó un sonido
entre los arbustos y volteó, era un ciervo joven. “Ciervo—dijo, remarcando el
sonido de cada letra— C-i-e-r-v-o”. El animal lo miró fijamente y se quedó
inmóvil, parecía que había dejado de respirar, entonces se oyó una voz suave y
tersa: “No es culpa tuya, muchacho, tenían que pasar esas cosas para que
aprendieras. Pronto tendrás una misión que cumplir y deberás emplear todo tu
ingenio, sígueme”.
Él no quería ir a ninguna parte, ni creía que tuviera algún futuro. Se
había decidido a convertirse en ermitaño y ningún ser del planeta lo
convencería para que cambiara de idea. “Vete de aquí—gritó agitando las manos
para espantar a la criatura, pero éste sólo se dio la vuelta, levantó las
orejas y movió el rabo—. Lárgate, ¡fuera de aquí! Se dio la vuelta y cogió otra
dirección para apartarse del necio venado, pero pronto se dio cuenta de que era
imposible porque fuera a donde fuera siempre llegaba al mismo lugar. “Es inútil
que te resistas, muchacho—dijo de nuevo la voz juvenil—, hace varios kilómetros
que no caminas por la tierra. Has atravesado una frontera peligrosa y debes
rectificar tu camino. Te llevaré con el gran soldado, él te dirá lo que tienes
que hacer. Intentó escabullirse, pero el intento falló, incluso corrió por una
cuesta prolongada y vio una población, pero al llegar no encontró moradas, ni
gente, sólo estaba el persistente corzo con su cola blanca y los cuernos chatos.
“Está bien, iré contigo”—exclamó resignado y comenzó la marcha.
Pasaron dos días en los que el joven subió por las colinas, atravesó un río
y llegó a una explanada pelona en la que se veía una pequeña choza. “Tienes que
ir allí, muchacho, a mí no me permiten acercarme, pero estaré aquí pendiente de
tu regreso”. No dijo nada más el venado y se alejó un poco. El joven con pasos
largos avanzó hasta la vieja casa que se fue haciendo más ajada conforme se
aproximaba. Cuando llegó hasta la puerta salió un hombre. Era muy moreno, alto,
delgado pero los músculos de sus piernas se marcaban mostrando la fortaleza de
un guerrero experto. Estaba envuelto en una piel, olía a yerbas y su mirada era
muy profunda.
—¿Quién eres? ¿Para qué me ha traído el ciervo hasta ti?
—Siéntate y medita un poco. Ahora no puedo atenderte. Escucha los sonidos
que te rodean y razona sobre las cosas. Cuando termine mi trabajo volveré para
que me digas qué has descubierto.
Obedeció y se sentó en el momento en que el guerrero desapareció tras de la
puerta. Hacía mucho calor y no había sitio para ocultarse a la sombra. Se quedó
mirando el horizonte y pronto el sudor comenzó a escurrirle por la frente.
Quiso levantarse y partir, pero sus miembros no le respondieron. Se le cerraron
los ojos, pasó bastante tiempo, el viento comenzó a soplar con más fuerza, pero
en lugar de refrescarlo lo incomodaba más. Oyó un sonido de cascabel de un
cuerpo alargado arrastrándose cerca de él, no abrió los ojos porque recibió la
orden de no hacerlo. Soy la serpiente, ¿cómo te sientes? Mal, no resisto más el
calor y quiero levantarme, pero no puedo. Entonces —dijo la víbora— imagina que
eres un reptil y que para conservarte con vida necesitas estar inmóvil porque
tu enemigo está enfrente de ti y en el momento en que te muevas te devorará—no
agregó nada más y se fue—. La respiración del joven se detuvo y el aire le
entró en los pulmones por rachas lentas. La cabeza le comenzó a dar vueltas y
tuvo la sensación de que se desmayaría, pero oyó la voz de la serpiente: “Debes
conservar el dominio sobre ti mismo, si sientes que tu cuerpo se va a quemar
por el sol, piensa que eres una roca y te convertirás en sol, después
entenderás la naturaleza del fuego”. Lo hizo y logró dominarse, pero le comenzó
a estallar la cabeza, sentía que una masa muy dura se le estrellaba en la nuca,
luego en las sienes y, al final, en la frente. Sintió ganas de vomitar, pero su
estómago se contrajo en vano porque lo tenía vacío. Llegó el atardecer y abrió
los ojos al oír que El Guerrero salía a su encuentro.
—Bien chico, dime, ¿has aprendido algo?
—No lo sé. Me duele todo el cuerpo y se me a achicharrado la piel —lo dijo
con mucha dificultad porque tenía la lengua pegada al paladar y sus labios
estaban escamados y sangrando.
—Necesitas beber. Ten este ungüento, ve con el ciervo al río y luego póntelo.
Ven mañana.
El joven se levantó con mucha lentitud y caminó muy despacio para no
caerse. Encontró al ciervo y se apoyó en él para poder seguir su camino. Se
tiró en el agua y se quedó flotando boca arriba. El cielo comenzaba a cambiar
de tonalidad, se hacía naranja.
—¿Qué has visto? —le preguntó el venado.
—Una serpiente—contestó dejando la boca abierta para llenársela de agua.
— ¿Nada más?
—Sí.
—Y ¿te enseñó algo?
—No lo sé. Lo único que recuerdo es que me pidió que me quedara quieto y
soportara todo el dolor, el calor, los mareos y la desesperación.
—Y ¿eso podría significar algo?
El joven, por primera vez en mucho tiempo, descubrió que se le había
transmitido algo muy importante. Entonces se salió del agua y dejó que su
cuerpo se secara y empezó a embadurnarse muy despacio el ungüento que le había
dado El Guerrero y sintió que se transformaba. Era una prueba a la paciencia—murmuró—.
Recordó que los últimos meses no podía controlarse y su rebeldía lo obligaba a
enfrentarse contra sus padres y los hombres de la aldea. Si hubiera tenido
paciencia—se dijo—habría podido urdir un plan para que Hermosa no se casara con
el hijo del gran cazador. Era sencillo, pero me empeñé en hacer lo incorrecto y
el resultado ha sido dejarlo todo, sin embargo, estoy seguro de que podré
recuperarlo todo. Miró al venado y le preguntó si era necesario volver a la
choza. La respuesta fue negativa, debían dormir ahí y emprender la marcha a la
mañana siguiente.
Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a colorear el día, el muchacho
se despertó. Tenía mucho ánimo y vio que las quemaduras del sol habían
desaparecido, su piel estaba como nueva, un poco más morena, pero muy suave.
Quería comer y se lo comunicó a su acompañante, pero tuvo que desistir porque a
lo lejos oyó el sonido de unos tambores que anunciaban una batalla. Su mirada
se cruzó con unos enormes ojos negros y comenzó a andar. Dos horas más tarde se
encontraba de nuevo frente a El Guerrero que le preguntó si había comido algo.
No—contestó el joven y para confirmarlo sus tripas emitieron un sonido hueco—.
El alto hombre lo miró sin expresión alguna y le entregó un trozo de carne
seca, unas rodajas quebradizas y una vasija con un líquido color ámbar.
Empezaron a comer despacio. El hombre habló sobre el significado de las cosas y
el objetivo de la vida.
“Todo está relacionado—decía con
calma, haciendo largas pausas como si quisiera que cada frase ocupara un lugar
en la mente del muchacho y, sólo cuando confirmaba que su interlocutor las
había acomodado bien en la cabeza, proseguía—. Las cosas tienen un orden y el
hombre debe comprenderlo, también es necesario que cada quien encuentre su sino
y se abra un sitio en la humanidad. Tú estás joven, eres rebelde y quieres
transformar las cosas por eso has venido aquí, pero el camino que has elegido
será muy duro. Eres capaz, ahora, de controlarte, pero te falta superar el
miedo y hacer una prueba que te permita ser un hombre de verdad. No te
preocupes por no haber pasado tu iniciación, lo que te espera más adelante será
mucho más importante que eso porque será un reto a tu mente. Vas a correr tres
días seguidos detrás del ciervo, él te irá dosificando la comida, el ritmo y el
sueño durante el trayecto. Verás cosas que jamás imaginaste, muchas de ellas
son terribles. Llora si es necesario, grita o haz lo que te venga en gana, la
única condición es que no pares de moverte. Si lo haces jamás podrás ser tú.
¿Entendido?”. El chico afirmó con la cabeza y miró el rostro curtido de ser a
quien empezó a considerar un maestro. “Otra cosa más—agregó casi sin abrir la
boca—. Cuando termines de correr estarás en una población donde se trabaja el
metal para las armas, el ciervo ya no te acompañara porque allí termina su
misión. Pedirás que te lleven a conocer a El Fogonero. Él te guiará por el
camino correcto y después vendrás a mí, pero será para una prueba final. Ten,
esto es para ti. Comerás sólo estás rodajas secas y las ingerirás según te
indique tu guía. Descansa y, en una hora, márchate”. Otra vez vio cómo desaparecía
en su escondite y cerraba la puerta. Una nube de polvo se levantó cuando la
enorme tabla de madera chocó con el umbral de la endeble vivienda que parecía
que se derrumbaría en cualquier momento.
Llegado el plazo, se levantó y se fue a buscar a su compañero de carrera.
Sintió que un viento vigoroso llenaba sus pulmones y que sus piernas se
endurecían como el hierro. Su calzado era viejo pero muy confortable. Se colgó
del cuello la bolsa de cuero con las rodajas de setas secas y se dirigió hacia
el venado que en ese momento estaba distraído husmeando entre la escasa hierba.
El animal empezó a trotar y el chico lo siguió. Iban dejando una nube parda de
polvo y el sonido de sus pisadas se perdía con el zumbido de los insectos y
algunos maullidos o rugidos ocasionales. “No corras sobre las puntas—le dijo el
venado—, recuerda que tenemos mucho tramo por delante y necesitas apoyar todo
el pie y no tocar el piso con los talones”. Lo hizo y notó la mejoría, al
principio le había costado un poco, pero luego se dio cuenta de la efectividad
de la técnica. Se concentró en el paisaje y comenzó a sentir la energía de las
plantas que se le cruzaban en el camino, por el olor trataba de descubrir su
proceso vital. Había unas que vivían casi sin agua, otras tenían una reserva
interior o eran de raíces muy profundas, unas cuantas tenían una vida corta,
pero eran curativas. Fue acumulando sensaciones, por los senderos que pasaba
veía frutos raros, hierba que producía comezón en las piernas, pero servía para
controlar el dolor. En ocho horas de carrera lenta no había comido nada y el
ciervo le indicó que era la hora de ingerir los trocitos secos de su estuche de
cuero, sacó unas cuantas rodajas, y se las metió a la boca, le costó trabajo
respirar porque masticó los pequeños hongos y no tenía saliva, pasó por una
pequeña cascada y se mojó el cuerpo dando saltitos para no detenerse y faltar
al juramento que había hecho. Prosiguió su camino y pronto empezó a anochecer.
“Viene una prueba dura—le comentó el ciervo—, para correr en la oscuridad
tendrás que mirar con los sentidos, los ojos no te servirán por más que los
abras. No habrá ni un solo destello de luz. El cielo está nublado y la luna no
iluminará. Comienza a concéntrate”.
Dentro de su mente algo se despertó gracias al efecto de los hongos. Una voz
parecida a la de El Guerrero le iba dando las instrucciones de lo que tenía que
hacer. Era como si fuera corriendo al lado de sí mismo con una nueva fuerza y
ajeno al dolor. Deja que tu cuerpo siga el movimiento y trata de elevar tu
mente, haz que salga y mire desde arriba el trayecto que sigues. Ordénale a tus
oídos que persigan las pezuñas del venado, siente en tu cuerpo el vientecillo
de la brecha que él va abriendo en el camino y síguelo. No veía nada, el aire
era muy fresco y comenzó a sentir la pequeña de la estela que buscaba, era el
olor lo que le indicaba la dirección correcta. De pronto cerró los ojos y se
vio encima del camino, abajo estaba él y adelante, a un metro de distancia, el
ciervo. Comenzó a hablarle desde donde se encontraba y el animal le dijo que
mirara más adelante. Entonces vio una franja de colores como el arco iris y se
dejó llevar por ella. Su mente imaginativa comenzó a inventar cosas: objetos de
cacería, maniobras para montar a caballo. Pasó mucho tiempo entretenido en su
trabajo mental hasta que abrió los ojos y se dio cuenta que ya amanecía. Se
espantó porque realmente se había dormido y no sabía sí se había detenido en su
trayecto. “No, no te has detenido—le contestó el ciervo con aprecio—. Lo has
hecho muy bien, has viajado por otra dimensión y has guiado a tu cuerpo de
forma adecuada. Enhorabuena. Te aviso que hoy no podrás dormir por la noche y
tendrás que hacerlo durante el día. Lo harás mientras ascendemos por esa
montaña, la atravesaremos y llegaremos a un lugar peligroso”. Entraron en una
zona con mucha vegetación, pero no había insectos, ni pájaros ni ningún tipo de
animales que irrumpiera con un sonido para romper el cristal del silencio.
Incluso no oía su propia voz cuando hablaba dentro de sí mismo. “Es la zona del
silencio, aquí los ruidos son como el humo, solo flotan y se elevan por el aire,
pero no se ven ni se sienten. Es la hora de dormir”. Su respiración se fue
reduciendo y dejó de mirar las cosas. Mantuvo los ojos fijos en el horizonte y
pronto cobró altura. Otra vez estaba en un plano más alto y veía lo que estaba
enfrente. El silencio era tan denso que no podía ni siquiera oír la voz en su
cabeza. Se dejó llevar por la imagen de la montaña que crecía muy despacio.
Cuando despertó estaba al pie de un cerro y tenía enfrente un pequeño
camino que se veía con dificultad. “Ya era hora de que despertarás. Vamos a
subir, pero debes saber que por ninguna razón debes dormirte, si lo haces
caeremos por un abismo, ahora yo correré detrás de ti. Tú serás mi guía. Si
logramos pasar, mañana a mediodía llegaremos a la ciudad de los herreros y nos
despediremos para siempre”. El muchacho afirmó con la cabeza y lamentó que
tuviera que separarse del animal. Siguió con zancadas no muy grandes y empezó a
subir una pendiente, la noche cayó muy rápido, era otra noche sin luna ni
estrellas. Los últimos destellos de luz le dejaron ver la trayectoria que
tendría que seguir y guardó la imagen en su mente como si se tratara de un mapa
importante. Cuando el espacio perdió por completo el color notó que su
compañero no lo seguía de cerca y caminaba a prisa detrás a unos cinco o diez
metros. No lo sabía con exactitud y de haber volteado a buscar sus ojos que, de
alguna manera se iluminarían en la oscuridad, no los habría visto porque los
llevaba cerrados, así se lo había dicho. Se concentró lo más que pudo porque no
quería que por una distracción o error muriera él o su compañero.
Abrió un poco los brazos y los adelantó por si chocaba con algún árbol o
era atacado por un animal. Seguía el dibujo mentalmente y sus pasos eran cortos.
De pronto sintió que una piel peluda le rozaba las piernas. Parecía un lobo,
oía los jadeos, pero al tratar de cogerlo sus manos quedaban agitando el aire.
Pensó que se podría comer al ciervo y trató de preguntarle a éste si estaba
bien. No hubo respuesta, pero oyó el crujido de las piedras aplastadas por unas
pezuñas. Sacó un puñado de hongos secos y se los metió a la boca, los masticó
rápido y fue acumulando saliva para llenarse el estómago con un líquido baboso.
La pendiente estaba muy empinada y subía con dificultad, subió mucho tiempo y
en el trayecto una serpiente lo mordió. Comenzó a calentarse y sus piernas se
movían con dificultad. Aceleró el paso para que la sangre le circulara más
rápido. Estaba hirviendo y se quería tirar al piso. Las fuerzas lo abandonaban,
le costaba mucho mantener la atención y deseaba dormir. Anhelaba esa altura
desde la que podía dirigir su cuerpo a voluntad, pero sabía que en ese momento
si lo hacía perdería a su acompañante y él mismo desaparecería.
Empezó a jadear y un olor amargo le llegó hasta la garganta. Era el
antídoto, una planta que diluía la sangre coagulada, que hacía el mismo efecto
que el ungüento que le había dado El Guerrero para la piel, pero este era para
la sangre. Buscó con desesperación las hojas y comenzó a masticarlas sin
tragárselas, iba escupiendo bolas verdes machacadas. De pronto sintió que unos
seres extraños le tocaban las partes más sensibles de su ser. Eran viejos,
feos, muy deformados y tenían una voz mohosa que le hacía daño y le causaba
terror. Se sintió desfallecer, las cosas que le decían eran invenciones que
despertaban la duda en su cerebro y sudaba de pánico. Las interrogantes eran
tan contundentes como el golpe de una piedra. Le latía el corazón con una
fuerza descomunal y se le aturdían los oídos, no podía mantener una trayectoria
recta y comenzó a flaquear. Se movía muy despacio y casi no avanzaba, le
temblaban las manos y le cascabeleaban los dientes. Llegó al punto máximo de su
resistencia y se rindió. Cerró los ojos y se dejó vencer, estaba a punto de
ponerse de rodillas cuando un ave enorme lo cogió por los hombros, sintió unas
garras filosas que lo hirieron, tuvo que dar un giro muy grande y en lugar de
caer de rodillas comenzó a descender. Las fuerzas empezaron a brotarle como
pequeños tallos y sintió una respiración tibia. Estaba salvado, pronto
amanecería y la empinada le hacía caminar, aunque se resintiera. Logró ver el
camino y siguió con determinación, sin embargo, su cuerpo parecía de trapo y
sus pasos eran muy lentos. Anduvo así hasta el amanecer. Ya estaba en terreno
plano. La montaña había quedado atrás. No oyó al ciervo y lo buscó. Había desaparecido.
No podía volver. Se preguntó qué habría pasado, pero la intuición le dijo que
el animal se había ido porque ya había cumplido su papel.
Unas horas más tarde llegó a un poblado muy grande. Se acercó y sus pies
dejaron de correr, caminó un poco y vio a un grupo de hombres. Les preguntó por
El Fogonero y le dijeron que vivía en el centro, a unos cuantos minutos de la
puerta principal. Se detuvo en una fuente y se lavó los pies, los tenía como
una enorme masa de carne machacada y le dolían. El agua lo reconfortó un poco y
después de descansar quiso ponerse en pie, pero no lo logró. Estaba muy agotado
y se durmió. Cuando una mujer lo despertó con sus gritos, el muchacho se levantó
y comenzó a andar muy despacio. Preguntó por la casa de El Fogonero y le
mostraron una enorme puerta de madera que se encontraba entornada y despedía
humo. Entró y preguntó si había alguien.
Un hombre fornido y muy bajo le preguntó qué quería. Vengo de parte de El Guerrero,
él me ha enviado a ti. Bien,
muchacho—contestó con voz profunda—, serás mi ayudante. Trae esos maderos que
están ahí. El joven puso atención en todos los objetos metálicos que tenía
alrededor. En su clan se trabajaba el metal, pero sólo para hacer las puntas de
las lanzas y uno que otro cuchillo, pero nadie había pensado en hacer otro tipo
de cosas, en cambio el taller había por todos lados infinidad de objetos que ni
siquiera sabía para qué servían. Acercó los maderos y los quiso meter en la
lumbre. No, chico, no hagas eso—gritó sin mirarlo a los ojos—. Esos maderos no
son para el fuego. El joven después vio cómo el robusto hombre unía los maderos
con unos metales alargados y los apoyaba en la pared. Tendrás que poner mucha
atención en todo lo que te muestre. Nunca serás un buen herrero si no
comprendes la naturaleza del metal. Hoy pensarás en el hierro y por la noche me
dirás qué has concluido. El muchacho estuvo escuchando con atención las
instrucciones para mantener el horno caliente, vio cómo se templaban algunos
metales que salían al rojo vivo y soportó los sonidos estridentes que le retumbaban
en los oídos. El Fogonero hablaba poco y enseñaba con el ejemplo. Tenía un ojo
que de lejos parecía ciego, pero era por causa de una herida que casi lo había
dejado tuerto. No pararon de trabajar
hasta que, cerca de la noche, una mujer joven los llamó a comer. “Es mi
hija—dijo el macizo herrero—, siempre viene a esta hora para alimentarme. Ahora
tendrá que venir dos veces, pues necesitas fortalecerte y aquí el trabajo es
muy duro”. El chico descubrió una belleza extraña en la joven. Le gustó mucho su
perfil fino y sus ojos claros. Nunca había visto a una mujer con los ojos así y
al respirar pudo sentir, entre las nubes de humo, el pequeño sabor agridulce
que despedía el cuerpo de la atractiva muchacha.
—Y bien, ¿qué has concluido? —dijo el herrero cuando terminaron de comer.
—¿Se refiere al sentido del hierro, es decir, su esencia?
—Sí. Dímelo.
—Sólo he pensado que en frío es muy duro, puede partir cualquier cosa si
tiene filo, pero cuando la temperatura aumenta, se hace maleable como la
arcilla.
—Y, ¿eso significa algo?
—No lo sé. Tal vez, lo que quiere saber está precisamente en esas dos
condiciones del metal. Cuando está frio y cuando está caliente.
—Bien, creo que lo has comprendido. Ahora, dime, ¿qué pasa con el hombre si
lo comparamos con el metal?
—Pues, cuando es frío piensa y controla sus emociones. En cambio, cuando se
deja llevar por los sentimientos, es vulnerable a muchas cosas.
—No está mal para empezar. Seguirás aquí hasta que logres dominar tu
oficio. No harás nada que no sean sables. ¿Entendido?
—Sí.
Al día siguiente El Fogonero calentó un metal estrecho y le ordenó al
chico que lo forjara. Le ordenó que lo golpeara hasta que alcanzara la longitud
de su brazo y luego lo doblara por la mitad y lo volviera a estirar hasta que
llegara a la misma longitud de su extremidad y que lo metiera en una tina con
agua para templarlo. El muchacho estuvo calentando y golpeando el trozo de
metal hasta que este se alargó de nuevo y lo templó. La acción se repitió
varios días y al final, cuando el chico consideró que ya había terminado, El Fogonero
le pidió que golpeara una piedra y el metal se quebró por la mitad. Tenía una
grieta en medio, muchacho, no servía esa arma. Tienes que comenzar de nuevo y
ser más atento en tu trabajo”. Dos años tardó en dominar la técnica del forjado
y El Fogonero decidió llamarlo así, antes de despedirse de él. “De ahora en
adelante—le dijo mientras lo abrazaba como a un hijo—, serás El Forjador y
usarás lo que has aprendido, sólo para defender a tu pueblo.
En el tiempo en que había trabajado cargando metales y maderos el joven se
fortaleció. Su cuerpo era más duro y su mirada muy penetrante. Había aprendido
a trabajar el fierro, pero había absorbido a la vez, la filosofía del fogonero.
Decidió volver a su pueblo para presentar sus disculpas y elegir esposa. El
corazón se le encogía cuando pensaba en el posible encuentro con Hermosa, quien
tendría ya un hijo del hombre que la había desposado. No recordaba con
exactitud sus facciones y su imaginación transformaba algunos detalles de su antigua
amada.
No encontró la población. Había desaparecido la aldea y todo estaba en
ruinas. Se veían los estragos que había causado un incendio y había esqueletos medio
incinerados esparcidos por todos lados. El Forjador pensó, cuando se encontraba
todavía lejos, que la gente había abandonado el lugar, pero al llegar
comprendió que su pueblo había sido atacado. Recordó entonces que había
escuchado unos tambores de guerra cuando conoció al ciervo. Su primer impulso
fue ir a buscar a su antiguo amigo al lago, pero pasó varias horas sin tener
éxito alguno. Su búsqueda fue inútil. Decidió ir a la choza de El Guerrero.
Caminó hasta el terreno árido donde recordaba que estaba la cabaña, pero en su
lugar había sólo una gran mancha y unos trozos de adobe y unos palos. Al final,
la pequeña construcción se había caído. ¿Dónde estará El Guerrero? —se
preguntó—. Entonces oyó su voz. Has cambiado mucho, ahora te has convertido en
un hombre y pronto formarás tu propio pueblo. Tu clan fue destruido aquel día
que oíste el toque de batalla. Eres el único sobreviviente y tu tarea será la
de crear una familia, luego un ejército para defenderte del ataque de los
invasores. Ve al sur y busca a unos pescadores. Quédate con ellos y elije una
esposa. Comienza a forjar metales e ingéniatelas para usar el hierro para la
guerra. Habrá hombres astutos que te darán consejos. Escúchalos con atención y
analiza sus propuestas. Será necesario que fortalezcas tu espíritu y tengas en
buenas condiciones tu cuerpo. Ve y si tienes alguna duda durante tu empresa
corre por la montaña y encontrarás la respuesta adecuada. Se dio la vuelta y se
encaminó en la dirección indicada.
Durante el trayecto intentó rescatar sus recuerdos, pero se le habían
borrado muchas cosas y sólo podía ver el rostro de su madre, el de Hermosa
vagamente. Oía con claridad las discusiones con su padre. Comprendió entonces
todas sus palabras y tuvo la sensación de que él lo acompañaba en el camino. Le
agradeció su comprensión y le pidió perdón por haber abandonado a su pueblo.
Como respuesta obtuvo una sensación de tranquilidad y perdón. Pasó dos días caminando
hasta un enorme lago donde había unas embarcaciones. Se subió a una colina y observó con atención
la distribución de las casas y los caminos. Parecía un general estudiando un
campo de batalla. Ubicó los lugares más peligrosos, las posibles salidas en
caso de una invasión. Comprendió que El Fogonero lo había instruido, durante su
estancia en su casa, en el arte de la guerra.
Comenzó a bajar por un sendero y en cuanto se encontró con los primeros
habitantes se convirtió en el centro de atención. Lo saludaban con cordialidad
y miraban su piel tostada por el fuego. Salió a su encuentro un hombre con
barba, muy esbelto y calvo, y le ofreció su casa para alojarse. El Forjador
aceptó. La vivienda era muy acogedora, estaba decorada con buen gusto, pero no
tenía lujo alguno y olía a pescado. Cuando se sentaron a conversar, entró una
joven que no se atrevió a levantar la vista y dejó un plato con dos filetes fritos
y una jarra con bebida fermentada. El hombre dijo que se llamaba Pescador, era
el encargado de organizar la pesca y la venta y repartición de los que obtenían
del mar. Era modesto y sus palabras siempre estaban acompañadas de una risa que
algunas veces era cómica y otras sarcástica. Después de comer, visitaron a
algunas personas del puerto y fueron a ver las embarcaciones. El Forjador
preguntó si tenían herreros y lo condujeron a un pequeño taller donde un viejo
mantenía dos pequeños hornos ardiendo y hacía pequeñas piezas de plata y metal.
“Me gustaría construir varios hornos para el forjado de metales—dijo con voz
fuerte y segura para que lo escucharan todos—. Podríamos hacer vajilla, armas y
todo tipo de herramientas para progresar”. La gente lo oyó con admiración, pero
lo que más les asombraba era ver cómo un hombre tan joven hablara con una
determinación de general. Pensaron que era algún personaje importante, heredero
de un reino y que estaba al mando de algún ejército. Cuando se lo preguntaron
les contó su historia y la desgracia que había caído sobre su gente. Toda la
gente estuvo de acuerdo en que se abasteciera de armamento a los hombres, ya
que no tenían una organización armada y era posible que algún día los
destructores del clan de El Forjador atacaran su pueblo. En lo más alto de la
costa había un caserío en el que le dieron una finca muy grande y le
permitieron la construcción de un taller. Los jóvenes entusiasmados por la
llegada del extranjero se unieron a él. En parte los jóvenes más rebeldes,
inconformes con la vida de los marinos, veía en la herrería una forma nueva de
descubrir el mundo. Hasta los niños curiosos querían colaborar, así que la
construcción de los hornos fue lo primero que se emprendió. El anciano que
había trabajado solo durante muchos años se vio dirigiendo la obra. En dos
meses se comenzó la producción. Al principio se fueron haciendo cosas muy poco
elaboradas, pero el entusiasmo de la juventud y la experimentación dio su
fruto. Se consiguió un canal para obtener oro, plata, hierro y otros minerales
de los cuales se hicieron diversos instrumentos.
Las mujeres se sorprendieron al ver los pequeños objetos de color blanco o
amarillo que se empezaron a ofrecer como obsequios a las mujeres. En
agradecimiento El Pescador invitó al nuevo herrero a dar un viaje en la más
grande embarcación. Decidió atravesar el enorme lago para mostrarle el pueblo
que se encontraba del otro lado.
El viaje fue asombroso y le dejó muchas impresiones a El Forjador, lo más
importante fue que adquirió unos caballos muy bonitos. Al descender de la
embarcación saltó sobre uno de los corceles y se dirigió a su casa. En la
población no había caballos por eso la gente salió a mirarlo con el aliento atascado
en la garganta. Hubo más visitas al país vecino y en poco tiempo se estableció
una relación comercial. Se compraron sementales y yeguas con la vajilla, las
espadas y las herramientas que producían. Pronto El Forjador tuvo un grupo de
jóvenes expertos armados listos para defender a la población en caso de ataque.
Las intervenciones militares estaban excluidas, pero empezó a llegar el rumor
de que había una nación que atacaba a las pequeñas aldeas para anexar los
terrenos a su imperio. Por el momento, se habían extendido hacia el norte, pero
ya estaba entre sus planes buscar una salida al mar, por eso se dio la voz de
alerta.
El Forjador se había dedicado todo el tiempo al trabajo y cuando celebró su
cumpleaños descubrió que había olvidado el amor. Se había borrado por completo
la imagen de Hermosa y por más esfuerzos que hizo para reconstruir su rostro no
pudo hacerlo. Pensó que ya llegaría la ocasión para dar rienda suelta a sus
sentimientos. Lo que ignoraba era que el amor ya lo seguía de cerca y que había
estado completamente cegado por sus actividades innovadoras. En realidad,
estaba muy satisfecho, pues había logrado formar un equipo de hombres bien
capacitados que se dedicaban a tiempo completo a la creación de ingeniosos
instrumentos para el trabajo, la guerra y la vida cotidiana. Apareció ante él
la imagen de unos chiquillos que le dieron la pauta para crear unas armas muy
efectivas. Alguien había dejado una placa de metal abandonada y los niños
comenzaron a usarla de trampolín, se encarreraban, daban un salto y salían
propulsados por una gran fuerza obtenida por el metal que en realidad era un
muelle muy grande. Cuando llamó a los sabios a ver dicho juego vio cómo surgían
ante él miles de ideas para su aplicación. El primer invento fueron unas
catapultas, luego unas armas que disparaban flechas y cientos de chucherías
más. No pudo continuar en su ensueño porque una voz suave lo distrajo.
—Debes sentirte orgulloso de todo lo que has logrado, ¿no? — era la voz de
aquella muchacha que lo había recibido el primer día en la casa de El Pescador y
que no se había atrevido a levantar la vista.
—Sí, es verdad—contestó mirando con asombro a la atractiva joven morena que
tenía frente a él—. Sin embargo, lo que realmente me falta es una familia.
—Pero aquí todos te quieren como hermano, amigo y padre, eres como un
salvador que nos ha dado nueva vida— Ella bajó la vista un poco enrojecida como
en el primer encuentro.
El Forjador no se había dado cuenta de los cambios que había sufrido esta
muchacha a lo largo de sus dos años de estancia en el pueblo de marineros.
Tenía, ahora, como interlocutora a otra persona. Una mujer fértil, atractiva,
lista para el matrimonio. Sabía a la perfección que se sentía atraída hacia él
y, a pesar de que trataba de controlar sus nervios, la voz le temblaba. Tomó la
decisión de casarse con ella. Le preguntó por sus padres y se asombró al saber
que su protector era el Pescador. No se había interesado en todo ese tiempo en
ninguna mujer y, ahora, le parecía que oía, por primera vez, ese nombre de
Perla. Se lo dijo.
—En realidad sí eres como una perla. Lo más valioso que tenemos aquí— Ella
ya no pudo resistir la presión y se dio la vuelta para marcharse, pero El
Forjador la cogió y la besó. No sabía hacerlo, pero ella fue como una flor que
expande sus pétalos al llegarle la hora de manifestar toda su belleza—. Tenemos
que anunciar nuestra boda—dijo con determinación y cogiéndola de la mano se fue
en busca de El Pescador.
Una semana después, la población llenó de regalos la casa de la nueva
pareja. Se celebró con música, bailes y tres días de banquete, durante los
cuales se consumieron los mejores caviares, las carnes marinas más suaves y miles
de moluscos. Los invitados entraban a la casa alegres para embriagarse de
felicidad. El ambiente estaba lleno de olor a asado y hierbas. Por el efecto
del vino no faltaban las risas y los buenos deseos eran tantos que hasta los
más envidiosos pudieron filtrar los resquicios del resentimiento y la rabia.
Perla parecía una bondadosa diva que sembraba el amor en las almas. La gente
después de la celebración seguía obnubilada por esa sensación placentera de
armonía y felicidad. Parecía que el bienestar y la fertilidad se filtraban
hasta el último rincón. Las parejas se amaban en secreto y los solteros se
despertaron con una búsqueda urgente de alguna joven lista para el matrimonio. Se
anunciaron nuevas bodas y se empezó la construcción de las nuevas casas para
cobijar a los nuevos cónyuges. El florecimiento del pueblo era evidente y se
veía reflejado en la construcción de barcas, carreteras y huertos.
El matrimonio le dio un impulso muy fuerte a El Forjador, quien, alarmado
por la aproximación de un fuerte ejército, comenzó a producir armamento,
adiestrar caballos para la batalla, instruir a los soldados y, lo más
importante, sellar una alianza con el pueblo de El Fogonero que ya había visto
el peligro y no dudó en unirse en un frente común. Las cosas sucedieron de
prisa. El Forjador mandó a sus emisarios y llevaron instructores para que los
soldados del Fogonero aprendieran a mantener batallas con caballería, mandaron
además planos de las armas que habían inventado y recibieron a cambio grandes
cargamentos de materia prima para tener reservas de alimentos en grano. Una
noche se oyó un grito desgarrador de madre y, en seguida, otro de una cría
recién nacida. Había nacido el primer niño de la estirpe que gobernaría en paz
muchas tierras.
El niño del Forjador, a quien habían
llamado El Iluminado, todavía no tenía una semana cuando se tuvieron que
alistar las fuerzas armadas porque el enemigo estaba cerca. El plan era
mantener la resistencia contra los atacantes, en un enfrentamiento franco, y
esperar el ataque del ejército de El Fogonero que arremetería por la
retaguardia. Ya encerrado en dos frentes, el enemigo perecería o se rendiría sin
duda. El plan surtió efecto, pero muy despacio.
No hubo necesidad de aplicar el plan alternativo. El general de los
invasores sabía que tenía superioridad en número y que podía aplastar a los
marineros. Era cierto, los hombres del Fogonero eran mil incluyendo a los de la
caballería, por eso el campo estaba lleno de trampas. El fogonero llegaría con
unos dos mil soldados así que estaban cinco a tres. Lo importante era actuar
con inteligencia y a tiempo.
Se levantó por la tarde una enorme nube de polvo y se oyeron los pasos de
un monstruo de diez mil pies. La tierra temblaba y muchos sintieron temor. Se
dio la señal para esperar a los enemigos y cuando estuvieron en el sitio
adecuado les comenzaron a caer enormes piedras que al rebotar molían la carne
de los sorprendidos guerreros enemigos. Avanzaban con prisa, sentían una sed
enorme de sangre y gritaban como locos. El eco resonaba en las dos montañas
aledañas. Los niños comenzaron a llorar y las mujeres escondían el rostro
implorando que el enemigo no las alcanzara. A la orden de El Pescador se
prendió fuego al aceite que se había vertido en el campo y los contrincantes se
quemaron, luego cayó la lluvia de lanzas en llamas. Las bajas fueron muchas,
pero, aun así, los que lograron pasar eran demasiados así que entró en combate
la infantería que durante dos horas soportó la arremetida y en el instante en que
los soldados de El Fogonero aparecieron en la retaguardia, entró la caballería.
Hubo un derrame horrible de sangre y El Forjador se vio obligado a entrar en
combate. Antes de bajar de la colina les ordenó a los adolescentes que se
armaran y resistieran todo lo posible para que las mujeres y los viejos
escaparan. La prueba fue muy dura y El Forjador recibió unas heridas muy
profundas. Se había guiado todo el tiempo por la voz de su amigo El Guerrero
que le anunciaba los ataques y la forma de defenderse. La mala suerte quiso que
uno de los enemigos lo matara. Se ganó la batalla y se obligó al enemigo a
rendirse. La rendición fue firmada El Pescador y el general enemigo. El acuerdo
de paz se cumplió, pero todos los soldados en retirada recordaban con amargura
las emboscadas que les habían puesto y sabían que la próxima vez que hubiera un
enfrentamiento se prepararían mejor.
martes, 24 de enero de 2017
Muerte por desengaño
Tarde o temprano todos libramos una importante batalla en nuestra vida.
Algunas veces se pierde todo en el combate y otras, puede ocurrir, que se
pierda ganando. Como fue mi caso. Luché lo más que pude contra las
contrariedades de mi relación. Entiendo que hay héroes, generales, líderes,
mártires y todo tipo de gente que se puede tomar como modelo por haber salido
triunfantes del mayor reto de su vida. Mi lucha es grande para mí, pero para
quien la escuche será banal como todas las historias que hemos oído sobre las
difíciles relaciones de pareja. ¿Por qué he dicho que perdí al ganar? Pues por
la simple razón de que cometí un asesinato, lo que significó el triunfo y fui,
también, condenada a vivir sin mi objeto de odio o martirio detrás de las rejas
que, como comprenderán ha sido mi derrota. Estoy resignada a dejar que las
cosas sigan su curso sin ponerles atención. Deseo con toda el alma quitarme ese
peso de encima. Mientras se odia y se sufre, el tiempo pasa volando y uno no se
da cuenta de las dimensiones reales de las horas y los años. Si alguien me
pregunta qué hay del dolor, les responderé que sí, se padece mucho y los
minutos parecen interminables, pero lo que los hace diferentes es el deseo de
venganza, esa sed que adormece los sentidos y crea una fijación a la que le
damos vueltas en la cabeza con una manía sádica.
Lo conocí en una cafetería. Recuerdo el primer día que lo vi. Yo Iba con mi
amiga Marisela quien me había insistido mucho que la acompañara a una cita que
tenía en ese lugar. Lalo estaba en el escenario con su pantalón verde, con una
zapatilla deportiva de canto y la otra encima, enrollado en su guitarra rasgaba
los acordes mientras las expresiones de su cara iban cambiando con cada movimiento
de los dedos de la mano izquierda. Tocaba bien y tenía una voz varonil y dulce,
era por eso que la mayor parte de su repertorio era de boleros. Tenía mucho
talento y por eso sabía cómo acoplarse a otros ritmos cuando algún cliente
caprichoso le pedía una cumbia o una pieza de rock para bailar. Nos sentamos y pedimos
unos postres banana Split y un capuchino. Estábamos en buena forma y la dieta
no nos amenazaba en absoluto. Estuvimos escuchando las canciones románticas que
nos encantaron como a todas las parejas que se encontraban en el opaco salón.
De vez en cuando Lalo se secaba un poco el sudor y se tomaba una copa que le
traía una camarera. Cuando se empezaba a emborrachar hacía chistes y se metía
con los espectadores que, al sentirse aludidos, preferían fingir que no se
daban cuenta, pero las ocurrencias eran tan agradables que al final se lo
agradecían dándole una propina, pidiéndole una canción o invitándole una
bebida. Esto último era lo que más le gustaba a Eduardo y fue por esta razón
que se vino a nuestra mesa y nos obsequió su compañía bastante tiempo. Raúl, el
novio de Marisela era su amigo y por eso le hizo una seña para que viniera a
sentarse con nosotros.
Al verlo de cerca me gustó mucho y, seguro que yo también le resulté
atractiva, me lo confesó con una insinuación más tarde, pero luego no lo
reconoció y con el tiempo hasta me maldijo por ese encuentro. En aquel instante,
en el que vi sus penetrantes ojos de niño travieso, se me estremeció el vientre
debajo del vestido y él lo adivinó, tenía la suficiente experiencia para
olerlo. Lo saludé con voz débil y nerviosa y él se aprovechó de mi debilidad
para abordarme con más valor y esa misma noche me hizo dar el primer paso hacia
la dura relación que mantendríamos por unos años. Nadie me ha considerado nunca
una mujer bella, pero sabemos que en la juventud la carne firme y el buen
control que tengamos sobre el cortejo nos ayuda a volver locos a los chicos y
obligarlos a cumplir lo que queramos. Lo difícil viene después, cuando ya nos
han poseído y nos obligan a complacerlos como si fuéramos de su propiedad. En
compañía de Raúl, Eduardo era un hombre muy gentil y amable, se deshacía en
cumplidos y reía con gusto. Me habló de la música, de los grandes cantantes y
de las composiciones que más le atraían.
Era un buen interlocutor. Encontraba los momentos más apropiados para interrumpir
y su conversación era como su trabajo. Después de medianoche se ofreció a
acompañarme a mi casa y en la puerta se despidió con un beso. Fue un beso
rápido, calculado, sin la intención de transmitirme su pasión, pero surtió
efecto. Comenzamos a salir y al cabo de un mes iba todas las noches a verlo
actuar. Tenía una mesa reservada en la que pasaba mucho tiempo conversando con
Lalo. Descubrí que era astuto y tenía un sentido del humor agudo y en ocasiones
irónico hasta las lágrimas. Nuestra relación se estrechó tanto que terminé
viviendo con él en un pequeño piso que le había heredado alguien. Al principio
no sabía que estaba metiéndome en una trampa fatal. Cegada por la venda del
amor no logré ver cosas a tiempo. Me fue imposible apartar mi instinto maternal
cuando Eduardo se lamentaba como un bebé de sus desgracias, luego no pude
librar la barrera de los conceptos éticos y morales cuando mostró sus garras,
pues sentía el compromiso de ayudarlo y orientarlo por el buen camino. Mucho
tiempo después descubrí como se había ido tendiendo la red a mi alrededor. La
atención que me prestaba no era porque me quisiera, sino porque tenía miedo de
perderme, de que me alejara y lo privara del gusto de martirizarme. Las
reconciliaciones no eran más que la estrategia para irme mermando la seguridad
en mi misma y, por último, el sentimiento de culpa que se edificó frente a mí
como una muralla.
Un mes duró la relación ideal, ya estaba completamente entregada a Eduardo
y esperaba sus caricias por las mañanas, sus atenciones, los cafés que
preparaba con esmero y las rosas que se traía de su trabajo. Pasábamos una hora
abrazados haciendo planes para el futuro y llegué a pensar que el hombre ideal
existía, sin embargo, el chapuzón helado que me dio el catorce de febrero
corrió el telón de la nueva obra que estaba a punto de representarse. Me hizo
una pregunta sobre San Valentín y al no contestársela se puso furioso, me
estrelló contra la pared y me explicó gritando la respuesta que tenía que
haberle dado. Luego, se disculpó y dijo que había tenido un problema en el
trabajo y que se había exaltado contra su jefe y no contra mí. Me llevó a la
cafetería y me dedicó varias de las canciones más conmovedoras. El público le
aplaudió y me hicieron subir a la escena para agradecer los aplausos. Estaban
Marisela y Raúl. Me felicitaron y dijeron que era la mujer más afortunada del
mundo. Lo creí y borré el suceso desagradable de mi mente, pero esa noche no
hicimos el amor, a pesar de que estábamos muy encaramelados, Lalo dijo que
estaba cansado y no me tocó. Se durmió rápido y me dejó hirviendo toda la noche
a fuego lento. Al día siguiente llegué tarde al trabajo y mi jefe me reprendió.
Maricela empezó a hacerme infinidad de preguntas, por un lado, se interesaba en
mi relación, pero por el otro yo sabía que me envidiaba, pues Raúl era muy
parco y no se comparaba con el apuesto Eduardo. Me sentí llena de vanidad y
gocé en silencio el sufrimiento que vi en mi amiga. A veces, las mujeres no
sabemos por qué actuamos de una forma determinada, será que los sentimientos se
nos revuelven como un amasijo en el vientre y dejamos de pensar para dejarnos
arrastrar por el torrente de emociones que nos ahoga en algunas circunstancias.
Ahora sé que si me hubiera quitado el velo de los ojos y hubiera puesto los
pies en la tierra habría evitado encaminarme por el escabroso sendero de la
violencia y el odio. Una semana después del suceso del día de los enamorados,
Lalo se levantó en la madrugada y me dijo que me quería mostrar algo. Era la
película de “El último tango en París”. Puso una escena muy rara en la que la
protagonista acostada boca abajo siente cómo Brando le hace una porquería
usando un poco de mantequilla. Me inmuté y le dije mi opinión al respecto, pero
él comenzó a hablarme con suavidad y argumentando que nuestra vida íntima era
tan monótona le gustaría experimentar. No quiero que piensen que soy morbosa o
que trato de meterles cosas cochambrosas en la mente. Si no me hubiera
relacionado con aquella bestia, ahora no hablaría sobre estas cosas. El caso es
que accedí a que hiciera lo mismo que en la película. Lalo me abrazó después,
me agradeció mi colaboración y dijo que el amor se sostenía en las fuertes
columnas de la confianza y el compromiso. Yo estaba desconcertada y un poco
herida, pero con su trato tierno lo superé.
Lo malo vino una semana después en la que me estuvo provocando todas las
noches sin llegar a culminar la unión. Era como un largo cortejo que terminaba
con un “buenas noches” y yo tenía que idear algo para apagar el incendio que
tenía por dentro. Un sábado, se metió en la cama después de tomarse unas
cervezas y comenzó a hurgar entre mis piernas, lo rechacé, pero fue más una
actitud provocadora que una negación. Entonces dijo que quería otra vez lo de
la película, yo no pensé en nada y me aferré a él. No estoy segura de que haya
intentado repetir lo del sucio actor porque sentí fuertes golpes en la cara. Primero
un bofetón y después varios puñetazos, de los cuales el último me destrozó la
nariz. Después me pateó cuanto quiso. Se vistió y con un azote de puerta se
fue. Al día siguiente tuve que llamar a mi empleo para pedir una baja por
incapacidad. Tuve que inventarme un accidente para no quedar en ridículo frente
a todo el personal, al parecer me lo creyeron, pero después no pude volver a la
oficina. Volví a mi casa y le expliqué a mi madre lo del accidente inventado.
No sé por qué lo hice. Tenía que haber sido sincera, pero un temor muy profundo
me obligó a no decir la verdad y lo lamenté después.
Me recuperé, pero las
huellas del golpe en la nariz me quedaron para siempre. El doctor que me había
atendido me dijo que no podía garantizarme una cirugía profesional y que estaba
a tiempo de acudir a un cirujano plástico para que me hiciera bien la
operación. No lo hice y cuando se me bajó la inflamación noté que el tabique no
estaba del todo bien y se me veía la nariz torcida hacia la derecha. Pensé que
tendría que ir de forma urgente a rectificarla en cuanto tuviera un poco de
dinero para la operación. Me encontraba muy nerviosa, la inquietud me obligaba
a llamar a Maricela y gritarle a mi madre para que no me molestara. Por
desgracia, las cosas empeoraron mucho, pues se apareció Eduardo. Iba muy
arreglado, con un traje azul nuevo, bien peinado y con mucho perfume. Traía un
ramo de rosas y un regalo para mi madre. Se presentó y alabó el buen gusto de
nuestra familia, hizo comentarios de la foto matrimonial de mis padres y le
regaló a mi madre una cadena de oro con un medallón de la Virgen María. Cuando
ella se negó a coger el obsequio dijo que era la forma de consolidar su
relación con su futura suegra, pues el objetivo de la visita era el de pedir mi
mano. Sacó un estuche con un anillo de compromiso, era de una muy buena marca y
le dijo que era para mí. Yo no quería verlo, estaba dispuesta a rechazarlo,
pero mi madre insistió tanto que salí a hablar con él. No fue una buena idea
porque Lalo se deshizo en halagos hacia mi madre, habló con tanta sinceridad
que a ella se le humedecieron los ojos y me dijo que nunca jamás encontraría un
hombre mejor que él. Luego vino el lavado de cerebro y los planes del futuro.
Yo lo podía haber desmentido todo y confesar lo de la golpiza, pero no lo hice
y me reproché mucho tiempo no haberlo hecho, quizás el ridículo de verme como
una mentirosa frente a mi madre me impidió desvelar la personalidad real de
Eduardo. Acepté el anillo con la idea de que Lalo se fuera y me dejara
tranquila, pensé que podría deshacerme de él pronto.
No fue así. Al día siguiente llegó en un taxi y me pidió que recogiera
todas mis cosas porque nos casaríamos en dos semanas. No tenía mucho que
llevarme y con la ayuda de mi mamá llené dos maletas y unas cajas y me subía al
coche. Cuando llegamos al peque departamento de Lalo, me dijo que había pasado
por un problema que lo había vuelto loco. Su jefe—según me explicó—lo había
despedido sin causa y no le había pagado el mes que había trabajado. Había
llegado al piso fuera de sí y no fue dueño de la situación. Yo sabía que era
una patraña y que sólo era un descanso que se daba para volver a maltratarme,
sin embargo, cedí de nuevo. Fueron sus caricias, su persistencia y delicadeza
en la cama lo que me tiró al abismo. Me dijo que tenía un nuevo empleo muy
bueno donde le pagaban más y ya era hora de sentar cabeza, que yo era la única
persona con quien se sentía identificado y que si estaba dispuesta a ayudarle
seríamos una familia feliz. Me encontré de nuevo con la miopía causada por las
vísceras. No pensé en nada y me dejé obnubilar por sus palabras. Me prometió
que iríamos a buscar el vestido, que haríamos las invitaciones, que
arreglaríamos el piso para recibir a nuestro bebé. Me pidió que dejara mi
empleo y le jurara que me dedicaría al cuidado y educación de los niños. Acepté
y me condené en ese mismo instante. Dejé de relacionarme con mis compañeros, me
perdí en el anonimato y se esfumó la confianza en mi madre, pero todo fue
apareciendo como las losas de un camino que se va construyendo con cierta
rapidez.
Me encontraba hipnotizada, le creía todo lo que me decía y, más aún, lo que
le decía a la gente. Era un mentiroso profesional, frío y calculador. Se
confesó con el padre y dudo que le haya dicho la verdad. Invitó a mi madre y
mis tíos a la boda. Contrató un salón modesto y elegimos juntos el menú.
Faltaban sólo dos días para el gran acontecimiento de nuestra vida. Me parecía
que estaba viviendo el mejor período de mi existencia y que en adelante viviría
feliz al lado de mi querido esposo, pero Lalo tenía su plan.
Se abrió la puerta y, muy nervioso, Eduardo, me dijo que tenía una
urgencia, que tenía que acompañarlo. Me vestí rápido pensando que sucedía algo
muy grave y salí, al bajar por las escaleras sentí que Lalo se tropezaba
conmigo y me golpeé muy fuerte la cabeza, luego perdí el conocimiento. Cuando
me recobré estaba en una cama de hospital y tenía enyesado el brazo. Me dolía
mucho la cabeza y sentía dolor en todo el cuerpo. La enfermera me dijo que
había corrido con mucha suerte y que el atropello sólo me había dejado la
clavícula rota y un descalabro no muy profundo. No tiene rotas las
costillas—dijo consolándome—, pero los golpes fueron muy duros. No tiene,
tampoco, derrames internos. El hígado y los riñones están un poco inflamados,
pero se le quitará con unas pastillas. No entendía nada y fui tan ilusa de
preguntarle si estaría presentable para mi boda. La joven se conmovió un poco y
dijo que Eduardo, mi futuro marido, había estado una hora a mi lado y se había
ido para resolver algunas cosas que tenía pendientes, que lamentaba mucho mi
situación y que la llamara cuando necesitara algo.
No sabía por qué razón estaba internada y no tenía ni idea de lo que me
había sucedido. De forma vaga recordaba lo de las escaleras, pero la imagen se
iba borrando con tanta rapidez que después quedé convencida de que lo que me decía
Eduardo era la verdad. Según él salimos de la casa y al estarlo escuchando
seguí cruzando la calle sin poner atención a los coches y una camioneta me
había arrollado. Por fortuna, el conductor había frenado a tiempo, pero que el
golpe había sido muy duro. Me costaba mucho trabajo memorizar porque el
constante dolor de cabeza me hacía perder la concentración y la paciencia. El
doctor me recetó unas pastillas para la migraña. Cuando llegué al piso de Lalo
no reconocí nada porque era otro lugar, no estaba la hermosa cuna, ni estaba
limpio. Era otro sitio, pero Eduardo afirmaba que ahí vivíamos, que llevábamos unos
meses allí y que si no lo recordaba era porque el accidente me había afectado
la memoria. Comenzó a envolverme en caminos oscuros, empecé a dudar de mis
convicciones y me volví muy insegura. Tenía una técnica bien elaborada.
Primero, hacía una hipótesis de algo y comenzaba a repetirla cada día, luego,
la convertía en una afirmación y, por último, me comenzaba a reprochar las
cosas. Me hacía sentir culpable de todo, mi confianza se fue por los suelos y
comenzó la etapa de mi aislamiento.
Lalo salía y cerraba con llave, me traía comida hecha y seguía metiéndome
cosas en la cabeza, para recibir mis medicamentos tenía que pasar por lo que él
llamaba las pruebas, que eran básicamente las cosas obscenas con las que el
satisfacía su naturaleza sádica. Podía ser muy descriptiva en este sentido,
pero se lo dejaré a su imaginación para no hablar de los sufrimientos que me
llevaron a tomar una decisión precipitada en cuanto se me presentó la
oportunidad. Comía con desgana y dormía lo que podía para evitar los dolores de
cabeza y los que me provocaban los abusos de Lalo. Estaba gorda, no me peinaba,
no planchaba ni lavaba la ropa. Un día Eduardo llegó con una mujer a la que le
hizo el amor frente a mí. Todo el tiempo me estuvo reprochando que por mi culpa,
había tenido que acudir a otras mujeres y que si seguía así me iba a matar. Sabía
a la perfección que no lo haría porque me necesitaba como alimento vital. Mi
sufrimiento significaba tanto para él, que, si algo hubiera puesto en riesgo mi
vida, habría hecho lo imposible para salvarme, pues era como una araña que
deseca a sus moscas poco a poco.
Cuando ya estaba completamente convertida en autómata, Eduardo invitó a una
drogadicta a nuestra casa. Era una mujer muy alta de piel muy blanca, se reía
de todo y era una bestia salvaje haciendo el amor. A Lalo le gustaba esa
fiereza de loba. Tal vez, sentía un reto y se fortalecía con ella para
castigarme más. Al tercer día, La Loba salió y trajo un paquete enorme de
polvo. Se pusieron a calentar unas cucharillas, se ataron una liga en el brazo
y se inyectaron un líquido que había surgido del polvo color hueso. Empezaron a
alucinar y decir cosas muy incoherentes, paseaban como poseídos y no notaban mi
presencia. Dormían mucho y tres días seguidos se inyectaron, luego la mujer
salió y no volvió. En el piso seguía el paquete de polvo y tuve la intención de
probarla, pero después descubrí que en esa situación podría escapar, se dice
fácil, pero en aquel momento no pensaba ya en salir ni salvarme. Era como un
perro enjaulado que no recuerda cómo es la calle. Estuve sentada mirando a
Eduardo, se levantó y me miró como a una desconocida. Se volvió a dormir. Fue
cuando lo imité. Puse polvo en la cucharilla, prendí la vela achatada, preparé
la jeringa y cuando el líquido ya estaba listo cogí la inyección y me la puse
sobre el brazo, pero una voz de alerta me hizo dirigirla a Lalo, se la puse y
le metí tres más. No noté cuándo dejó de convulsionarse, ni cuándo se quedó
tieso.
Lo único que oí fueron los golpes a la puerta de una vecina que se
interesaba por un olor pútrido. En cuanto le abrí saltó la alarma en todo el
vecindario, vino una ambulancia y unos policías me interrogaron. No supe nada
hasta que empezaron a llegar rostros conocidos. La primera fue mi madre, quien
me dijo que Lalo le había dicho que nos habíamos casado y vivíamos en otra
provincia. Marisela me dijo que había visto a Eduardo y que lo había felicitado
al saber que yo estaba embarazada. Así fui recuperando paulatinamente mi imagen
perdida. Regresé a la vida y me pude integrar al mundo, pero fue por poco
tiempo porque pronto recibí un citatorio para enfrentar un juicio. Se me acusó
de asesinato premeditado y se negó que tuviera algún desequilibrio psicológico
que me indujera al homicidio. Estoy satisfecha de lo que hice y cumpliré mi
condena sin remordimientos, pues hace mucho que mi vida ya no es normal y ahora,
ha llegado el momento de partir.
Adiós.
lunes, 16 de enero de 2017
Mojado con los pies secos
Hundido en un hueco del bote, Saúl, miraba el cielo. Su rostro estaba
iluminado por un trozo de luna que lo alumbraba como la luz de una lámpara
vieja que se filtra por una rendija. Sus pensamientos estaban anclados en la
isla que había abandonado el día anterior. Se repetía con intermitencia la
imagen de Joselyn en su mente y la sensación del beso de despedida no lo había
abandonado ni un solo minuto.
Había estado trabajando en secreto con Joan, un
avispado en navegación, y otros tres hombres que habían decidido irse del país
para adquirir la nacionalidad en la tierra prometida. Todos llevaban bien
guardado su sueño americano y en ese momento lo veían con claridad arrullados
por el tranquilo mar que los había ido arrastrando hacia Miami. Él quería ser
músico, formar un grupo y vender miles de discos, ser famoso y aparecer en
revistas, en Internet y la tele. Quería que todos se enteraran de quién era.
Todo—se decía a sí mismo—, menos traidor. He idolatrado al Che, he cantado con
Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, he escuchado los discursos de Fidel y he
recitado las consignas, todas.
Hacía frío y el raído jersey que le habían prestado no lo calentaba en
absoluto, por eso le cascabeleaban un poco los dientes. Por el día, el trapo de
estambre lo cubría mal del sol y por la noche no le servía de mucho, pero ese
insignificante sufrimiento no era nada comparado con el de ver sus ilusiones
encerradas en una jaula, revoloteando sin parar, agitando la cabeza. Eso le
producía dolor en el alma, la repetición de sus hipótesis y sus condicionales.
Fue esa la razón que lo impulsó a salir a mar abierto en busca de la libertad.
No lo detuvieron las lágrimas de su novia, quien lloraba de amargura y de
ilusión. Ella sonreía de alegría al ver al muchacho valiente y lloraba por la
separación. “Nollorej Joseling, tejulo que vendré polti, lo plometo”—le dijo
soltándose de sus manos, mientras ella lo iba dejando marchar con cara de resignación.
Esa imagen de Joselyn agitando la mano y reduciéndose de tamaño, muy
despacio, fue lo que le hirió el corazón. Sabía perfectamente que la llamaría
en cuanto estuviera a salvo y con los primeros dólares que ganara le mandaría
un pasaje para que se uniera a él. No sabía exactamente cómo lo haría, pero
ella llegaría a los Estados Unidos lo más pronto posible. El arrullo del mar,
los recuerdos y la humedad calándole los huesos eran su única realidad. No
pensaba en otra cosa más que en su objetivo. Se dio cuenta de que Joan lo
miraba de reojo.
Saúl respondió con un movimiento de cabeza y cerró los ojos, pero no se
pudo dormir. Siguió con su ilusión, saboreándola como si fuera un caramelo
formado por su dulce novia, el embriagante éxito y la ostentosa prosperidad. Al
notar que empezaba a amanecer, Joan, les golpeó los pies a sus compañeros. Un
poco adormilados lo vieron como a un extraño, pero el dedo índice alargado
hacia el frente les dijo todo. “Nojodachico, ¿nosva a decil que ya llegamo?”-
La respuesta fue que sí, que faltaban unos kilómetros, pero que había que rezar
para que nadie los detuviera y los hiciera dar la vuelta. No llevaban
binóculos, ni ningún objeto que los pudiera ayudar a localizar a los
guardacostas. Joan con determinación encendió el motor y dirigió el timón hacia
el frente. Se veía tierra, se sentía como Pinzón anunciando el final de la
larga travesía trasatlántica. Para ellos en cierto modo había sido igual el
riesgo. Habían visto a la muerte rondando en forma de tiburón. Primero la
aleta, luego la sonrisa sarcástica asomándose como un espectro que surge de debajo
del agua. Los duros embistes de la bestia y las manos apretadas a los bordes
del bote para no caer.
Se levantaron y comenzaron a gritar de felicidad, ya no
es nada, son unos dos kilómetros. Con los dientes pelones y el pelo en forma de
vela, Saúl, miraba con atención la orilla. Un sonido horrible los enfrió. Una
sirena. Era el colmo. Eso no les podía pasar en ese momento. ¿Por qué no los
habían encontrado atrás? Ya era tarde para todos. Joan aumentó la velocidad y
el bote empezó a dar trompicones, era muy difícil mantenerse aferrado a la
embarcación, las fuerzas le fallaron a Saúl y cayó al agua. No hubo oportunidad
de detenerse a rescatarlo, los guarda fronteras estaban pisándoles los talones.
“Sálvate, Saú peldónanopol favó”. Fue lo único que oyó cuando las olas lo
empezaron a balancear. Se echó a nadar, ya no vio el bote, ni la patrulla. No
nadaba muy rápido y sentía que la distancia no se reducía. Braceó casi media
hora hasta que las fuerzas lo abandonaron. Cerró los ojos ardorosos, se sintió
derrotado, pero sintió la proximidad de unas voces caribeñas. Miró unas figuras
borrosas. Eran como él y corrían a su encuentro. Pensó que podría tratarse de
Joan y los otros tres navegantes, pero no. Era una mujer de unos cuarenta años
y unos niños. La mujerona habló sin pensar y le recriminó por haberse salido a
nado desde la isla.
“Pelo, tú estámaela cabeza. Milaque salirte anao e la isla.
Ejtá loco, ejtá loco”.
Saúl se quedó acostado en la arena con los ojos entrecerrados, recuperándose.
Se levantó cuando le alcanzaron las fuerzas y miró hacia el mar. No vio la
embarcación de sus compañeros, sólo notó el bote americano, meciéndose en el
agua. Estaba empapado, pero por ironía de la ley de migración, ya era un pies
secos. Estuvo mucho tiempo atento como un perro esperando a su dueño, pero
nadie llegó.
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