martes, 17 de agosto de 2021

Casa verdugo

“Esta casa tiene su propia personalidad—me dijo el dueño con una mueca sutil—. Ya lo verá en cuanto se mude aquí”. Tenía varias semanas buscando una casa amplia, pero ninguna de las que había visto me convencía, incluso esta me parecía un poco anticuada. Lo único que me retenía era la curiosidad que había despertado en mí el dueño, pues, según él, las personas que la habían comprado anteriormente habían encontrado algo asombroso que les cambió su vida. En cierto grado, era lo que necesitaba, un gran cambio en mi vida. Durante la transacción logré que me rebajara una jugosa cantidad, ese hecho me alegró bastante, sobre todo, porque el señor Vasconcelos siguió con su actitud alegre y sus bromas muy certeras. Le pagué y decidí irme a vivir allí de inmediato. No haré referencia a las dificultades que tuve para amueblar mi nueva residencia porque les aburriría con aspectos de poca importancia para mi historia. El caso es que desde el primer día que pasé la noche allí, noté las cualidades de la casa. El primer suceso fue ver el sueño que tuve a los trece años. Lo había olvidado por completo y me había costado muchos años librarme de aquella ave onírica de malagüero.

Me desperté de madrugada horrorizado. Había visto de nuevo ese cuervo negro que maté y que me persiguió toda la adolescencia. Pude hasta escuchar su voz de humano, sus insultos, sus presagios y su maldición. Quise irme de inmediato, pero descubrí que me era imposible, no por que no tuviera a donde ir, sino porque una fuerza desconocida me lo impedía. Los sueños comenzaron a ser mas frecuentes. Las visiones nocturnas habían sido para mí una cosa insignificante, por eso nunca les ponía atención, sin embargo, estaba soñando cada noche. Lo peor era amanecer con las imágenes terribles que a las cinco de la mañana me despertaban. Durante el día se iban desvaneciendo los recuerdos y a la hora de la cena me encontraba excitado y con ganas de satisfacer mis deseos. Comenzaba a prepararme para ir a aliviar mis pasiones, pero cuando ya estaba todo listo, me aplastaba la desgana, perdía todo el deseo de irme y me servía un poco de alcohol y me sentaba a esperar a que dieran las doce en punto. Cuando sonaba la última campanada del enorme reloj del salón, me iba despacio a mi dormitorio, apagaba la luz y me dormía.

El desvelo me pasó factura. Perdí muchos kilos, me aparecieron unas ojeras de color morado que remarcaban las venas rojas en mis cuencas, perdí el pelo y me llené de arrugas. Lo peor es que me comenzaron a atosigar sensaciones que solo había experimentado durante mis noches de lujuria. Nunca había sentido lástima por nadie, no sabía lo que era el cariño, el amor o la angustia y la desesperación. Siempre había sido un hielo y, por eso, había logrado ser lo que era. En algunas ocasiones llegué a preguntarme si no sería un reptil con cuerpo humano. Podía pasar horas mirando documentales de la National Geografic, pues me sentía muy identificado con los seres del desierto y las junglas. Primero corrieron ríos de sangre, luego cuerpos destazados, después violencia extrema y todo eso, que antes era para mí algo placentero, ahora me desagradaba mucho y las náuseas me obligaban a correr al baño para vomitar.

Los crímenes que cometí se fueron repitiendo en esos sueños matutinos y cada movimiento que hacía cuando me incorporaba era muy doloroso. Sentía que me clavaban enormes agujas calientes, el dolor era intenso, pero lo peor era la repulsión que sentía hacia mí mismo. Se desmoronó mi ego y empecé a transformarme en un bicho. Temblaba por cualquier cosa y no había calmantes que pudieran detener mi sufrimiento. Era tan sensible que los zumbidos de las moscas me resquebrajaban la cabeza. Ver sufrir a alguien me ponía el estómago del revés. No comía y las habitaciones se alargaban, nunca podía encontrar la cocina y me alimentaba de lo que encontraba en los rincones. La penumbra me sumía en un calabozo y me sentía inmovilizado por unos pesados grilletes. Ya no lo podía resistir más y llamé a la policía para confesar. “No señor, está usted en un error—me decía la voz de un policía entrado en años—. Ese hombre, quien dice ser usted, lleva mucho tiempo muerto. Cerciórese bien de su nombre y fecha de nacimiento. Llame mas tarde y le atenderemos con gusto”.

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