jueves, 8 de julio de 2021

Muerte al maestro

La gente estaba impresionada por la ejecución del gran maestro. La rapsodia en azul de Gershwin nos había puesto la piel de gallina durante diecisiete minutos y los dedos de James Tasson se movían de forma prodigiosa. Llegó la última parte y con golpes contundentes el pianista decidió entrar en la recta final. Los vientos tocaban una marcha bélica, los platillos rompían el aire y James se levantó para culminar. La gente se puso de pie, pero se oyó también un estallido. Las partituras salieron volando y el cuerpo de James se desmembró en el aire. Los aterrados músicos estaban manchados de sangre, conmocionados, pero ilesos. Los guardias llegaron al escenario para impedir que alguien se acercara. Un empleado llegó con un extintor y apagó las llamas que estaban devorando el piano. Me acerqué al escenario y pedí que me dejaran mirar la montaña de tablas arrumbadas. Recogí las partituras y descubrí que tenían algo escrito con tinta roja. Las acomodé, faltaban algunas que se habían quemado, y me las guardé en la chaqueta. Llegaron los enfermeros y comenzaron a recoger los miembros del cuerpo del pobre James Tasson. Los sollozos no habían parado, algunas mujeres se habían desmayado. La gente no podía entender qué le sucedía dentro del cuerpo. Dos sensaciones se le habían mezclado, la dicha provocada por la música y el terror de la muerte. A mí también se me hacía muy amarga la saliva. Cuando llegaron los policías y el forense les conté todo. “Ya me estoy encargando del caso”. ¡Vaya sorpresa que le han dado inspector! —me dijo Charles mi ayudante—. Era verdad. Me habían regalado las entradas y ni siquiera había preguntado quién. Me habían dicho que ese concierto era especial y que era lamentable no poder asistir. ¿Lo habrían lamentado? Jamás lo podrían comprender y cuando se enteraran de las noticias se les arruinarían sus vacaciones o lo que estuvieran haciendo.

La sala se fue quedando vacía. Los periodistas habían tomado sus fotos y se habían ido. Me pregunté sobre la razón de la explosión. Alguien había puesto una bomba y sabía que el maestro activaría el detonador al terminar la composición de George Gershwin. Debía ser un músico o alguna persona que odiara al maestro. Lo único que sabía era que James Tasson era un prodigio. Saqué las partituras y descubrí las siguientes notas:

“James, ¿te acuerdas de mí? Soy uno de tus alumnos. Me destruiste por completo y ahora tendrás que pagarlo todo. Tengo tu reputación en mi poder…Ahora que ya te has convencido sigue mis instrucciones…Toca esa variación de Rajmaninov, tan romántica…Después de tus represalias quedé frustrado para siempre…Quise terminar suicidándome…No despegues tus ojos de las notas, ¿no me decías así? Pues, ahora te toca a ti y mientras lo haces…Tu carrera estará en peligro, por tu culpa… Y así se mezclarán en ti esos sentimientos que transmitió el maestro ruso y que eran mi ilusión…Ya falta poco, James, soy ese bichito, ¿recuerdas? Sólo unas notas más y pasarás a la inmortalidad…”.

Comprendí por qué la actitud del concertista había dado un giro unos minutos después de haberse sentado al banco. Incluso, me pareció recordar que unas notas fueron diferentes, ya que las había oído por la radio y algo me había alertado de que eran discordes. Seguramente con la amenaza que tenía escrita en las hojas no podía concentrarse al cien por ciento. La cuestión es que no sabía qué información podría estropear la reputación del músico. Tenía que empezar la investigación lo más pronto posible, pero estaba impactado. He visto cientos de cadáveres, pero nunca había presenciado un asesinato. Por increíble que parezca, jamás había visto cosas violentas. Era como una de esas paradojas del mecánico que no sabe conducir o el doctor que le tiene temor a la sangre. En mi caso siempre me habían avisado de los homicidios, pero jamás los había presenciado. Era horrible y sentía asco y desprecio por el autor de tal aberración.

Durante la semana visité el conservatorio. Me dijeron que James era un adicto al trabajo, muy estricto en los exámenes y un docente encomiable. Entré en la cátedra para hurgar entre sus cosas. Una secretaria me ofreció café y me llevó al despacho de Tasson. No había mucho orden y pensé que era normal en un creativo de esa talla, mantener un caos controlado en el que se sentía a sus anchas. Vi muchas partituras, tesis de antiguos estudiantes con dedicatorias, fotos de graduaciones, libros, un tablero de ajedrez al que le faltaba un caballo y en su lugar habían puesto una chapa de refresco. Me pareció original la idea. Encontré unos cuadernos en los que el maestro hacía sus anotaciones. Eran apuntes de todo tipo con ideas raras, frases de filósofos y dibujos magníficos. En su gaveta había un mechero que según me dijeron, dejó de usar cuando tomó la decisión de no fumar más. En esa abundancia de papeles debía existir algo que me guiara al asesino, pero no sabía qué pista podría encontrar para jalar del hilo. Le pregunté a la secretaria si el compositor recibía visitas y quienes eran las ultimas personas que habían entrado allí. “Venía mucha gente, ¿Sabe? —dijo coqueteándome un poco—, pero él no le permitía a nadie pasar ese umbral. Los estudiantes lo tenían prohibido y solo Charles y Anthony podían sentarse con él a jugar y conversar durante horas. Con ellos discutía algunas cosas de la historia de la música, de la composición y de los brillantes alumnos que podrían destacar”. Le pregunté si recordaba a algunos estudiantes destacados. Me hizo una lista y cuando llegó al final, dudando un poco me dijo: “No sé si se podría incluir a Arsenio Barragán…es que ese no terminó siquiera el segundo curso, pero era un genio según James”.

Supe esa tarde que el ser humano puede llegar a traspasar límites inimaginables. No creí lo que me había dicho la secretaria. Según las palabras de James, ese chico tenía una capacidad de trabajo enorme, pero por lo mismo su vida estaba amenazada, ya que con lo que interpretaba o inventaba podía, primero, romperse los dedos, y, segundo, llegar a sufrir un infarto cerebral. Me interesé por su paradero, pero no lo llegué a encontrar. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Volví a los documentos de Tasson y encontré una carta que no envió.

“Nunca lo comprendiste, querido, Arsenio, de seguir con lo que deseabas, te habrías vuelto loco. Tus secuencias, es decir, tus cadenas interminables de escalas y variantes lo único que habrían provocado, habría sido un corto circuito en tu cerebro. ¿Quieres saber cuál habría sido tu fin? Pues la muerte por un infarto cerebral. ¿Pero no de los comunes? En ti se había desarrollado un fenómeno extraño. Algo que solo un músico podría ver. Lo noté un día cuando te vi a contra luz en uno de los corredores del conservatorio. Era un aura de color azul celeste, eran como pequeñas descargas eléctricas que parpadeaban con un ritmo simple, celestial, pero fue suficiente para entenderlo todo. Eso te iba a generar una acumulación de energía que te destruiría tarde o temprano. Si te prohibía coger temas difíciles y te incitaba a dejar la música era por esa razón. No quería que te privaras de la vida, era un suicidio. Chico, había muchas otras cosas que habrías podido hacer, pero te empeñaste en seguir. Como artista lo entiendo. Para mí, tampoco existe la vida sin las notas. Aunque, tu tenías otra salida. Te habrías convertido en un excelente pintor o escultor, tal vez. Lástima”.

La secretaria me dio la última dirección de Arsenio y me fui a buscarlo. Llegué a una casa vieja muy alejada de la ciudad. La casera me dijo que Arsenio era un mal inquilino, que tenía algo de macabro y que lo había echado por moroso. Le pedí que me lo describiera y que me dejara ver las cosas que había dejado en su habitación. No encontré mucho, pero conocí su caligrafía que era malísima. No se entendía casi nada de lo que ponía en sus garabatos. Pensé que tal vez su mente fuera mil veces más rápido que su mano y eso lo obligaba a plasmar el camino de un hilo enmarañado que se alargaba por todo el papel. Tenía su descripción. Bajo, fortachón, con tendencias a la calvicie. Moreno y un poco encorvado. Silencioso e irritable. Su mirada es muy penetrante, me dijo la señora con un poco de miedo. Pensé que sería un hombre introvertido dedicado a la música, preso de sus pensamientos que veía en la gente un estorbo para trabajar. Debía encontrarlo, pero no tenía ni idea de su paradero. Seguro estaría trabajando con clases particulares, tocando el piano en algún bar o refugiado en alguna cueva de la ciudad sobreviviendo con penas. Era mi principal sospechoso y los demás quedaron en segundo plano. En el mundo del arte se lamentó mucho la fatídica muerte de James Tasson. Ya me habían asignado el caso en comisaría, pero me estaban presionando para encontrar al asesino y, aunque, tenía un buen equipo, en las pesquisas no habíamos encontrado nada. El tiempo se me estaba acabando.

Una tarde se fue la luz del edificio y los eléctricos repararon unos fusibles y cambiaron algunas lámparas. No les puse mucha atención porque salí a tomarme un café. Cuando volví encontré una nota en mi mesa. La información era extraña y reconocí la escritura. Le pregunté a todos los que habían visto a los trabajadores. “Sí, en efecto, decía la mayoría, uno era bajo, calvo y un poco encorvado. Tenía un aspecto enfadado y de vez en cuando refunfuñaba. Ya lo tenía localizado y comprendí que me había estado siguiendo los pasos. En el mensaje decía que quería verme. Dejó la dirección escrita con mas claridad. Había día y hora específicos para el encuentro.

Antes de acudir a la cita, me comunicaron que alguien se había suicidado en un taller. Acudimos al lugar y estaba un poco preocupado porque faltaba muy poco para mi encuentro con Arsenio. Entré a la habitación donde se encontraba el cuerpo. Ya lo habían puesto en el suelo. Al registrar sus cosas encontraron una bitácora con anotaciones. Vi al hombre y me quedé de piedra. Era él. Revisé la dirección de la nota y coincidía con el lugar. Esa era la cita que me tenía preparada el pobre infeliz. Me desconsolé un poco porque en mis razonamientos, aunque sabia que no había remedio, buscaba una posibilidad de rescate. Tal vez, habrías podido salvarlo, me decía la conciencia, sin embargo, el razonamiento frio y calculador solo me miraba con los hombros encogidos. ¿Qué se le va a hacer? La vida es una ruleta llena de sorpresas. Redacté el informe y salí abatido. Mi vida de inspector había transcurrido dentro de un mundo raro en el que solo había paradojas, estupideces y cadáveres. Lamenté ocupar siempre ese papel de espectador. Cogí la bitácora y comencé a leerla.

¿Qué tal está, inspector? Perdone que nuestro encuentro sea de esta forma. Le escribo del más allá y supondrá, por supuesto, que me he marchado por cobardía. No, no es así. Es que no me motivaba mucho la cárcel. Ya he vivido en la mía desde hace mucho tiempo. ¿Quiere saber por que maté a James Tasson? Me imagino que ya tendrá alguna hipótesis. Le he observado y comprendo que es usted muy inteligente. Eso sí, un poco negado para la música, pero eso podría remediarlo con algunas horas de trabajo. Bueno, no le voy a quitar el tiempo con mis opiniones y mis justificaciones. Quiero que decida usted mismo si he actuado de la forma adecuada, si opina lo contrario seguro que no tendré mucho descanso en el infierno. Bueno, esto es lo que puedo confesarle.

Nací en una familia de clase media que se vino a bajo con la muerte de mi padre. Tuvimos que mantenernos aferrados a la vida con las uñas. Mi madre me puso a trabajar en una tienda en la que me pasaba todo el día cargando bultos y limpiando la porquería. Un día descubrí que se me daba bien la música. Vi a un hombre tocar en un bar y al verlo pensé que podía repetir los sonidos que oía. Un día a escondidas me quedé en ese lugar y hablé con él. Me enseñó algunas cosas y me invitó a que fuera a tocar con él por las tardes. Aprendí rápido. Tenía quince años y no podía trabajar allí, así que un día Merlín, como se hacía llamar Yoan, el cubano, me dijo que me pusiera un sombrero y que saliera a escena. Me presentó como Rodri, toqué las piezas que me había enseñado e improvisé una que otra cosa. “Fantástico, muchacho, me dijo Yoan, deberías irte al conservatorio”.

Así fue como paré en las garras de James Tasson. Me miró incrédulo y me hizo preguntas sobre las notas, pero no me las sabía. Me aceptó, pero fue para destruirme. Cada clase comenzaba con una lectura. Me costó un esfuerzo descomunal entender ese lenguaje que para mi era más oscuro que la noche. Cuando no estaba James, me sentaba al piano y hacía combinaciones de notas. Algunas sonaban muy bien y con ellas partía para alargar la composición. Me las aprendía de memoria y luego las repetía varias veces para automatizarlas. Un día fatídico entró James con la cara pálida. Me miró con sorpresa al principio y después con odio. ¿Qué estas tocando? No le supe decir qué era y me dijo que le llevara las notas al día siguiente. Le pedí ayuda a una chica polaca, Lidia Poltarova, me escribió en el cuaderno las notas y me dijo que jamás había oído algo tan original y armónico. Es una combinación entre Bach y Chaikovski, dijo con una sonrisa. Mi situación se empeoró. James se puso a trabajar conmigo. Las sesiones eran de varias horas y al término quedaba sin fuerzas. Seguía tocando en el bar para sacar un poco de dinero. Pero, incluso, en ese antro de mala muerte estaba James. Cuando me dijo que dejara la música me quedé paralizado. Era la única cosa que me hacía vivir. Me echaron de la academia, del trabajo y tuve que volver a cargar y limpiar. Me había sumido en el infierno. No podía vivir sin música, pero no tenía dinero para comprar un piano, ni siquiera para alquilarlo unas horas. Un día escuché dos composiciones que me definían por completo. Una la había ejecutado en presencia de James y me había servido para sufrir con el peor de los procedimientos sadistas del maestro Tasson. La otra era romántica tierna y celestial. Una composición de Rajmaninov sobre un tema de Paganini. Empecé a soñarlas. Las veía como historias y en esos sueños me liberaba de mis penas. Me veía en la cúspide de una carrera esplendorosa, tocando en el conservatorio, aplaudido por cientos de espectadores. Era algo que nunca podría lograr, pero un cartel me dio la posibilidad de realizarlo. Era un concierto de James Tasson. Un viernes en una de las más prestigiosas salas de la ciudad. Ese sería el día final. La culminación de una vida frustrada. Decidí que usaría los dedos de otro músico y que moriría dos veces. Una en mi odio y otra en mi frustración. Usted se imaginará lo demás. Investigué el día del concierto, puse en el piano un mecanismo conectado a una bomba casera para que el final de la Rapsodia azul fuera roja y espeluznante. Le visité en la comisaría y dejé las entradas. Todo salió a pedir de boca. ¿Se imagina que yo era su vecino de asiento? ¿Me recuerda? Iba muy elegante, disfrutaba la música como el que más, movía la cabeza y tarareaba un poco. Sí, inspector ese hombre al que usted no miró ni de reojo, era yo. Estábamos juntos. Nos rozamos los brazos y nos pedimos disculpas por toser o movernos demasiado y todo sin ni siquiera vernos. Fue un placer, estimado inspector. Le deseo lo mejor y le aseguro que pensaré en usted en el más allá”.

Salí con un sentimiento raro. Sería algo como la depresión. Me había convertido en un monigote de teatro guiñol al que le habían puesto en segundo plano. No era ni siquiera uno de los actores principales. Todo se había ideado sin mí. Me habían citado solo para mostrarme una mini tragedia de Sófocles adaptada por Woody Allen. Me fui a un bar y me emborraché por el despecho.

 

 

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