Mi caso es el de aquellas chicas que fueron descubiertas en una cafetería por casualidad. Suena a cliché, pero fue así en realidad. Estaba cubriendo el horario de mi compañera Annie que se había enfermado y llegó un hombre trajeado. Se notaba de inmediato que era influyente. Su forma de mirar, de pedir el menú y conversar lo delataban por más que se esforzara en ocultarlo. Además, sus manos estaban muy bien cuidadas, llevaba un anillo de oro con una gran piedra y un reloj de muy buena marca. Se quitó el sombrero y el abrigo al entrar, vio un sitio vacío y se sentó. Me acerqué y le di el menú. Me miró con curiosidad y mientras atendía a los demás clientes sentí su mirada pegada a mi espalda. Era como un cosquilleo muy persistente en la nuca. Le pregunté tres veces si ya había decidido lo que quería tomar, pero estaba poniendo a prueba mi paciencia. No podía reñirle o tratarlo como a los típicos hombres que aparecían por allí para invitarme a salir. Después de varios intentos y, cuando ya había empleado todo mi encanto, se decidió por un café y unos huevos con tocino. Me pidió varias veces servilletas, agua, sal, palillos y cualquier cosa que le pudiera ofrecer una excusa para llamarme. Terminó de comer y después me preguntó mi nombre, dijo que no le gustaba, que era demasiado alemán. “Ya hay una Dietrich, una Hagen y una Bergman, así que te tendrás que cambiarte el nombre, querida—lo dijo como si fuera un director de cine que va a elegir su reparto—. ¿Qué te parece Diana Lange? No está mal, ¿no?”. Le sonreí cortésmente y me encogí de hombros. Le entregué su cuenta y me retiré. Cuando volví a cobrarle ya estaba de pie. Era bastante alto y me preguntó por el dueño. Le dije que estaba en su oficina al lado de los baños. Se fue directamente a verlo y diez minutos más tarde me ordenó que me quitara el uniforme, que fuera por mis cosas y me despidiera de mis amigas. Me fui a cambiar y me choqué con el dueño.
Enhorabuena, dijo muy alegre, te has ganado la lotería, Catherine. No sabía
en ese momento a qué se refería y tampoco tenía mucho deseo de investigarlo
porque el tipo no me caía bien y si trabajaba en su establecimiento era por la
gran necesidad que tenía de hacerlo. Cuando volví con mis cosas el hombre rico se
presentó y me dijo que le indicara el camino a mi casa. Le contesté que
alquilaba un piso con una compañera. Me llevó hasta mi dirección y saqué mis
cosas. Me había dado su tarjeta y me mostró un periódico reciente en el que
salía su nombre. Nunca lo había visto porque no me interesaban los directores
de cine. Veía las películas y si me gustaban recordaba el reparto, pero nada
más. Ese día cambió mi vida por completo y pensé que, por fin, la suerte iba a
sonreírme. Lo que no sabía era que mi destino, ya torcido desde la
adolescencia, llevaba al mismísimo infierno. Una especie de círculos dantescos
e infernales.
Mi padre nos abandonó un poco después de que cumplí los trece años. Ya no
pudo soportar la infidelidad de mi madre y su frivolidad. Era, en cierto grado
una ninfómana, pero su mal, más que físico, era mental. Siempre he pensado que
ella buscaba a los hombres para que la humillaran, era masoquista y deseaba que
su cuerpo sufriera como si esa fuera la penitencia por haber nacido. Quizá
estaba inconforme con su feminidad y ese era su modo de vengarse. Muchos
hombres entraron en la casa. Le daban un poco de dinero y hacían con ella lo
que se les antojaba. A mis quince años me sentía con la necesidad de huir, pero
vi tan mal a mi madre que pensé: “Si la dejo ahora, se morirá y cargaré con
ella el resto de mi vida”. Hice mal en no largarme porque se le ocurrió la idea
de alquilar una habitación. La casa era pequeña y tenía dos pisos. Había un
estudio en la planta baja que mi padre siempre había usado para descansar y
leer. Mi madre lo puso en alquiler. Muy
pronto apareció tipo que trabajaba de obrero. Tenía un gesto raro que no se
podía definir a primera vista y no estaba claro si era por una dolencia física
o tenía dentro algo monstruoso. Era lo segundo, pero lo descubrí muy tarde.
Las primeras semanas se comportó bien, pero cuando llegó el cumpleaños de
mi madre le entregó un regalo caro, la embriagó y le dijo que se quería juntar
con ella. Le prometió bienestar, seguridad y diversión en la cama. Como mi
madre no trabajaba, aceptó y comenzó a beber más de lo habitual. Se caía en el
salón por la embriagues y se quedaba tumbada en el diván. Joseph la encontraba
así, la levantaba en vilo y la metía en la cama. Jamás me atreví a asomarme y
ver qué era lo que hacía cuando mi madre en su delirio le gritaba e insultaba.
No podía soportarlo más y decidí marcharme. No tuve tiempo de hacerlo cuando
debía porque el fin de semana que estaba preparando mi huida llegó Joseph muy
de madrugada y se metió en mi habitación. No estaba tan borracho. Me desperté y
lo vi horrible. La luz de la luna le daba en pleno rostro y su sonrisa de
dientes torcidos era macabra. Me tapó la boca y me hizo infinidad de
porquerías. Me tuvo atada dos días y descargó toda su escoria sobre mí. No
deseo contar con detalles lo sucedido, pero cualquier mujer queda destrozada
después de una experiencia así. Me escapé de milagro y fui a denunciarlo. La
policía lo interrogó e incluso lo metieron en una celda, pero lo dejaron ir por
falta de pruebas. Estaba tan herida y ultrajada que me prometí matarlo algún
día.
Abandoné la ciudad y comencé a trabajar de camarera. Trataba de evitar el
contacto con los hombres y cada vez que recordaba lo sucedido en mi casa o veía
un sueño que se relacionara con eso, me asaltaba el pánico y me quedaba tiesa
por mucho tiempo. Pensé que la única forma de acabar con mi mal, era vengarme,
sacarme esos demonios del interior, y así lo hice. Reuní un poco de dinero y
conseguí un arma. Era una pistola vieja y medio oxidada, pero disparaba bien.
Me la consiguió un viejo solitario que tenía una tienda de antigüedades. No
tiene valor como antigüedad, pero dispara, dijo mirándome con ojos de cómplice.
Me la dejó por unos cuantos dólares. Incluso me llevó a un descampado y me
enseñó a usarla. Me fui decidida a dispararle a quema ropa al maldito Joseph. Él
ya no vivía en mi casa. Mi madre estaba muy demacrada y seguía encontrándose
con los tíos, tenía muy mal aspecto y en mis tres años de ausencia se había
convertido en un esqueleto. Una tarde fui a la fábrica y esperé a que saliera
mi víctima. Lo seguí hasta su nueva casa. Vivía solo en un cuchitril. Esperé a
que llegara el viernes y lo dejé que se emborrachara en un bar. Salió cerca de
la madrugada, se fue por una calle mal iluminada y lo seguí. Me le enfrenté y
cuando me vio se rió con sarcasmo. Se apoyó en una pared y comenzó a burlarse
de mí. Le apunté a la cara y disparé. Fue horrible. Ver su sangre saltar por
todos lados y mirar su rostro desfigurado no me liberó de mis problemas, al
contrario, hizo que la zanja fuera más profunda en mi alma.
Pasó el tiempo y logré ocultar mis traumas, mas no superarlos. Jerome Adams
apareció en un momento muy certero. Tenía la cabeza tranquila cuando me
encontró y hasta pensé que con un hombre así, podría superar mis fobias. Lo
malo es que a él no le interesaba como mujer, sino como actriz. Me dijo que
tenía una combinación de niña inocente y demoniaca que me serviría para ser una
estrella. “En las películas de suspenso serás La Diva del crimen, te lo juro”. Pagó
el alquiler por seis meses y le dio dinero a mi compañera de cuarto, subió mis
maletas al coche y nos marchamos. Hicimos tres horas hasta la ciudad. Jerome me
condujo a los estudios. Ya tenía un lugar selecto en la comunidad
cinematográfica. Toda la gente lo saludaba. Era agradable y muy comunicativo.
Tenía una forma muy especial de inclinar la cabeza y quitarse el sombrero.
Contaba chistes muy graciosos y bromeaba contagiando el buen humor. Solo que en
cuanto cogía el altavoz y sonaba la claqueta, se transformaba y podía echar a
quien fuera del escenario si no hacía las cosas como las pedía. A mi me dijo
que la señora Sara Butler me daría clases de actuación y cuando estuviera preparada
me lanzaría al estrellato. Comencé a llevar una vida muy agradable. Todo el
tiempo había reuniones en las casas de los famosos. En la semana me dedicaba a
interpretar los papeles que me daban para entrenarme y me sentía muy bien. Los
viernes por la tarde comenzaba el ajetreo. Es de conocimiento público que no
terminé la escuela y que nunca asistí a la universidad, pero para la actuación
no lo necesitaba. “El peinado y esa misteriosa mirada son lo único que
necesitas para triunfar, muchacha”. Era verdad, lo decían todos y la primera
película que hice me lo dejó muy claro. Aunque mi participación era muy breve,
el público se fijó en mí. En las fiestas me elogiaban y me animaban a ser la
maléfica protagonista en los films de detectives. Con la primera cinta me llegó
el éxito.
Creí que la fortuna se haría mi amiga y tendría el mundo a mis pies, pero
surgió el adefesio que se había encargado de volver mi alma putrefacta. No
podía relacionarme con ninguno de mis pretendientes. Por más que lo intentaba,
no podía soportar sus besos y me ponía los pelos de punta que me trataran de
desnudar, mi reacción era impredecible y se comenzó a propagar el rumor de que
era una gata salvaje a quien no convenía tocar. Me gané el respeto de todos,
pero eso me dejó aislada. Mientras estaba en el escenario era una persona como
todas, pero una vez que se terminaban los rodajes y volvía a mi camerino sentía
que mi cuerpo se llenaba de púas. Las personas se alejaban y nadie quedaba
conmigo para salir. En las reuniones se me acercaban por compromiso, pero nadie
entablaba amistad o simples conversaciones conmigo. Me fui quedando sola a
merced de los monstruos que me acosaban por las noches. Lo más terrible es que
pasé de moda muy pronto y me remplazaron por mujeres más altas y con mejor
figura. Esa imagen de niñita traviesa dejó de ser un gancho para las malvadas
asesinas o amantes fatales y me quedé aislada en mi vivienda. El dinero comenzó
a escasear. No tenía muchas deudas, pero lo que poseía no me daba la
oportunidad de seguir a flote en esa élite. Conseguí papeles secundarios y bajé
de nivel, aunque interpretaba mejor los papeles. Comencé a refugiarme en la
bebida para olvidar mi fracaso.
Al principio tomaba unas copas para conciliar el sueño, pero el ocio, el
mal humor y la situación económica me hundieron. Me miraba en el espejo y ya no
me veía a mí, sino a mi madre. Iba en picado por la misma cuesta. Sabía que no
serían los hombres quienes me echarían a la fosa común. No, no eran ellos y
jamás podrían hacerlo. Solo el maldito alcohol tenía ese poder fabuloso de
engañarme y luego hacerme perder en un laberinto del que salía bañada de
vómito, dolor de cabeza y arrugas. Cuando ya no pude soportar el vértigo del
descenso me fui a una comisaría y escribí mi confesión. Se abrió el caso y se
hizo pública la noticia. Había logrado llevar a la vida real a mis
protagonistas. Los reporteros se dieron vuelo escribiendo sobre mi naturaleza
oculta. Me calificaron de esquizofrénica, psicópata y asesina serial. Paré aquí
en esta celda. Con una condena de reclusión perpetua. No sé si podré resistir
mucho. Lo más probable es que una de estas noches no tenga la fuerza suficiente
para seguir viviendo y me vaya para siempre.
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