El sol pegaba muy fuerte y el barquero estaba muy aburrido. Se secaba continuamente con su paliacate. Podía haberse ido a la sombra a descansar, pero un presentimiento se lo impedía. Había oído que unos alemanes se habían hospedado en el pueblo y que les gustaba mucho mirar los alrededores. Tienen que venir, le decía una voz persistente dentro de la cabeza. Los árboles estaban lejos de la orilla y Eleazar sabía que, a su edad, protegerse bajo la sombra de un pirul lo sumiría en un sueño largo, que se le olvidaría todo y ni un tornado lo despertaría. Siguió mirando algunos pájaros que picoteaban el suelo. Pensó en la vida tan tranquila que llevaban esas aves. Dieron las dos de la tarde y se enjuagó la cara y el pelo, miró su bote y comenzó a limpiarlo. No estaba tan sucio, pues casi no había llevado a nadie del otro lado. Las tripas le rugían y pensó que si hubiera sido más joven iría a pedirle a sus conocidos un poco de alimento, pero lo ataba el orgullo. Ya había pasado todas las calamidades de una larga vida y estaba acostumbrado a supervivir. Sintió un soplo de viento fresco y se alegró un poco. Era reconfortante. Se ajustó los pantalones y comenzó a dar vueltas en círculo, vio las aguas del río muy tranquilas, se parecían a unas lentes que hacían borrosas las nubes y el cielo. De pronto oyó un ruido. Dios, qué bondadoso eres, se dijo muy alegre. Se alisó la ropa se acomodó el sombrero y esperó a los turistas.
Un hombre canoso que hablaba un poco de español le preguntó cuánto les cobraría
por cruzarlos a la otra orilla. Con los dedos les mostró la cantidad y le
dieron el dinero. Los ayudó a subir y se deshizo en todo tipo de amabilidades.
Iban el hombre canoso, su esposa, otra mujer más de edad avanzada y una
cincuentona que no terminaba de amoldarse al grupo. Era delgada y muy sería.
Llevaba un sombrero de alas muy anchas y unas gafas muy oscuras. Entre las
risas y el asombro ante las maravillas de la naturaleza reinaba un aíre de
cordialidad, roto en parte por la mujer del enorme sombrero. De pronto, se hizo
un poco de silencio. Eleazar remaba sin prisa con mucha naturalidad, pero
retrasaba un poco el ritmo para dar la sensación de que el trayecto era muy
largo. La esposa del alemán encendió su radio y comenzaron a salir unas notas.
Al principio muy débiles, pero luego cobraron forma. Se esparcían como un
enjambre de mosquitos y cuando entraban por las orejas no eran desagradables,
al contrario, el cosquilleo que producían era de placer. Eleazar sintió su
cuerpo menos pesado, sus pulmones más vigorosos y los brazos más fuertes. La
composición clásica lo estaba alimentando. No había escuchado antes algo tan
bello. Si, era cierto, había escuchado a muchos compositores clásicos en la
casa de doña Aurelia, que a veces lo llamaba para que limpiara sus tierras de
la hojarasca o recolectara algunas hortalizas, pero nunca algo tan conmovedor
y, al mismo tiempo, tan celestial.
Los turistas iban
inmersos en sus pensamientos y evitaban las miradas. Eleazar pensó en las
palabras del poeta que había encontrado en la plaza del pueblo. Habían corrido
muchos años y lo que el joven de cabello embadurnado de vaselina había dicho
resurgió en su cabeza. “Hay música que suena a canto de sirenas”. Ahora su
incredulidad se desvanecía y de qué forma. Esas vibraciones de la voz de los
instrumentos, unida a las sopranos le estaban sacando lágrimas. La sensación se
había convertido en imágenes de su pasado. Los compases rítmicos eran iguales a
los pasitos que daba Estela en los bailes de los domingos. Recordó su sonrisa
esplendida y juvenil. Sus carnes bañadas de un rocío de salubre rosa. El primer
beso y esas trenzas haciendo un nudo para atarlo de por vida. Qué largo había
sido el trayecto, cuántas desgracias los maniataron y estuvieron a punto de aplastarlos,
pero la esperanza y, sobre todo el amor, los habían sacado a flote. Ahora esa
música de sirenas no eran las del Ulises intrépido, eran las de su río. Nunca
las había escuchado así, con tanto dolor y al mismo tiempo celestiales. Dejó de
mover los remos y miró el cielo para imaginar mejor esos pasajes que tanto
había disfrutado en su vida. El nacimiento de sus hijos, las riñas y reconciliaciones
con Estela. Las fiestas familiares, los amigos y sus borracheras. Se quedó
calculando el valor que todo eso tenía para él. Las notas le seguían destilando
placer, tanto que se desplegó una enorme sonrisa en sus labios. Los turistas
estaban desconcertados y no querían sacarlo de su trance. Pensaron que tal vez
quería mostrarles algo y soportaron en silencio esos minutos estáticos. Luego,
se reanudó el movimiento. Era más decidido, más rítmico y parecía generarse con
los recuerdos de Eleazar.
Por fin llegaron a la
orilla. Le dijeron a Eleazar que los esperara hasta su vuelta. La mujer del
sombrero le dio la radio y le enseñó cómo funcionaba. Le mostró los botones
para adelantar o retrasar la cinta. Le indicó cómo subir el volumen si lo
deseaba y le previno de que las baterías podrían terminarse y en ese caso no se
preocupara. Eleazar los vio alejarse hacia las ruinas de una ciudad muy
antigua. Atracó el bote en la arena y se tumbó a escuchar de nuevo los mágicos
cantos. La sensación se repitió y las gotas saladas volvieron a surgir de sus
ojos. Esta vez dejó correr más sus recuerdos y, cuando estos volaron con plena
libertad, comenzó a filosofar. Se preguntó si su vida había merecido la pena.
Había sido buen trabajador, buen amigo y buen padre. Su mujer no tenía
demasiadas quejas y él la había complacido en la medida de sus posibilidades.
Eso sí. Rico jamás había sido, ni había gozado de la compañía de mujeres bien
vestidas y perfumadas, no había comprado una hacienda, ni había sido
revolucionario, ni siquiera había destacado en su comunidad. No se había
caracterizado por ser valiente o líder, pero lo poco que había logrado era
suficiente para ser feliz. Para él era muy simple y no se requería de tenerla
como una sensación permanente. La felicidad real eran esos momentos que se
despertaban como bellas mariposas agitadas por la música. ¿Cómo no lo había
descubierto antes? Decidió que solo después de haber transcurrido el trayecto
surgía esa capacidad porque jamás lo había experimentado de esa forma.
Llegaron los turistas y se pusieron en marcha. Vieron con satisfacción que el hombre estaba feliz. Pensaron que una cosa tan simple como una grabadora con un casete eran suficientes para que un hombre viejo fuera dichoso. Lo que desconocían era todo lo que había dentro de ese ser y de haberlo adivinado les habría corroído la envidia porque a final de cuentas aquel hombre pobre y sin preparación se había entregado más a la vida que cualquiera de ellos. Al llegar le dejaron la grabadora y le dieron las gracias. Eleazar se sentía como un niño con zapatos nuevos y se olvidó de las penas, el hambre y la desgracia. Ya tenía una medicina que le haría más ligero el peso del tiempo.
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