Raúl me
preguntó cuál era el mejor viaje de mi vida y no pude responderle
de inmediato. Pasó una semana y nos volvimos a reunir con unos
amigos y entonces le dije que el mejor viaje había sido mi infancia.
Cómo es posible, protestó, no te he pedido que me digas cual ha
sido el mejor período de tu vida, sino el mejor viaje. Está claro,
contesté, pero es que podría resumirlos en uno hermoso y
sorprendente, ya que sucedieron en esa etapa de mi vida. Mira, los
preparativos eran iguales. Mamá hacía las maletas y mis hermanos y
yo escogíamos los juguetes que queríamos llevarnos. Luego, ya
sabes, la discusión cuando se oía la frase “No me acuerdo si
desconecté la plancha”, que hacía explotar a mi padre. Nunca
volvíamos a verificarlo y durante una hora nos manteníamos en
tensión hasta que mi madre, después de un esfuerzo prodigioso de
memoria, afirmaba que sí la había desconectado. Entonces la
carretera y los paisajes se desempañaban. Sentíamos de nuevo el
ronroneo del escarabajo de mi padre y buscábamos alguna diversión
para alegrar el trayecto.
Mi madre, ya
la has oído cantar, interpretaba sus cuplés cuando las curvas
comenzaban a marear a mi hermana, imitaba a Sarita Montiel como su
doble, ¿recuerdas esta? “Un día de San Isidro yendo a la plaza,
lo vi pasar, iba en caleta...”. Mamá cantaba y actuaba como esa
guapa actriz en la película “El último cuplé”. Mi padre se
alegraba, mi hermana dejaba de sufrir las arcadas y los mareos. Lo
malo era que en cuanto se terminaban las canciones, deteníamos el
coche, y Claudia salía volando a vomitar. Luego regresaba y se
dormía.
¿Te
imaginas que mi padre ya sabía donde se podía comer bien en cada
ruta? Café caliente y quesadillas en la Marquesa, rico pan en
Puebla, pellizcadas en el café El Águila en Veracruz. Desayuno
americano en el Centro deportivo de Acapulco. Mole de olla en
Cuernavaca, carne y pan de pulque en Los ajolotes. Sí, Juancho, se
podría decir que las rutas gastronómicas de tu jefe eran
increíbles. ¿Te acuerdas cuando me invitaron a ir a Cuautla? Te
podría decir que fue la más desconcertante experiencia culinaria
que viví de chico. Sí, Raúl, pero creo que nuestro viaje a Cozumel
fue el más impresionante. En esa época no había carretera a Cancún
que era un pueblo mediocre. Pasamos por largos caminos de terrecería
para llegar y papá escogió una ruta a través de la selva lacandona
que era hermosísima, pero casi no había gente y los poblados en los
que de milagro pudimos comer eran pequeñísimos. Y lo que nos
tuvimos que comer, Raúl. En ese viaje probamos la carne de iguana,
la de serpiente, la de jaguar y hasta la de mono. No me digas, Juan,
y ¿a que te supo ser antropófago? No te pases Raúl, lo supimos por
pura casualidad.
Todavía
recuerdo la reacción de mi hermano cuando terminamos de comer en una
choza que estaba en la cima de una montaña de la sierra. Habíamos
comido muy bien. Pensábamos que los bisteces eran de cerdo porque
sabían igual, pero mi madre nos dijo fuéramos al baño. Le
preguntamos a la señora que nos cocinó dónde estaba la letrina y
dijo que detrás de su casa. Al salir al patio trasero vimos colgados
cuerpos de monos despellejados. Adivinamos que de ellos se habían
hecho lo ricos filetes. !Uf! !Qué asco, Juan!¿No vomitaste? No,
pero la digestión se nos cortó por la tristeza y nos pusimos a
llorar. No le revelamos nada a mi hermana porque no nos lo habríamos
perdonado. Y ¿creerás que hubo otras ocasiones parecidas?
También
recuerdo una tortuga en La isla de los sacrificios, a lo mejor la
pobre llegó allí para su inmolación. Resulta que una ola enorme
arrojó a mi hermano con sus flotadores y la tortuga montada en su
espalda. Luego, ya sabes, nos pusimos a jugar con ella y hasta le
hicimos una zanja en la arena, luego mi padre nos dijo que la
podíamos llevar al hotel y estábamos felices. No sé cómo perdimos
a la tortuga y solo unos días después, cuando nos íbamos del
hotel, el cocinero le dijo a mi padre que si deseaba llevarse el
caparazón. Otra vez rompimos en llanto. !Qué inhumanos! !¿Cómo
pudieron comerse a ese pobre animal?! Ya no te pases, Raúl.
Me acuerdo
de algo horrible, la verdad, resulta que un día , en un viaje a
Oaxaca, mi tío Nicolás derrapó con aceite y el volcho empezó a
dar vueltas. Pensamos que nos iba cargar ya sabes quien porque de un
lado se veía el precipicio y del otro lado las rocas de la montaña.
Mi madre se desmayó, mi padre abrazó a mi hermana y Beto y yo
empezamos a gritar como si estuviéramos en la montaña rusa. Cuando
se detuvo el coche el tío Nicolás nos explicó que había soltado
el volante y que nos habíamos salvado de puro milagro por que unos
segundos después se detuvo frente a nosotros un camión. Seguimos el
trayecto sin hablar. Bueno, pero el caso es que se salvaron, ¿no?
Sí, Raúl, claro, pero mi padre le dejó de hablar al tío Nicolas
después de esa mala experiencia. No sé por qué lo culpó de algo
que no había hecho. Además en ese viaje a mi madre la picó un
alacrán y nos llevamos un sustazo. Y ¿cómo fue eso? Pues, se metió
a bañar y en la toalla iba el bicho y cuando se restregó...Llegó
mi papá y lo mató con una chancla. Luego, estuvo mi madre con la
temperatura y la lengua adormecida. Estuvimos rezando porque
pensábamos que era mortal el piquete, pero el encargado del hotel
nos dijo que se le pasaría pronto y así fue. Podría contarte mucho
más, pero en resumen ese fue mi viaje de la infancia. Hubo
enamoramientos y pasión, pero eso me llevó al exilio. He vuelto
ahora, pero treinta años de lejanía me hacen sentir ajeno.
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