Llegó el doctor Charles
muy tarde. Rose había muerto unas horas antes. Sus familiares, más
que tener una expresión de tristeza, mantenían la mirada fija en el
dietólogo que había agotado todas sus estrategias para animar a la
pobre muchacha a comer. La cama se había adaptado varias veces al
volumen y peso de la joven. Había unas barras de acero y poleas que
se empleaban para mover el enorme cuerpo de la joven. “La báscula
marca seiscientos cincuenta kilos, señores. Me imagino que les fue
imposible obligarla a ingerir alimento este mes y eso resultó mortal
para ella, ¿no es así?”. La señora Mary se acercó a pasos
cortos, empezó a jadear por el esfuerzo y rompió en llanto. “Al
final, nos odiaba, Charles, le irritaba cualquier cosa que
hiciéramos. Llegó un momento en el que ni siquiera nos dejaba
entrar a mi y a sus hermanas a su habitación. Solo James y Henry
podían acompañarla un rato y asearla. Odiaba las supuestas malas
costumbres que tenemos en casa. Desde pequeña fue especial y si no
hubiera sido por los efectos de su rara anorexia, todavía estaría
con nosotros”. El doctor estaba al tanto de la historia, por eso
guardó silencio con resignación, solo Henry dijo algo que hirió la
integridad de los presentes. “No fuimos lo suficientemente
comprensivos y no nos solidarizamos con ella. Tal vez, si hubiéramos
cambiado nuestra manía de ....”. Calla, dijo la señora Mary, no
es el momento para recordar eso. Hubo un silencio prolongado y
después James preguntó si Charles podía levantar el acta de
defunción. “Por supuesto, James, conozco su historial clínico,
pero no sé si pudiera servir de algo en el momento en que algún
curioso pregunte por qué sufrió de este padecimiento tan raro. Me
gustaría que llamáramos a un cardiólogo o gastroenterólogo para
que constaten que la muerte fue consecuencia de un infarto o una
complicación gastrointestinal.
El cardiólogo Albert
Panin firmó el certificado médico y, tras haber quedado complacido
por las respuestas de la familia, dio su más sentido pésame y
salió. La casa estaba en silencio y, a pesar de que había motivo
para abstenerse de las costumbres habituales, la falta de fuerza de
voluntad dejaba a la familia caer en la tentación. Todos empezaron a
comer a discreción. Mary se preparó un enorme tazón de hojuelas de
maíz con leche vitaminada con sabor a fresa. Henry la vio de reojo y
ella se sintió acosada por la conciencia. Rose le había dicho miles
de veces que detestaba sus chasquidos mientras comía sus cereales,
pero ella no le puso atención nunca. No era la única conducta que
odiaba su hija, estaban también las tablillas de chocolate, los
helados de un litro que Mary sorbía cuando el delicioso postre
estaba medio derretido, además de eso, los perros calientes, las
hamburguesas, las pizzas y la costumbre de atiborrase con pollo frito
rebosado. Como madre responsable siempre quiso dar un buen ejemplo,
pero nunca logró controlarse y hasta ese día que tenía que guardar
un poco de respeto por el cadáver de Rose, seguía comiendo con la
avidez de un día habitual. James hacía lo propio. Puso la
televisión y se preparó un cubo de palomitas, seis cervezas y pidió
dos kilos de alitas de pollo y emparedados del restaurante más
cercano. El único que luchaba contra la gula era Henry que con todas
sus fuerzas evitaba mirar la comida. Vio a sus hermanas en la terraza
comiendo sándwiches y refrescos y se fue a su cuarto.
Por la tarde llegó un
camión de la funeraria, bajaron seis hombres corpulentos y
comenzaron a acercar el cuerpo de Rose a la ventana. Luego la
sujetaron con unas cadenas y la grúa la comenzó a bajar. La familia
se despidió de ella y se quedaron viendo cómo se alejaba en aquel
negro vehículo. Se sentaron a cenar y mientras mordían la carne de
vaca y las patatas fritas se miraban en silencio. Las hermanas
pequeñas comían bombones con voraz apetito. Mary trataba de
controlarlas, pero ellas eran muy listas y encontraban la forma de
seguir consumiendo dulces. Al terminar la cena se fueron a sus
habitaciones. Henry siempre iba a desearle buenas noches a Rose y
aprovechaba para tratar de convencerla de comer algo, pero ella se
negaba.
Al día siguiente, cuando
fueron a la capilla ardiente, encontraron a algunos de sus
familiares. Estaba el tío Thomas con su mujer Jéssica y las primas
que, a diferencia de las pequeñas Jane y Ann, ellas si que estaban a
rebosar de gordas. Se saludaron y se oyeron las condolencias. Luego
entraron a una sala bastante grande, había butacas alrededor del
féretro y unas mesas con canapés para picar. Un hombre macizo y
muy bajo daba vueltas lentamente por la sala interrogando con los
ojos si alguien deseaba tomar o comer algo. Jessica tenía la cara de
tristeza, pero la expresión no era causada por la pena, sino por el
gusanillo que no había podido matar desde la mañana. Se acercó al
hombrecillo y le dijo en voz baja que en un momento iría al servicio
y que le encantaría que le dieran un bocadillo de pollo. El
encargado se retiró con la prisa que le permitió su obesidad, pues
no era muy joven y caminaba con bastante esfuerzo.
“Es una lástima que
Rose haya fallecido de esa forma tan extraña, le dijo Thomas a su
hermano James, no logro entender cómo pudieron los doctores
permitirlo”. James no quiso hablar del tema y le dijo a su hermano
que quería darle un beso de despedida a su hija.Ella estaba con un
vestido de satén elaborado con veinte metros de tela, llevaba el
pelo recogido y se había empleado medio kilo de polvos para cubrir
la superficie de su rostro con una capa de color carmesí para que no
se le notara lo pálido. En general se veía muy guapa y fresca.
Cualquiera habría jurado que tan solo estaba dormida. Después de
James se acercaron todos los demás y le dieron la despedida a la
pobre Rose. Pasaron varias horas tratando de matar el aburrimiento,
guardar las apariencias y comer a discreción. Mary dijo que
organizaría la cena en su casa, salieron todos despacio dando la
impresión de que lamentaban dejar sola a Rose, pero el hambre no les
daba tregua. Las primas decían que se sentían como si no hubieran
comido en dos días.
Cuando llegaron a la casa,
las mesas ya estaban distribuidas en la terraza. Mary había
contratado personal para atender a los familiares de su marido. Había
mucha comida y postres. Comenzaron a comer y entonces se encontraron
frente a frente Jéssica y Mary.
̶ No sabes cuánto
lo lamento, querida Mary, queríamos tanto a Rose...
̶ Sí, lo sé, querida
Jéssica, mantuvimos informado a Thomas, incluso el nos recomendó a
varios especialistas que aportaron mucho para el mejoramiento de
Rose, se lo agradezco mucho.
̶ No te preocupes, ya
sabes como es Thom de bueno.
̶ A decir verdad, todo
esto es muy raro, querida Jéssica, resulta que Rose siempre fue una
niña sana, pero muy inconforme con las costumbres. Siempre de
pequeña era moderada con la comida y no consumía ni la tercera
parte de lo que acostumbraban sus hermanos.
̶ Sí, ya lo sé. Nada
más hay que ver a Henry con esa vitalidad, ¿cuánto pesa, por
cierto?
̶ Pues andará por los
doscientos ochenta, últimamente se mal pasa mucho.
̶ Seguro que por lo de
su hermana, pero no lo dejes sufrir tanto, consuélalo con alguna
cosa nutritiva.
̶ Sí, querida, ya
sabes que en esta casa siempre se come bien.
Continuaron hablando de
las novedades en los menús de los restaurantes de comida rápida, de
los nuevos alimentos con complementos vitamínicos, de las
diversiones más populares y de las mejores formas de combatir la
depresión y el estrés. Henry estaba en el jardín sentado a un lado
de la hermosa fuente con la estatua de la diosa Ops con su túnica,
su cuerno de la abundancia y una corona de flores. Vio a sus primitas
devorando los paquetes de galletas, las golosinas y las bebidas
refrescantes como si se tratara de semillas de calabaza. Sintió una
sacudida provocada por las palabras de su hermana y se quedó muy
pensativo. Era verdad todo lo que decía Rose.
“Vivimos en una
sociedad dedicada a mitigar los temores con la comida. Para cualquier
manifestación de tristeza o angustia, para el estrés o la
depresión, para la euforia o la apatía, existen alimentos que lo
mitigan o agudizan todo. Eso nos ha hecho vivir en una sociedad que
no está adaptada para los flacos. Es imposible encontrar un asiento
en el cine, en el teatro o en el metro que no tenga las enormes
medidas estándar. Si los niños pesan ya cien kilos, los mayores
llegan a sobrepasar los cuatrocientos. No hay ropa para los delgados
y si padeces de falta de peso no tienes más remedio que irte a ver a
un sastre que te mirará con desprecio por tu tacañearía porque
hasta los vagabundos y pordioseros son obesos. La falta de apetito es
un pecado capital y hay tanta comida que a nadie se le ocurriría
ayunar. Es imposible prescindir de los saborizantes, azúcares y
grasas que constituyen la base de nuestra alimentación. Los
comerciales nos lavan el cerebro para que ingiramos sin parar. La
comida se produce en cantidades industriales y es imposible parar esa
máquina con una linea tan eficaz de producción. Primero muertos que
dejar de comer, dicen los comerciales. Yo les demostraré que la
esbeltez no es un defecto ni motivo de burla”.
Henry comprendió que su
hermana quería ser una revolucionaria y que deseaba crear un cambio
en la conducta de la sociedad, ella sabía que era muy difícil y
peligroso. Le costó la vida y no había dejado ningún legado. Tal
vez, esa era la misión y el encargado de seguir con esa lucha era
él. Se apoyó en el respaldo del banquillo y cerró los ojos. Se
imaginó bajando de peso, despreciado por la gente, por pregonar su
doctrina del no a la gula, llegó a verse en una cruz martirizado y
sediento. Luego apareció ante él la marcha fúnebre que habría al
día siguiente. Vio la enorme grúa bajando el ataúd de su hermana,
miró a los familiares y amigos con sándwiches y hamburguesas en las
manos. Incluso el padre que oficiaba la misa hacía pausas para sacar
galletas de su sotana para recuperar fuerzas.
Él estaba parado
frente a sus padres al lado de sus hermanas y entonces lo rodeaba un
silencio plomizo y se dijo a sí mismo “Te prometo, querida Rose,
que seguiré con tu lucha. Alguien me escuchará como yo te he
escuchado a ti. La gente comprenderá que todos los excesos son malos
y nos pueden llevar a cometer estupideces. A ti por las noches papá
y mamá te inyectaban sustancias caloríficas y energéticas para que
no perdieras peso, tenían miedo de que la gente hablara mal de
nuestra familia. No querían tener una persona inadaptada en la casa.
Prefirieron tu muerte y se conchabaron con el dietólogo Charles
cuando vieron su causa perdida. Tenías una voluntad de hierro y
pudiste mantenerte con agua y verduras durante unos meses, pero en
cuanto se notaba una pérdida de peso nuestros padres aumentaban las
dosis, eso fue lo que te mató, pero no es que fuera inútil tu
lucha, lo único que pasó fue que hubo un complot en tu contra.
Henry se levantó despacio
del banquillo y se fue a reunir con la familia que en ese momento
estaba en la mesa esperando que la chacha les sirviera la comida.
Apareció un carro con doce porciones de carne de cerdo, pesaban más
de tres kilos cada una, luego llegaron las ensaladas de embutidos,
los quesos, las carnes ahumadas y la bollería, luego los pasteles y
las malteadas con el helado. La conversación giraba en torno a las
próximas olimpiadas de consumo rápido de comida y cuando le
preguntaron a Henry si pensaba asistir a alguna competencia dijo que
no iría jamás. A James se le descompuso la cara.
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