El gendarme rural Ricardo Villanueva llegó al
sitio donde se encontraba el cadáver. Saludó a su compañero José Álvarez y se
dirigió a los forenses improvisados. Cuando les vio la cara comprendió que la
democracia en el país había muerto. Miró sin lástima el moreno rostro del
hombre que yacía boca arriba, puso más atención en el sitio e imaginó las
circunstancias en las que había ocurrido todo. La calle tenía un empedrado
disforme, con seguridad los asesinos se habían escondido en alguna esquina y
cuando tenían a tiro a su víctima le dispararon a quemarropa.
La mañana era
fría, los curiosos habían preferido mirar por las rendijas de sus ventanas.
Nadie quería comprometerse, pues el asunto era muy delicado. Lo más
sorprendente no era el evidente crimen, sino que la secuencia de actos
violentos llegara a un nivel tan alto. Emiliano Villa se había proclamado como
candidato a la alcaldía de su pueblo. Dos ocasiones había ganado de forma
extraoficial y está vez, como le decía a todo mundo, ganaría oficialmente por
aquella ley que dictaminaba el sentido común: “A la tercera va la vencida”. En
efecto fue la última, pero no a su favor. Eran las cinco de la mañana y algunos
gallos comenzaron a cantar como si estuvieran reviviendo el pasaje bíblico de la
negación de Cristo. El hombre inerte había sido algo parecido al Mesías en los
últimos años de su vida. En algún momento de su recorrido político encontró una
luz maravillosa que le mostró una sociedad utópica, alcanzable sólo con la
bondad y los buenos principios. El problema es que quiso implantarlo en una
tierra árida y estéril para la justicia. Había un cacique, Magdaleno Aceves,
que había controlado la región y al ver amenazado su poder decidió extirpar la
amenaza como si se tratara de un tumor. Todos sabían con certeza cómo actuaría
en el momento final, pero la ilusión y confianza depositada en Emiliano los
había cegado. Por unos meses creyeron que el milagro se cumpliría, que la
injusticia sería erradicada con todos sus demonios y la armonía reinaría en ese
rincón olvidado del mundo. Las lágrimas de la gente se convirtieron el rocío
matutino. El silencio era tétrico y sólo los inocentes niños de pecho se
atrevían a irrumpir con sus lloriqueos. Nunca habrá paz en nuestra
tierra—decían las mujeres que empezaban a preparar el café con canela—. La
verdad era tan cruda, tan inminente que la gente no podía tragarla, causaba
desagrado y gestos de ira contra Dios. Si él, que había creado el universo, no
podía llevar la justicia celestial a la tierra, entonces nadie podía hacerlo.
Por qué habría querido el Señor que se sufriera el infierno en ese lugar. ¿Era
una prueba para ganarse el paraíso? —se preguntaban todos cada día—. O era que
el mal se había concentrado con todas sus fuerzas en un solo sitio. No había
forma de lograr el orden por que ya estaba escrito: “A Dios lo que es de Dios y
al César lo que es del César”. Con seguridad la gente había llegado tarde, tal
vez los pobres errantes bajaron de la montaña y el César ya tenía todo
dispuesto para esclavizarlos. Los mártires que habían caído antes que Emiliano
estaban en el reino divino, eran ángeles, pero no tenían voz ni voto.
Sólo una vez una anciana creyó ver a un
arcángel que declaró que se haría justicia. Había sido hacía muchos años y
seguramente su presagio, que provocó una gran revuelta al principio, se fue
secando en el aire. Había quedado colgado el designio en algunos tendederos y a
veces sus resquicios volaban por el viento y llegaban a la cantina para que
algún borracho se sintiera capaz de luchar contra la ponzoña del planeta y
fuera a entregar su alma al averno, que por un fenómeno transposicional se
había convertido en la hacienda “El Verano”. Con ese nombre tan placentero don
Magdaleno escondía sus pecados capitales, su encierro de doncellas y matones a
sueldo. Desde su Olimpo controlaba la vida de los hombres que miraban con ojos
bajos las decisiones de los maléficos dioses. Los mortales parecían sacados de
las tragedias griegas. Los monstruos infrahumanos carecían de agua y tierra
propias. La riqueza de las minas se había entregado en concesión a empresas
extranjeras, las cuales para evitar cualquier pérdida por fraude o robo se
trajeron a su ejército y espías. Al final, el todopoderoso Magdaleno Aceves
había caído en sus redes cegado por la ambición. Les había entregado riqueza a
cambio de protección y en su propia casa era un muñeco guiñol. «¿Qué va a pasar
ahora en este pueblo? —se preguntó José Álvarez mirando los montes—. Ricardo
Villanueva sólo encogió los hombros e hizo un gesto deformando sus labios. Se
celebró casi en secreto el funeral nadie lloró ni comentó las virtudes del
muerto. En un ataúd muy modesto estaba el cuerpo bien vestido del hombre que
había puesto resistencia a la injusticia, pero su teoría de la no violencia, el
amor y el apego a la verdad lo terminaron mandando al cielo por ser tan santo.
La vida siguió su curso. Magdaleno celebró su victoria con sus compinches. En
las faldas del cerro llamado “El Trinche” se empezó a edificar una casa, se
definieron las limitaciones de un gran terreno y el pueblo dedujo que el
propietario de toda esa gran extensión era el asesino gozando de su paga. En
efecto Valeriano Ciénagas había quemado su modesta casa de adobe y se había
llevado a su esposa y cuatro hijos a su nueva residencia. La gente los miró de
reojo pensando en que se habían cansado de sufrir y se encaminaban al sitio a
donde van a morir los olvidados. No fue así porque se les vio muy pronto
despojados de sus vestidos amarillentos y ajados. Tenían nuevos sombreros y las
mejillas chapeadas. Las muestras del bienestar se les marcaban en sus sonrisas
que en antaño fueron más bien opacas. La cobardía de Ciénagas motivó la
aparición de serpientes silenciosas con un veneno muy potente, pero
ineficientes para curar el mal que propagaba Magdaleno Aceves.
Una tarde fría, cuando el sol se estaba
ocultando para dejar de mortificar a los pobres campesinos que lo veían
pidiéndole un poco de tibieza, llegó envuelta en una manta una mujer. La vieron
pocos, sin embargo, pronto se supo que estaba en casa de Justino Padilla, que
era una parienta lejana que venía de quien sabe qué tierras. Era guapa, decían
todos. Jamás se ha visto por aquí ese tipo de personas. Tiene una mirada de
ámbar un poco felina y el pelo claro. Pronuncia muy fuerte algunos sonidos que
por aquí son débiles. No se anda con rodeos y mira siempre de frente. La
expectación mantenía a todos con la vista apuntada a la casita de los Padilla.
Eran dos viejos que no tenían para comer y mucha de la comida que los
conservaba con vida llegaba por vía de la compasión de sus vecinos. Al cabo de
unos días salió Amanda iban con un vestido de percal muy limpio, pero nada
nuevo. Llevaba un rebozo, unos guaraches y caminaba con garbo. Sus pasos eran
lentos y su postura recta. Se podía adivinar la belleza de su cuerpo esbelto.
Se fue al río y se lavó la cara y los brazos. Estuvo unos minutos resistiendo
la potente luz del sol y luego se sentó a la sombra. Estaba pensativa, jugaba
un poco con la hierba y parecía que acompañaba el trino de los pájaros con una
canción rara. Dicen que parecía una oración, pero nadie lo pudo confirmar
porque fue la única vez que cantó. Magdaleno atraído por los rumores no pudo resistir
su curiosidad, cogió unos pendientes muy caros de su esposa y salió a caballo
resguardado por sus caporales. Encontró a Amanda correteando unas gallinas,
estaba agitada y respiraba con fuerza, su pelo ondulado parecía una melena
leonesa oscura. Sintió la mirada de Magdaleno y se detuvo cuando colgaba de su
mano derecha la flaca ave con los ojos como los del visitante. «Vengo a darle
la bienvenida a nuestro pueblo, señorita Amanda—dijo Magdaleno retorciéndose el
bigote y mirando debajo de la ropa el posible aspecto de erguido cuerpo—, tome
este regalo como prueba de mi aprecio». Amanda no se movió y le dijo que no
quería ningún regalo, que no era nuevo y que la joya se la había robado como
todo lo que él decía que le pertenecía. Don Magdaleno se puso furioso, trató de
contener la espuma que le salía por la boca, pero se la llevó una corriente de
viento empolvado. Sujetaba con fuerza la rienda y el caballo sintió que le
dislocaban la quijada. Amanda no se movió ni sintió el peligro de las amenazas.
Sus ojos permanecieron impasibles hasta que la nube de polvo se desvaneció y
dejó ver unos pequeños cuacos volando en estampida. Le torció el cuello a la
gallina y comenzó a desplumarla.
Las noches comenzaron a llenarse de humores
agrios. En algunas casas había preocupación y rezos. Magdaleno llamaba a sus
amantes y les pedía modelar desnudas a media luz. Se le había caído el velo de
los ojos, veía caderas planas, vientres esféricos, piernas endebles y caras
grises. «¿Cómo es posible—se preguntaba con pena— que en mi casa se marchite la
belleza? ¿No será que he sido un ciego? He amado y deseado esperpentos, todo es
fruto de mi debilidad e impotencia. Con el poder que tengo bien habría podido
revolcarme con actrices, beldades inalcanzables para los mortales y heme aquí
engañándome como un semental en decadencia que monta sobre vacas improductivas.
Tomaré las medidas adecuadas».
Las noches se llenaron de sudor y agitación. La
figura de Magdaleno se mezcló con los espectros de su pasado y revivió sus
aventuras, recordó sus noches alcoholizadas. Los asesinatos efectuados en un
estado levitante, veía a sus víctimas llorar implorando por sus seres queridos,
pero la soberbia tiraba del gatillo y se convertía en gritos de lujuria.
Entendió que la nostalgia que sentía era provocada por un enamoramiento. Eran
esos ojos de miel y esa mirada penetrante la que lo seducía. Se los imaginaba
formando parte de un cuerpo desnudo, activo y sensible. «Tiene que ser mía esa
desgraciada—se dijo apretando los puños y tirando de una rienda imaginaria como
la que había dislocado la quijada de su caballo preferido—. Le voy a pedir que
se vaya a vivir conmigo a la hacienda chica, ahí donde podré revivir mi
juventud». No sabía que estaba abriendo una brecha hacia un encuentro con el
hombre que había asesinado para aplacar las protestas y esperanzas de un
pródigo cambio social. Un sábado en el que había concebido bien el sueño y se
encontraba de buen humor, se bañó, se puso un traje nuevo, se perfumó y se
emparejó el bigote. La servidumbre sabía lo que eso significaba, Carolina, la
esposa de Aceves, se estremeció porque una carga de electricidad gélida le
enderezó la espalda y le hizo sentir un ardor extraño. Le punzaron las sienes y
la derribó en la cama una fuerte jaqueca. “Ojalá se muera el maldito—se repetía
Carolina sumiendo con fuerza su cabeza en la almohada. Se imaginó a Magdaleno
perforado por los balazos de una metralleta, pero luego borró su imagen
ensangrentada por el temor de verlo revivir a pesar de todo el plomo que tenía
dentro—. Ya es hora de que Dios se acuerde de este maldito pueblo”.
Magdaleno preguntó por Amanda y le dijeron que
estaba en el río. La encontró en el momento en que salía desnuda del agua. La
impresión fue tanta que hasta el caballo se quedó inmóvil. No hubo ni
intercambio de miradas ni saludos ni siquiera una actitud por parte de Amanda
que expresara su sorpresa. Magdaleno le dijo que estaba dispuesto a todo, que
la quería sólo para él. Hablaba sin saber que sus palabras se confundían, que
por momentos se refería a la belleza del cuerpo y de sus intenciones y en otros
de sus promesas. «Piénsalo bien, Amanda, conmigo tendrás todo. No escatimaré
para que te pertenezca no sólo este pueblucho, sino el país entero. Te voy a
hacer la reina más envidiada del planeta». La poco convincente palabrería de
Magdaleno se estrelló contra un silencio férreo. Preguntó varias veces y cada
vez se fue sintiendo más incómodo. Era como si en ese silencio le empezaran a
quitar su máscara y lo dejaran desnudo, mostrando su impotencia ante una
crítica veraz. En esa situación la reacción normal habría sido la venganza. En
otros tiempos ese acto hubiera afectado su reputación y se habría visto
obligado a dispararle a su pretendida. Ahora, era el dueño de todo, sabía que
asesinarla habría sido la muestra más horrible de debilidad. «Tú misma vendrás
a buscarme—dijo con los dientes apretados—, ya lo verás». Emprendió con
seguridad su regreso. Nadie lo quiso ver de frente y los que no alcanzaron a
esconderse fingieron estar ocupados en labores importantes.
Otra vez las noches se llenaron de demonios.
Esta vez le parecieron otros. Antes se complacía con su presencia, pero ahora
sentía que hasta ellos lo despreciaban por irresoluto o cobarde. Decidió llevar
a cabo un escarmiento. Cogió una botella y comenzó a producirse heridas para
realizar con saña su venganza. Después de dos días continuos de furia contenida
sacó unas antorchas y se llevó tres hombres, llegó a la casa de Justino, lo
sacó y le prendió fuego ante los ojos de su esposa. Luego a la señora Marga le
ató los pies a su caballo y dejó que la arrastrara por el campo. Se acercó a
Amanda y le dijo que si no se iba con él acabaría con todo el pueblo. «Tuya
será la culpa por los muertos que haya hoy—le dijo retándola—. En tu conciencia
estarán penando hasta que tú misma no lo aguantes y te mueras». El efecto
esperado no llegó. En lugar de ceder, Amanda sólo se rio con un gesto extraño.
Se oyeron unas palabras y Magdaleno no entendió, pero no quiso preguntar. Se
tuvo que dar media vuelta y volver a su hacienda. En el trayecto la voz comenzó
a tomar forma. No habían sido palabras, más bien era una insinuación. “A mi no
podrás matarme porque ni tienes el valor y la pérdida es más grande para tu
orgullo que para mí”. Ese era el verdadero significado de su penetrante mirada.
Magdaleno sintió algo inconcebible. Les ordenó a sus hombres seguir y se fue
directo al monte. Allí pasó la noche haciendo conjuros. El alba iluminó su cara
congestionada. Ningún ánima le había dado una respuesta concreta. Había sacado
sus conclusiones y la peor era la que le había enseñado que los demonios y esas
fuerzas del más allá eran sólo torrentes de energía perjudicial, eran sus
mismos sentimientos negativos producidos por sus traumas. Pensó que, si Dios no
lo había ni recriminado ni compensado, sus aliados sí harían justicia. Recordó
que su traición, su anti-patriotismo era una aberración y que con su muerte se
acababa él y todas sus generaciones pasadas. Tuvo el presentimiento de que
todos sus actos habían sido absurdos y que sólo un estúpido se habría dejado
engañar por el brillo de la riqueza y el poder. Ni sus hijos, ni sus nietos, ni
sus bisnietos podrían pronunciar con orgullo su apellido. Les dirían que eran
producto de la involución humana. Bestias satánicas con aspecto humano. En una
palabra, más salvajes que los animales del monte.
No sabía cómo recuperar su poder. Supo que a
sus espaldas los extranjeros a quienes les había entregado todo por su
reconocimiento lo trataban de soso e ignorante. Las máscaras le mostraban
sonrisas, pero del otro lado de la frontera su condición era peor que la del
más estúpido de los hombres. Perdió empuje y valor. El sueño se le fue
ausentando como el humo de sus puros y las ideas tediosas sobre si mismo le
dejaron inmóvil medio cuerpo. Estaba derrotado. La rebelión de sus
articulaciones lo hizo muy rencoroso. Tenía todavía el poder de decidir el
futuro de su reino. Paralizado y todo, tenía esa voz de gobernador, de dictador
incuestionable. Pidió noticias de Amanda y la sorprendió un día en medio del
campo. Llegó hasta ella renqueando. Tuvo que reunir todas sus fuerzas para
hablar. Amanda no respondió a ninguna de sus preguntas, ni reaccionó a sus
amenazas y lo único que dijo sonó como sentencia el día del juicio final.
Magdaleno ya no se pudo mover. En los pocos minutos que tuvo de conciencia fue
arrollado por la ira de sus malos actos que se le retro vertieron. La debilidad física le había mostrado el lado
oscuro de sí mismo. El estado flácido de su personalidad y sus miedos
infantiles. Nadie lo lloró. Nadie se percató de su ubicación hasta que unos perros con fuertes ladridos indicaron por
equivocación el paradero de una niña extraviada en los sembradíos de maíz.
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