Octavio Salinas estaba
viejo. Se le ocurrió un brillante plan. Le había dedicado su vida a la
literatura, pero las circunstancias habían impedido que lo reconocieran como
talentoso escritor. Se había dedicado a todos los oficios habidos y por haber
para sobrevivir. Un día le ofrecieron unas cuantas horas en una escuela
secundaria y comenzó a impartir sus clases de literatura. El sueldo le ayudaba
a medio vivir, pero era feliz. Leía mucho y escribía más. Le encantaban los
cuentos y las novelas. En los momentos que se cansaba de narrar sus historias
optaba por la poesía y eso engrandecía su obra porque era la fuerza vital que
le daba ánimo para sobrellevar el dolor de su corazón. Todos los días, sin
excepción, se levantaba a las seis de la mañana, se preparaba un café y se
ponía a trabajar muy duro. Hacía planes todo el tiempo. Colocaba en un gran
corcho, que tenía en la pared, sus notas, frases ingeniosas y las ideas que le
llegaban de repente a la cabeza. Después pensaba horas enteras en sus tramas y
cuando ya tenía armado el mecanismo, lo ajustaba y lo echaba a andar para
confirmar que funcionaba. Si resistía las lecturas de los días posteriores y
seguía entera, entonces la acomodaba en sus carpetas, hacía unas anotaciones y
seguía con los siguientes proyectos.
Estaba flaco, no era muy
alto y por las tardes se le veía andar a paso lento por las callejuelas de su
barrio. Tenía el pelo rizado y, por su falta de consistencia y espesura de
antaño, se le levantaba como si fueran las plumas de un penacho. Sus párpados
se le habían ido cayendo con los años ocultando sus bellos y expresivos ojos de
aceituna. Los vecinos lo tenían en gran estima y se detenían a conversar con él
porque siempre hablaba de los libros que conocía. Su forma de conversación era
como una clase del colegio, pero con el estilo de los filósofos griegos. Así, con preguntas simples y respuestas
deslumbrantes transmitía sus críticas de las grandes obras universales. Un día
una persona importante del gobierno, que estaba promoviendo su campaña
electoral, lo oyó hablar y se interesó por él. Le dijeron que siempre había
trabajado, que lo recordaban como carpintero, mecánico, fontanero, barrendero,
mensajero y maestro tanto de construcción como de escuela. Octavio Salinas fue
invitado a una entrevista. Llegó al edificio público con un pequeño maletín y
fue recibido por el ministro de cultura que había accedido, por petición de su
secretario, el descubridor de aquel talento; a dedicarle cinco minutos. La conversación
duró más de dos horas y al final el ministro Colosio le rogó que asistiera
durante unos días con todos sus escritos para que una secretaria se los pasara
a máquina bajo su supervisión y, así, se pudieran publicar todas sus historias.
Octavio se vio impedido de
sus paseos, de sus conversaciones amenas vespertinas y de sus comidas modestas
en los puestos callejeros. Le asignaron a Sarita, una mujer muy guapa que se
aferraba con todas sus fuerzas a no perder la frescura de su juventud, a pesar
de que pasaba los cincuenta, seguía teniendo un aspecto lozano, al menos en la
conducta. Octavio descubrió que era inteligente y que podría colaborar muy bien
con él. Se instalaron en una oficina dispuesta para el trabajo y comenzaron. En
dos días habían adelantado poco, Octavio se había cansado de llevar su traje
gris y la incómoda ropa le estorbaba. Pidió permiso para ir de vaqueros y
camisola, se lo permitieron a condición de que entrara con chaqueta al
edificio. Octavio era un completo desconocido en esa institución, todos los
empleados se ocupaban de sus asuntos y nadie lo saludaba ni lo notaba. El
anonimato aceleró su trabajo y en tres meses y medio ya estaba todo listo. Se sorprendió mucho de que sus cincuenta años
de actividad literaria se hubieran comprimido en diez tomos un poco gruesos.
Suspiró con resignación y se despidió del ministro. “En cuanto tengamos
noticias de algo, señor Octavio—le dijo estrechándole con mucha fuerza la
mano—, le llamaremos. Es usted un gran hombre. Hasta pronto”.
Volvió a sus actividades
normales y rebozaba de felicidad, hasta su andar adoptó un ritmo más ágil. Ya
no lo veían encorvado, su voz era más vigorosa, sus pelos seguían siendo
rebeldes, pero no les duró mucho el gusto, ya que la señora Dolores se horrorizó
al verlo y a empujones lo metió a la peluquería. Salió con buen aspecto,
parecía otra persona sin los largos mechones y el bigote bien afeitado. Fue una
buena decisión la de la señora Lola porque unos días después le serviría su
nuevo aspecto para salir bien en las fotos de los diarios. Cuando Octavio
estaba dando una lección magistral sobre la novela romántica del siglo
diecinueve, se abrió la puerta del aula y entró el director. “Se ha hecho usted
famoso, señor Salinas—le dijo entregándole un ramo de flores, un cheque con su
sueldo triplicado y una medalla de níquel conmemorativa que mostró con orgullo
a los reporteros que lo acompañaban—. Le han publicado sus libros, hay una
reseña en el diario, mire. Aquí está”. Octavio
hizo un gesto extraño y trató de levantar los párpados, pero ya estaban tan
holgados que resultó inútil el esfuerzo, lo que sí logró fue hacer una mueca y
luego mostró los dientes como un chimpancé. Su sonrisa no era de alegría,
simple y sencillamente era su reacción natural ante las noticias. La gente lo
criticaba por eso, porque fuera mala o buena la noticia la expresión era igual.
El director no puso atención en eso y le dijo que se podía tomar el día libre.
Se negó, pero el peso de las circunstancias y el deseo de los chicos por salir
a pasear, borraron el interés que había despertado con sus hermosas palabras
sobre la narrativa relacionada con el amor. Cogió resignado su portafolio y
salió con sus flores abrazadas como si fueran un ser vivo. Por el trayecto a su
casa se le ocurrió el plan, que ya les había mencionado al principio, pero por
extenderme en la descripción de su personalidad y forma de vida se me pasó
contar. Más adelante lo desvelaré porque es prematura la escena y faltan
algunos aspectos por tratar.
Cuando llegó a su casa
quiso continuar con su vida habitual, pero las interrupciones lo acosaron como
insectos enfadados. Primero el teléfono que estaba lleno de polvo porque nadie
había hecho una llamada en años, luego la puerta que no podía proporcionarle la
intimidad deseada y se habría para recibir a sus vecinos que le llevaban
flanes, arroz, guisados de todo tipo, dolorosas confesiones y dulces ruegos. «Es
por mi hijo, ¿sabe? —le decían algunos con cara compungida— Desea obtener una
beca e irse al extranjero y necesita un poco de ayuda económica». Las
peticiones eran diversas, había quien no se intimidaba para demandarle abiertamente
lo que necesitaban. Podría echarme una mano para conseguir empleo. ¿Qué tal si
nos ayuda a pagar nuestra hipoteca? ¿Y
sí nos prestara dinero para nuestra luna de miel? Cuando llegó la noche no pudo soportar más las
llamadas y las visitas, se puso unas orejeras y un antifaz y se metió a la
cama.
Durmió bien, incluso
logró olvidar el ajetreo del día anterior. Su vida cambió por completo, decidió
no asistir más a la secundaria y se ponía un sombrero y unas gafas de sol para
hacer sus paseos que ya no eran por su barrio, sino en uno de los parques más
grandes de la ciudad. Allí se mezclaba con la muchedumbre y sentía el sabor de
la vida. Lo empujaban de vez en cuando o lo insultaban por pararse en los
lugares inadecuados, lo trataban como el anciano que era y se sentía bien.
Pasados unos meses, un golpe terrible de la suerte le cambió la vida. Se
anunció que le habían otorgado un reconocimiento por su obra. Le preocupó de
inmediato el dinero, pues la suma era bastante jugosa y le puso ante los ojos a
los vecinos exigiéndole ayuda. No era tacaño, pero no quería convertirse en el
mensajero de un mecenas improvisado que les entregaría las sumas requeridas a
sus destinatarios para quedarse de nuevo en la calle. No le preocupaba su capital
ni perderlo todo, ni prestarlo, lo que aborrecía era el orden en que se habían
sucedido las cosas. Lo ideal habría sido que pasara todo al revés, que primero,
cuando era joven enamorado y con ilusiones, le hubieran dado el dinero y,
después, ya achacoso y feo, la facultad de escribir. Entonces tuvo una idea —remarco
aquí que fue sólo algo de lucidez que permitió después que concibiera su plan,
que era el de alejarse de las personas que lo conocían—, comenzó a gozar de los
placeres que le proporcionaba su cuenta del banco. Apartó un poco su vida
pública y se dedicó a sus placeres. Se arregló el peinado, se compró buena ropa
y perfumes. Se reservó mesas en los mejores restaurantes y probó las cosas que jamás
había comido, además se permitió algunos pecados como el de excederse con la
grasa, el vino y la compañía de damas de la vida alegre. Se cambió de domicilio
y se compró algunos cuadros de pintores reconocidos, decoró su piso con muebles
caros y se construyó un sauna. Todo era placer y descanso.
Una noche se despertó
asaltado por una idea desagradable. Una especie de masa densa y caliente que se
le escurría lentamente por el cerebro y le producía la sensación de opresión y
fatalidad. Era su inactividad literaria. Llevaba mucho sin garabatear sus ideas
en papelitos sueltos. Se trató de calmar diciéndose que era una etapa de cambio
y en cuanto se estabilizara volvería a su estado habitual. Pasaron unos días e
intentó probar con algunas ideas espontáneas e ingeniosas, pero el resultado no
se vio. Entonces sí perdió el sueño y comenzó a angustiarse. Ya no estaba en
edad de esperar la beligerancia de la inspiración en su campo de batalla.
Perdió el apetito, se puso a releer sus obras tratando de chupar la pulpa de
sus geniales ideas. Todo lo recordaba, incluso podía volver a ese estado de iluminación
en el que extendía los brazos, miraba al cielo y le daba gracias a Dios por el
milagro. El problema era que cuando se ponía a escribir, las palabras quemaban
el papel, cuando trataba de enfriarlas rompía la fina superficie. Se alarmó y
se puso a meditar. Se mató de hambre una semana pensando que el ayuno le
crearía el efecto de levitación de antaño. Todo fue inútil y cuando ya llevaba
tres días de insomnio, se desmayó.
Alguna de las divinidades
del cielo se compadeció de él y bajó a darle un consejo. Él lo tomó como un
sueño agradable y alentador. “Debes buscar a algún escritor que se encuentre en
una condición paupérrima. ¿Recuerdas cómo sufrías de hambre y matabas el deseo
de comer con la cerveza y las historias que inventabas? Hay varios candidatos cerca
de ti. Busca al más adecuado y dile que escriba en tu nombre, revélale tus
secretos y guíalo para que no se muera de hambre, pero pueda mantener la fuerza
suficiente para seguir con tu producción literaria.”. Al despertar Octavio
estaba desconcertado, apenas tenía fuerzas para levantarse. Se duchó, se vistió
y salió a buscar alimento. Entró en la primera cafetería que encontró y pidió
una sopa de pollo. Saboreó con gusto el caldo y mordisqueó un pan suave. Ya
había terminado de comer cuando al sobarse la barriga volteó a la derecha y vio
a un hombre flaco con cara de felicidad que tenía una taza de café frío. Le
puso atención y vio que levantaba la vista, se quedaba pensando unos minutos y
luego escribía en un cuadernito algunas cosas. “¿Es usted escritor? —le
preguntó reconociéndose en sus años de juventud y penuria—. Sí lo soy. —fue la
respuesta—. Entonces aplicó ese plan al que me refería al principio. Le surgió
de inmediato porque ya tenía el consejo de su sueño o del arcángel que lo había
visitado. El tipo era muy agradable, pero su aspecto dejaba mucho que desear.
Supo que el hombre llevaba mucho tiempo tratando de publicar, pero nadie lo
recibía en las editoriales y los críticos no entendían su estilo. Le preguntó
por sus historias, le sacó con cuidado todos sus recursos narrativos
provocándolo con su placentera charla y escrupuloso método. Al final, se
ofreció a ayudarle con la condición de que publicaran con su nombre, o sea
Octavio Salinas. El hombre estaba tan necesitado y deseoso de ganar un poco de
plata que aceptó con los ojos cerrados. Conversaron bastante tiempo y Octavio
se lo llevó a su piso para explicarle las cosas con lujo de detalle. Como el
pobre no tenía a donde ir, Octavio le propuso que se quedara a vivir con él.
Así sería mucho más fácil trabajar.
No tardaron en publicar
la primera novela. El ministro de cultura estaba feliz, los críticos decían que
Octavio Salinas había rejuvenecido unos veinte años como mínimo. Era verdad
porque Andrés Medrano, el nuevo Octavio Salinas camuflado, iba a cumplir
cincuenta y cinco. Empezó una lluvia de inspiración que aumentó la colección de
obras de Salinas en cinco tomos más. Andrés y él estaban felices. Octavio vivía
a cuerpo de rey, descansaba en las mejores playas del mundo y Andrés no paraba
de escribir. Un día Octavio se sintió mal y se puso a hacer su testamento. Le
pidió a Andrés que no revelara la verdad después de su muerte, que siguiera
publicando como lo habían acordado. Le recomendó que aprovechara el dinero, que
cuando se sintiera cansado y lo abandonara la inspiración o el deseo de
escribir buscara un sustituto, pero que no cambiaría el nombre del autor. Al
poco tiempo Octavio falleció. Fue necesario sepultarlo en secreto para no
arruinar el plan que había elaborado tan certeramente. Andrés trabajó mucho,
pero también se vio en la necesidad de buscar un sustituto. Lo encontró. Las
obras de Octavio Salinas ya eran más de veinte tomos. Sus lectores se
sorprendían de que a sus cerca de cien años tuviera una lucidez tal. Andrés
enfermó gravemente y se puso a buscar un sustituto, hizo testamento y se
resignó a declarar la muerte de Octavio mostrando su propio cuerpo. La noticia
causó furor y la gente comenzó a adquirir la colección completa de sus obras.
Magdaleno Rivas, su servidor, se vio en un enorme problema porque tuvo que
anunciar cada nueva novela como un escrito póstumo del célebre Octavio Salinas.
Yo también he sido prolífero,
he logrado que las obras del famoso Salinas tenga treinta tomos, pero estoy
cansado. He perdido la inspiración y la angustia me quita el sueño. No me queda
otra salida más que buscar a una persona que pueda seguir escribiendo las
novelas póstumas del apreciado y querido Octavio Salinas o Andrés Medrano o
Magdaleno Rivas. Te he de comentar que es una vida tentadora. Se posee casi todo:
fama, dinero, éxito y veneración, todo mundo habla de ti en los bares, en la
calle, en cualquier sitio. La suma de dinero no es de despreciar y prefiero no
mencionártela ahora. El caso es que te he encontrado a ti y, si no estás en
contra, podré retirarme pronto. Si me prometes que publicarás con el nombre de
Octavio Salinas y le dices a los editores que las obras son de él y que las has
encontrado en algún lugar donde vivió; entonces te lo dejo todo. ¿Aceptas? Podría
darte unos cuantos consejos, pero veo que eres una persona talentosa y sagaz.
Ya sabes lo que tienes que hacer.
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