Abrió la puerta y vio la
litera. Puso las pocas cosas que llevaba en un armario de pino. La habitación
estaba fría, húmeda, pero limpia y muy ordenada. El aire, cargado de un sabor
amargo, le raspó el pecho. Se cambió de ropa y esperó a que volvieran por él. Pasaron
unos minutos, en su cabeza se acomodaron los acontecimientos de las últimas
semanas. Su viaje a una nueva vida había empezado de forma trágica, ahora estaba
intranquilo. ¿Cuál será mi futuro? —se preguntó pensando más en sus hermanas
que en sí mismo—. Al recordar se le fueron saliendo las lágrimas mientras
contaba en voz baja los largos segundos de espera.
«Lo siento mucho Nicolás—le había dicho la tía Elena—. No puedo darme el lujo de quedarme con todos ustedes, me haré cargo de tus hermanas. Lo lamento de verdad. Tendrás que irte a Monterrey a buscar a tío Alberto. Ten este dinero y márchate. Aquí está la dirección».
Fueron las únicas
palabras que le dijo su familiar más próximo. Sintió abatimiento y odio al
mismo tiempo. Sabía que sus hermanas menores estarían bien, pero no se podía
explicar por qué no le habían permitido quedarse. Tenía sólo quince años y era
huérfano. Lo habían despreciado como algo desagradable, peligroso o innecesario.
Su padre Renato había desaparecido sin dejar rastro y no hubo compadre, amigo o
conocido que se cuestionara la posibilidad de protegerlo. Era como si todos
hubieran tratado de evitarlo como a la peste. Miró los billetes viejos que
tenía en la mano y se subió a un autobús que iba a la estación de trenes.
Sentado en un asiento trasero ocultó la cara. No quería recordar la ciudad. El
trayecto era largo y tedioso. La gente sumida en sus conversaciones era ajena a
su dolor. Un hombre que se subió a cantar con una guitarra le hizo albergar
esperanza, una pequeña flama de anhelo que le dio fuerzas. Había estudiado
bien, siguiendo el ejemplo de su padre, quien había pasado por experiencias
desagradables. Una gran guerra, el rescate de condenados a muerte. La sangre se
le entibió y el corazón le empezó a golpear el pecho. Su mirada se detuvo en un
punto vago. Miraba la nada y el todo. Pidió y rezó por sus seres queridos. Su
madre consumida por el cáncer, su padre probablemente asesinado, sus hermanas
condenadas a trabajar día y noche para una mujer amargada. Él era el único a
quien habían soltado al vuelo. Comprendió que aferrarse a su situación anterior
era absurdo y tenía que enfrentar su destino. La salvación se encontraba a doce
horas de viaje en tren, pero no tenía garantías, temblaba de horror. De pronto,
era un ser individual, dueño de su camino y su propia vida. Podía entregarla y
perderlo todo, pero también podía ganar. Nunca había sido cobarde, haría lo
imposible por demostrar que no era débil. Regresaría un día a ver a sus
hermanas y les mostraría las pruebas de su buena decisión: unos hijos, esposa y
trabajo. Sería un mito familiar, parte de su historia en varias generaciones.
Compró un billete de tercera.
Miró la naturaleza desplegándose en paisajes diversos tras el ventanal. Primero
frondosos, atiborrados de pinos y tierra alfombrada de espigas doradas, luego
hierba y cactos con hojas ovales y chichones. Recordó un sabor ardiente, la
lengua se le hizo liquida y se transformó en una inquieta serpiente. Tuvo que
defenderse del sonido de sus tripas. No había recuerdo, ni fuerza de voluntad
que le ayudara a controlar su hambre. Nunca la había sufrido de una forma tan
desesperanzadora. Siempre había tenido algo que llevarse a la boca, incluso en
los momentos más austeros. Ahora temía ser víctima de la inanición. Enfrentó la
lucha interior, descubrió que su orgullo era un arma peligrosa. Había una
señora en el asiento de enfrente. Estaba alimentando a su marido e hijo. El
olor a pollo era un terrible martirio. De pronto el niño dejó caer un trozo de
pan. Nicolás, con disimulo, atrajo con el pie el mendrugo y se inclinó
aprovechando un repiqueteo del vagón. Masticó muy despacio, con el rostro
vuelto a la ventana. Le fue posible apartar la imagen de los ojos críticos que
lo juzgaban o lo compadecían. Una voz de su interior salió anunciándole un
cometido, era tal vez una convicción o una afirmación que se materializaría con
el tiempo. «Prométete—decía con énfasis— que nunca más volverás a pasar por
esto. Nunca más vuelvas a poner tu amor propio por los suelos. Necesitarás
mucho valor para enfrentarte solo la vida». Engulló el bolo y se abandonó al
sueño.
Un altavoz lo despertó. Se
levantó con pesadumbre y salió de la estación de trenes. Eran las seis de la
mañana. Hacía frío. Pidió que le indicaran cómo llegar a su destino. Lo
encontró, para su desgracia, bastante pronto. Tardó sólo un cuarto de hora en
llegar. La casa de Tío Alberto era grande, pero él hacía tiempo que no vivía
allí y no se tenían referencias de su paradero. Las calles volvieron a ser desoladoras
y los pasos indeterminados. Llevaba la mirada fija en el suelo. Tenía que
buscar un refugio, un lugar de salvación. Se sentía un náufrago. De pronto, vio
un anuncio. Era un internado. Preguntó si podía quedarse, explicó su situación.
Lo hicieron esperar. Las paredes eran beige, los chicos estaban haciendo filas
en el patio. Todos llevaban el pelo corto, la camisa blanca, los zapatos
lustrosos, se veían serios. Deseó que lo acogieran. Apareció ante él un hombre
con rostro rígido, le explicó el reglamento y la sanciones por incumplimiento,
luego llegó una mujer ruda con un uniforme, un jabón y una toalla. Lo acompañó
hasta un corredor de puertas blancas. Llegaron a una con el número ocho.
«Deja tus cosas aquí y cámbiate—le dijo la mujer con voz chillona—, vuelvo en unos minutos».
Más tarde, Nicolás oyó los tacones de la mujer y supo que su viaje pronto comenzaría, respiró hondo y enderezó el cuerpo.
«Deja tus cosas aquí y cámbiate—le dijo la mujer con voz chillona—, vuelvo en unos minutos».
Más tarde, Nicolás oyó los tacones de la mujer y supo que su viaje pronto comenzaría, respiró hondo y enderezó el cuerpo.
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