miércoles, 23 de mayo de 2018

Complot


Le habían retirado la palabra la mayoría de sus conocidos, ni uno solo de sus amigos se había querido solidarizar con él por temor a la crítica y las burlas. El caso era que Golub se había cansado de que las cosas fueran injustas y que nadie fuera capaz de proponer un cambio. Él estaba harto de que los gorriones le robaran el alimento y sus compañeros más fuertes no le dejaran acercarse a los sitios donde la gente tiraba migajas de pan, semillas o algunos granos de arroz. Se preguntaba por qué había una contienda entre ellas mientras las pardillas astutas se acercaban, cogían su botín y volaban con rapidez. Reñir entre ellas por la comida que no iban a tener, le parecía una de las peores aberraciones. Cuando lo comentó con su padre, éste le dijo que las cosas habían sido así desde siempre y que tenía que aceptarlo. La naturaleza es sabia y no se la puede cambiar. Con esas palabras creyó que haría entrar en razón a Golub, pero este fue el motivo para alejarlo aún más de la comunidad.

Un día empezó a volar con más pericia. Observó por mucho tiempo la conducta de los pájaros pequeños y fue condicionando sus reflejos a los movimientos de los traviesos ladronzuelos. No logró mucho porque de cualquier forma eran más astutos y dominaban las técnicas de la simulación de forma asombrosa. Golub se apartó y se fue a vivir lejos de la catedral, su objetivo era entrenarse para adelantársele a sus enemigos. Caminaba con pasos más cortos y buscó la forma más cómoda de desplegar las alas para elevarse. Con paciencia se decía a sí mismo que todo era cuestión de convicción y trabajo. Las primeras semanas las palomas que volaban en bandada lo miraban volando muy bajo y decían que era una gallina imposibilitada para los despegues. No sabían que Golub medía la fuerza de las corrientes de aire y hacía maniobras que sólo un malabarista podría hacer. Claro que no lo hacía como un profesional, pero con lo que había conseguido habría podido volver a su comunidad para dejar con el pico abierto hasta a los más diestros y fuertes.

No era eso lo que perseguía, quería más. Deseaba saber cuales eran los límites de su propia naturaleza y, aunque una parte de él mostraba gran escepticismo, otra más convincente lo impulsaba a probar sus teorías. Para perfeccionar algunos movimientos se metía entre los arbustos y espantaba a los insectos de vuelo lento como los escarabajos o las polillas. Los alcanzaba a unos cincuenta centímetros de altura y los aprisionaba con el pico sin dañarlos, luego los escupía para que siguieran su rumbo. Pasados unos meses se dio cuenta de que ya eran lentos los insectos habituales y cambió a las abejas. Al iniciar sus prácticas se frustró porque las avispas eran tan rápidas que ni siquiera lograba acercárseles. Decidió perder un poco de peso y fortalecer sus alas. Se puso a volar en grandes círculos e intentó hacer piruetas dentro de un espacio de un metro cúbico. Le gustaba hacer sus ejercicios cuando los ventarrones eran fuertes. Un día se fue directamente a donde picoteaban los gorriones y estos al verlo se pusieron contentos porque sabían que cuando buscara comida y encontrara un buen bocado se lo quitarían del pico. Golub tuvo la suerte de encontrar un trozo de patata frita que algunos paseantes habían dejado caer. Con discreción, como lo hacen todas las palomas para evitar los peligros, se acercó. Parecía que caminaba de forma natural, pero en realidad estaba llamando la atención de las avecillas. Estas la miraban fingiendo indiferencia para que no se diera cuenta de su vigilancia. El juego se prolongó casi un minuto y cuando Golub se decidió a coger la patata frita un gorrión burlón se precipitó sobre ella. Lo que sucedió después desconcertó a los mirones porque nunca habían visto algo parecido. Golub había adivinado la trayectoria que seguiría el ladrón y lo interceptó en pleno vuelo. En caso de que hubieran chocado, el tropel de pardillos que presenciaba la escena habría decidido que había sido algo normal, pero Golub se dio el lujo de arrancarle del pico el trozo de fritura. Nadie lo podía creer porque habían comprendido lo peligroso de dicha proeza. Vieron como se alejaba la paloma y la siguieron con la vista porque sabían que se lo comunicaría a sus amigos. 

En efecto, Golub iba con la determinación suficiente para convencer a sus semejantes de que las cosas se podían cambiar. Nadie lo escuchó y no sólo no cerraron los oídos a sus palabras, sino que lo calificaron de loco. Trató de demostrarles en ese preciso momento de lo que era capaz, pero ante la inexistencia de gorriones, sus aleteos resultaron un baile ridículo que provocó sólo risas. Se alejó un poco enfadado y se prometió aparecer en la plaza al día siguiente cuando las atolondradas aves torcaces anduvieran entre la gente peleándose entre ellas por las pizcas de pan. Se acercó con disimulo y anduvo dándose empujones fuertes con los machos que le sacaban el pecho amenazándolo. Cuando los vanidosos palomos perdían su alimento los miraba de forma retadora. Alguien le preguntó por qué era tan insolente con sus miradas. Lo amenazaron con combates, pero el prefirió apostar. Nadie quiso aceptar lo que les proponía porque, como decían entre risas, estaba derrotado de antemano. No le quedó más recurso que herir el amor propio del macho más arrogante. Le dijo que si le ganaba la apuesta se quedaría con sus hembras y si perdía se iría lejos de allí y no volverían a saber de él.

Como todos estaban cansados del alegato animaron a que el contrincante se decidiera. Así fue y al echar a la suerte los turnos, le tocó al soberbio pichón comenzar. Se le dejó el espacio libre en los sitios donde los gorriones merodeaban. Comenzó la contienda y la pesada ave daba tan fuertes aletazos que impulsaba más lejos a las avecillas que salían como flechas después de robarle en su propio pico el alimento. Como era muy testarudo voló sin éxito una cien veces. Cuando las fuerzas lo abandonaron le pidió a Golub que demostrara que él sí podía lograrlo. Con pasos lentos se fue acercando a los montoncitos de miga y corteza de pan y eligió un trozo no muy grande que fuera cómodo para el pico de uno de sus cacos. Sabía que una avecilla audaz lo seguía con la mirada y se inclinó con el pico listo para coger el pedacito de pan. El gorrión se acercó, cogió el pan y salió disparado confiado en su velocidad, pero a los dos metros se dieron un encontronazo. Golub que hizo un giro después del choque, cogió al vuelo el pan y voló hacia donde estaba su oponente.

Nadie podía creer la proeza. Las hembras temerosas se unieron en un grupo y bajaron la cabeza. Los machos se fueron en dirección al gran pichón que permanecía callado. Golub llegó y les preguntó si era suficiente la demostración o tendría que hacerlo de nuevo para que no se argumentara después que había sido un golpe de suerte. Tres astutos palomos se apoyaron en dicha posibilidad, pues nunca se había visto que una paloma pudiera ganarle a un gorrión. Golub repitió su hazaña dos veces más y ya no hubo duda de que era capaz de hacerlo cuantas veces se lo pidieran. Llegó el momento en el que se debía hacer la entrega de las fértiles palomas, pero el consejo de aves viejas se reunió y empezó un debate en el que se decidió que no se las darían al ganador de la tonta apuesta, pues en caso de hacerlo se daría pauta para que se apostara por cualquier cosa, el segundo motivo y más importante, según las aves sabias, era que Golub no era fuerte ni amenazador y sus críos serían tan débiles como él, lo que representaba un peligro para la especie. Acordaron deshacerse del impertinente miembro de su comunidad que deseaba convertirse en un reformador de la sociedad. Propagaron el rumor de que era peligroso y lo mejor era evitarlo. Por desgracia, el bulo fue engrandeciéndose y el temor de contar con un pájaro con esas ideas los atemorizó. No había más remedio que eliminarlo. Casi nadie estuvo en contra y se evitó comunicárselo a sus familiares para evitar que le avisaran y pudiera escapar.

A la mañana siguiente unos paseantes comenzaron a tirar semillas de girasol en el adoquín de la plaza. Golub miró con atención a los gorriones y se acercó a ellos para que intentaran robarle el alimento. En tres ocasiones interceptó a los pillos y estos muy extrañados se alejaron. Notó que no había una sola paloma hembra y se le hizo raro, pensó que el gran pichón les había prohibido ir a la plaza mientras no se llevara a cabo la entrega oficial. En realidad, Golub, solo quería manifestar públicamente que le interesaba enseñarle sus técnicas a los jóvenes para que se acabara esa estúpida regla de pelear con el prójimo por el alimento para regalárselo a los audaces pardillos que, por otro lado, podían, si lo desearan conseguir su alimento en otra parte. Vio que se le acercaba un grupo de machos. Los esperó para que le dijeran su resolución, pero llegaron sin decir nada. Lo miraron fijamente y lo atacaron. Golub no tuvo tiempo de volar porque le asestaron fuertes y rápidos picotazos. Les preguntó adolorido y desesperado por la razón de su ataque, pero murió pronto desangrado. Quedó tendido en el suelo algunas horas, la gente lo fue apartando con el pie hasta que quedó debajo de una banca. Las hormigas pronto dejaron las plumas y los huesos limpios de carne. En la comunidad se prohibió hablar del suceso a las nuevas generaciones y a nadie se le volvió a poner el nombre de Golub.

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