Le habían retirado la palabra la mayoría de sus
conocidos, ni uno solo de sus amigos se había querido solidarizar con él por
temor a la crítica y las burlas. El caso era que Golub se había cansado de que
las cosas fueran injustas y que nadie fuera capaz de proponer un cambio. Él
estaba harto de que los gorriones le robaran el alimento y sus compañeros más
fuertes no le dejaran acercarse a los sitios donde la gente tiraba migajas de
pan, semillas o algunos granos de arroz. Se preguntaba por qué había una
contienda entre ellas mientras las pardillas astutas se acercaban, cogían su
botín y volaban con rapidez. Reñir entre ellas por la comida que no iban a
tener, le parecía una de las peores aberraciones. Cuando lo comentó con su
padre, éste le dijo que las cosas habían sido así desde siempre y que tenía que
aceptarlo. La naturaleza es sabia y no se la puede cambiar. Con esas palabras
creyó que haría entrar en razón a Golub, pero este fue el motivo para alejarlo aún
más de la comunidad.
Un día empezó a volar con más pericia. Observó
por mucho tiempo la conducta de los pájaros pequeños y fue condicionando sus
reflejos a los movimientos de los traviesos ladronzuelos. No logró mucho porque
de cualquier forma eran más astutos y dominaban las técnicas de la simulación
de forma asombrosa. Golub se apartó y se fue a vivir lejos de la catedral, su
objetivo era entrenarse para adelantársele a sus enemigos. Caminaba con pasos
más cortos y buscó la forma más cómoda de desplegar las alas para elevarse. Con
paciencia se decía a sí mismo que todo era cuestión de convicción y trabajo.
Las primeras semanas las palomas que volaban en bandada lo miraban volando muy
bajo y decían que era una gallina imposibilitada para los despegues. No sabían
que Golub medía la fuerza de las corrientes de aire y hacía maniobras que sólo
un malabarista podría hacer. Claro que no lo hacía como un profesional, pero
con lo que había conseguido habría podido volver a su comunidad para dejar con
el pico abierto hasta a los más diestros y fuertes.
No era eso lo que perseguía, quería más.
Deseaba saber cuales eran los límites de su propia naturaleza y, aunque una
parte de él mostraba gran escepticismo, otra más convincente lo impulsaba a
probar sus teorías. Para perfeccionar algunos movimientos se metía entre los
arbustos y espantaba a los insectos de vuelo lento como los escarabajos o las
polillas. Los alcanzaba a unos cincuenta centímetros de altura y los
aprisionaba con el pico sin dañarlos, luego los escupía para que siguieran su
rumbo. Pasados unos meses se dio cuenta de que ya eran lentos los insectos
habituales y cambió a las abejas. Al iniciar sus prácticas se frustró porque
las avispas eran tan rápidas que ni siquiera lograba acercárseles. Decidió
perder un poco de peso y fortalecer sus alas. Se puso a volar en grandes
círculos e intentó hacer piruetas dentro de un espacio de un metro cúbico. Le
gustaba hacer sus ejercicios cuando los ventarrones eran fuertes. Un día se fue
directamente a donde picoteaban los gorriones y estos al verlo se pusieron
contentos porque sabían que cuando buscara comida y encontrara un buen bocado
se lo quitarían del pico. Golub tuvo la suerte de encontrar un trozo de patata
frita que algunos paseantes habían dejado caer. Con discreción, como lo hacen
todas las palomas para evitar los peligros, se acercó. Parecía que caminaba de
forma natural, pero en realidad estaba llamando la atención de las avecillas.
Estas la miraban fingiendo indiferencia para que no se diera cuenta de su
vigilancia. El juego se prolongó casi un minuto y cuando Golub se decidió a
coger la patata frita un gorrión burlón se precipitó sobre ella. Lo que sucedió
después desconcertó a los mirones porque nunca habían visto algo parecido.
Golub había adivinado la trayectoria que seguiría el ladrón y lo interceptó en
pleno vuelo. En caso de que hubieran chocado, el tropel de pardillos que
presenciaba la escena habría decidido que había sido algo normal, pero Golub se
dio el lujo de arrancarle del pico el trozo de fritura. Nadie lo podía creer
porque habían comprendido lo peligroso de dicha proeza. Vieron como se alejaba
la paloma y la siguieron con la vista porque sabían que se lo comunicaría a sus
amigos.
En efecto, Golub iba con la determinación
suficiente para convencer a sus semejantes de que las cosas se podían cambiar.
Nadie lo escuchó y no sólo no cerraron los oídos a sus palabras, sino que lo
calificaron de loco. Trató de demostrarles en ese preciso momento de lo que era
capaz, pero ante la inexistencia de gorriones, sus aleteos resultaron un baile
ridículo que provocó sólo risas. Se alejó un poco enfadado y se prometió
aparecer en la plaza al día siguiente cuando las atolondradas aves torcaces
anduvieran entre la gente peleándose entre ellas por las pizcas de pan. Se
acercó con disimulo y anduvo dándose empujones fuertes con los machos que le
sacaban el pecho amenazándolo. Cuando los vanidosos palomos perdían su alimento
los miraba de forma retadora. Alguien le preguntó por qué era tan insolente con
sus miradas. Lo amenazaron con combates, pero el prefirió apostar. Nadie quiso
aceptar lo que les proponía porque, como decían entre risas, estaba derrotado
de antemano. No le quedó más recurso que herir el amor propio del macho más
arrogante. Le dijo que si le ganaba la apuesta se quedaría con sus hembras y si
perdía se iría lejos de allí y no volverían a saber de él.
Como todos estaban cansados del alegato
animaron a que el contrincante se decidiera. Así fue y al echar a la suerte los
turnos, le tocó al soberbio pichón comenzar. Se le dejó el espacio libre en los
sitios donde los gorriones merodeaban. Comenzó la contienda y la pesada ave
daba tan fuertes aletazos que impulsaba más lejos a las avecillas que salían
como flechas después de robarle en su propio pico el alimento. Como era muy
testarudo voló sin éxito una cien veces. Cuando las fuerzas lo abandonaron le
pidió a Golub que demostrara que él sí podía lograrlo. Con pasos lentos se fue
acercando a los montoncitos de miga y corteza de pan y eligió un trozo no muy
grande que fuera cómodo para el pico de uno de sus cacos. Sabía que una
avecilla audaz lo seguía con la mirada y se inclinó con el pico listo para
coger el pedacito de pan. El gorrión se acercó, cogió el pan y salió disparado
confiado en su velocidad, pero a los dos metros se dieron un encontronazo.
Golub que hizo un giro después del choque, cogió al vuelo el pan y voló hacia
donde estaba su oponente.
Nadie podía creer la proeza. Las hembras
temerosas se unieron en un grupo y bajaron la cabeza. Los machos se fueron en
dirección al gran pichón que permanecía callado. Golub llegó y les preguntó si
era suficiente la demostración o tendría que hacerlo de nuevo para que no se
argumentara después que había sido un golpe de suerte. Tres astutos palomos se
apoyaron en dicha posibilidad, pues nunca se había visto que una paloma pudiera
ganarle a un gorrión. Golub repitió su hazaña dos veces más y ya no hubo duda
de que era capaz de hacerlo cuantas veces se lo pidieran. Llegó el momento en
el que se debía hacer la entrega de las fértiles palomas, pero el consejo de aves
viejas se reunió y empezó un debate en el que se decidió que no se las darían
al ganador de la tonta apuesta, pues en caso de hacerlo se daría pauta para que
se apostara por cualquier cosa, el segundo motivo y más importante, según las
aves sabias, era que Golub no era fuerte ni amenazador y sus críos serían tan
débiles como él, lo que representaba un peligro para la especie. Acordaron
deshacerse del impertinente miembro de su comunidad que deseaba convertirse en
un reformador de la sociedad. Propagaron el rumor de que era peligroso y lo
mejor era evitarlo. Por desgracia, el bulo fue engrandeciéndose y el temor de
contar con un pájaro con esas ideas los atemorizó. No había más remedio que eliminarlo.
Casi nadie estuvo en contra y se evitó comunicárselo a sus familiares para
evitar que le avisaran y pudiera escapar.
A la mañana siguiente unos paseantes comenzaron
a tirar semillas de girasol en el adoquín de la plaza. Golub miró con atención
a los gorriones y se acercó a ellos para que intentaran robarle el alimento. En
tres ocasiones interceptó a los pillos y estos muy extrañados se alejaron. Notó
que no había una sola paloma hembra y se le hizo raro, pensó que el gran pichón
les había prohibido ir a la plaza mientras no se llevara a cabo la entrega
oficial. En realidad, Golub, solo quería manifestar públicamente que le
interesaba enseñarle sus técnicas a los jóvenes para que se acabara esa
estúpida regla de pelear con el prójimo por el alimento para regalárselo a los
audaces pardillos que, por otro lado, podían, si lo desearan conseguir su
alimento en otra parte. Vio que se le acercaba un grupo de machos. Los esperó
para que le dijeran su resolución, pero llegaron sin decir nada. Lo miraron
fijamente y lo atacaron. Golub no tuvo tiempo de volar porque le asestaron
fuertes y rápidos picotazos. Les preguntó adolorido y desesperado por la razón de
su ataque, pero murió pronto desangrado. Quedó tendido en el suelo algunas
horas, la gente lo fue apartando con el pie hasta que quedó debajo de una
banca. Las hormigas pronto dejaron las plumas y los huesos limpios de carne. En
la comunidad se prohibió hablar del suceso a las nuevas generaciones y a nadie
se le volvió a poner el nombre de Golub.
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