jueves, 31 de mayo de 2018

Accidente en el hogar


«Ya me está colmando la paciencia»—le dijo Ingrid a su marido—. Este la miró con ojos cómplices. No sabían en ese momento que esa mirada se repetiría, pero como resultado de un acto terrorífico. Permanecieron casi un minuto sin parpadear, estaban hipnotizados interpretando los pensamientos mutuos. El sonido de una puerta los desató y volvieron a la movilidad. Frank se dirigió al armario y sacó su traje, se vistió cuidando cada detalle y cuando ya estaba listo, se acercó a su mujer y se despidió. Ella le dio un beso insípido y se empezó a cepillar el pelo, vio por el espejo como salía su marido, luego oyó el saludo que le hizo a Iris, la chica de acogida, y esperó que la recriminara por el retraso, pero le decepcionó no oír ninguna llamada de atención. Decidió encargarse ella misma. Bajó con lentitud los escalones mirando a la muchacha que esperaba con la vista baja y desconcertada. Cuando llegó hasta ella, le levantó la cara subiéndole con el índice el mentón y le dijo que si seguía con los retrasos la echarían a la calle. Iris se disculpó y le preguntó si había algo pendiente por hacer. Recibió una lista de tareas absurdas. Resignada se fue al aseo para limpiar y pensó en la forma más adecuada para no hacer ruido. Cuando ya estaba lista con el detergente, el cepillo, los guantes y su delantal la llamó Ingrid y le dijo que le planchara un vestido porque iba a salir. No pudo volver a su tarea porque fue necesario preparar algunas tostadas, cortar unas flores del jardín y sacar los productos estropeados de la nevera.

La señora Ingrid salió muy arreglada y se montó en su coche. Iris no pudo desprenderse de su sensación de acoso. No sabía si ese temor permanente era ocasionado por su falta de recursos para abandonar el país y regresar con su madre o, por la presión psicológica que la estaba destruyendo poco a poco. Llevaba seis meses tratando de serle agradable a esa familia que la había recibido en su casa. El primer mes había sido muy bueno por la cordialidad y predisposición de sus protectores a ayudarla, pero por alguna razón todo había empeorado, se habían convertido en ogros. La maraña de ideas, dudas, deducciones y la actitud impredecible de sus anfitriones le estorbaba para pensar de forma adecuada. Los sentimientos la traicionaban y sus rencores le salían en voz alta. Estaba de rodillas con la mano metida en el inodoro limpiando el fondo. La porcelana ya resplandecía cuando sintió en su espalda un pie que la empujaba. Era Marc que se había levantado y tenía hambre. Iris se puso en pie de un salto, se quitó los guantes, se lavó las manos bajo la mirada del impertinente joven y se puso a prepararle el desayuno. Trató de no oír las ofensas que le hacía, pero era inevitable porque sus manos reaccionaban cada vez que le llegaba una a los oídos.  Apretó el cuchillo y descubrió un chorro rojo en el fregadero. Quiso gritar, pero se contuvo y se fue por el botiquín a ver si encontraba algo que le pudiera cauterizar la herida. Unos minutos después, cuando se había librado del desayuno, se subió en un banco para limpiar el polvo de los altos armarios. Marc se levantó y se fue directamente hacía ella. Iris lo notó sólo cuando una mano le sobaba las piernas. Trató de librarse, pero recibió un manotazo no muy fuerte en la nuca y luego palabras que no entendió. Sonó un portazo y se quedó sola tratando de recuperar la calma.

Quiso con todas sus fuerzas evitar el llanto, pero se le salieron las lágrimas. Se preguntó si merecía la pena sufrir tanto por un sueño que poco a poco se le iba desvaneciendo. Oyó sonar su móvil, pensó que era la señora Ingrid, pero después vio que la llamada era de su madre. Tuvo que ordenar sus pensamientos y ocultar sus penas para dar una buena impresión. Al principio de la conversación se mostró alegre, pero al final sacó a relucir sus desgracias de forma involuntaria. La señora María le preguntó por su inglés, por el trato de los dueños de la casa y las cosas interesantes de la ciudad. Iris mintió diciendo que le ayudaban con el idioma, que eran muy comprensivos, que la apoyaban en todo, que eran muy tolerantes y los fines de semana la llevaban a la ciudad para mostrarle cosas y hacerle unos modestos regalos. La intuición de la madre le indicó que algo no iba bien y con cuestionamientos simples, empezó a ponerle el dedo en la llaga. Preguntas tan tontas e impensables como ¿abusan de ti? ¿te matan de hambre? ¿te ofenden? Y cosas por el estilo, fueron la llavecita que abrió el cofre donde se ocultaba la verdad. En realidad, no son tan buenos como me lo imaginaba—dijo tratando de ocultar su rencor—, pero de eso a que sean agresivos o me golpeen hay una distancia enorme. No les caigo muy bien, pero me toleran. Lo que sí me molesta es que me tomen por una asiática. Bien saben que soy sudamericana, pero me siguen diciendo filipina. La filipina para acá, la filipina para allá. Te juro que, si tuviera dinero para regresarme a la casa, lo haría sin pensarlo. “Pues, hazlo, hija—le dijo la madre con la esperanza de que volviera a su tierra—, aquí en Caracas te puedo conseguir un buen préstamo”. Iris se quedó muda. Luego, reaccionó y le dijo a su madre que eso era imposible, que la situación en el país era muy difícil y que ni hipotecando la casa le darían dinero. Después, la conversación perdió consistencia, se hizo irreal, especulativa y desesperanzadora. Las lágrimas llegaron hasta el otro extremo de la línea y produjeron reproches de auto castigo. Saltó una frase inútil que sólo empeoró las cosas y llevó la conversación al final. Un prolongado silencio después, las identificó y las puso tan cerca que oían latir su corazón con fuerza. “Bueno, mamá—dijo tratando de aclarar la voz—, ya te cuelgo porque va a salir cara la llamada”. Unos besos y abrazos imaginarios, unas oraciones y palabras de esperanza fue lo último que se dijeron.

Iris había realizado la mitad de su trabajo y se dio cuenta de que le quedaba poco para hacer la comida. La señora Ingrid era muy estricta, pero había cosas por las que estaba dispuesta a matar, una de ellas era que no le sirvieran el almuerzo a tiempo. Con destreza iris le preparó una ensalada, sacó una caja con pollo pre congelado y lo empezó a freír, puso los cubiertos y llevó el agua. Cuando volvió a la cocina recordó sin más, la primera vez que había visto la casa. Le había encantado. Los muebles muy finos, su habitación bastante cómoda y decorada con unas pancartas muy modernas. Ya no se acordaba de lo que era dormir en una cama, pues la habían castigado metiéndola en el sótano. La idea de escapar la comenzó a tentar. No tenía sentido permanecer con personas que la castigaban y no le permitían estudiar. Se había convertido en una esclava. Recordó la primera vez que la señora Ingrid muy disgustada le había propinado un bofetón. El dolor y las palabras incomprensibles la inmovilizaron. La asaltó la idea de escapar, pero cómo y a dónde. La idea la incomodó por dentro. No pudo desarrollarla en ese momento porque se abrió la puerta y una pregunta la obligó a abandonar sus sensaciones. “Sí, señora Ingrid—dijo tratando de mostrar amabilidad—, su comida ya está lista”.

La dueña parecía excitada, tenía una fuerza que la obligaba a subir y bajar escalones. Se sentó a la mesa y probó lo que le ofreció Iris. Se quedó con la mirada clavada en los cristales y la obligó a arrodillarse, llamó su atención sobre la comida. Iris se disponía a contestarle cuando recibió un puntapié en el mentón. Desconcertada volvió a ponerse de rodillas y la señora la mandó a su cuarto. Estaba encerrada bajo llave. Iris deseaba matarla. Ya lo había soñado algunas veces. Se veía con un cuchillo enorme descargando toda su furia contra la señora Ingrid, primero, y luego contra el señor Frank y su hijo Marc. A este último le cortaba el miembro y le sacaba los ojos. Lo malo es que eso era lo único que lograba en su mundo abstracto de la inconsciencia, en la realidad era modosa como un perro hogareño. Ni siquiera gemía. Era por el orgullo y esa falsa sumisión alimentada por siglos que había dejado la filosofía imperialista. De pronto, sintió que el fuego la consumía por dentro, estaba acumulando fuerzas para una batalla real, miró las condiciones en que vivía y se dijo que ya era suficiente. Un golpe en la puerta y unos gritos le frustraron su plan. La señora Ingrid le dijo que tenía que acomodar la ropa, pasar el aspirador por los dormitorios y limpiar los cristales de las ventanas. Iris salió derrotada. Subió al dormitorio de la señora y encontró toda la ropa amontonada sobre la cama. Vio la montaña de trapos y las perchas. Un aviso le predijo de las consecuencias si hacía mal la tarea. Comenzó a poner las camisas de Fran en el armario, luego su ropa interior y despacio fue poniendo los vestidos, chaquetas, pantalones y blusas en su sitio. Tardó más de una hora y media en realizarlo todo. Terminó agotada, más por la presión de la vigilancia que por el esfuerzo físico. Al final oyó la orden de retirarse al piso de abajo. Descendió con pasos lentos, sin voluntad, pensaba que era inútil. Se había convertido en un objeto, en un costal de basura que nadie quería. El resto del día no fue mejor. Se fue sin cenar a la cama y a las tres y media de la madrugada la mandaron a limpiar la cocina.

En los siguientes días la actitud cruda y violenta empezó a seguirla por toda la casa. En dos ocasiones había sentido la presencia de un cuerpo ajeno que la oprimía. Sus gemidos eran silenciados por una mano fuerte. Estaba herida, sobajada y reducida a la categoría de un animal. Empezó a fraguar su huida. Calculó las posibilidades de llegar a un poblado cercano y dirigirse a la policía. Tres días fueron suficientes para salirse de la casa. Iba a mediodía por un camino que llevaba a la carretera. Había pocas casas y parecían de un pueblo abandonado. El silencio era total. Ni siquiera el viento lograba que las hojas de los árboles emitieran sonidos. Trató de recordar los sitios por donde iba, pero hacía mucho que había pasado por allí y no sabía cuantos kilómetros le faltaban para llegar a la siguiente población. De pronto vio un coche que iba muy rápido en la dirección contraria. Reconoció el auto de la familia Brook y se salió del camino, pero ya la habían visto. Empezó a correr, pronto notó que Frank corría detrás de ella. La alcanzó y la derribó, le dio un fuerte golpe en la cabeza y perdió el conocimiento.

Iris despertó. Estaba en el garaje maniatada. Le dolía la cabeza y no podía gritar porque estaba amordazada. De pronto, se abrió la puerta y entraron los miembros de la familia Brook. Frank comenzó a insultarla, la acusaba de robarse cosas de la casa. Ingrid le dio a su marido una cadena, de esas con las que se aseguran las bicicletas y le dijo que la golpeara. Frank se quedó atónito, pero fue tanta la presión que tuvo que empezar a golpear con todas sus fuerzas. Con cada impacto, Frank, oía acusaciones que le rezumbaban como un martillazo. «!Demuéstrame que no te la has follado! ¡Demuéstralo! ¡Demuéstramelo, maldito!». Por ‘ultimo apareció Marc con un bate y concluyó la tarea. Los tres estaban agitados, luchando contra su instinto animal y la fatiga. Frank se derrumbó sobre una silla y Marc permaneció de pie mirando a su madre. Ingrid respiraba con los ojos desorbitados, su mirada era la de una loba satisfecha. Y ¿ahora qué? —preguntó Frank que ya se había recobrado—. Lo que habíamos planeado, dijo Ingrid.

 Por la noche salieron Marc y Frank en el coche, habían guardado en el maletero a Iris y todas sus pertenencias. Volvieron agotados al amanecer. Ingrid no les había llamado por cordura, no quería levantar sospechas y cuando vio que su marido e hijo salían del coche se metió a la cama. Pronto, Frank le hizo compañía. Tendremos que inventar una coartada, Ingrid—le dijo agobiado—. Ella le contestó que ya habría tiempo para eso. Continuaron con sus actividades habituales y se fueron olvidando del suceso fatídico. Habían pasado casi dos meses cuando se presentó en su casa la policía. Era una visita de rutina. Se trataba de la desaparición de una chica venezolana. Sí, agente—le dijo Ingrid—. La tuvimos de acogida unos meses, pero se fue con unas personas que le recomendaron sus amigas. Tratamos por todos los medios de que se quedara con nosotros, pero insistió en que estaría mejor en la ciudad. Le dimos dinero, la llevamos a la estación de tren y nos despedimos con pena y muchas lágrimas. Es una chica formidable, la vamos a echar mucho de menos. El policía hizo unas anotaciones, comentó que la señora María del Rosario se había puesto en contacto con la embajada porque llevaba dos meses sin tener noticias de su hija. Agregó que no había rastro alguno de la muchacha, que su permiso estaba vencido, que el móvil no tenía saldo y que el silencio que se empecinaba en mantener era muy poco común para una joven tan sociable. Ingrid dijo que por desgracia ignoraba su paradero y que si querían información buscaran entre las conocidas de la chica. No se llegó a nada y el policía pidió de favor que en caso de tener alguna información no dudaran en avisarle.

Por la tarde hubo una reunión familiar, se establecieron todos los detalles de la estancia y partida de Iris. Marc tuvo que repetir varias veces frente a su madre la información. Cuando terminaron de establecer las normas de conducta para las siguientes semanas, continuaron con sus tareas como siempre. Ninguno de los tres se sentía incómodo o nervioso. Parecía que nunca habían visto a Iris y la borraron de su cabeza. Todo hubiera seguido su curso normal, pero llegó a visitarlos el inspector Richard Cage. Era delgado sin ningún atributo particular. Lo único que destacaba de su rostro era una frente bombacha y los ojos muy vivos. La familia estaba descansando después de una semana muy agitada. Les pareció raro e inoportuno que los interrumpiera un desconocido.

—Buenas tardes, señora Ingrid, soy el inspector Richard Cage, perdone que venga en un día tan inadecuado, pero tengo que hacerle unas preguntas—. El inspector miró con atención la casa, el jardín, las casas aledañas, los coches y todo lo que juzgaba necesario para hacerse una idea de la forma de vida de los Brook.
—No se preocupe, inspector. ¿A qué se debe su visita? —. Richard se detuvo mirando las flores e hizo un comentario sobre las rosas y los claveles que en fila conducían a la puerta de la casa.
—Sí, inspector, nos encanta nuestro jardín.
—Oiga, ¿podría contarme algo de Iris?
—Pero si ya le habíamos dicho al gendarme que vino hace unas semanas que no sabemos nada de ella.
—Lo que pasa es que nadie la ha podido encontrar y nos están presionando. Nos ha visitado el embajador en persona y quiere una respuesta pronta.
—Mire, desde que se fue Iris no nos ha llamado. No sabemos nada, se lo juro.
—Sí, le creo, pero me gustaría saber un poco más de ella. ¿Cómo es?
—Pues, bajita, delgada, morena…
—No, no me refiero a su apariencia, sino el carácter.
—Ah, ya entiendo. Pues qué le puedo decir. Es activa, muy inteligente, amable y estudiosa.
—Oiga, si no es mucha molestia. ¿Puedo ver el sitio en el que dormía?
—Por supuesto. Venga conmigo—. Ingrid subió los escalones de la entrada con determinación, se limpió los pies y entró seguida del inspector. Siguió una actitud de protocolo de anfitriona describiendo las partes de la casa y cuando llegó al dormitorio para las visitas abrió la puerta. El inspector pidió permiso para entrar y descubrió que todo estaba limpio y en orden. Buscó algún objeto olvidado por la chica, pero no había absolutamente nada.
—¿Era muy ordenada, Iris?
—Sí, inspector, me dejó la habitación así de limpia al marcharse.
—Tiene una casa muy bonita y bastante grande. ¿Usted eligió los muebles?
—No, inspector este estilo le gusta más a Frank que a mí. Yo soy más cosmopolita, pero aprecio el buen gusto de mi marido.
—No está nada mal. Se nota el concepto estético. Por cierto, ¿tiene a alguien que le haga la limpieza?
—No inspector. Vivimos muy lejos de la ciudad y no hay muchas chicas que quieran venir hasta aquí para ganarse unas cuantas libras. Lo hacemos todo nosotros, aunque no me lo creo. Es relajante. Aunque antes le pedíamos de favor a nuestro vecino que nos dejara a su criada a cambio de una buena compensación. Es muy amable y cedía siempre, pero últimamente hemos decidido no molestarlo.
—Pues, la felicito, eso habla muy bien de su familia. Hay armonía y convivencia. Oiga, creo que no hay motivo para molestarles más, me retiro y espero no venir de nuevo por aquí.
—No, inspector, esta es su casa. Venga cuando quiera.
—Gracias, señora Ingrid, despídame de su marido e hijo. Ah, una cosa más, ¿qué es eso que tienen detrás de la casa?
—¿Se refiere al remolque?
—No, no. Es sobre esa parte de la casa que sobresale.
—Ah, eso es un cuarto para los cacharros y cosas así. Lo usamos para guardar cosas viejas.
—Bueno, muchas gracias y disculpe las molestias.

En cuanto se marchó el inspector Ingrid se reunió con su familia y les contó detalladamente lo sucedido. Fue necesario establecer una lista férrea de declaraciones, en caso de que se repitieran las visitas tendrían que afirmar sin duda que Iris era muy buena, sociable, emprendedora y comunicativa, sin embargo, se conducía de forma recatada y era en exceso respetuosa, luego se había enamorado de Marc y lo había tratado de seducir. Al darse cuenta de que su vida al lado de Marc era imposible, se había marchado con sus amigas. De todo lo demás, era necesario improvisar algunas cosas lógicas; pero breves, había que contarlas sin mucho ahínco.

Frank se cogió unas vacaciones y se dedicó a pasar las tardes con su esposa. Parecía que estaba reavivando su enamoramiento. Preparaba comida rica, bebía vino en la sobremesa y contaba anécdotas del trabajo y la política. Ingrid vio despertar su interés e interpretó de forma adecuada la seducción de su marido. Pasaron varias noches consumidos por esa fuerza de rechazo hacía la fatalidad. Ya no eran jóvenes y se veían en el sendero de la vejez. Lo importante era deshacerse de la escoria del pasado y emprender el camino con los deseos del cuerpo clausurados y el espíritu listo para crecer. Hablaban de los amigos del pasado, de las buenas y malas experiencias. Parecía que tenían la obligación de hacer un buen resumen de su vida antes de recibir a sus nietos. Marc no tenía ni la edad ni el menor deseo de casarse, pero ellos se auto proclamaron previsores del futuro y planificaron todo. Miraron las habitaciones, determinaron cuál sería el dormitorio del bebé y los arreglos que harían. Mientras todo fuera especulación los planes eran cómodos, pero en cuanto algo tomaba cariz de realidad se incomodaban. Una mañana en la que se habían despertado tarde y quedaban pocos días para que Frank volviera a sus obligaciones se presentó el inspector Cage.

—Perdonen por la intromisión, pero siendo las ultimas personas que se comunicaron con Iris, su ayuda es fundamental.
—¿Qué pasa ahora, inspector? —Preguntaron fingiendo real sorpresa.
—Nada. Es que estamos sin rastros, pistas o cualquier cosa que nos pueda ayudar para encontrar a Iris.
—No se preocupe inspector, estamos en la mejor disposición para ayudarle.
—Sí lo creo. ¿Me invitan un café?
—Por supuesto, pase, pase.
En inspector se sentó en el diván del salón y miró hacía el jardín. Se quedó pensando un rato y luego la voz de Frank lo sacó de sus pensamientos.
—Debe ser duro trabajar como inspector, ¿no?
—Sí, estimado Frank, es duro, pero como todo en la vida. Uno se acostumbra a su trabajo, además no es tan desagradable como el de matarife o forense. Nosotros los investigadores vemos muy poco el cuerpo de las víctimas y convivimos más con los testigos y los vivos que con los cadáveres. 

Una risa les alegró el rostro, hablaron de cosas simples y el investigador les informó que no habían encontrado ninguna estudiante o ciudadana de origen venezolano que pudiera darles referencias de la desaparecida. Ingrid tuvo la ocurrencia de decir que tal vez no fueran unas amigas venezolanas las que le habían propuesto marcharse a su amiga, sino de otro país. El inspector se dio una palmada en la frente y dijo que era un tonto al no preverlo. Luego hizo algunas preguntas relacionadas con la invitación que le habían hecho a Iris, sobre la iniciativa de Marc, para el intercambio de estudiantes y las cosas académicas que les preocupaban más a la familia. Antes de retirarse Cage le pidió a Frank un sacaclavos o alguna herramienta que le sirviera para desdoblar la lámina de la salpicadera que le estaba estropeando la rueda. Frank se fue directamente a su garaje y le pidió al inspector esperarlo, pero éste sin hacer caso se fue tras él. Después le preguntó si recordaba lo que había pasado el día en que se fue Iris con sus amigas. Frank iba a contar lo que tenía acordado con su familia, pero Cage le dijo que estaba al tanto de sus relaciones con una de las secretarias de su oficina y que según le habían comentado el día en que Iris se había ido, él había recibido una llamad urgente. El personal decía que en esa mañana no se había presentado Rose y todos pensaron que le había sucedido algo, dados los gritos de sorpresa que Frank había soltado al levantar el auricular.

—Le pido mucha discreción, inspector. Sería mejor que no lo supiera Ingrid.
—No me ha entendido, Frank. No me interesa que su mujer sepa o no de sus relaciones extramaritales. Lo que no entiendo es por qué le sorprendió tanto que Iris se fuera esa mañana. No tendría relaciones con ella, ¿verdad?
—¡Qué dice, inspector! Usted sabe que Iris estaba enamorada de Marc y por la decepción se fue. Esa era la razón de que se fuera de nuestra casa así tan de prisa. Me vine a la casa y la encontré por la carretera, le pedí que subiera al coche, le di dinero y traté de persuadirla para que recapacitara, pero dijo que la presencia de mi hijo le causaba impaciencia y no podía concentrarse, que era mejor que se fuera. Que tenía amigos ya esperándola.
—Lo entiendo Frank, por cierto, Marc tiene novia, ¿verdad?
—No inspector, tendrá alguna amiga por allí, pero nada serio, además está muy dedicado a sus estudios.
—Pues lo que me han dicho sus amigos es otra cosa.
—¿Cómo? ¿Ha sido capaz de ir a la universidad?
—Sí, Frank, estamos desesperados. La presión es mucha y tenemos que buscar hasta en los sitios más absurdos. ¿Sabe que Marc tuvo relaciones con Iris? No lo podemos confirmar y su hijo lo negará sin duda, pero sus mejores amigos nos contaron que varias noches seguidas entró a su habitación y la poseyó.
—Oh, inspector, eso no lo sabía. Le prometo que tomaré las medidas apropiadas.
—Tal vez sea un poco tarde para hacerlo Frank. Esa mala conducta de su hijo pudo haber provocado el deseo del suicidio. Pobre chica. No hemos encontrado su cuerpo, si es que se suicidó, pero ya aparecerá viva o muerta.
—Mire, inspector, si ustedes no buscan bien no es nuestra culpa. Lo que le puedo afirmar al cien por ciento es que la tratamos bien y se fue por la razón que sea, pero no intervenimos mi familia y yo en eso.
—Está bien, Frank. No se ponga así y búsqueme algo para enderezar la lámina de mi salpicadera—el inspector se puso a fisgonear entre los objetos y al notar un bate con una mancha le preguntó si su hijo jugaba al beisbol.
—Sí, inspector, está en el equipo, pero no es tan bueno como para ponerlo de titular. Los últimos meses ya ni siquiera va a los entrenamientos.
—Es una lástima Frank. A mí me encanta ese deporte. En mi época de estudiante tampoco pude ingresar al equipo y me conformé con deportes menos populares. Me aceptaron para el bádminton, pero no hice carrera y terminé de sabueso.
—Bueno, mire. Esto le servirá—Frank mostró un fierro muy largo y un martillo—. Vamos a que le ayude con esa lámina del demonio.

Frank tardó unos cuantos minutos en separar la lámina. Con unos cuantos martillazos dejó libre la rueda y al terminar tiró a un lado las herramientas, se despidió de Cage y se fue a hablar con su esposa. Por primera vez, desde la muerte de Iris no habían sentido la adrenalina, pero esta ocasión era producida por la incertidumbre. Tenían una coartada comprobada cientos de veces, pero el investigador Cage estaba hurgando en sus vidas y no sabían qué tanto podría encontrar. Los tranquilizaba el hecho de que las otras chicas que habían pedido acogida en su casa no habían aceptado en el último momento y que obligados por el director de la universidad habían aceptado a Iris. Tampoco, habían informado mucho sobre ella y los reportes que entregaron eran buenos. Estaba el hueco de los abusos de Marc, pero sin las declaraciones de la víctima todo seguiría bien. Sabían que sería imposible encontrar rastros y seguirían declarando lo mismo cada vez que se presentara el investigador Cage.

La vida volvió a la normalidad. El investigador Cage ya no se presentaba de forma inesperada en la casa y llamaba para informar del desarrollo de la búsqueda. Los Brook ya se habían casi olvidado de su crimen cuando el inspector les llamó para decirles que existía la sospecha de un asesinato. Dijo que, al parecer, alguien había encontrado un objeto que le pertenecía a la muchacha; que los mantendría informados de los acontecimientos; y que les avisaría para confirmarles que el criminal había caído. La atmósfera en la casa comenzó a llenarse de una energía gris y maléfica que les producía insomnio. Cuando no era Ingrid, era Marc o Frank, pero a veces se encontraban los tres tomando calmantes en la noche. La que se mantenía más firme era Ingrid, que gracias a su sexto sentido medía la intensidad del peligro de acuerdo con las sensaciones. Para Frank y Marc era mucho más difícil porque su raciocinio les picaba como una serpiente. Marc creyó haber cometido un error al ocultar las armas del delito. Frank recordó lo del bate que le había señalado Cage. Se levantó rápidamente y se fue a ver dónde estaba el palo. Entró al garaje, encendió la luz y miró el objeto, la luz producía una sombra que le impedía ver si tenía una mancha de sangre o no. Se acercó y descubrió que sí, en efecto era visible. Aunque, la parte limpia era la que se veía primero, para un buen observador estaba claro que la mancha era de sangre. Salió muy enfadado y le riñó a su hijo. Ingrid intercedió por él y la discusión se terminó. Frank durmió mal. Había algunas ideas que le preocupaban demasiado. Descuidaba un poco los asuntos del trabajo por sus miedos y cuando ya no pudo más se decidió a comprobar que la policía no tenía ubicado el sitio donde habían enterrado el cadáver.

Iba por la carretera y bajó la velocidad, buscó con la mirada los arbustos que había en el extremo opuesto de la carretera, aparcó, se cruzó del otro lado y subió por una empinada, después buscó un roble grueso y muy frondoso, miró con atención y halló el montículo que ya se había llenado de hojas secas. Respiró tranquilo y volvió a su coche. Días más tarde recuperó el aplomo, incluso empezó a fanfarronear un poco y andaba de muy buen humor. Insultaba a sus subordinados con ironía y se reía en secreto porque los consideraba todos unos gallinas ineptos. El siguiente fin de semana le propuso a Ingrid ir al teatro por la noche. Eligieron el sitio, la obra, la ropa y esperaron a que llegara la hora para ir a ver el espectáculo. Después de comer Frank decidió descansar un poco. Cogió un libro y se sentó en una banquilla de su hermoso jardín. Estaba sumido en la lectura cuando oyó que un auto se detenía frente a él. Era el inspector Cage que se le acercó y, después de saludarlo, le preguntó por la historia de su lectura. Era una novela histórica de un autor famoso que había escrito sobre la Roma en el siglo III. Hubo un instante de silencio y ante la mirada interrogadora de Frank el inspector solo dijo:
 “Ha cometido un error, Frank…”


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