«Ya me está colmando la
paciencia»—le dijo Ingrid a su marido—. Este la miró con ojos cómplices. No
sabían en ese momento que esa mirada se repetiría, pero como resultado de un
acto terrorífico. Permanecieron casi un minuto sin parpadear, estaban
hipnotizados interpretando los pensamientos mutuos. El sonido de una puerta los
desató y volvieron a la movilidad. Frank se dirigió al armario y sacó su traje,
se vistió cuidando cada detalle y cuando ya estaba listo, se acercó a su mujer
y se despidió. Ella le dio un beso insípido y se empezó a cepillar el pelo, vio
por el espejo como salía su marido, luego oyó el saludo que le hizo a Iris, la chica
de acogida, y esperó que la recriminara por el retraso, pero le decepcionó no
oír ninguna llamada de atención. Decidió encargarse ella misma. Bajó con
lentitud los escalones mirando a la muchacha que esperaba con la vista baja y
desconcertada. Cuando llegó hasta ella, le levantó la cara subiéndole con el
índice el mentón y le dijo que si seguía con los retrasos la echarían a la
calle. Iris se disculpó y le preguntó si había algo pendiente por hacer. Recibió
una lista de tareas absurdas. Resignada se fue al aseo para limpiar y pensó en
la forma más adecuada para no hacer ruido. Cuando ya estaba lista con el
detergente, el cepillo, los guantes y su delantal la llamó Ingrid y le dijo que
le planchara un vestido porque iba a salir. No pudo volver a su tarea porque fue
necesario preparar algunas tostadas, cortar unas flores del jardín y sacar los
productos estropeados de la nevera.
La señora Ingrid salió
muy arreglada y se montó en su coche. Iris no pudo desprenderse de su sensación
de acoso. No sabía si ese temor permanente era ocasionado por su falta de
recursos para abandonar el país y regresar con su madre o, por la presión
psicológica que la estaba destruyendo poco a poco. Llevaba seis meses tratando
de serle agradable a esa familia que la había recibido en su casa. El primer
mes había sido muy bueno por la cordialidad y predisposición de sus protectores
a ayudarla, pero por alguna razón todo había empeorado, se habían convertido en
ogros. La maraña de ideas, dudas, deducciones y la actitud impredecible de sus
anfitriones le estorbaba para pensar de forma adecuada. Los sentimientos la
traicionaban y sus rencores le salían en voz alta. Estaba de rodillas con la
mano metida en el inodoro limpiando el fondo. La porcelana ya resplandecía
cuando sintió en su espalda un pie que la empujaba. Era Marc que se había
levantado y tenía hambre. Iris se puso en pie de un salto, se quitó los
guantes, se lavó las manos bajo la mirada del impertinente joven y se puso a
prepararle el desayuno. Trató de no oír las ofensas que le hacía, pero era
inevitable porque sus manos reaccionaban cada vez que le llegaba una a los
oídos. Apretó el cuchillo y descubrió un
chorro rojo en el fregadero. Quiso gritar, pero se contuvo y se fue por el
botiquín a ver si encontraba algo que le pudiera cauterizar la herida. Unos
minutos después, cuando se había librado del desayuno, se subió en un banco
para limpiar el polvo de los altos armarios. Marc se levantó y se fue
directamente hacía ella. Iris lo notó sólo cuando una mano le sobaba las
piernas. Trató de librarse, pero recibió un manotazo no muy fuerte en la nuca y
luego palabras que no entendió. Sonó un portazo y se quedó sola tratando de
recuperar la calma.
Quiso con todas sus
fuerzas evitar el llanto, pero se le salieron las lágrimas. Se preguntó si
merecía la pena sufrir tanto por un sueño que poco a poco se le iba
desvaneciendo. Oyó sonar su móvil, pensó que era la señora Ingrid, pero después
vio que la llamada era de su madre. Tuvo que ordenar sus pensamientos y ocultar
sus penas para dar una buena impresión. Al principio de la conversación se
mostró alegre, pero al final sacó a relucir sus desgracias de forma
involuntaria. La señora María le preguntó por su inglés, por el trato de los
dueños de la casa y las cosas interesantes de la ciudad. Iris mintió diciendo
que le ayudaban con el idioma, que eran muy comprensivos, que la apoyaban en
todo, que eran muy tolerantes y los fines de semana la llevaban a la ciudad
para mostrarle cosas y hacerle unos modestos regalos. La intuición de la madre
le indicó que algo no iba bien y con cuestionamientos simples, empezó a ponerle
el dedo en la llaga. Preguntas tan tontas e impensables como ¿abusan de ti? ¿te
matan de hambre? ¿te ofenden? Y cosas por el estilo, fueron la llavecita que
abrió el cofre donde se ocultaba la verdad. En realidad, no son tan buenos como
me lo imaginaba—dijo tratando de ocultar su rencor—, pero de eso a que sean
agresivos o me golpeen hay una distancia enorme. No les caigo muy bien, pero me
toleran. Lo que sí me molesta es que me tomen por una asiática. Bien saben que
soy sudamericana, pero me siguen diciendo filipina. La filipina para acá, la
filipina para allá. Te juro que, si tuviera dinero para regresarme a la casa,
lo haría sin pensarlo. “Pues, hazlo, hija—le dijo la madre con la esperanza de
que volviera a su tierra—, aquí en Caracas te puedo conseguir un buen
préstamo”. Iris se quedó muda. Luego, reaccionó y le dijo a su madre que eso
era imposible, que la situación en el país era muy difícil y que ni hipotecando
la casa le darían dinero. Después, la conversación perdió consistencia, se hizo
irreal, especulativa y desesperanzadora. Las lágrimas llegaron hasta el otro
extremo de la línea y produjeron reproches de auto castigo. Saltó una frase
inútil que sólo empeoró las cosas y llevó la conversación al final. Un
prolongado silencio después, las identificó y las puso tan cerca que oían latir
su corazón con fuerza. “Bueno, mamá—dijo tratando de aclarar la voz—, ya te
cuelgo porque va a salir cara la llamada”. Unos besos y abrazos imaginarios,
unas oraciones y palabras de esperanza fue lo último que se dijeron.
Iris había realizado la
mitad de su trabajo y se dio cuenta de que le quedaba poco para hacer la
comida. La señora Ingrid era muy estricta, pero había cosas por las que estaba
dispuesta a matar, una de ellas era que no le sirvieran el almuerzo a tiempo. Con
destreza iris le preparó una ensalada, sacó una caja con pollo pre congelado y
lo empezó a freír, puso los cubiertos y llevó el agua. Cuando volvió a la
cocina recordó sin más, la primera vez que había visto la casa. Le había
encantado. Los muebles muy finos, su habitación bastante cómoda y decorada con
unas pancartas muy modernas. Ya no se acordaba de lo que era dormir en una
cama, pues la habían castigado metiéndola en el sótano. La idea de escapar la
comenzó a tentar. No tenía sentido permanecer con personas que la castigaban y
no le permitían estudiar. Se había convertido en una esclava. Recordó la
primera vez que la señora Ingrid muy disgustada le había propinado un bofetón.
El dolor y las palabras incomprensibles la inmovilizaron. La asaltó la idea de
escapar, pero cómo y a dónde. La idea la incomodó por dentro. No pudo
desarrollarla en ese momento porque se abrió la puerta y una pregunta la obligó
a abandonar sus sensaciones. “Sí, señora Ingrid—dijo tratando de mostrar
amabilidad—, su comida ya está lista”.
La dueña parecía
excitada, tenía una fuerza que la obligaba a subir y bajar escalones. Se sentó
a la mesa y probó lo que le ofreció Iris. Se quedó con la mirada clavada en los
cristales y la obligó a arrodillarse, llamó su atención sobre la comida. Iris
se disponía a contestarle cuando recibió un puntapié en el mentón.
Desconcertada volvió a ponerse de rodillas y la señora la mandó a su cuarto.
Estaba encerrada bajo llave. Iris deseaba matarla. Ya lo había soñado algunas
veces. Se veía con un cuchillo enorme descargando toda su furia contra la
señora Ingrid, primero, y luego contra el señor Frank y su hijo Marc. A este
último le cortaba el miembro y le sacaba los ojos. Lo malo es que eso era lo
único que lograba en su mundo abstracto de la inconsciencia, en la realidad era
modosa como un perro hogareño. Ni siquiera gemía. Era por el orgullo y esa
falsa sumisión alimentada por siglos que había dejado la filosofía imperialista.
De pronto, sintió que el fuego la consumía por dentro, estaba acumulando
fuerzas para una batalla real, miró las condiciones en que vivía y se dijo que
ya era suficiente. Un golpe en la puerta y unos gritos le frustraron su plan.
La señora Ingrid le dijo que tenía que acomodar la ropa, pasar el aspirador por
los dormitorios y limpiar los cristales de las ventanas. Iris salió derrotada.
Subió al dormitorio de la señora y encontró toda la ropa amontonada sobre la
cama. Vio la montaña de trapos y las perchas. Un aviso le predijo de las
consecuencias si hacía mal la tarea. Comenzó a poner las camisas de Fran en el
armario, luego su ropa interior y despacio fue poniendo los vestidos,
chaquetas, pantalones y blusas en su sitio. Tardó más de una hora y media en
realizarlo todo. Terminó agotada, más por la presión de la vigilancia que por
el esfuerzo físico. Al final oyó la orden de retirarse al piso de abajo. Descendió
con pasos lentos, sin voluntad, pensaba que era inútil. Se había convertido en
un objeto, en un costal de basura que nadie quería. El resto del día no fue
mejor. Se fue sin cenar a la cama y a las tres y media de la madrugada la
mandaron a limpiar la cocina.
En los siguientes días la
actitud cruda y violenta empezó a seguirla por toda la casa. En dos ocasiones
había sentido la presencia de un cuerpo ajeno que la oprimía. Sus gemidos eran
silenciados por una mano fuerte. Estaba herida, sobajada y reducida a la
categoría de un animal. Empezó a fraguar su huida. Calculó las posibilidades de
llegar a un poblado cercano y dirigirse a la policía. Tres días fueron
suficientes para salirse de la casa. Iba a mediodía por un camino que llevaba a
la carretera. Había pocas casas y parecían de un pueblo abandonado. El silencio
era total. Ni siquiera el viento lograba que las hojas de los árboles emitieran
sonidos. Trató de recordar los sitios por donde iba, pero hacía mucho que había
pasado por allí y no sabía cuantos kilómetros le faltaban para llegar a la
siguiente población. De pronto vio un coche que iba muy rápido en la dirección
contraria. Reconoció el auto de la familia Brook y se salió del camino, pero ya
la habían visto. Empezó a correr, pronto notó que Frank corría detrás de ella.
La alcanzó y la derribó, le dio un fuerte golpe en la cabeza y perdió el
conocimiento.
Iris despertó. Estaba en
el garaje maniatada. Le dolía la cabeza y no podía gritar porque estaba
amordazada. De pronto, se abrió la puerta y entraron los miembros de la familia
Brook. Frank comenzó a insultarla, la acusaba de robarse cosas de la casa.
Ingrid le dio a su marido una cadena, de esas con las que se aseguran las
bicicletas y le dijo que la golpeara. Frank se quedó atónito, pero fue tanta la
presión que tuvo que empezar a golpear con todas sus fuerzas. Con cada impacto,
Frank, oía acusaciones que le rezumbaban como un martillazo. «!Demuéstrame que
no te la has follado! ¡Demuéstralo! ¡Demuéstramelo, maldito!». Por ‘ultimo
apareció Marc con un bate y concluyó la tarea. Los tres estaban agitados,
luchando contra su instinto animal y la fatiga. Frank se derrumbó sobre una
silla y Marc permaneció de pie mirando a su madre. Ingrid respiraba con los
ojos desorbitados, su mirada era la de una loba satisfecha. Y ¿ahora qué?
—preguntó Frank que ya se había recobrado—. Lo que habíamos planeado, dijo
Ingrid.
Por la noche salieron Marc y Frank en el
coche, habían guardado en el maletero a Iris y todas sus pertenencias.
Volvieron agotados al amanecer. Ingrid no les había llamado por cordura, no
quería levantar sospechas y cuando vio que su marido e hijo salían del coche se
metió a la cama. Pronto, Frank le hizo compañía. Tendremos que inventar una
coartada, Ingrid—le dijo agobiado—. Ella le contestó que ya habría tiempo para
eso. Continuaron con sus actividades habituales y se fueron olvidando del
suceso fatídico. Habían pasado casi dos meses cuando se presentó en su casa la
policía. Era una visita de rutina. Se trataba de la desaparición de una chica
venezolana. Sí, agente—le dijo Ingrid—. La tuvimos de acogida unos meses, pero
se fue con unas personas que le recomendaron sus amigas. Tratamos por todos los
medios de que se quedara con nosotros, pero insistió en que estaría mejor en la
ciudad. Le dimos dinero, la llevamos a la estación de tren y nos despedimos con
pena y muchas lágrimas. Es una chica formidable, la vamos a echar mucho de
menos. El policía hizo unas anotaciones, comentó que la señora María del
Rosario se había puesto en contacto con la embajada porque llevaba dos meses
sin tener noticias de su hija. Agregó que no había rastro alguno de la
muchacha, que su permiso estaba vencido, que el móvil no tenía saldo y que el
silencio que se empecinaba en mantener era muy poco común para una joven tan
sociable. Ingrid dijo que por desgracia ignoraba su paradero y que si querían
información buscaran entre las conocidas de la chica. No se llegó a nada y el
policía pidió de favor que en caso de tener alguna información no dudaran en
avisarle.
Por la tarde hubo una
reunión familiar, se establecieron todos los detalles de la estancia y partida
de Iris. Marc tuvo que repetir varias veces frente a su madre la información.
Cuando terminaron de establecer las normas de conducta para las siguientes
semanas, continuaron con sus tareas como siempre. Ninguno de los tres se sentía
incómodo o nervioso. Parecía que nunca habían visto a Iris y la borraron de su
cabeza. Todo hubiera seguido su curso normal, pero llegó a visitarlos el
inspector Richard Cage. Era delgado sin ningún atributo particular. Lo único
que destacaba de su rostro era una frente bombacha y los ojos muy vivos. La
familia estaba descansando después de una semana muy agitada. Les pareció raro
e inoportuno que los interrumpiera un desconocido.
—Buenas tardes, señora
Ingrid, soy el inspector Richard Cage, perdone que venga en un día tan inadecuado,
pero tengo que hacerle unas preguntas—. El inspector miró con atención la casa,
el jardín, las casas aledañas, los coches y todo lo que juzgaba necesario para
hacerse una idea de la forma de vida de los Brook.
—No se preocupe,
inspector. ¿A qué se debe su visita? —. Richard se detuvo mirando las flores e
hizo un comentario sobre las rosas y los claveles que en fila conducían a la
puerta de la casa.
—Sí, inspector, nos
encanta nuestro jardín.
—Oiga, ¿podría contarme
algo de Iris?
—Pero si ya le habíamos
dicho al gendarme que vino hace unas semanas que no sabemos nada de ella.
—Lo que pasa es que nadie
la ha podido encontrar y nos están presionando. Nos ha visitado el embajador en
persona y quiere una respuesta pronta.
—Mire, desde que se fue
Iris no nos ha llamado. No sabemos nada, se lo juro.
—Sí, le creo, pero me
gustaría saber un poco más de ella. ¿Cómo es?
—Pues, bajita, delgada,
morena…
—No, no me refiero a su
apariencia, sino el carácter.
—Ah, ya entiendo. Pues
qué le puedo decir. Es activa, muy inteligente, amable y estudiosa.
—Oiga, si no es mucha
molestia. ¿Puedo ver el sitio en el que dormía?
—Por supuesto. Venga
conmigo—. Ingrid subió los escalones de la entrada con determinación, se limpió
los pies y entró seguida del inspector. Siguió una actitud de protocolo de anfitriona
describiendo las partes de la casa y cuando llegó al dormitorio para las
visitas abrió la puerta. El inspector pidió permiso para entrar y descubrió que
todo estaba limpio y en orden. Buscó algún objeto olvidado por la chica, pero
no había absolutamente nada.
—¿Era muy ordenada, Iris?
—Sí, inspector, me dejó
la habitación así de limpia al marcharse.
—Tiene una casa muy
bonita y bastante grande. ¿Usted eligió los muebles?
—No, inspector este
estilo le gusta más a Frank que a mí. Yo soy más cosmopolita, pero aprecio el
buen gusto de mi marido.
—No está nada mal. Se
nota el concepto estético. Por cierto, ¿tiene a alguien que le haga la
limpieza?
—No inspector. Vivimos
muy lejos de la ciudad y no hay muchas chicas que quieran venir hasta aquí para
ganarse unas cuantas libras. Lo hacemos todo nosotros, aunque no me lo creo. Es
relajante. Aunque antes le pedíamos de favor a nuestro vecino que nos dejara a
su criada a cambio de una buena compensación. Es muy amable y cedía siempre, pero
últimamente hemos decidido no molestarlo.
—Pues, la felicito, eso
habla muy bien de su familia. Hay armonía y convivencia. Oiga, creo que no hay
motivo para molestarles más, me retiro y espero no venir de nuevo por aquí.
—No, inspector, esta es
su casa. Venga cuando quiera.
—Gracias, señora Ingrid,
despídame de su marido e hijo. Ah, una cosa más, ¿qué es eso que tienen detrás
de la casa?
—¿Se refiere al remolque?
—No, no. Es sobre esa
parte de la casa que sobresale.
—Ah, eso es un cuarto
para los cacharros y cosas así. Lo usamos para guardar cosas viejas.
—Bueno, muchas gracias y
disculpe las molestias.
En cuanto se marchó el
inspector Ingrid se reunió con su familia y les contó detalladamente lo
sucedido. Fue necesario establecer una lista férrea de declaraciones, en caso
de que se repitieran las visitas tendrían que afirmar sin duda que Iris era muy
buena, sociable, emprendedora y comunicativa, sin embargo, se conducía de forma
recatada y era en exceso respetuosa, luego se había enamorado de Marc y lo había
tratado de seducir. Al darse cuenta de que su vida al lado de Marc era
imposible, se había marchado con sus amigas. De todo lo demás, era necesario
improvisar algunas cosas lógicas; pero breves, había que contarlas sin mucho
ahínco.
Frank se cogió unas vacaciones
y se dedicó a pasar las tardes con su esposa. Parecía que estaba reavivando su
enamoramiento. Preparaba comida rica, bebía vino en la sobremesa y contaba
anécdotas del trabajo y la política. Ingrid vio despertar su interés e
interpretó de forma adecuada la seducción de su marido. Pasaron varias noches
consumidos por esa fuerza de rechazo hacía la fatalidad. Ya no eran jóvenes y
se veían en el sendero de la vejez. Lo importante era deshacerse de la escoria
del pasado y emprender el camino con los deseos del cuerpo clausurados y el
espíritu listo para crecer. Hablaban de los amigos del pasado, de las buenas y
malas experiencias. Parecía que tenían la obligación de hacer un buen resumen
de su vida antes de recibir a sus nietos. Marc no tenía ni la edad ni el menor
deseo de casarse, pero ellos se auto proclamaron previsores del futuro y
planificaron todo. Miraron las habitaciones, determinaron cuál sería el
dormitorio del bebé y los arreglos que harían. Mientras todo fuera especulación
los planes eran cómodos, pero en cuanto algo tomaba cariz de realidad se
incomodaban. Una mañana en la que se habían despertado tarde y quedaban pocos
días para que Frank volviera a sus obligaciones se presentó el inspector Cage.
—Perdonen por la
intromisión, pero siendo las ultimas personas que se comunicaron con Iris, su
ayuda es fundamental.
—¿Qué pasa ahora,
inspector? —Preguntaron fingiendo real sorpresa.
—Nada. Es que estamos sin
rastros, pistas o cualquier cosa que nos pueda ayudar para encontrar a Iris.
—No se preocupe
inspector, estamos en la mejor disposición para ayudarle.
—Sí lo creo. ¿Me invitan
un café?
—Por supuesto, pase,
pase.
En inspector se sentó en
el diván del salón y miró hacía el jardín. Se quedó pensando un rato y luego la
voz de Frank lo sacó de sus pensamientos.
—Debe ser duro trabajar
como inspector, ¿no?
—Sí, estimado Frank, es
duro, pero como todo en la vida. Uno se acostumbra a su trabajo, además no es
tan desagradable como el de matarife o forense. Nosotros los investigadores
vemos muy poco el cuerpo de las víctimas y convivimos más con los testigos y
los vivos que con los cadáveres.
Una risa les alegró el
rostro, hablaron de cosas simples y el investigador les informó que no habían
encontrado ninguna estudiante o ciudadana de origen venezolano que pudiera
darles referencias de la desaparecida. Ingrid tuvo la ocurrencia de decir que
tal vez no fueran unas amigas venezolanas las que le habían propuesto marcharse
a su amiga, sino de otro país. El inspector se dio una palmada en la frente y
dijo que era un tonto al no preverlo. Luego hizo algunas preguntas relacionadas
con la invitación que le habían hecho a Iris, sobre la iniciativa de Marc, para
el intercambio de estudiantes y las cosas académicas que les preocupaban más a
la familia. Antes de retirarse Cage le pidió a Frank un sacaclavos o alguna
herramienta que le sirviera para desdoblar la lámina de la salpicadera que le
estaba estropeando la rueda. Frank se fue directamente a su garaje y le pidió
al inspector esperarlo, pero éste sin hacer caso se fue tras él. Después le
preguntó si recordaba lo que había pasado el día en que se fue Iris con sus
amigas. Frank iba a contar lo que tenía acordado con su familia, pero Cage le
dijo que estaba al tanto de sus relaciones con una de las secretarias de su
oficina y que según le habían comentado el día en que Iris se había ido, él
había recibido una llamad urgente. El personal decía que en esa mañana no se
había presentado Rose y todos pensaron que le había sucedido algo, dados los
gritos de sorpresa que Frank había soltado al levantar el auricular.
—Le pido mucha
discreción, inspector. Sería mejor que no lo supiera Ingrid.
—No me ha entendido,
Frank. No me interesa que su mujer sepa o no de sus relaciones extramaritales.
Lo que no entiendo es por qué le sorprendió tanto que Iris se fuera esa mañana.
No tendría relaciones con ella, ¿verdad?
—¡Qué dice, inspector!
Usted sabe que Iris estaba enamorada de Marc y por la decepción se fue. Esa era
la razón de que se fuera de nuestra casa así tan de prisa. Me vine a la casa y
la encontré por la carretera, le pedí que subiera al coche, le di dinero y
traté de persuadirla para que recapacitara, pero dijo que la presencia de mi
hijo le causaba impaciencia y no podía concentrarse, que era mejor que se
fuera. Que tenía amigos ya esperándola.
—Lo entiendo Frank, por
cierto, Marc tiene novia, ¿verdad?
—No inspector, tendrá
alguna amiga por allí, pero nada serio, además está muy dedicado a sus
estudios.
—Pues lo que me han dicho
sus amigos es otra cosa.
—¿Cómo? ¿Ha sido capaz de
ir a la universidad?
—Sí, Frank, estamos
desesperados. La presión es mucha y tenemos que buscar hasta en los sitios más
absurdos. ¿Sabe que Marc tuvo relaciones con Iris? No lo podemos confirmar y su
hijo lo negará sin duda, pero sus mejores amigos nos contaron que varias noches
seguidas entró a su habitación y la poseyó.
—Oh, inspector, eso no lo
sabía. Le prometo que tomaré las medidas apropiadas.
—Tal vez sea un poco
tarde para hacerlo Frank. Esa mala conducta de su hijo pudo haber provocado el
deseo del suicidio. Pobre chica. No hemos encontrado su cuerpo, si es que se
suicidó, pero ya aparecerá viva o muerta.
—Mire, inspector, si
ustedes no buscan bien no es nuestra culpa. Lo que le puedo afirmar al cien por
ciento es que la tratamos bien y se fue por la razón que sea, pero no
intervenimos mi familia y yo en eso.
—Está bien, Frank. No se
ponga así y búsqueme algo para enderezar la lámina de mi salpicadera—el
inspector se puso a fisgonear entre los objetos y al notar un bate con una
mancha le preguntó si su hijo jugaba al beisbol.
—Sí, inspector, está en
el equipo, pero no es tan bueno como para ponerlo de titular. Los últimos meses
ya ni siquiera va a los entrenamientos.
—Es una lástima Frank. A
mí me encanta ese deporte. En mi época de estudiante tampoco pude ingresar al
equipo y me conformé con deportes menos populares. Me aceptaron para el
bádminton, pero no hice carrera y terminé de sabueso.
—Bueno, mire. Esto le
servirá—Frank mostró un fierro muy largo y un martillo—. Vamos a que le ayude
con esa lámina del demonio.
Frank tardó unos cuantos
minutos en separar la lámina. Con unos cuantos martillazos dejó libre la rueda
y al terminar tiró a un lado las herramientas, se despidió de Cage y se fue a
hablar con su esposa. Por primera vez, desde la muerte de Iris no habían
sentido la adrenalina, pero esta ocasión era producida por la incertidumbre.
Tenían una coartada comprobada cientos de veces, pero el investigador Cage
estaba hurgando en sus vidas y no sabían qué tanto podría encontrar. Los
tranquilizaba el hecho de que las otras chicas que habían pedido acogida en su
casa no habían aceptado en el último momento y que obligados por el director de
la universidad habían aceptado a Iris. Tampoco, habían informado mucho sobre
ella y los reportes que entregaron eran buenos. Estaba el hueco de los abusos
de Marc, pero sin las declaraciones de la víctima todo seguiría bien. Sabían
que sería imposible encontrar rastros y seguirían declarando lo mismo cada vez
que se presentara el investigador Cage.
La vida volvió a la
normalidad. El investigador Cage ya no se presentaba de forma inesperada en la
casa y llamaba para informar del desarrollo de la búsqueda. Los Brook ya se
habían casi olvidado de su crimen cuando el inspector les llamó para decirles
que existía la sospecha de un asesinato. Dijo que, al parecer, alguien había
encontrado un objeto que le pertenecía a la muchacha; que los mantendría
informados de los acontecimientos; y que les avisaría para confirmarles que el
criminal había caído. La atmósfera en la casa comenzó a llenarse de una energía
gris y maléfica que les producía insomnio. Cuando no era Ingrid, era Marc o
Frank, pero a veces se encontraban los tres tomando calmantes en la noche. La
que se mantenía más firme era Ingrid, que gracias a su sexto sentido medía la
intensidad del peligro de acuerdo con las sensaciones. Para Frank y Marc era
mucho más difícil porque su raciocinio les picaba como una serpiente. Marc
creyó haber cometido un error al ocultar las armas del delito. Frank recordó lo
del bate que le había señalado Cage. Se levantó rápidamente y se fue a ver
dónde estaba el palo. Entró al garaje, encendió la luz y miró el objeto, la luz
producía una sombra que le impedía ver si tenía una mancha de sangre o no. Se
acercó y descubrió que sí, en efecto era visible. Aunque, la parte limpia era
la que se veía primero, para un buen observador estaba claro que la mancha era
de sangre. Salió muy enfadado y le riñó a su hijo. Ingrid intercedió por él y
la discusión se terminó. Frank durmió mal. Había algunas ideas que le
preocupaban demasiado. Descuidaba un poco los asuntos del trabajo por sus
miedos y cuando ya no pudo más se decidió a comprobar que la policía no tenía
ubicado el sitio donde habían enterrado el cadáver.
Iba por la carretera y bajó
la velocidad, buscó con la mirada los arbustos que había en el extremo opuesto
de la carretera, aparcó, se cruzó del otro lado y subió por una empinada,
después buscó un roble grueso y muy frondoso, miró con atención y halló el
montículo que ya se había llenado de hojas secas. Respiró tranquilo y volvió a
su coche. Días más tarde recuperó el aplomo, incluso empezó a fanfarronear un
poco y andaba de muy buen humor. Insultaba a sus subordinados con ironía y se reía
en secreto porque los consideraba todos unos gallinas ineptos. El siguiente fin
de semana le propuso a Ingrid ir al teatro por la noche. Eligieron el sitio, la
obra, la ropa y esperaron a que llegara la hora para ir a ver el espectáculo.
Después de comer Frank decidió descansar un poco. Cogió un libro y se sentó en
una banquilla de su hermoso jardín. Estaba sumido en la lectura cuando oyó que
un auto se detenía frente a él. Era el inspector Cage que se le acercó y,
después de saludarlo, le preguntó por la historia de su lectura. Era una novela
histórica de un autor famoso que había escrito sobre la Roma en el siglo III. Hubo
un instante de silencio y ante la mirada interrogadora de Frank el inspector
solo dijo:
“Ha cometido un error, Frank…”
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