miércoles, 18 de abril de 2018

La desgracia de un lobo


Era un lobo como esos de los cuentos infantiles que se comen a las abuelas o los cerditos. Se había cansado de ser malo y había escuchado una voz que le pedía que se arrepintiera. Él lo interpretó como una llamada de un ser superior. Toda la vida se había preocupado por ser ejemplar. Cumplía al pie de la letra todas las normas que exigía la comunidad lobuna. En las cacerías era uno de los mejores. Se había ganado el reconocimiento de su clan y por modestia había rechazado el puesto de líder. Tenía a sus lobas y procreaba en los períodos que le exigía la naturaleza; pero ahora se sentía incómodo dentro de sí mismo. 

Seguía atacando a las ovejas con el mismo éxito, pero terminada la carnicería, se sentía con remordimiento de conciencia. «¡Arrepiéntete! ¡Arrepiéntete de tus pecados! —le decía la voz, todas las noches—. Debes amar y ser noble, perdona a los que te ofenden y haz el bien». El lobo se preguntaba cómo podría hacerlo, pues si perdonaba a las ovejas y comenzaba a amarlas, tendría que dejar de comer carne y cambiarla por vegetales. Les consultó a todos sus conocidos la cuestión, pero se rieron de él porque la imagen de un lobo comiendo verduras era ridícula. Él lo sabía a la perfección, pero no dejaba de oír los mensajes que le venían del interior y que se repetían con bastante frecuencia durante el día. Fue tanta la presión que un día en el que se reunieron los lobos de su clan para atacar a las ovejas por la noche, él se fue sin decir nada. Se alejó para siempre de sus semejantes y trató de aprender a comer plantas. Le fue muy difícil acostumbrarse porque entró en un método de experimentación que lo llevó de las purgas a la inanición. Al final descubrió que sí podía comer pepinos, tomates, lechugas y zanahorias. Creyó que ya se encontraba en el camino correcto, pero al ver una liebre, saltó sobre ella y se la comió con mucho apetito. Cuando se vio mordisqueando los huesos y lamiendo la sangre en las piedras, lloró porque se dio cuenta de su pecado. Se castigó a sí mismo por su instinto depredador y estuvo metido en el agua fría de un lago por una noche entera. 
Cuando amaneció se tiró en la orilla y perdió el conocimiento. Cuando despertó notó los balidos de unas ovejas, se levantó y fue a mirarlas. El rebaño estaba muy cerca y había unas cabras que lo vieron, se pusieron en círculo y lo recibieron amenazantes.
“¿Qué quieres, lobo? —le preguntaron con mirada agresiva—No te atrevas a acercarte. Somos mayoría y en las condiciones que vienes, es difícil que puedas hacernos algo”. El lobo les explicó su problema, les demostró que estaba capacitado para comer hortalizas y les pidió que lo dejaran estar con ellas. Las cabras se negaron, pero él persistió y se fue siguiéndolas a unos metros de distancia. Poco a poco se fueron familiarizando con la bestia voraz que parecía un perro pulgoso. Un día estuvo en compañía de los cabritos más pequeños y les sirvió de juguete. Lo atacaban con presteza y el con dificultad resistía las embestidas. Lleno de moretones se acercó a la cabra macho que mandaba en el grupo y le pidió de nuevo que lo incluyeran en su rebaño. Fue aceptado. Su conducta era ejemplar, no molestaba a nadie y se comunicaba con sinceridad. Les preguntaba a todas las cabras qué pensaban de los lobos y que era lo que les gustaría que cambiara. Pasaron los días y el lobo empezó a pasar desapercibido, no le ponían mucha atención y todo el tiempo se le veía comiendo cosas que arrancaba de los arbustos o desenterraba de la tierra.

Una noche el lobo pensó que debería estar feliz porque su voz interior había cambiado, ahora le elogiaba sus actos y lo animaba a acercarse a las ovejas. Era la hora de ir al encuentro de las criaturas que siempre habían sido sus víctimas. Aprovechó que unos corderos pastaban cerca para comenzar una conversación. Al verlo las hembras se pusieron a la preventiva y estaban listas para llamar a los carneros para que las defendieran, pero el pobre esperpento que quedaba del lobo las hizo recapacitar. “¿Qué quieres de nosotras, lobo?” —le preguntaron en coro.  Les contó su historia y les rogó que lo aceptaran entre ellas, que estaba arrepentido de sus malos actos y que quería redimirse. Lo llevaron con el macho más fuerte del rebaño. Hablaron más de una hora y la comunidad quedó conmovida por los sufrimientos del pobre animal. Lo dejaron permanecer entre ellas un tiempo con la condición de que si se le ocurría atacar a algún crío, lo echarían sin falta.

El lobo acompañaba al hato a pastar y ya tenía varios amigos con los que mantenía largas conversaciones. Comenzaron a estimarlo porque, a pesar de tener un aspecto de fiera voraz, era manso y no comía carne ni cuando se le presentaba la oportunidad. Muchos habían visto cómo el lobo se alejaba de los restos de las presas que dejaban los cazadores. Lo que nadie sabía era que el pobre cánido mantenía una lucha interna muy fuerte. Era una batalla contra sus instintos naturales. El olor de la carne fresca lo ponía nervioso y cuando lo detectaba en el aire y veía a sus compañeras, salía corriendo en sentido contrario para dejar de martirizarse con el antojo. Se iba a la montaña y hablaba con su voz interior. “Guíame, dame fuerzas para soportar esta tentación, no me dejes pecar—le decía al cielo—y luego aullaba por lo bajo llorando de sufrimiento. Volvía a su comunidad masticando largos tallos de hierba y flores. Todos lo veían con cariño y sentían conmovido su corazón. Había quien lloraba de verdad por la ternura del pobre animal que ya no paraba las orejas, llevaba siempre el rabo entre las patas y sus dientes se habían pintado de verde y eran lisos y sin filo. El lobo se acostumbró a su condición y mantuvo sus deseos a distancia. Estaba orgulloso de haber cambiado y sentía que pronto alcanzaría la paz interior, a pesar del sufrimiento constante.

Una noche lo despertaron unos balidos muy apagados. Cuando abrió los ojos se vio mordiendo a un pequeño borreguito que respiraba con dificultad. Todos estaban alarmados y surgieron los rumores, todo mundo se reprochaba haber permitido que el salvaje lobo se quedara entre ellos. Él por su parte se disculpaba y pedía perdón, decía que había sido víctima de un sueño, que realmente tenía distanciamiento con su vida pasada, pero a la hora de dormir había perdido el dominio. Decidieron echarlo y lo amenazaron con matarlo si volvía. Con gran desconsuelo se marchó. No sabía qué rumbo tomar. Se acercó a la montaña y empezó a rezar, conforme iba orando sus plegarias se alejaba cada vez más de sus antiguas amigas las ovejas. Llegó a un sitio muy alto y se sentó viendo el horizonte. Su respiración era entre cortada por el llanto que no dejaba salir. Luego, ya no pudo soportar y derramó sus amargas lágrimas. Tenía la esperanza de que le llegara del cielo una respuesta, pero la luz se fue apagando y sus pensamientos fueron cada vez más oscuros.

¿En qué he fallado? —se preguntaba entre sollozos—¿Qué fue lo que no pude dominar? Estaba a punto de redimirme y vivir en paz, en armonía con la naturaleza ¿Por qué es tan difícil ser bueno y no caer en la tentación? No obtuvo respuesta y le pareció que todos los seres vivos habían dejado de existir. El silencio era como una capa de hielo que lo cubría todo. Entonces el lobo se hizo unas preguntas tontas: “¿Cuál es la razón de mi existencia? ¿Para qué me ha creado dios? ¿Con qué fin llegué este lugar?”.

Meditó mucho tiempo y mantuvo un diálogo en el que su otro yo era su juez. No pudo encontrar razones para volver con los suyos, ni le quedó el deseo de ir a buscar a las ovejas. No quería seguir comiendo vegetales y la carne le pareció más despreciable aún. Se decidió a ponerle una prueba a su resistencia. Se quedó esperando un mensaje que lo salvara, unas palabras de aliento que lo condujeran por un camino razonable. No encontró la respuesta que necesitaba y dejó que se cumpliera el juicio final. Se puso de pie con dificultad y dijo:

 “Nací como un lobo por designio divino. Se me puso a prueba para que pudiera alcanzar el perdón por mis pecados, pero fallé, no pude luchar contra mi naturaleza. La vida se convirtió en un infierno porque renegué de mi esencia, decidí purificarme sin saber que no podría soportar la transformarme en cordero. No me queda nada. No siento deseos de nada. No sé si cometí un error o es así como debía llevar mi vida. Siempre tuve fuerza moral y física, pero no escogí el camino adecuado para realizarme. No le reprocho nada a nadie. Lamento no haber sido capaz”.

Siguió mirando cómo se ponía el cielo de color azul marino. Una fuerte corriente de aire le enfrió el pelaje. Su mirada seguía divagando en su cabeza. De pronto encontró fuerzas para acercarse a un precipicio, cerró los ojos y soltó su último aullido.  

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