Acabó los últimos
detalles del cuadro con unos trazos dolorosos, llenos de nostalgia y agonía. No
podía asegurar si volvería a repetirse la experiencia, pero sabía que valdría
la pena intentarlo otra vez. Se sentó a unos metros de la pintura y suspiró, la
estuvo contemplando largo rato. Las baldosas dejaron de sentir el calor de su
cuerpo y las gotas de sudor formaron un charco alrededor de sus piernas. Estaba
desnudo y la luz del sol iluminaba su espalda dorada. Se puso de pie y encendió
un cigarrillo, luego se sirvió ron añejo y se quedó mirando por la ventana.
Eran las diez de la mañana. Se marchó sin rumbo.
Lu´fredo era su nombre
artístico. Lo conocían bien en los círculos intelectuales, pero como tenía un
talento especial lo descartaban como representante del arte contemporáneo. Su
obra estaba impregnada de un tono callejero, vulgar y obsceno, no obstante, era
eso precisamente, lo que reconocían los críticos y valoraban sus admiradores.
Estaba catalogado como “El artista de las sensaciones”. Sus pinturas, adquiridas
por una bicoca en el mercado negro, se encontraban en las mejores colecciones
privadas. También algunos museos poseían las pinturas que él mismo había donado
en un acto de altruismo. En realidad, estaba tan inmerso en su método de
experimentación que ni siquiera se preocupaba por el sustento y la apariencia. Confiaba
en que algún mecenas lo sacara del atolladero—lo intuía en la práctica—y, por
eso iba confiado por la vida, fumando sus cigarrillos de tabaco montés y sus
porciones de aguardiente mal destilado y viejo. Tenía muchos conocidos, pero
con ninguno había estrechado lazos de amistad porque veía la realidad como
falsificada y ellos la autentificaban. Alquilaba un pequeño cuarto en una casa
vieja. La dueña le toleraba que no pagara la renta siempre que le dejara
algunos cuadros firmados. La astuta casera, la señora doña Leticia, no se veía
obligada a esperar a fin de mes para recibir los añorados trabajos de Lu´f,
como le decía de cariño, porque todo dependía de la prolijidad del pintor.
Había días en que trabajaba durante más de quince horas. Después de sus
maratónicas jornadas podía quedarse muerto en un colchón o salir con el pelo
desordenado y los ojos hambrientos a pedir sopa o un trozo de carne con pan.
Cuando le llegaba la
inspiración se quedaba con los ojos clavados en algún sitio y se ponía a
preparar el lienzo y las pinturas a tientas. Parecía que después de pintar en
su mente los cuadros los mantenía frente a él y sólo los filtraba a través de
sus dedos transmitiendo sus sensaciones con el pincel. Los resultados eran
desconcertantes para el observador común. La gente que no lo conocía pensaba
que sus trabajos eran fotografías de gran tamaño embadurnadas de pintura en
forma de garabatos, pero en cuanto se acercaban a las telas descubrían que la
foto de la manzana tachonada con fosforescentes colores, era en realidad un óleo
en el cual el artista había trazado primero, con líneas anárquicas muy finas, los
círculos, triángulos y espirales, de tonos verdes, rojos y marrón, y luego
había sacado de esos grumos de pintura que ponía en su paleta, todos los
recortes de la fotografía que se encontraba dentro de su cabeza. Los fenómenos más
impresionantes acontecían con los cuadros eróticos porque, si bien los
melocotones, fresas, naranjas, verduras y carne de pollo producían un poco de
hambre en los espectadores y admiradores de su obra; las partes del cuerpo
humano, desnudas e innegables emitían el calor de la pasión que hacía temblar a
dos metros de distancia.
Lu´fredo tenía un gran
secreto. Primero cogía los objetos que deseaba pintar, los acomodaba en la
posición más estética según su concepto de equilibrio cósmico y, luego,
permanecía varias horas tratando de transformarse en esa composición. Si había
madera entre los elementos que escogía, meditaba reconstruyendo la vida del
árbol de donde se había sacado la tabla para la elaboración del mueble o
adorno. Con lo comestible era más sencillo, ya que lo único que debía hacer era
probarlo y dejar que su gusto, tacto, olfato, oído y vista se encargaran de
mezclarlo con el caudal de alcohol que le corría por la sangre y esperar a que
el humo de la hierba quemada formaran un espectro en el aire, en cuanto este
procesos se realizaba, Lu´fredo cogía los pinceles y no dejaba de trabajar
hasta que tenía todo representado en la tela, cartón u objeto sobre el que
había decidido pintar.
Un día don Camilo de la
Serna, un terrateniente con mucha influencia, escuchó los comentarios que su
más cercano amigo hacía del artista y se interesó por él. Pidió que le mostrara
las fotografías de la revista en la que le habían dedicado un pequeño artículo.
Miró con atención y decidió que debía contratarlo para que le hiciera un
retrato al estilo de los grandes impresionistas o, mejor aún, como un
postimpresionista del tipo de Roger Ing. En realidad, Camilo de la Serna no
tenía la más mínima idea del arte, pero como tenía dinero, en cuanto escuchaba
que había pinturas como las de Frida Kahlo, José Luis Cuevas, Rufino Tamayo y otros
no dudaba en adquirir, aunque fueran copias o falsificaciones. No fue difícil
localizar al maestro de los sentidos en el arte, sin embargo, hubo que recorrer
más de ochocientos kilómetros. Lo encontró el señor Mateo, el fiel chofer de
don Camilo, que ya tenía sus años y conducía cada vez con más precaución, fue
por lo que, de las previstas nueve horas de trayecto, resultaron quince. “Lo
necesitamos para un trabajo especial, Luis Alfredo—le dijo el chofer mientras
le entregaba un sobre retacado de billetes—, nomás necesito que se venga
conmigo al estado de Durango, ahí tendrá alojamiento y comida mientras termina
su encargo. Además, el patrón dice que esto, y señaló el bonche de dinero, es
un pequeño adelanto, luego le dará más.
Lu´fredo había terminado de
hacer un cuadro y se estaba recuperando del trance cuando tocaron a su puerta.
Tenía mal aspecto porque durante sus viajes astrales y meditación, su cuerpo se
descomponía, era como si su espíritu alcanzara un nivel celestial, pero su
cuerpo se resecara o marchitara por el abandono de la energía vital. Con los
ojos entrecerrados por los dos enormes párpados hinchados aceptó la propuesta
de Mateo. No salieron de inmediato porque la casera no quería dejar marchar a
su inquilino. De forma muy persuasiva insistía en que el único lugar dónde el
talentoso pintor estaba bien era su casa. Tal vez tuviera razón y su instinto
maternal la previniera causándole una sensación de asco en la barriga. “Nadie
podrá cuidarlo como lo hago yo, señor Mateo, se lo juro”. Repitió mil veces la
frase, pero no logró nada. En el momento en que Lu´fredo consideró que ya era
suficiente, cogió todo el dinero que tenía y se lo dio. Doña Leticia ya no pudo
contener su amor incondicional y comprendió que había perdido su gallina de los
huevos de oro y se resignó. Calculó la suma del fajo de billetes, el precio de
los cuadros que vendería pronto y lloró de felicidad. “Te voy a extrañar, mijo.
Ya sabes que aquí tienes tu casa”. No se preocupe señora—le dijo Mateo pensando
que era la madre adoptiva del pintor—, ya verá que en menos de unos meses ya
está aquí de vuelta—hizo una pausa y luego agregó para calmarla e ilusionarla—
y va a llegar con un chingo de lana, ya lo verá.
Se quedó frente a su ex
inquilino mirándolo con atención para grabarse su cara. No sabía que unos meses
después volvería a tener noticias de Lu´fredo, pero serían tan desagradables
que preferiría no haberlo conocido nunca. En ese instante sólo pensaba en las
reformas que le haría a su casa, los muebles nuevos que compraría y el coche
que había deseado inútilmente hasta ese momento. Observó a Mateo para recordar
la forma que debe tener un chofer experto por si se le presentaba la necesidad
de contratar uno. Los dos hombres salieron y se treparon a la camioneta negra
que echó un rugido en cuanto la pusieron en marcha y volando desapareció tras
de una nube de esperanza.
Durante el trayecto,
Lu´fredo se durmió porque el viaje nocturno no tenía ningún atractivo. Cerca de
las cinco de la mañana se despertó por un tremendo enfrenón. Una vaca se había
cruzado en medio de una curva no muy prolongada y Mateo tuvo que detener de
golpe el auto. Lu´fredo se hizo un gran chichón en la frente. Preguntó la causa
del alboroto y vio a un hombre con una carabina apuntándole detrás del parabrisas.
Mateo apaciguó al arriero y siguió su marcha. A mediodía ya estaban en compañía
de Camilo de la Serna. Los recibió muy contento y se rio mucho cuando le
contaron lo de la vaca, pero le advirtió a su chofer que, si le pasaba por
segunda vez algo parecido, sacara la fusca sin pensarlo. Se preparó una gran
comilona para el recibimiento y Lu´fredo comió a morir. Hacía mucho tiempo que
no probaba la comida campirana y el estar cerca de la naturaleza le cambió el
humor. Sus reflejos perdieron la lentitud habitual y oía mucho mejor, además el
olfato se le agudizó. Lo notó cuando sintió en el aire la cosquilla de la
canela y preguntó si estaban preparando algo para despanzar la comida. Sí—le
dijo Camilo—le tenemos preparado un tequilita y café con canela. Por la tarde le
mostraron el rancho, los animales y los peones y el personal que se encargarían
de servirlo. Había a su disposición tres muchachas que le arreglarían la
habitación y le proporcionarían lo que les pidiera. Le recomendaron que no
intentara abusar de ellas en la cama porque estaba prohibido, él asintió y se
fue a dormir.
A la mañana siguiente,
durante el desayuno, Camilo le explicó lo que deseaba. “Quiero que me pinte unos
cuadros como esos que usté sabe hacer—le dijo retorciéndose el bigote y
alisándose su barba de chivo—, pero necesito que sean los mejores trabajos que
haya hecho hasta hoy”. No le prometo nada don Camilo—le contestó Lu´fredo un
poco enfadado porque no soportaba que le dieran ese tipo de órdenes—, pero como
en este sitio me siento muy bien, lo más seguro es que sean muy buenos.
Lu´fredo ya estaba listo para empezar, incluso empezó a estudiar el rostro de
su cliente, pero éste lo previno de que primero tendría que practicar con
algunos objetos, animales y personas del rancho. Camilo ya había entendido que
su huésped tenía que asimilar las cosas, experimentarlas, metamorfosearlas en
su cuerpo si era posible para poder pintarlas, por eso le encargó una
naturaleza muerta que resultó magnífica, ya que los intensos sabores, nada
parecidos a los artificiales de las frutas que se venden en la ciudad, le
inspiraron tanto que hasta las imágenes del lienzo despertaban el apetito.
Satisfecho por el
resultado, don Camilo dijo que el siguiente paso serían las aves de corral,
luego los conejos, seguidamente las ovejas, las vacas y los cerdos. Durante
tres semanas de intenso trabajo, Lu´fredo llegó a perfeccionar tanto su arte
que se sentía un iluminado como Leonardo Da Vinci. Había ido adquiriendo unos
hábitos raros. Paseaba unas horas por el monte, olía las yerbas, recolectaba
plantas, hongos y minerales con los que a medianoche se pintaba la cara con una
mezcla que hacía con ellas. Sus sueños eran muy intensos y le parecían viajes a
un pasado desconocido. Se veía junto con otros hombres haciendo ceremonias.
Invocaba a los espíritus y participaba en sus festines. Unos guerreros le daban
de probar la carne-esencia de sus enemigos, se la servían en pequeños platitos
y le decían de qué estaban impregnadas. Fortaleza—decían mostrando sus
pectorales—, inteligencia, resistencia, astucia y odio. También había otros con
aspecto de brujos enrollados en pieles de lobo que le hablaban de su árbol
genealógico. Le daban vísceras y le llenaban la boca de cariño ventral, mamaba
la sangre clorofílica de sus ancestros. Ya estaba habituado a todo y ni
siquiera se lavaba la cara ni se quitaba los dibujos hechos en las piernas con
sangre de conejo.
Lu´fredo pintó a una
sirvienta que después se sintió muy indispuesta y renunció a su trabajo. No
pudo ver el cuadro terminado porque impresionada por la forma de plasmar las
imágenes del artista renunció a la vida. La misma suerte corrió una ama de
llaves y un capataz. Don Camilo de la Serna estaba a punto de renunciar a su
proyecto, pero era demasiado tarde. Lu´fredo tenía a todos en fila posando para
sus pinturas. No tenían forma de escapar porque todos permanecían enclaustrados
en un almacén de granos. Cuando por fin pintó a don Camilo ya no quedaba nadie
más a quien plasmar en las telas, entonces Lu´fredo se puso triste y sin coger
el dinero que debía cobrar por su esmero, emprendió la marcha a pie. Por la
carretera unos patrulleros lo confundieron con un aborigen. Le preguntaron
sobre su domicilio y contestó que no tenía, que la ultima dirección que
recordaba era la del rancho de don Camilo de la Serna. Lo acomodaron en el
asiento trasero y se dirigieron hacia donde les había indicado. Cuando llegaron
se sorprendieron de ver una masacre, parecía que una jauría de lobos había
pasado por ahí y se había cobrado con creces una deuda pendiente con el hombre.
Lu´fredo fue remitido a un hospital psiquiátrico en el que no se le encontró
anomalía alguna. Se le citó a juicio y el abogado defensor tuvo la genial idea
de invitar a un antropólogo que demostró que Lu´fredo era descendiente directo
de unos nativos de las islas caribeñas en las que la población había
desaparecido por la hambruna y las guerras entre tribus. Los estudiosos en
genética mostraron una proteína que contenía esa información. Dijeron que
Lu´fredo al volver al ambiente natural de sus ancestros se había comunicado con
ellos y le habían despertado sus instintos. No se le pudo dar una condena y se
declaró objeto de estudio para la ciencia. Lo llevaron a un zoológico y lo
pusieron cerca de los cánidos. No se pudo demostrar que por las noches sintiera
deseo de comer carne cruda, por el contrario, la cercanía con las bestias
voraces le había despertado el gusto por las verduras y las frutas.
La señora Leticia lo
visitó un día para hablar con él, pero no lo logró porque Lu´fredo ya no se
comunicaba en cristiano y usaba sólo señas y gestos para la comunicación. Los
especialistas le contestaron a doña Leticia que era imposible demostrar que el
salvaje de las jaulas vecinas a los zorros pudiera pintar y le mandaron de
vuelta a su casa con sus pliegos enrollados. Se alejó decepcionada recordando
al joven artista que por unos años había sido representante de un nuevo tipo de
arte, pero eso ya no le servía de nada.
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