Una corriente de aire
levantó el polvo del circo romano y los pies de Nauplio quedaron rodeados por unas
pequeñas dunas que lo hacían parecerse al Coloso de Rodas, los espectadores
gritaban y exigían la presencia de Marcus, el favorito del emperador que había
sido adquirido hacía un mes y ya era el terror de los púgiles en toda Roma. Era
un samnita muy audaz y tenía las cicatrices de las batallas que había librado
en el ejército, pero la mala suerte había hecho que lo olvidaran y fuera
comprado como esclavo en África. Nauplio era del sur de la península ibérica y
lo habían cogido junto con su padre cuando se encontraban pescando. Un
gobernador los acusó de robo para quedarse con sus mujeres y sus propiedades.
Así Nauplio perdió a su madre y su hermana.
Su padre pudo mantenerse durante unos cuantos combates, pero al
enfrentar a un griego muy corpulento no pudo contenerlo con la red y terminó
degollado. La única herencia que le dejó
fue la red y el trinche. Nauplio desde el principio mostró habilidad con la
espada, pero el lanista que había oído que el joven era pescador decidió darle
la red y llamarlo Poseidón. Le resultó bien el cambio, pues de un adolescente
con espada débil, se transformó en una araña altamente peligrosa.
Se movía con agilidad
esquivando las estocadas, mantenía al enemigo a una distancia imposible de
acortar y nunca fallaba con la malla. Un día se enfrentó a un etíope muy fuerte
y ágil, el lanista vio fallar a Poseidón tres veces con su urdimbre y se
resignó a que le mataran a su luchador. La contienda había sido muy larga y uno
era tan ágil como el otro, la diferencia era sólo el tamaño y la fuerza que
estaban del lado del negro. De pronto, se levantó un nubarrón dorado y se
oyeron los gritos de asombro. Los hombres ricos que habían apostado a ojos
cerrados por el enorme gigante de ébano apretaron los puños y se mordieron el
labio inferior. Cuando vieron que éste yacía en el suelo con el trinche en el
cuello. Había caído enrollado como un enorme bagre, respiraba con tranquilidad
y miraba sin vida a su oponente, sabía que era su final. El dueño y los
invitados se encontraban haciendo los cálculos de las pérdidas que les
acarrearía esa ejecución y propusieron que se le dejara con vida. La suma que
el dueño de Poseidón obtuvo le dio muchas cosas y, sabiendo que podría ganar
mucho más, decidió velar por la vida de su retiarius. El gigante de ébano llegó
al circo romano y le dio al emperador muchas satisfacciones porque lo
convirtieron en el adversario a vencer en todo el imperio. No había muchos
gladiadores que pudieran hacerlo, pero la vida quiso que Marcus lo matara de un
medio giro. Había adelantado el pie derecho para defenderse con el escudo,
luego había girado y, en el aire, dejando caer la rodela, empuñó la corta
espada y la clavó en el cuello del Titán. Todos los espectadores lo vieron
caer, pero nadie podía explicarse la razón, fue la coloración roja la que les
dio la respuesta, pues la arena se humedeció rápidamente provocando los gritos
de alegría de los enemigos del régimen. Marcus pudo haber recibido en ese
momento la espada de madera, pero el astuto Cesar se dijo: “Mortuus est rex,
post regem” y puso al nuevo héroe de su lado. Fue entonces cuando los caminos
los llevaron al mismo cruce. Nauplio venía desde Mantua pasando sobre griegos,
árabes, africanos y uno que otro eslavo. Marcus sólo esperaba a los
contrincantes para acortar su vida de guerrero, abrazaba la ilusión de recibir
la libertad pronto. No sabía que la
obtendría, pero de una forma completamente distinta.
Se abrió una puerta y apareció
la figura maciza del consentido del pueblo romano. El nombre de Marcus se
elevaba por el cielo, su cuerpo brillaba gracias a los aceites que le habían
untado antes del combate. Nauplio siempre se había guiado por dos consejos, el
primero de su padre, que le recomendó antes de morir que fuera prevenido y que
luchara por su vida pasara lo que pasara. Lo hizo a menudo, pero cuando creció,
se dio cuenta de que era una recomendación para un adolescente porque estaba
anegada del cariño paterno, la segunda la recibió de Marcus, que le enseñó
todos los secretos del combate y lo obligó a automatizar sus movimientos para
reaccionar en el momento exacto. Este secreto era el que los había unido
durante muchos meses de entrenamiento y ahora los confrontaba en la arena más
importante del mundo. Pensó, casi soñando, en un combate como el de Vero y
Prisco que todavía no se había llevado a cabo, pero que había concluido con dos
espadas de madera como símbolo de su compartida libertad. Nauplio recordó las
largas tardes en las que conversaban de cosas habituales, de su pasado y sus
esperanzas. Marcus lo único que deseaba
era ser libre, pero su gran capacidad de luchador y sus estratagemas lo
llevaban cada vez más cerca del emperador. Eran tiempos miserables, en el pasado
la gloria había llegado con honores y reconocimientos, con villas y esclavos al
servicio de los grandes combatientes. Ahora sólo le importaba al pueblo la
sangre derramada, los gritos de dolor y las humillaciones perversas. Se
desconocía el indulto y se pedía que los perdedores fueran masacrados sin
conmiseración. Para no mirar la figura agresiva de su contrincante, Nauplio
rebuscó en su pasado algo que lo alejara de esa situación tan desagradable en
la que no sabría matar a su cercano amigo. Estaba dispuesto a perecer y
terminar con todos sus sufrimientos. Llegó la imagen de Fulvia, una joven con
la que se quería casar, no la otra mujer famosa, la preferida de Cayo, sino la
que se parecía a una de las Pléyades, Mérope, quien era la única de las diosas
que se había enamorado de un hombre. Ahora, le pertenecía a un rico mercader,
la había visto por última vez cuando lo compraron para formar el equipo de su
nuevo lanista, en aquel momento perdió a su amigo Marcus y se le quedó herido
el corazón, Fulvia su Mérope, la hija de sus vecinos, era la protegida del
vendedor de especias, la había robado y la tenía como una criada a la cual le
daba también la categoría de amante. Él estaba en espera de las órdenes de su
entrenador, cuando ella entró con una bandeja con frutas y vino. Se miraron con
desconsuelo, tratando de explicarse por qué la vida los había acomodado en esa
posición. La desesperanza los sumió a los dos en un túnel oscuro en el que
perdieron sus sentimientos.
Se oyeron las trompetas
anunciando el inicio del combate. La muchedumbre sólo deseaba ver al pescador Poseidón,
descuartizado por la filosa espada de Marcus. Nauplio no sabía cómo frenar a su
contrincante que atacaba como una bestia. En unos cuantos segundos se sintió
bañado por el sudor. El sol era devastador, Marcus lo miraba furioso y se
lanzaba como un oso. Nauplio pensó que, por la gran estima del pasado, Marcus
estaba dispuesto a morir y no usaba sus armas letales o, tal vez, con la gran
experiencia que había adquirido durante los combates, se había convertido en
todo un maestro de las fintas y las trampas. Por instinto de conservación Nauplio
aplicó todos sus sentidos a sus movimientos, calculó con exactitud cada ataque
y en fracción de segundos adivinó las variantes de cada lance. Habló con él,
pero no obtuvo respuesta. Marcus rugía como león y se defendía con la agilidad
de siempre, sin embargo, unas heridas le habían dejado más lenta la pierna
izquierda y, al notarlo, Nauplio supo que en el momento en que el cansancio
llegara y la luz del sol se pusiera de su lado, podría atrapar a la fiera que
parecía insensible a los recuerdos. Era como si de un fuerte golpe en la cabeza
hubiera perdido las imágenes del pasado. Más de media hora fueron recorriendo
los rincones del estadio y no hubo quien se quedara con el deseo de arrojarles
algún objeto para incitarlos a un enfrentamiento más cruel. Nauplio lanzó la
red en la dirección incorrecta para que Marcus se librara de ella y al girar le
mostrara una parte de su espalda. En ese momento sería herido por el trinche y
desarmado de su espada. Fue una cuestión de segundos. El mismo Nauplio no sabía
lo que había hecho, pero había conseguido derribar a Marcus y cogiendo el
tridente se lo apoyó en el cuello.
El griterío de los
espectadores animaba al emperador a desangrar a su gladiador. No se decidía y
lamentaba que no hubiera oportunidad de argumentar algo en contra del reciario
que esperaba paciente para hundir la fuscina. El dedo apuntado hacia abajo
decidió la muerte de Marcus. Permaneció en silencio hasta el último minuto, no
maldijo, ni gritó, sólo emitía pujidos y sonidos indescifrables. Con el corazón
en pedazos, Nauclio, apoyó todo el peso de su cuerpo en el largo mango de su
trinche y vio cómo se revolvía su amigo sin poder evitar las convulsiones. Nauplio
le pidió en voz baja perdón y sus ojos se llenaron de lágrimas anegados por los
dulces recuerdos. Se le premió y fue comprado a su lanista por una cantidad
estratosférica. Se convirtió así en el gladiador oficial del emperador y tenía
que servir ahora como monigote en las celebraciones. Salió encorvado, sin el
ego que cualquier otro en su lugar hubiera sentido. En cuanto llegó al sitio
donde estaban sus compañeros, se derrumbó en un rincón y amenazó con matar a
quien se le acercara.
En la noche comió poco y
dejó que le curaran las heridas. Tenía una en el lado derecho del tronco y el
galerus y la manica lo habían librado de la muerte. Recordó un movimiento de
Marcus, tirándole una estocada al cuello, pero había sido lenta, como si la
hubiera querido anunciar para que no fuera mortal. Después del fallido
espadazo, Nauplio había tirado la red y lo había vencido. Lamentó que su amigo
hubiera muerto por sus consejos: “Nunca dejes de ver al enemigo y reacciona en
el momento en que se descuide”. Así lo había hecho y había triunfado,
perdiendo. Habría preferido mil veces ser la víctima. Morir tirado en la arena
mirando con desprecio al vulgo, aprovechando su condición de vencido para
escupirles su desprecio, pero Marcus lo había estropeado todo. Ahora abrazaría
la esperanza de recuperar a Fulvia o quizás sufriera el martirio de buscarla en
las esclavas que sin duda le proporcionaría su nuevo dueño en las fiestas
privadas donde tendría que sacrificarse combatiendo con ponzoñas criminales,
expertos soldados y gladiadores de su entorno. No pudo conciliar el sueño y se
aferró al vino para viajar al pasado feliz en el que abrazaba a su amigo y
miraba con ojos tiernos a su prometida. Estuvo a punto de escapar para que la
guardia lo detuviera y lo matara por desobedecer la orden de detenerse. Hubo un
momento en el que el vino fue más poderoso que él y se durmió.
Despertó rodeado de unas
mujeres que le estaban lavando el cuerpo, le sirvieron de comer y lo vistieron
para que se presentara ante unas grandes personalidades. Se levantó con
dificultad y caminó renqueando porque las heridas le dolían intensamente. Fue
despacio y en el trayecto una mujer joven le permitió que se apoyara en ella.
Al hacerlo, le entregó un papel que decía:
“Querido Nauplio, ayer
escapé de Roma, en mi lugar pusieron a un griego que se parece a mí
físicamente. Si has recibido esta nota, lo cual creo con toda seguridad, estaré
satisfecho. Me gustaría encontrarme contigo alguna vez, pero no se cuando será.
Recibe un fuerte abrazo y rompe esta nota y quémala. Tu sincero amigo Marcus”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario