I
Después de ganar un
famoso concurso de televisión, Mauro, se hizo famoso. Lo habían conchabado para
que se aprendiera las respuestas, ganara y se llevara un porcentaje del famoso
premio. Iba caminando por la calle cuando un hombre de traje lo llamó para
hacerle la propuesta. Quedaron de preparar el plan en tres sesiones. Les
resultó muy bien y los televidentes quedaron convencidos de que Mauro Germán
era un hombre bastante capaz. El cobro se hizo a través de una transferencia de
banco y cuando llegó la suma acordada. El afortunado ganador se cambió de casa
y se cortó el pelo, cambió su apariencia y la de su esposa para no ser
reconocido. Adelina sí que sufrió una transformación, pues sus harapos viejos,
su pelo descuidado, su rostro gris y, sobre todo, su delantal, desaparecieron.
Había llevado una vida muy modesta, sostenida por el raquítico sueldo de
repartidor que recibía su marido. Le había tocado soportar las mentiras de
Mauro, ya que éste, se dedicaba a salir con los amigos y a encontrarse con
mujeres de forma clandestina. Como ella era la última de la fila le habían
tocado las migajas.
De vez en cuando, hacía trabajillos que le dejaban unas
monedas. Sabía coser, tejer y cocinar bien, por eso aprovechaba que algunos
vecinos se vieran en penurias para ofrecerles su ayuda. La gente la quería
bastante por su buen carácter. El optimismo era lo que la mantenía a flote en
las aguas agitadas en las que mantenía su barca. A pesar del peso de su marido,
ella sabía cómo dirigir los remos y las cosas iban bien gracias a su clara
visión. Con un monto de dinero suficiente para vivir unos años sin trabajar,
Mauro pensó poner una pequeña tienda de abarrotes, que sería atendida por su
mujer, mientras él se encargaría de mantener el abastecimiento.
Se llevó a cabo el
negocio. Compraron en un mercado un pequeño local. Lo resanaron, lo pintaron y
lo decoraron para que llamara la atención. Trataron de ocultar su identidad por
unos meses, pero una anciana que tenía una memoria fotográfica envidiable
comenzó a llamar a Mauro “El afortunado”, la gente no se decidía a creerlo,
pero la vieja no tenía reparo en afirmarlo durante sus largas tertulias
vespertinas en la plaza donde se reunía la gente todos los días. Así fue como
sin querer se le denominó para siempre. —Ahí viene “El afortunado”—decían los
niños señalándolo con el dedo. Al final, hasta tuvo que ponerle a su negocio su
apodo. Se acostumbró con el tiempo a su mote y ya no reaccionaba cuando lo
llamaban por su nombre. Esto fue un hecho maléfico, pues en una ocasión lo vio
una de sus ex amantes y lo llamó por su nombre, pero él no hizo caso de la
mujer que se alejó en su destartalado coche pitándole con el claxon. Un día otra
dama se presentó cuando Mauro estaba atendiendo porque Adelina se sentía un
poco mala y lo había llamado para ocuparse de las ventas. Tenía ocho meses y
medio de embarazo y la pesadez de la condición de madre primeriza y no muy
joven le había causado estragos. Se había mareado mucho y estaba sentada
tratando de recuperarse.
Mauro no pudo cerrar
porque apareció la clienta. «Mira
¡Qué casualidad!!Dónde te vengo a encontrar! Hacía tanto que no te veía,
cuéntame qué tal todo, ¿por qué dejaste de llamarme?» La voz era de Dolores, una de las más
extravagantes conocidas de Mauro. La había conocido cuando estaba entregando
unas mercancías en un supermercado. Intercambiaron algunas palabras y el
interés que sintieron fue mutuo. Él presentía que tenía enfrente a una mujer
sin prejuicios y ella pensaba que un tipo como Mauro era lo que necesitaba para
extrovertirse en todos los sentidos. Lola era muy abierta, pero tenía un enorme
defecto que la aislaba de los demás. Era su insensibilidad ante lo moral y
ético.
Estaba inmunizada contra la conciencia de la cual desconocía su
existencia. Esa tarde no pudo contener sus recuerdos y empezó a comentar los
magníficos encuentros que habían tenido, las pasiones desbordantes que los
habían consumido y, al entrar en detalles, las palabras le causaron tal dolor a
Adelina que empezó a parir en la silla en la que se encontraba. Un mar de
gritos desesperados llamó a Dios y a la ambulancia para que se llevaran a la
parturienta a la clínica de maternidad. En un arrebato de sorpresa, Lola se
subió junto con los demás en los coches para ver el final de la historia.
Siguió, como era su costumbre, hablando de todo al mismo tiempo. Había personas
que no la podían soportar por su agnosia topográfica en el terreno sentimental.
Podía decir sin ningún recato cosas que herían la dignidad de las personas.
Lastimaba o elogiaba de la misma forma. Por esa condición tan extraña, la gente
la rehuía y pensaban, en cierto grado, que era un virus. En efecto, se
convirtió en un veneno para la Familia de Mauro, quien lamentó con gran pesar
haberse relacionado con ella. La primera manifestación de inmoralidad fue la
comparación del bebé con un nativo de Asia. Resaltó con lujo de detalle los
defectos del niño que, en realidad era normal, y sólo tenía una cara hinchada y
las piernas un poco más cortas de lo habitual. Adelina sentía que las palabras
de la mujer eran como piquetes de clavos. Cada vez que Lola abría la boca una
contracción en la bilis le ponía la saliva de color de sapo a la pobre madre
que ya tenía suficiente con los dolores del parto.
Ya no pudieron quitársela
de encima y, empeñada como estaba, a reanudar sus relaciones con Mauro,
aprovechó la primera noche de ausencia de Adelina para meterse en la cama con
el ex repartidor a quien había complacido, sin sopesarlo, en todas sus
perversiones durante algunos meses. Los vecinos se enteraron, gracias a la
impaciente lengua de la nueva vecina, que había declarado que se quedaría para
ayudar al matrimonio con el niño. Se vestía de forma muy vulgar y no paraba de
moverse en todo el día. Las personas más recatadas de la cuadra comenzaron a
evitarla, sin embargo, ella siempre encontraba un motivo para hacer comentarios
o entablar conversaciones que más parecían monólogos. El problema surgió cuando
se convirtió en la vocera de las intrigas e infidelidades de los vecinos. Ella
misma era partícipe de las traiciones, pues no encontraba ninguna dificultad
para revolcarse con los incautos que se sentían atraídos por sus redondas
caderas. Era como una trampa para conejos. Muy simple pero mortal. Las señoras
vigilaban con asedio a sus maridos. Los niños se habían convertido en espías
efectivos que cada cinco minutos delataban la posición del enemigo.
Por su inmunidad a las
críticas, su resistencia a los castigos de Dios y los juicios morales, Lola era
una especie de enfermedad que le causaba dolencia a todas las personas. Una
sinceridad cruda e hiriente salía de su boca con una forma tan natural que el
efecto era fulminante. Quienes habían pensado que la verdad no pecaba, pero
incomodaba, se arrepentían de haber inventado tal frase, pues en la vida real,
esa verdad era como puñaladas asestadas a bocajarro. Pronto se terminó la
paciencia y, aunque todos comprendían que era malo atentar contra la salud de
una persona, todos estuvieron de acuerdo en desmejorar la condición física de
Lola. Así fue como le empezaron a dar quesos rancios, pan con moho, leche en
mal estado y, hasta porciones pequeñas de veneno para ratas. No hubo ningún
efecto. La Lola seguía sin mostrar mejoras, a pesar de los esfuerzos de la
comunidad que ya trabajaba como un equipo unido en una competencia olímpica.
Los oídos sordos de la intrusa, las críticas y
las arremetidas imprevistas de sinceridad tumbaban a todos de las sillas. Como
no se podía encontrar una solución adecuada para retirar de la competición a
Lola, alguien tuvo la genial idea de asesinarla. Al principio, la idea fue como
un sordo estruendo provocado por la caída de un enorme muro, pero al sopesar las
cualidades de la víctima aceptaron la resolución. Primero, pusieron cera en el
tramo por donde salía Lola para comprar los víveres. No sucedió nada, pero
todos escucharon el “¿No podían haber limpiado este sitio? —que a los cuatro
vientos gritaba Lola— Alguien podría matarse”, después pusieron un falso
escalón, pero por desgracia no se obtuvo ningún resultado. Le tiraron cosas al
pasar fingiendo descuidos, pero la providencia se negó a ayudarles. En las
discusiones que tenían por las tardes se decían que era imposible rebajarse a
la condición de Lola, que la religión no les permitía cometer un pecado
capital, los moralistas decían que era anti social lo que se proponían hacer,
sin embargo, estaba la urgente necesidad de todos. La tranquilidad y la
convivencia dependían de la desaparición de la desagradable intrusa.
Para justificar el acto
se hizo una lista de defectos que ameritaban el castigo. “Es pervertida,
inmoral, viperina, desconsiderada, imprudente, soez y mal educada”, cada persona
aportó una palabra y la hoja en la que se apuntó la prueba contundente era un
pliego de cartulina. No hubo más remedio que contratar a un profesional. Se
reunió el dinero y se buscó a uno de los más fiables. Volvieron todos felices
con la promesa de la ejecución. Sabían que el sábado por la tarde cuando Lola
saliera a hacer la compra se encontraría con un individuo que le impediría ir
hasta el mercado. Llegó el momento. Apareció un hombre macizo con un bate y la
siguió, detrás de él iban los encargados de confirmar que el acuerdo se
cumpliría. Vieron con asombro cómo Lola se detenía para acomodarse la falda y
después el seco sonido de un hueso roto, luego otro y varios más. Con terror y
alegría corrieron en dirección contraria para avisar de los hechos. Se formó el
grupo de mujeres vestidas de negro que salieron en auxilio de la pobre mujer
que había sido ultimada en un asalto.
Nadie sabía nada. Nadie
había visto al asesino y las cosas habían sucedido tan rápido que las
descripciones de los testigos eran confusas. Pronto volvió todo a la
normalidad, lo único que hacía el aire pesado e insufrible era la presencia del
eco de las palabras crudas de Lola que le producían escalofrío a los habitantes
del vecindario.
II
La ves tirada, temblando
todavía por el dolor de los golpes recibidos. Su cabeza está partida en dos,
parece un coco envuelto en mechones dorados y la sangre forma un charco en la
acera gris pálida. La has venido siguiendo junto con los otros cómplices,
incluso has visto con parsimonia al asesino huyendo y has tenido ganas de
detenerlo, empujarlo para que lo atropelle uno de esos autobuses que pasan como
demonios por esta calle, pero te has quedado inmóvil, congelado. ¿Se merecía
Lola esta muerte? No, no. Es imbécil la pregunta, lo malo es que los demás
desconocen los detalles de tu relación. Su falda blanca y su blusa con
estampados de leopardo ahora te recuerdan el día que la conociste. Llevaba la
misma ropa, claro, ya sabes que es su estilo, las otras prendas eran más
vulgares, pero da lo mismo, su imagen jamás se borrará de tu mente.
Estaba ahí
parada, inmutable, como retándote a que le hablaras. Se te hizo un nudo en la
garganta y decidiste acercarte. Conforme se reducía la distancia tu vista aguda
se iba cerciorando de que tus cálculos habían sido correctos. Sus rechonchas
piernas estaban cubiertas del vello de melocotón que percibiste al notar sus
excitantes movimientos, luego su mirada sincera, sin complejos, y la pregunta
que te puso en jaque “¿Te gusto?”. Sí—le respondiste acercándote a ella para
sentir su olor—, claro que me gustas, mira cómo me tienes—, y le mostraste el
tamaño de tu deseo. Te cogió, de la mano, ¿lo recuerdas? y te llevó a su casa.
Entraste a un cuarto pequeño que recibía la fuerza del sol con una manta amarilla
muy bronceada. Miraste su cuerpo como si fuera Galatea y tú la acariciaste como
un experto Pigmalión para dejarla sin defectos. Le preguntaste si tenía
fantasías y te dijo que la única era la complacencia. Sus palabras sonaban
ásperas, sin embargo, eran puras, limpias de segundos sentidos y decían las
cosas como eran. Te dejó realizarte en su cuerpo. Jamás habías experimentado
nada parecido. Su actitud dócil, a pesar de sus palabras, te volvió loco. Ya no
pudiste prescindir en unos meses de su compañía. Sentías lástima por Adelina y
te maldecías por ser un cabrón, pero llegó el día que cambió tu suerte. Fue el
momento más inesperado de tu vida. La existencia se te estaba viniendo encima
como una capa de plomo imposible de sostener, tenías una fuerte depresión y
querías suicidarte, según decías, la inflación el poco empleo y las deudas te
estaban arrinconando y Luis Ballesteros venía a tu encuentro. No te gustó nada.
Con su sonrisa falsa y su peinado ridículo, pero te sorprendió que no se
inmutara ante tu uniforme sucio. Habló con mucha confianza y no tardó ni un
minuto en despertar tu curiosidad. ¡Qué forma de hablar tenía el muy hijo de…!
Caíste redondito, ese mismo día te fuiste a los estudios y, aunque temías no
poder dar el ancho por las malas experiencias en la secundaria, todo salió
bien. Tres días con sus noches te tardaste en recordar todas las respuestas del
concurso. Te maquillaron, te dieron ropa decente, ¿te acuerdas de que
descompusiste la tele para que Adelina no te viera salir en el concurso? Sabías
que esos días tenía un trabajal y que no hablaría con nadie.
Llegaste como si fueras
un conquistador que ha librado duras batallas sabiendo que tenías en el banco
un dineral. Se lo confesaste y no te lo creyó ni siquiera cuando la sacaste de
la vecindad para llevarla a vivir a un barrio más seguro. ¿Recuerdas los ojos
que puso cuando la llevaste a comprar? Te detenía la mano para que no gastaras.
¡Qué inocente, la pobre! Después empezó tu proyecto. Conseguiste cobrar una
nueva apariencia y por eso te rebajaron el local del mercado, pagaste mucho
menos de lo que costaba haciéndote el chillón. ¡Cómo sufrió Don Paco! ¡Cómo
lamentó haberte hecho esa oferta! Lo bueno es que supiste compensarlo después.
Cuando todo mundo se enteró por doña Jesusa que tú eras el premiado. “Ese es el
afortunado del concurso”—menuda vieja, pensaste, que se la trague la tierra—.
Pero no fue así, incluso tuviste que cambiarle el nombre a tu charcutería. Bueno,
pero eso te trajo fama. ¿He dicho fama? No, no es verdad. Ese cambio de nombre
tal vez fue la razón de que te encontrara Lola. Si se hubiera conservado el
nombre “Carnes frías El ardiente”, tal vez no habría pasado nada. Jamás se
habría detenido ante un nombre tan estúpido, pero con el que tenía era casi
como un imán. Llegó en mal momento. Su sexto sentido le despertó el recuerdo de
tus perversiones. Lo sintió en la entrepierna y habló con la voz del pasado.
Por desgracia, Adelina estaba retorciéndose por el dolor de estómago y esas
palabras la hicieron parir. Viste un río de líquido pegajoso en el piso y
saliste despavorido en busca de ayuda. Luego la caravana hacia la clínica.
Dolores haciendo comentarios impropios, hablando sin cesar, haciendo
predicciones, parecía como si le estuviera rascando las costras a un leproso.
No dejó a nadie en paz.
Luego su grito de alegría al oír el chillido del chamaco. “Llora como una
niñita preciosa”—dijo enseñando sus torcidos dientes—, pero la desmintió la
enfermera y se armó la trifulca en el espíritu de los presentes. Tenías una
cara de limón. Albergaste la esperanza de que se fuera, pero se adhirió a ti
como una sanguijuela. Te engatusó en la soledad de tu casa. Se quitó la ropa y
fue tan convincente que no pudiste resistir la tentación. Lo malo es que no
fuiste el único que cayó en sus redes. Empezó a salir con los maridos de todas
tus vecinas. Decía cosas que le ardían a unos y otros. Hizo de conocimiento
público la impotencia de Don Jorge, la porquería de Doña Pepa y muchas otras
cosas más. Le decía cosas indecorosas a los niños y los adolescentes le temían
como si fuera una bruja o una hechicera maldita. Causó tanto daño con su falta
de discreción que empezaron a fraguar su muerte. Ahora, está aquí, con los ojos
perdidos, tratando de decir algo para despedirse del mundo, pero no le salen las
palabras. Se le esfumaron por el cráneo partido. En cierto grado es una lástima
porque decía las cosas como son. A nadie le gusta eso y, como todos tenemos
algo que ocultar, saber que ella lo dirá tarde o temprano produce pánico. Por
ejemplo, lo del accidente de la vecina del tercero. En realidad, había tirado a
su hermana por la escalera. Lola lo intuyó o lo escuchó por confesión propia de
doña Petra y lo dijo sin tapujos cuando las señoras estaban discutiendo en el
patio. Hasta las paredes se resquebrajaron al sentir la fuerza del odio que
sintió la asesina anciana. Por cierto, que doña Petra fue quien dio la idea de
contratar a un matón para deshacernos de Dolores. Eso demuestra sin duda alguna
que es culpable de dos asesinatos y, tal vez, haya más. En fin.
La vida vuelve a la
normalidad, pero seremos capaces de vivir con la conciencia tranquila. Tu por
el momento sabes que no. Que te despertarás las noches sudando, recordando las
caricias de Lola y su imagen actual, Se te combinarán en los sueños y tendrás
terrores nocturnos. ¡Qué desdicha! Bueno, aparenta que no ha pasado nada y
vuelve a tu casa. No es propio que te vean aquí. Deja que sean los demás los
que enmugren su alma.
III
Desde pequeña mostré
cualidades poco comunes. Podía distinguir entre las cosas buenas y malas. Si
alguien por algún motivo injustificado golpeaba a alguien, yo criticaba esa
conducta. Era tal mi visión de las cosas que siempre incomodé a mis padres,
hermanos, familiares, amigos y, toda la gente que me rodeaba. Crecí en un
círculo de gente pobre, honesta y trabajadora. Siempre valoré la cualidad en
mí, de expresar las osas tal y como son. A muchos no les gusta que les digan
cuáles son sus defectos. Mi abuela, por ejemplo, siempre ocultó sus piernas
zambas desde la adolescencia y nunca se quitó sus faldas, incluso para dormir.
No sé cómo pudo mi abuelo vivir sin nunca verle las piernas. Cuando le
preguntaban por qué llevaba falda siempre, decía que tenía unas manchas y que
no le gustaba mostrarlas. En realidad, yo sabía que sus huesos arqueados
estaban más limpios que el agua filtrada, pero estaban muy arqueadas. Un día
casi se nos muere de un infarto porque mostré una foto que le había tomado
cuando ella se estaba cambiando en su habitación. Siempre consideré que las
cosas, por más que se oculten, siempre salen a relucir. Además, el esfuerzo de
mantenerlas ocultas es inútil y no merece la pena. Así lo he entendido siempre
y por eso no pierdo el tiempo en tonterías. Es mejor la crudeza dicha a tiempo
que muchos años después. Mucha gente tendría una vida más tranquila si
reconociera que no tiene voluntad o capacidad para ciertas cosas. Eso ayudaría
a encontrar otros métodos de ayuda. Recuerdo el caso de mi tío que se fue al
ejército y para no entrar en batalla en infantería, dijo que era ingeniero
aviador. Lo mandaron a una fábrica a ayudar con los diseños de aviones de
guerra, pero no pudo ni con los primeros cálculos. Terminó en un regimiento de
ataque del cual no quedó un soldado vivo. Si hubiera reconocido sus
deficiencias y hubiera dicho cuales eran sus verdaderas capacidades, le habrían
reservado un buen puesto en la artillería o en la marina. Pero no quiso el
destino que sus mentiras quedaran sin castigo. Podría citar muchos casos y
describirles a cientos de personas que no quisieron reconocer sus defectos. Uno
de ellos fue el que ha provocado mi muerte.
Se llama Mauro Germán. Un buen
hombre, en principio, pero estropeado por su enorme cantidad de mentiras que se
le acumularon hasta ponerlo en una situación peligrosa. Nos conocimos cuando repartía
artículos de oficina. Me gustó por su físico y su energía, se le notaba que
gozaba de un sentido común excelente y era práctico. Se me acercó y me hizo
proposiciones, le comenté que estaba sola, no tenía urgencias económicas y deseaba
complacer algunas necesidades físicas. A él le encantó la libertad que se pudo
tomar conmigo. Me contó infinidad de cosas reales de su vida y me propuso cosas
indecorosas en la cama. Mi respuesta fue la apropiada, él dijo que no sentiría
remordimientos y que su conciencia lo podría dejar dormir. De inmediato adiviné
que mentía y se lo dije, le previne de las consecuencias del futuro, pero se
sentía demasiado confiado. Gracias al alcohol me confesó infinidad de cosas. Me
enteré de sus malos actos, de sus traumas, me convertí casi en su confesora,
pero un día desapareció sin decir ni pio. Viví tranquila por un tiempo, pero vi
en la televisión el programa de concursos y el premiado era Mauro Germán, me
dio gusto verlo y pensé que no sería mala idea buscarlo. No fue fácil porque
conseguí la dirección en la que había vivido veinte años y la nueva nadie la
sabía allí. En una ocasión pasé en mi cafetera cerca de una calle y lo
reconocí, lo llamé por su nombre, pero ni se inmuto, siguió su camino muy
tranquilo. Volví unos días después y estuve andando por la zona.
Cuando ya me
había dado por vencida entré en un mercado para buscar algún refrigerio. La
casualidad quiso que pasara cerca de un establecimiento de fiambres en el que
estaba Mauro acomodando unos quesos y unos chorizos. No pude evitar hablar de
nuestra relación, de los gratos recuerdos que tenía de él. Noté que se ponía
rojo, pero seguí hablando, luego resultó que su mujer estaba sentada en una
silla y yo no la podía ver desde donde me encontraba. Ya no podía ocultar nada
y me sorprendí de que la mujer empezara a echar agua, era porque se le había
reventado la fuente. Me ofrecí a ayudar de inmediato, vino una ambulancia y
llegamos a la clínica varias personas, entre las cuales, iban muchos incultos e
inútiles que sólo molestaban. Me quedé unos días para apoyar a Mauro que se
encontraba en una situación difícil. El parto había sido duro y había estado a
punto de perder a su mujer. En el piso, Mauro se desplomó, me confesó que había
cambiado, que trataba de llevar una vida familiar, pero que las tentaciones lo
obligaban a mentir. Eran como los resortes de un viejo colchón que le
interrumpían el sueño por la madrugada. Me ofrecí a ayudarle y él me pidió
compasión, era sincero y accedí. Lo echaba, también de menos, por eso empezamos
a copular. Luego fuimos a recoger a Adelina con el niño, pero los rumores ya se
habían propagado como una plaga. Andábamos en boca de todos. No lo negué y
muchos hombres me comenzaron a cortejar como si fuera una mujer de la calle.
Les dije sinceramente lo que pensaba de ellos y lo único que logré fue hacerme
de enemigos. Las mujeres empezaron a verme con malos ojos.
Oí cosas en la
iglesia, en las calles, en la plaza, centro de reunión de las chismosas del
barrio, y no pude callarme. Respondí a sus intrigas con la evidencia de sus defectos
y se enfadaron tanto que no me pudieron perdonar. Al final, supe antes de ser
asesinada, que el hombre que me perseguía a discreción había sido contratado
para eliminarme. Le iba a decir hasta de lo que se iba a morir, pero un golpe
seco en la cabeza me lo impidió.