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Se abrió la puerta del autobús, Ivan Petrovich miró la estación de trenes. Sabía que su trayecto a la capital sería muy largo. Lo había deseado muchos años y habría querido que lo recibiera Anastasia. Se le había pegado la lengua y las tripas lo atosigaban. Si ella lo hubiera visto no lo habría reconocido o, quizás, lo habría identificado por su voz. Era un esqueleto arropado con la telogreika de algodón y sus gastadas botas. Casi no podía andar, pero al sentir en los pulmones la frescura de la libertad sacó fuerzas para llegar a la estación de trenes. Mostró su documento, el indulto de Khrushov a los disidentes que habían violado el artículo 58 del código penal de la URSS, pasó y le asignaron un rincón en un vagón de segunda clase. Se acomodó en un asiento incómodo y esperó, mirando por la ventana, cómo la gente se apresuraba a subir al tren. Vio a algunos conocidos del campo de rehabilitación, pero prefirió esconderse para que nadie lo reconociera. La locomotora se puso en marcha y Petrovich respiró con fuerza, hacía mucho que deseaba sentirse así, como un ser de verdad. Enfrente tenía a una mujer gorda con su hija, ésta era bella y tenía unos enormes ojos verdes, llevaba un pañuelo de seda de Uzbekistán y un vestido modesto. Era verano y el paisaje se iluminaba de verdura, los abedules agitaban sus despeinadas cabelleras dejando una sombra de bailarina y los robles estaban en firmes mirando los carros, como si supieran que en ellos iban hombres que habían sufrido la represión de Padre Iósif. De pronto, recordó el primer síntoma que le produjo el retrato de la señora Kardazian, luego el del vecino Aleksievich, después el de Vuikov y todos los demás. Él siempre había pintado murales y cuadros de los pasajes de la vida cotidiana para engrandecer la ideología proletaria en la sociedad comunista, sin embargo, al hacer retratos descubrió que sus clientes le dejaban sus enfermedades y se curaban. Iban a verlo más como doctor que como artista. Todo habría salido bien si no hubiera ido a reclamar al Comité Central, pues allí fue acusado de antipatriótico y pudiendo mandarlo a un psicólogo para saber si estaba en su sano juicio, decidieron enviarlo a los trabajos forzados a Siberia.
Miró a la niña que tenía enfrente y sus dedos comenzaron a cosquillearle. Le pidió un papel y algo para dibujar y ejecutó trazos con mirada de lince. El parecido era impresionante, la madre no podía creer que un hombre tan desgarbado, cadavérico y sucio pudiera hacer maravillas con un simple lápiz. Él esperó la reacción como quien se ofrece en sacrificio. Sintió en su corazón la inocencia y la vergüenza ante un mundo áspero y dictatorial, trató de descubrir si la joven mostraba algún cambio, pero no lo logró. Su voz interna le propuso que hiciera el retrato de la madre y así sabría si lo que hacía muchos años lo había llevado al laguer, ya había perdido su efecto. Lo hizo, no notó cambios, sólo la satisfacción de la mujerona que envanecida blandía la hoja de papel en el aire, enseñando su cara agraciada por las cualidades de Petrov. Le dieron una pierna de pollo asado y comieron en silencio, entonces reapareció con detalles la fila de sucesos que lo habían conducido hasta el norte del país. La merma por las enfermedades de sus clientes en su cuerpo: las piedras en el riñón que le dejó Kardazian, la diabetes de Aleksievich, la réuma de Vuikov y la flema del teniente Tarrakanov, quien no aceptó la declaración del tovarish Petrovich sobre el contagio o, más bien de la transmisión total de las enfermedades de sus clientes, a su cuerpo. Fue acusado de anticomunista por la señora Kazlova que, por no obtener su cura contra la esclerosis, llamó a los de la checa. Llegaron en un coche negro, le leyeron en voz alta la acusación y lo arrestaron. Se había ido con muchos achaques, pero se le habían ido pasando, quizás las personas que se las habían transmitido, murieron o se encontraban en cárceles o manicomios. Levantó la vista y se alegró de que el devastador invierno y las pesadas jornadas de trabajo le dejaran un poco de cuerpo para repararlo. Ahora, sería de nuevo un ciudadano, trabajaría y, tal vez, si el destino lo permitía, se casaría con Nastya o una mujer que lo pudiera querer en ese mundo de vida estandarizada.
Hola Ocitore, por si no lo veía en la lista de relatos de este mes me he pasado para leerte. Me ha gustado, pero me he perdido un poco identificando el origen y el destino de Iván. No se muy bien si es ficción histórica o distopía. Hay frases brillantes en mi opinión como "Levantó la vista y se alegró de que el devastador invierno y las pesadas jornadas de trabajo le dejaran un poco de cuerpo para repararlo."; pero también algunas confusas como "Él esperó la reacción como quien se ofrece en sacrificio. Sintió en su corazón la inocencia y la vergüenza ante un mundo áspero y dictatorial, trató de descubrir si la joven mostraba algún cambio, pero no lo logró." Igual es cosa mía pero no encontraba mucho sentido.
ResponderEliminarEn cualquier caso me gusta la ambientación y el trasfondo de la Rusia comunista, aunque no se si sabes que el famoso Pavlov, el del perro, llevaba por nombre Iván Petrovich. Este no pintaba, claro.
Un saludo.
Javier López
Javier, muchísimas gracias por pasarte por aquí. Me da mucho gusto que te haya interesado el cuento. El caso es que Ivan Petrovich contraía las enfermedades de las personas que pintaba. Un día fue a ver a un miembro del partido para pedirle que lo exentaran de hacer retratos porque era en su perjuicio, sin embargo lo condenaron a Sibería. Cuando sale del campo de concentración viaja hacia la capital y en el tren ve a la niña, la dibuja y espera que se le pasen sus males, pero la niña sólo le transmite inocencia y amor. La madre no lo contagia, por eso se siente curado y se va feliz a rehacer su vida. En fin, creo que lo embrollé mucho. Un abrazo y mucha suerte.
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