La primera vez que se habían arriesgado a hacer el amor se encontraban en
un museo de arte moderno. Tuvieron que idear la forma más adecuada de
confundirse con unas mujeres desnudas recostadas sobre una gran piedra. El
cuerpo de julio sobresalía por su color de piel, pero de no ser por esa
particularidad se habría confundido con el de las jóvenes. Se recostó sobre
Elvira y tuvo una reacción inmediata. Las mujeres sintieron la presión y
soportaron los gemidos leves que emitían los dos intrusos, sin embargo, no se
quejaron porque sabían que la autora, una joven australiana muy liberal,
improvisaba en todas sus exposiciones y no sería raro que les hubiera agregado
a una pareja. No tuvieron que soportar mucho la opresión. Pronto se levantaron
los dos modelos adicionales y se fueron. Las mujeres ni siquiera los pudieron
mirar porque tenían la orden estricta de no moverse durante media hora. A
partir de ese momento, Elvira y Julio se vieron inmersos en una relación de
instintos liberados. Se habían olvidado de cuidar las normas y sus exigencias
iban cada vez más lejos. Ya habían probado tirarse de un puente. Se lanzaron desnudos,
enlazados por las piernas y unidos en cópula; se arrojado al vacío en paracaídas
en el momento álgido de la coyunda; incluso, se habían encontrado debajo de una
camioneta de la policía mientras una lluvia de balas amenazaba con privarles de
la vida. Su adicción a la adrenalina los obligaba a pasar horas enteras
planeando su encuentro sexual en situaciones de alto riesgo. Se habían vuelto
muy fríos de sangre y no se interesaban por las cuestiones del alma. Hay que
vivir el momento a lo máximo—era su consigna—, y lo hacían bien, pues
aprovechaban, empleando el más sofisticado ingenio para obtener el placer
deseado. Se encontraban en la cima de su capacidad. Tenían un plan para ese día
y estaban a punto de ejecutarlo. Habían aclarado todos los detalles y previsto
las situaciones inesperadas que pudieran surgir.
Elvira salió temprano para su trabajo y Julio se quedó esperando los
sucesos del mediodía. No tuvo que esperar mucho. Estaba tomándose un refresco cuando
entró la llamada. Cogió el móvil y escuchó con placer la noticia que le dieron.
Se tomó dos pastillas para estimularse y salió inmediatamente al lugar que le
indicaron. Era una casa grande y medio vacía. Entró y vio a un hombre alto y
fuerte que tenía presa a Elvira. Le indicó que hiciera la transferencia de
dinero y que llamara a la policía. Calculó que el grupo de asalto llegaría en
unos quince minutos. El individuo comenzó su trabajo, fueron atormentados
física y mentalmente, alcanzaron un nivel jamás imaginado de palpitación,
sentían que de un momento a otro les estallaría el corazón. Elvira se abrió por
completo para entregarse, pero en el momento culminante se frustró. Era porque
Julio había sufrido una especie de sangría y en esa secreción se le había ido
toda la energía bestial. Tenía los ojos desbocados. No conseguía culminar el
acto y las sirenas ya herían los muros de la casona. El corpulento agresor se
quitó la máscara, le escupió a Julio y le arrojó su desprecio, luego le hizo
algo a Elvira que la hizo aullar como loba en celo, después bramó decenas de maldiciones
y salió por la puerta trasera. Hubo un instante de desconcierto, Julio vio
dentro de una neblina espesa como su amada salía precipitadamente detrás del
hombre poniéndose con dificultad su estrecho vestido rojo. Llegó la policía. Le
pusieron una manta y lo subieron a la patrulla. Tuvo que declarar más o menos
una hora. Describió mal al raptor de su amada y, después de restablecerse, se
fue a su casa.
Había sufrido una transformación terrible. No pensaba en el placer ni en el
fracaso de ese día y se inclinaba sólo por los juicios morales. Su cuerpo fue
sintiendo la ausencia de la depravación y su espíritu se fue incorporando con
lentitud. No durmió en toda la noche y cuando se encontró mirando por la
ventana las hermosas nubes rosadas del amanecer, suspiró. No podía recordar con
exactitud las facciones de la mujer que lo había satisfecho hasta lo
inimaginable en sus arriesgados encuentros. Podría haber dicho en ese momento
que era una mujer diabólica, pero sabía que eso era mentira. Simplemente se
había dejado llevar por los instintos más bajos del ser humano. No sabía con
exactitud cuál había sido la causa de su descarrilamiento. No se atrevía a
imputarle la culpa a las drogas, ni al alcohol, ni a los medicamentos que había
usado para estimularse. Trató de encerrase en el pasado para recapacitar, pero
el encajonamiento de su presente era tan estrecho que se lo impidió, tampoco
logró vislumbrar el futuro porque el momento era demasiado solido e indigesto.
Pasó todo el día ensimismado. Desapareció todo y una luz lo iluminó clavándole
los pies en la tierra. No recibió ninguna llamada.
Con el paso de los días fue percibiendo cómo su vida se transformaba. Por
el cambio de su mirada las personas se dirigieron a él con amabilidad. Su
secretaria dejó de sentir las obscenas miradas de siempre y se acopló a la
nueva voz de su jefe que ya no le inquietaba ni la hacía rabiar de coraje. Julio
comenzó a aficionarse a la cocina vegetariana, asistió unas cuantas veces a la
iglesia y un sacerdote le indicó el camino a un templo budista. Subió su
rendimiento laboral y fue ascendido a jefe de departamento. Sus empleados lo
estimaban por lo acertado de sus opiniones y se ofrecieron a colaborar de forma
incondicional. Su departamento recibió el premio del año por su rendimiento y
eficacia. Julio estaba hablando con sus compañeros cuando el director de la
empresa se acercó con una elegante propuesta, sin embargo, fue rechazado y recibió
como respuesta una carta de renuncia por parte de su valorado empleado. Nadie
lo pudo creer y los rumores propagaron la noticia de que el jefe del
departamento de logística se había vuelto loco. Fue así como Julio se puso una
bata blanca y huaraches y salió con un tambor a unirse a los jóvenes rapados
que le cantaban con oraciones alegres a un ser llamado Krishna. Su cuerpo se
fue purificando debajo de su túnica gracias a la abstinencia. Sus compañeros lo
fueron decorando con polvos de colores y su cara cogió la mejor expresión de pulcritud,
tanto que se ganó el mote de Siddhartha. Era muy respetado y sus oyentes
disfrutaban con su predicación. Buscaba la blancura en el alma y trabajaba con
persistencia para borrar las manchas que deslucían los espíritus pecadores. Un
día le pareció reconocer un rostro entre el grupo de oyentes callejeros. Era
una dama bien vestida, entrada en carnes y con cara de satisfacción que bailaba
con buen ritmo disfrutando a lo máximo los repiqueteantes tañidos de los
platillos y los profundos ecos de los tambores. Su sentido común no lo engañó.
Era su amada Elvira. Iba acompañada de dos niños pequeños y parecía feliz. Se
concentró en su aura para apreciar el verdadero color de su antigua compañera
de placeres y lujuria. Era azul. No pudo contener las lágrimas cuando ella se
fijó en él y le manifestó su aprobación con una sonrisa. Le echó un beso con la
mano, abrazó a un hombre de mostacho y muy moreno, les ordenó a sus hijos
emprender la marcha y se alejó meneando de forma muy pícara sus caderas.
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