domingo, 21 de mayo de 2017

Amor extremo


La primera vez que se habían arriesgado a hacer el amor se encontraban en un museo de arte moderno. Tuvieron que idear la forma más adecuada de confundirse con unas mujeres desnudas recostadas sobre una gran piedra. El cuerpo de julio sobresalía por su color de piel, pero de no ser por esa particularidad se habría confundido con el de las jóvenes. Se recostó sobre Elvira y tuvo una reacción inmediata. Las mujeres sintieron la presión y soportaron los gemidos leves que emitían los dos intrusos, sin embargo, no se quejaron porque sabían que la autora, una joven australiana muy liberal, improvisaba en todas sus exposiciones y no sería raro que les hubiera agregado a una pareja. No tuvieron que soportar mucho la opresión. Pronto se levantaron los dos modelos adicionales y se fueron. Las mujeres ni siquiera los pudieron mirar porque tenían la orden estricta de no moverse durante media hora. A partir de ese momento, Elvira y Julio se vieron inmersos en una relación de instintos liberados. Se habían olvidado de cuidar las normas y sus exigencias iban cada vez más lejos. Ya habían probado tirarse de un puente. Se lanzaron desnudos, enlazados por las piernas y unidos en cópula; se arrojado al vacío en paracaídas en el momento álgido de la coyunda; incluso, se habían encontrado debajo de una camioneta de la policía mientras una lluvia de balas amenazaba con privarles de la vida. Su adicción a la adrenalina los obligaba a pasar horas enteras planeando su encuentro sexual en situaciones de alto riesgo. Se habían vuelto muy fríos de sangre y no se interesaban por las cuestiones del alma. Hay que vivir el momento a lo máximo—era su consigna—, y lo hacían bien, pues aprovechaban, empleando el más sofisticado ingenio para obtener el placer deseado. Se encontraban en la cima de su capacidad. Tenían un plan para ese día y estaban a punto de ejecutarlo. Habían aclarado todos los detalles y previsto las situaciones inesperadas que pudieran surgir.
Elvira salió temprano para su trabajo y Julio se quedó esperando los sucesos del mediodía. No tuvo que esperar mucho. Estaba tomándose un refresco cuando entró la llamada. Cogió el móvil y escuchó con placer la noticia que le dieron. Se tomó dos pastillas para estimularse y salió inmediatamente al lugar que le indicaron. Era una casa grande y medio vacía. Entró y vio a un hombre alto y fuerte que tenía presa a Elvira. Le indicó que hiciera la transferencia de dinero y que llamara a la policía. Calculó que el grupo de asalto llegaría en unos quince minutos. El individuo comenzó su trabajo, fueron atormentados física y mentalmente, alcanzaron un nivel jamás imaginado de palpitación, sentían que de un momento a otro les estallaría el corazón. Elvira se abrió por completo para entregarse, pero en el momento culminante se frustró. Era porque Julio había sufrido una especie de sangría y en esa secreción se le había ido toda la energía bestial. Tenía los ojos desbocados. No conseguía culminar el acto y las sirenas ya herían los muros de la casona. El corpulento agresor se quitó la máscara, le escupió a Julio y le arrojó su desprecio, luego le hizo algo a Elvira que la hizo aullar como loba en celo, después bramó decenas de maldiciones y salió por la puerta trasera. Hubo un instante de desconcierto, Julio vio dentro de una neblina espesa como su amada salía precipitadamente detrás del hombre poniéndose con dificultad su estrecho vestido rojo. Llegó la policía. Le pusieron una manta y lo subieron a la patrulla. Tuvo que declarar más o menos una hora. Describió mal al raptor de su amada y, después de restablecerse, se fue a su casa.
Había sufrido una transformación terrible. No pensaba en el placer ni en el fracaso de ese día y se inclinaba sólo por los juicios morales. Su cuerpo fue sintiendo la ausencia de la depravación y su espíritu se fue incorporando con lentitud. No durmió en toda la noche y cuando se encontró mirando por la ventana las hermosas nubes rosadas del amanecer, suspiró. No podía recordar con exactitud las facciones de la mujer que lo había satisfecho hasta lo inimaginable en sus arriesgados encuentros. Podría haber dicho en ese momento que era una mujer diabólica, pero sabía que eso era mentira. Simplemente se había dejado llevar por los instintos más bajos del ser humano. No sabía con exactitud cuál había sido la causa de su descarrilamiento. No se atrevía a imputarle la culpa a las drogas, ni al alcohol, ni a los medicamentos que había usado para estimularse. Trató de encerrase en el pasado para recapacitar, pero el encajonamiento de su presente era tan estrecho que se lo impidió, tampoco logró vislumbrar el futuro porque el momento era demasiado solido e indigesto. Pasó todo el día ensimismado. Desapareció todo y una luz lo iluminó clavándole los pies en la tierra. No recibió ninguna llamada.
Con el paso de los días fue percibiendo cómo su vida se transformaba. Por el cambio de su mirada las personas se dirigieron a él con amabilidad. Su secretaria dejó de sentir las obscenas miradas de siempre y se acopló a la nueva voz de su jefe que ya no le inquietaba ni la hacía rabiar de coraje. Julio comenzó a aficionarse a la cocina vegetariana, asistió unas cuantas veces a la iglesia y un sacerdote le indicó el camino a un templo budista. Subió su rendimiento laboral y fue ascendido a jefe de departamento. Sus empleados lo estimaban por lo acertado de sus opiniones y se ofrecieron a colaborar de forma incondicional. Su departamento recibió el premio del año por su rendimiento y eficacia. Julio estaba hablando con sus compañeros cuando el director de la empresa se acercó con una elegante propuesta, sin embargo, fue rechazado y recibió como respuesta una carta de renuncia por parte de su valorado empleado. Nadie lo pudo creer y los rumores propagaron la noticia de que el jefe del departamento de logística se había vuelto loco. Fue así como Julio se puso una bata blanca y huaraches y salió con un tambor a unirse a los jóvenes rapados que le cantaban con oraciones alegres a un ser llamado Krishna. Su cuerpo se fue purificando debajo de su túnica gracias a la abstinencia. Sus compañeros lo fueron decorando con polvos de colores y su cara cogió la mejor expresión de pulcritud, tanto que se ganó el mote de Siddhartha. Era muy respetado y sus oyentes disfrutaban con su predicación. Buscaba la blancura en el alma y trabajaba con persistencia para borrar las manchas que deslucían los espíritus pecadores. Un día le pareció reconocer un rostro entre el grupo de oyentes callejeros. Era una dama bien vestida, entrada en carnes y con cara de satisfacción que bailaba con buen ritmo disfrutando a lo máximo los repiqueteantes tañidos de los platillos y los profundos ecos de los tambores. Su sentido común no lo engañó. Era su amada Elvira. Iba acompañada de dos niños pequeños y parecía feliz. Se concentró en su aura para apreciar el verdadero color de su antigua compañera de placeres y lujuria. Era azul. No pudo contener las lágrimas cuando ella se fijó en él y le manifestó su aprobación con una sonrisa. Le echó un beso con la mano, abrazó a un hombre de mostacho y muy moreno, les ordenó a sus hijos emprender la marcha y se alejó meneando de forma muy pícara sus caderas.


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