domingo, 3 de noviembre de 2024

De cómo finalmente el hombre logró crear los cimientos de la buena voluntad y convivencia pacífica

Llegó agotado a la cima de la montaña. No quería llevar a sus espaldas las pesadas lápidas como la vez anterior. Miró ansioso al cielo, pero no oyó el llamado. Reinaba el silencio. No se sentía el soplo del viento, no revoloteaban las moscas y era difícil respirar. Sintió el calor en sus pies porque las gastadas suelas de sus zapatos tenían agujeros, aguantó. Había una higuera cerca, quería ocultarse, pero sabía que se lo recriminarían después si se quedaba dormido. Llevaba sus herramientas en un bolso viejo. No había nubes y el sol de mediodía lo estaba doblegando.

Sus pensamientos lo irritaban, pensaba que había cosas menos estúpidas que someter a la gente a inútiles pruebas. ¿Por qué no era posible advertir y castigar como se había hecho siempre? ¿Por qué se debían inventar acertijos insolubles? ¿No estaba claro ya que la gente no entendía? Le dio la razón a las deidades por sus represiones crueles del pasado. Si el mismo, un simple grabador de piedra lo sabía, entonces los sabios y los dioses con más razón. ¿Por qué, entonces, habían decidido empezar este juego absurdo?

Pasó media hora y para dejar de experimentar el sufrimiento, se dejó llevar por sus fantasías. Se vio llegando a una de esas plazas en las que Sara, su actriz favorita, hacía las parodias del buen Pablo Mármol subiendo a la montaña para traer las piedras con las inscripciones dictadas por la sabiduría divina. Imaginó a esa rechoncha mujer encorvada por el peso de las grandes tablas de granito. Se rio y logró olvidarse de su mal humor. De pronto oyó la voz.

—Perdona por el retraso—le dijo el hombre viejo a Pablo.

—Has tardado más que de costumbre, señor—le respondió Pablo con cierto alivio.

—Sí, querido hijo, es que me he quedado meditando más de la cuenta. ¿Sabes? Creo que esta vez será mejor que ellos mismos establezcan las reglas del buen vivir…

—Pero, señor…!No serán capaces de urdir nada bueno!!Propondrán dejarse llevar por sus instintos!!fracasaremos!

—No, hijo mío. Con las condiciones que pondré, será muy difícil que se arriesguen a sugerir cosas inmorales.

—Pero, ¿qué condiciones? Además ¿qué pasará, si todo falla?

—No te preocupes. Escúchame bien. Coge esas piedras planas de allí.

Pedro miró a su alrededor y no pudo verlas, le preguntó al anciano y este le indicó que se encontraban bajo unos matorrales. Pablo separó la hierba, las ramas y las halló. Comenzó a limpiarlas con las manos y sacó su cincel y el martillo dispuesto a empezar el trabajo.

—No será necesario hacer las inscripciones, Pablo—le dijo el viejo—. Solo tendrás que llevarlas y pedirle a la gente que diga qué buen hábito o acto de la vida es benéfico para el hombre, y la inscripción aparecerá grabada por arte de magia, y si dicen cosas malas e inmorales, serán fulminados por un rayo. Así que se lo pensarán dos veces antes de dejarse llevar por sus bajas pasiones.

—Pero, señor, es posible que después del primer fulminado, la gente se lo piense mejor y dejen de hacer propuestas.

—En ese caso, les dirás que, si nadie dice nada, perecerán lentamente por causa de una dolorosa enfermedad.

Pablo se echó a las espaldas las piedras y emprendió la marcha. Comenzó a sudar a chorros, le salieron ampollas, se le secó la boca. Le había ordenado el viejo, no parar hasta llegar al pie de la montaña.

Se derrumbó exhausto y se desmayó. Lo estaban esperando con impaciencia. Le dieron agua y comida. Pablo tardó una hora en recuperar el aliento. Nadie se había atrevido a tocar las tablillas por causa de las malas experiencias pasadas.

—¿Qué traes esta ves? —Le preguntó Santiago.

—Tendréis que proponer los hábitos que ayuden a la comunidad y en general al hombre —dijo con dificultad—para que vivamos en armonía. Pero ¡Cuidado! ¡Porque en caso de que propongáis algo malo, caeréis fulminados por un rayo!

—¿¡Pero que estupidez has ideado, imbécil!? ¡Yo propongo que forniquemos hasta el hastío! — gritó un hombre gordo que cayó rostizado por la fuerza de una luz cegadora.

Poco a poco se fueron reponiendo de la impresión y, cautelosamente, alguien dijo: “No matarás…”.


martes, 13 de diciembre de 2022

El arte de hablar

No sé cómo lo hacen. Lo he visto cientos de veces en el cine americano y miles en mi mujer. Quizá sea la prohibición que me hicieron mis padres durante la infancia. Me trataron de educar a su manera, con sus conceptos férreos de lo que es la buena educación, pero en la edad adulta me doy cuenta de que son realmente pocas las personas que observan esas, entre comillas, buenas maneras. “Mastica y habla como si nada—me dicen las personas a quienes les pregunto cómo lo hacen—, solo mastica y sigue hablando”. Lo he intentado para hacerle coro a mi esposa, pero termino atragantándome o, peor aún, escupiendo. Para  es sencillísimo, he notado que sus padres dominan ese arte y pueden superar los límites humanos metiéndose un trozo de pan con embutidos, queso, pepinos marinados y patatas, y seguir conversando sin ninguna dificultad. Me miran y me hacen preguntas, se desesperan porque si estoy masticando algo, tengo que engullirlo para responder, pero cuando lo hago la conversación se ha ido muy lejos y mi respuesta solo puede interferir la tertulia, así que solo abro los ojos, me encojo de hombros y sigo con mi lento proceso de masticar las recomendadas treinta y ocho veces para ayudar a mi estómago a hacer bien la digestión. No estoy realmente seguro de que eso me sirva de algo. Me pregunto, ¿si tuviera esa aptitud de manejar la lengua, la garganta y la quijada al mismo tiempo, me querría más la gente? De lo que, si estoy seguro, es de que me escucharían más y me invitarían a las comidas de negocios. Desconozco si fueron ellos, los que dominan la técnica, los que inventaron esas comidas para cerrar negocios bufando, farfullando, murmurando, susurrando, eructando o estornudando y escupiendo.

lunes, 31 de octubre de 2022

La dueña

¿Por qué no puedo ser una mujer como todas? —le preguntaba Mariana a su novio, mientras él me miraba desconcertado y ella me apretaba muy fuerte. Nunca me habían gustado sus discusiones porque siempre terminaban mal. Comencé a sofocarme, era la presión de los brazos de mi ama que, ya casi fuera de sí, escuchaba con escepticismo a Rubén. Sé que él quería soltarle la verdad, pero el recuerdo de la última vez lo contenía. No crean que todo ha sido así siempre, no, de ninguna manera. Hace un año, cuando me trajo de la tienda, estaba encantada. Me llevó de compras por todo el centro comercial. Me llenó todo un cajón de su armario y se pavoneaba conmigo en brazos por doquier.


Entrábamos a las tiendas y ella, de inmediato, se dirigía a las empleadas con un tono amistoso, pero lleno de hipocresía. “A ver, mis reinas…sí, ustedes dos, ¡No se hagan las occisas!!Tienen que ayudarme a vestir a este querubín!”. De inmediato me pusieron unos trajes de marca. Tenían para toda ocasión.

Muchas semanas me paseé en brazos envuelto en los Dolce Gabbana y Versace de verano. Un día se acercó un tío cachas. Con el pelo rizado y engomado, la piel muy bronceada y comenzó a mirarle los senos a mi dueña. En unos minutos ya se estaban besando y me relegaron a un rincón del restaurante en el que decidieron dónde ocultarse de los mirones. “Te vienes a mi casa”—le dijo Mariana. Él no se resistió. La cogió por el talle y nos condujo a su coche. Tenía un porche rojo. Mariana estaba muy excitada, sudaba y me transmitía su calor. Llegué con un hedor de perfume de Ricci salado y nauseabundo. No hubo preámbulos de ningún tipo. El regaderazo habitual de mi ama brilló por su ausencia. Se fueron directamente al colchón.

Estuvieron casi una hora con el dale que te pego y después oí la conversación. No fue como las otras. Mariana tenía sus amantes, pero a este le dijo que lo tendría de planta. “Serás el oficial. Adiós a todos esos ineptos”. Un tiempo la cosa fue bien. Al parecer, Rubén, tenía algo que lo ponía en un lugar privilegiado dentro del corazón de su amante, pero un día se cansaron.

“Oye, todo eso que tú tienes está muy bien, chica, pero ya sabes que no soy adicto a la silicona y allí abajo… ¿Cómo te lo explico, mujer? Pues, que deberías decirle al cirujano que te lo estreche un poco…Tú me entiendes…para que se sienta más…Bueno, no te enfades, ya nos veremos”.

Desde que Rubén dijo aquello, las cosas empezaron a ir mal. Él llegaba borracho, se metía con ella al cuarto y pasaba media hora de gritos y brama pura. Después volvía la calma, los besos cariñosos y, poco a poco, esa conversación áspera que ya era un vicio, los obligaba a beber la pócima los convertía en monstruos. A mí me tocó pagar el pato en tres ocasiones. Una vez salí ileso, la segunda con hemorragia, la tercera había recibido una fractura y esa vez, esa vez tenía pavor. Había notado con gran pesar, que Mariana reaccionaba de forma más violenta cada vez. Me estaba triturando los huesos. Rubén me veía impotente, como diciéndome:

“Mira, chico, yo no tengo nada que ver con esto. Es esta vieja que no acepta su realidad. Debería ir al loquero. Cómo está eso de que tiene crisis existencial. Pero si ella misma fue quien lo decidió. Si tenía doce años, pues tenía que haber esperado a madurar un poco, pero que necesidad tenían sus padres y los locos esos de la organización de defensa a las minorías. No sé, chico. Es demasiado filosófico para mí. Lo único que te puedo decir, hermano, es que ya estoy hasta las narices de tu ama”.

Quizás he puesto bastante de mi cosecha y una mirada no es lo suficientemente expresiva para transmitir todo eso, pero sé que él lo pensaba así porque se lo había oído gritar a todo pulmón, le había explicado que había sido una decisión propia, que si no estaba en sus facultades mentales para hacerlo, lo hubiera pospuesto para más tarde. Mariana no pudo resistir que la dejaran. Sabía que era por hastío y por la existencia de una rival. No se podía resignar a perderlo y, sin pensarlo, me arrojó por la ventana. Fui a chocar contra una señora que iba con su carrito de la compra. La tiré porque el golpe la sacó de equilibrio y fue a estamparse con un muro. Por fortuna, solo le salió un chichón. Cuando me vio, me cogió en sus brazos, oyó mis aullidos y me llevó con el veterinario.

domingo, 4 de septiembre de 2022

El escribidor


 Bajo los portales de la plaza de Santo Domingo había un local muy concurrido. La atracción principal era la música que producía una máquina de escribir. La gente hacía filas enormes para poder obtener los servicios de Pachequito. No había fenómeno meteorológico que le impidiera a la gente esperar pacientemente su turno.  “¿Ya se la ha dado, querida Chonita? —le preguntaba la señora de la fonda a su amiga que le mandaba cartas a su hijo al otro lado del río. La amiga asentía con la cabeza, sonreía y se marchaba a paso rápido impulsada por la felicidad. Como ella, cientos de personas se levantaban a las cinco de la mañana para coger el autobús y llegar hasta ese sitio. La espera no era muy larga para los primeros, pues el escribiente era madrugador. Los que percibían el fuerte olor a café, tabaco y vaselina, sabían que se acercaba ya el hombrecito de las cartas. Era bajo, delgado y su cara se definía solo por sus grandes anteojos, sus rasgos se diseminaban según el observador. A muchos les parecía que tenía un bigote menudito, con una boca carnosa y nariz afilada; a otros, por el contrario, su cara les producía una sensación de miopía en la que se borraba todo rostro.

Pachequito era de esas personas comunes a las que les fue otorgada una cualidad. No tenía estudios ni había trabajado en ningún sitio para ganar experiencia. Sus padres lo habían mantenido hasta los veinte años y luego, al ver que ya se podía mantener solo, le dejaron crecer las alas y echó a volar. No llegó muy lejos, pues asentó su nido a unos doscientos metros de la casa paterna.

 Él era poco inquieto, muy cerrado y su única afición había sido meditar. En su análisis del mundo descubrió que la vida era complicada para unos y simple para otros. No dependía de la filosofía que tuvieran las personas, sino simplemente de las palabras. Esos sonidos que entraban por las orejas se iban a diferentes partes de la cabeza y actuaban en grupo o aisladas y luego producían cosas raras como euforia, nostalgia, amor u odio.  Chequito había descubierto un día que las palabras nocivas se podían sacar de la mente con una pequeña trampa. Era necesario pensar en ellas, decírselas a él, luego escribirlas en una hoja de papel y luego quemarlas, por el contrario, las palabras benéficas se apuntaban en un folio y se ponían en un lugar visible. Era sencillo, pero había que seguir algunos pasos con exactitud para que llegara la solución. En primer lugar, tenían que ser dictadas en secreto, luego envueltas en un sobre que se sellaba a conciencia para que la palabra no se escapara en el trayecto y, por último, se quemaban las malas en un cenicero y si eran benignas se recibían con un gran saludo y sonrisas.

Escribía hasta el anochecer. La gente le pagaba con lo que podía. Llevaban gallos de pelea, dinero de cobre, costales de maíz, sombreros de paja, huevos u hortalizas. Él aceptaba de todo y luego se lo repartía a sus familiares y amigos. Había ocasiones en que por risibles coincidencias les llegaban las cosas a las personas que habían pagado con ellas. La gente lo tomaba como algo natural, era la confirmación de que el acuerdo había funcionado bien. Las tardes más duras eran en vísperas de fiesta porque la gente acudía en grupos o parejas y casi nadie sola. La máquina de escribir se ponía al rojo vivo al darle tantos golpes al teclado, luego, la palanca de retorno que parecía un bastón, sonaba tan a menudo que salía una canción de notas sordas. Era como una balada de amor en la que se hablaba de cariño, rencor, amor y traiciones. Se componía con las palabras que le susurraban al oído, le solían cantar las más bellas como pasión, delirio, ternura y otras.

Trabajó toda su vida y ningún adelanto técnico pudo hacerle perder clientes, pues más que escribir las palabras, las materializaba o las esfumaba y eso la gente no lo podía encontrar en ningún sitio. Lo visitaron actores de cine, bellas mujeres engalanadas, secretarios de estado y un día que se tuvo que acordonar la plaza, llegó a verlo el presidente. Se bajó de su coche y caminó con seguridad hasta el portal de Pachequito. Le estrechó la mano, le dedicó un gran discurso y luego se sentó en el banquillo, se inclinó, le dijo su palabra. El país mejoró.

miércoles, 29 de diciembre de 2021

Prófugo

En realidad, ya no tiene importancia que te detengan, al final has ganado, ¿no? Sí, es verdad, logré mis objetivos y no tengo nada de que arrepentirme. Y ¿qué hacemos ahora? Pues, para empezar, mete los guantes y el pasamontaña debajo del asiento. Mira, están saliendo de la patrulla. El gordo tiene cara de pocos amigos, y ¿el otro poli? Tiene cara de latino. No lo vamos a pasar bien con ellos, ¿qué les decimos? La verdad. ¿La verdad? ¿Estás en tu juicio? Quiero decir la que ya habíamos urdido. Ah, ¿te refieres a lo del amigo en urgencias? Sí, cuando te pida los papeles se lo das todo. Se va a dar cuenta de que no es mi coche. Ya, pero le sueltas el rollo de lo del amigo que acaba de sufrir un accidente y…Bueno, pero ¿si no cae y me hace bajar y me revisa? Pues, no seas tonto, mete la pistola debajo del asiento o, mejor, en el entreforro del respaldo. No hay tiempo, ya casi está aquí.

Se ha detenido. Mira, está hablando con alguien con su walkie talkie. Le habrán avisado del robo de un coche y está verificando nuestra matricula. No lo creo. De ser así, estaría dictando los números, ¿no? Y ¿qué crees que está haciendo? Pues, está apuntando algo. Será un altercado cerca de aquí. Ojalá. Oye, ¿y si nos comienza a preguntar por lo que hicimos? ¿Lo que hicimos? Querrás decir lo que hiciste tú. ¡Ah! ¿me vas a dejar todo el paquete a mí? Pero, acaso, ¿no fuiste tú quién dijo que me tomara la venganza por mi propia mano? ¿De quién fue la idea de comprar la pistola en el mercado negro? ¿Quién me estuvo jodiendo toda la noche para que eliminara a esos cerdos? ¿No fuiste tú? Sí, sí, pero al final, en tus manos estaba no hacerlo. ¡No! ¡No! ¡No me vas a salir con eso de nuevo! ¡Ya lo hemos hablado! ¡Te empapas conmigo hasta el final! Si me decidí, fue porque no dejabas de joderme cada noche con lo mismo. De acuerdo, de acuerdo, pero ¿Te remuerde la conciencia? Pues, eso lo deberías saber mejor tú. Di lo que piensas. ¿La verdad? Sí, sí, la verdad. Mmm…

¿Qué le pasa a ese tío? ¿no va a venir nunca? No lo sé, debe tener un sexto sentido y quiere que nos pongamos nerviosos. ¡Ja! ¿Nerviosos? Pero si no nos tembló la mano cuando le disparamos a esos idiotas del colegio, ni cuando le reventamos la cara al conserje, ni cuando atamos a aquel hombre a su asiento para que lo detuviera la policía. Oye, eso si que fue ingenioso, ¿no? ¿El qué? Pues, lo de disparar en la calle a los negros y luego dejar al pobre tío atado al coche para que lo encontraran rápido. ¿Qué piensas? ¿nos habrá denunciado? Sí, sí, por supuesto, pero qué iba a decir. “!Oiga, señor oficial! ¡No he disparado yo! ¡Ha sido un tío con la cara cubierta y luego me ha dejado aquí! ¡Se lo juro!!Yo no tengo nada qué ver en esto!”. ¡Aja! Y el idiota se lo ha creído, ¿no? Pues claro. Es que el tipo no tenía ni arma, ni había testigos y además llevaba la cara con el pasamontaña. ¿Sabes? Se me ha ocurrido que tú también podrías hacer lo mismo. ¿Lo mismo? Sí, taparte la cara y decir que un tío loco te ha dejado atado en el coche, que no le has disparado a nadie y que ya deberían detener a ese psicópata que anda por allí matando gente.

Oye, pero no es que andemos por allí matando gente. Estamos ayudando a la policía a hacer el trabajo que no es capaz de hacer. Sí, la verdad es que son unos inútiles. ¿Qué habría pasado si Lloyd se nos hubiera adelantado y hubiera matado a sus compañeros de clase? Lo habría lamentado medio mundo, ¿no? Sí, sí, y ¿lo de la banda de los Indios? Sí, esos cabrones iban a eliminar al bueno de Sam. Además, ¿qué vela tenía en el entierro aquel pobre chaval del barrio de los negros? Creo que hicimos bien en salvarlo y en eliminar a toda esa gentuza. Bueno, pues tú chitón. Ya está aquí el gorila este. Baja el cristal.

—¡Buenas noches, oficial!

—¿Viene solo?

—Sí.

—Mire, necesito ver sus documentos, por favor.

—Aquí los tiene

—No es suyo el coche, ¿verdad?

viernes, 3 de diciembre de 2021

Imposturas

Miré de nuevo la portada del libro y la imagen me pareció de una pancarta publicitaria. Recordé por qué me había comprado ese libro. Me intrigó, es la verdad, fue tan persuasiva que dejé tres obras clásicas muy buenas en la estantería. Cuando lo adquirí no sabía que estaba pagando por un proyecto muy comercial. Ya había oído que las editoriales se decantan por las historias contadas por un gran equipo. Las novelas ya no son una obra individual, ahora se reúne un grupo de personas que analizan todos los aspectos socioculturales, además del comercial y nos venden lo que quieren. Sofía Piace era la autora de tres novelas que estaban causando revuelo. “No, joven, llévese esta de la Piace, se está vendiendo como pan caliente, además acaba de ganar un premio literario muy importante”. No debí hacerle caso a aquel hombre que actuaba de buena fe, pero que no había leído lo que me recomendaba. Como me estaban mirando con curiosidad una mujer con su hija, me preocupé por guardar las apariencias y acepté. Pagué el equivalente a tres menús del día y pensé que no solo de pan vive el hombre y que si me recomendaban el libro era por algo. Cogí mi vuelta y me marché. Leí el prólogo de nuevo y un remordimiento me hizo pensar con nostalgia en mis tres comidas perdidas. Siempre tratamos de convencernos de que invertir en libros es muy bueno, aunque después nos decepcione el autor.

No volví a abrir el libro hasta el sábado. Mariana llegó a visitarme. Le preparé su comida preferida y puse la mesa. Le gustó todo, pero más el postre. Por lo regular, es constante en sus gustos y opiniones y es muy predecible, por eso la entiendo bien y nos acoplamos en muchos aspectos. La miré con su vestido de flores tan bonito y le dije que era una lástima que no saliéramos a algún sitio. Le insistí bastante, pero cuando noté que era inútil, desistí. En la sobremesa me habló de unas novelas que la habían intrigado. “Sabés, flaco, me han dicho que La novia napolitana es una obra de lujo, che”. No me pude contener y le dije que la había comprado. Me la arrebató de las manos y comenzó a leerla en voz alta.

…El cadáver de la mujer estaba en descomposición, la pobre había muerto torturada y había sufrido mucho. La inspectora Mónica Di Mora sintió vértigo al ver el rostro de la muerta…

Conforme iba leyendo, Mariana, se iba desfigurando su rostro. Se enfadó muy pronto y, sin poder contenerse, arrojó el libro al suelo. “¿Pero qué tipo de escritor se atreve a describir este sadismo? ¿No podía haber pensado en otra forma de asesinato? Si para descubrir a un asesino psicópata, no se necesita empezar una obra así. ¡Que le den, a esa Sofía Piace!”. Mariana es de aquellas personas que si le gusta una opinión la hace propia. Le había comentado alguna vez que Chandler en sus consejos para la escritura de novelas policiacas había recomendado no recurrir a las sectas, ni la mafia, ni mucho menos, a los seres del más allá porque eso era un recurso muy barato y cómodo que cualquier escritorzuelo podía emplear. Las grandes obras, decía el famoso autor, deben contener el mínimo de sospechosos, regirse por la lógica, mantener la intriga y la trama debe ser original. Habíamos descubierto en el primer capítulo que la Piace solo se aprovechaba del morbo que sentía el lector para seguir con su historia. No comentamos más esa noche, pero pronto habría un escándalo provocado por la tal Piace.

Salimos a pasear un rato para tomar un poco de aire y al volver nos echamos en la cama, hablamos de nuestros planes para las fiestas de fin de año y nos dormimos. A la mañana siguiente desayunamos y nos despedimos. Mariana estaba preparándose para una entrevista de trabajo y la consumían los nervios. A mí me iba como siempre en la oficina, lo único desagradable era que, por falta de presupuesto, la empresa no nos daría aguinaldo. “No habrá dinero suficiente para fin de año. Estamos en números rojos”. Se vinieron abajo mis planes y salí un poco enfadado esa tarde. Me fui a dar una vuelta por el centro. Le compré a Mariana unos dulces tradicionales que elaboran artesanos y que son muy ricos. Llegué a su casa. Me abrió su madre que no era muy cordial conmigo y la llamó. No me invitó a pasar, dijo que su madre estaba haciendo unos patrones de ropa y estaba de muy mal humor, así que lo mejor sería no provocarla con nuestras charlas de siempre. Tampoco quiso darse una vuelta conmigo. Me fui a ver una película y cuando terminé de verla me fui a mi casa, en lugar de encontrarme con Francisco y preparé la cena. Puse la radio y escuché a mis anchas la música que no soporta Mariana. Estuve tarareando canciones de Police, George Michael, Depeche Mode y otros. De pronto, vi tirado el libro y lo puse en la mesa, pero sentí la necesidad de continuar con la lectura. A veces hay cosas que despreciamos, pero por pura desidia, aburrimiento o una actitud absurda, seguimos haciendo lo inútil e improductivo. Eso me pasó en ese momento, me senté en el sofá y empecé a leer.

Descubrí que la popular escritora italiana tenía el estilo de un guionista, que usaba los elementos de las series de televisión y sabía qué cosas repulsivas despertaban el morbo. La novela me pareció muy floja y no era lo que decían los famosos que la recomendaban. Pensé en la cantidad de publicaciones basura que aparecen cada día en la red y me dije que la escritora solo quería ganarse la vida como todos los demás. Lo malo es que busqué información sobre ella y no había mucho. Era un ama de casa, divorciada con dos hijos que mantener y no tan joven. No había ni fotos ni una breve biografía. Pensé que todos tenemos derecho a ganarnos la vida de forma honesta. Una cosa era que no me gustara su novela y otra que no tuviera derecho esa mujer a vender sus libros como quisiera. Recordé que me habían dicho algo sobre su premio. Si, en efecto la habían nominado para uno de los premios más prestigiosos, pero el jurado apenas lo iba a desvelar. Precisamente ese día lo anunciaron. “¿Ya has oído lo que dicen de la Piace?”—me preguntó Mariana. Le dije que no sabía nada y me colgó dejándome la tarea de leer la noticia. Ésta no era muy buena porque había desatado una polémica en la opinión pública. Resultó que la famosa escritora no era tal. Primero, no era mujer, luego, no era una persona, sino dos y, al final, se había presentado un par de tipos para recibir el mentado premio. Impostores, mal nacidos, farsantes, decía la gente indignada.

 Le pregunté a Mariana su opinión y me dijo que era normal, que estábamos rodeados de farsa en el país y que eso se estaba convirtiendo en un hábito de la sociedad. “De qué te sorprendés, si todos llevamos una careta, un antifaz que no deja ver nuestro verdadero rostro”. Era cierto, vivíamos en la farsa. Los políticos, los periodistas, los presentadores de la tele, los locutores, muchos escritores y casi toda la gente fingía. Eran muy pocos los que se preocupaban por decir la cruda verdad y por lo regular se les aislaba y sancionaba por no ir al ritmo de la modernidad. A mí me daba lo mismo lo que hicieran esos dos tipos con sus libros, lo malo fue que corrieron mares de tinta sobre el suceso y era imposible evitar hablar de ello. En realidad, la idea no era mala y las condiciones sociales habían dado la pauta para que se diera un fenómeno tal. Las mujeres que estaban haciendo un esfuerzo enorme por ganarse sus derechos se sintieron ofendidas cuando supieron la verdadera identidad de la Piace. Muchas librerías tiraron cientos de ejemplares de La novia napolitana a la calle. Todos hablaban de lo políticamente incorrecto.

Mariana llegó desolada, no le habían dado el puesto por el que tanto había sufrido. “Me faltaron dos puntos, che, ¿te imaginás? Dos miserables puntos y un año de mi vida echados a la basura”. Traté de consolarla, pero era imposible. En esas situaciones lo mejor es desahogarse, sacar toda la furia de dentro y evitar los pensamientos optimistas. Terminamos en la cama y cuando ella se calmó me dijo que necesitaba desconectar del mundo. Nos pasamos tres días como autómatas, dejando que sus frustraciones se fueran desvaneciendo. Falté dos días a la oficina y me pusieron una multa. No me importaba porque era imprescindible el bienestar psicológico de mi novia. Se calmó y quedamos de inventarnos algo para seguir adelante. Un fracaso puede ser el principio de algo nuevo.

—Oye, ¿recordás lo que dijo aquel escritor inglés sobre los fracasos en la narrativa?

—¿Cuál?

—Ese que dijo que cuando un escritor novato fracasaba en todos los géneros, se aferraba al erotismo como último recurso para salvarse…

—Ah, sí, pero no era inglés, era americano.

—Bueno, pues ¿lo recuerdas o no?  

—Por supuesto, pero a qué viene eso ahora. ¿No estábamos hablando de tu próxima intentona?

—Si, pero creo que podríamos probar otra cosa.

—¿Cómo qué?

—Pues, escribir.

Mariana y yo habíamos asistido los domingos a talleres de narrativa y siempre nos habían devuelto los textos, jamás logramos en tres años escribir algo bueno, ni siquiera aceptable. No sabíamos si éramos malos alumnos o simplemente estábamos en la época y lugar equivocados. Mariana dijo que debíamos intentarlo, que cualquier cosa era aceptable si se trataba de mejorar nuestra alarmante situación. Le dije que ya había demasiados fracasados que habían atiborrado de basura la red. “Pero nosotros seremos diferentes, Che, ¿no te das cuenta?”. No sabía cómo hacerlo. Le dije que ya estaban allí Anaís Nin, Margarita Duras, las Lauren con su Bello Bastardo, Sylvia Day y, hasta Xaviera Hollander. Esa no, dijo Mariana enfadada, esa solo hace confesiones de su vida privada e inmoral. Empecemos con algo, me ordenó dándome un cuaderno y un bolígrafo. A mí me había tocado ser el escribidor o escribiente y tenía que hacer los diagramas, listas de vocabulario y todo lo necesario para los cuentos que escribíamos. Repasamos los cientos de libros que habíamos leído y llegamos a la conclusión de que Fanny Hill, Las confesiones de una abuela rusa, La historia de O, Grushenka y muchas más obras pertenecían a un pasado muerto. Lo moderno es impactar, ser lo más directo posible, no obstruirle la imaginación al lector con palabras difíciles o metáforas que lo alejen de sus instintos y deje la lectura.

Acepté todas las propuestas de Mariana con la seria convicción de que fracasaríamos. Nuestro seudónimo era Tafari, sonaba bien y su significado era “La que inspira pavor”. Nos reímos pensando que, en efecto, así sería, que nadie querría leer nuestras historias. Poco a poco fuimos inventándonos la trama. Cosas como una habitación en Roma o las sombras de Gray y, a pesar de que ésta última ya era una historia muy estúpida decidimos bajar aún mucho más nuestro nivel. Creo que lo único bueno que nos dejó ese libro que escribimos fue la agradable experiencia de redescubrirnos, pues para cada capítulo era necesario meternos en la cama y describir de una forma muy guarra lo que hacíamos. Experimentamos hasta el dolor. A veces terminábamos satisfechos, pero la mayoría de las veces sentíamos un fuerte rencor. Nos dirigimos a una editorial de tirajes pequeños y a la semana ya teníamos nuestro cien ejemplares listos. Tramitamos todo lo que era necesario para los derechos de autor y nos gastamos hasta el último céntimo.

Pasó el tiempo y no vendíamos nada. Nuestro libro permanecía en una librería muy concurrida entre las novedades y solo nos acarreaba molestias. Teníamos que pagar una cuota porque lo mantuvieran allí. Nadie quería hacernos una reseña o una crítica. Decidimos mantenerlo una semana más, pues como decía Mariana, ya le habíamos invertido bastante tiempo dinero y esfuerzo como para darnos por vencidos. Al final, se vendió solo un ejemplar y lo dejamos por la paz. Era casi imposible que se vendiera otro, pensamos.

Cuando nos habíamos olvidado por completo de aquel gran error, un hombre nos contactó. La llamada la cogió Mariana que era quien había tenido más tiempo y había dejado sus datos en todos los registros. “Oiga, queremos acordar con usted la venta de su libro—le había dicho aquel editor tan amable—. Solo queremos proponerle unos pequeños cambios”. Lo llevaron a la redacción y un corrector lo pulió, le cambió algunas expresiones demasiado coloquiales, nos propuso nombres más adecuados para los personajes y una portada realmente buena.

No tardó en venderse la primera tanda de mil ejemplares. Un periodista, amigo de la casa editorial nos hizo una gran reseña y las ventas aumentaron. “Lo más importante es que hagamos de su Afari una dama misteriosa”. Nos pusimos muy contentos cuando empezamos a recibir los dividendos. “Ahora sí, flaco—me dijo ella—, no tendremos que estar buscando empleo ni pidiendo limosnas, ¿por qué no renuciás, che? Esto nos va a dejar una buena plata”. Traté de decirle que al principio sacaríamos dinero, pero en unos meses la gente dejaría de comprar el libro y tendríamos que seguir con la siguiente novela. Ella pensaba que lo haríamos muy fácilmente, pero le expliqué que para ser originales con la segunda parte de la saga habría que ser muy intrépidos. Me propuso buscar algún club de gente aficionada al sexo grupal. “Buscáte un club de suingers o lo que sea, tenemos que ir a ver qué hace esa gente”. Hizo oídos sordos a mis explicaciones y advertencias. Le dije que si íbamos tendríamos que participar y yo no deseaba en absoluto vivir esa experiencia. “Hacelo por el libro, che. No va a pasar nada”. Acepté a regañadientes y contacté con un hombre que organizaba por las noches en una cancha de baloncesto sus encuentros. Llegamos a la hora y encontramos gente de todo tipo. Había quien ya se conocía y las conversaciones eran amenas. Se nos acercó un hombre flaco que no le quitaba la mirada a Mariana, iba con su amiga, compañera o mujer, no nos lo dijo. Se requería de mucha prudencia y estaba prohibido decir los nombres reales, pedir teléfonos y llevar una conducta inadecuada. Sonó una campana y la gente empezó a reunirse en grupos. Nos llamó el flaco ese, pero me llevé a Mariana lejos de ese pervertido. Nos encontramos de pronto con una pareja y nos indicaron que podíamos desnudarnos. Me costó mucho trabajo despojarme de la ropa y lo primero que hice fue abrazarme a Mariana, pero el hombre dijo que tenía que hacer el amor con su mujer. Prefiero no contar lo desagradable que resultó todo. Al menos para mí esa experiencia fue traumática, sin embargo, Mariana se puso a analizar todo. No sé cómo logró ser tan insensible a lo que sucedió, pues mientras yo me excusé diciendo que no había llevado ningún estimulante, ella sí que aceptó todo lo que le propusieron. Lo peor vino después.

“Ya está, che. Estoy lista. Escribamos, ya”. Fue horrible describir lo que ella contaba con tanto gusto y detalle. Me puse celoso y me negué a continuar, pero ella dijo que era por el dinero y que si queríamos seguir vendiendo historias tenía que aceptarlo. Terminamos en una semana la historia de Afari en la jauría. Nos felicitó el editor. “!Pero qué historia tan convincente! Si no me aseguraran ustedes que esto es producto de su imaginación, pensaría que participaron realmente en una cosa así”. Es exactamente lo que la gente estaba esperando. Sigan así y tendrán garantizado el éxito este año. A mí no me hizo la mínima gracia aquella opinión, por el contrario, me imaginé que tarde o temprano tendríamos que revelar quién era esa famosa Afari y nos reconocerían. Tal vez hasta nos echarían la bronca. Le supliqué a Mariana que parara, pero ella estaba enajenada. Descubrimos lugares extravagantes y cuando se publicó la cuarta novela decidí alejarme de ella para siempre. Cogí mis cosas, pagué el último alquiler y me fui a otra ciudad sin decir nada. Encontré un empleo y me dediqué a llevar la modesta vida rutinaria a la que estaba acostumbrado.

Un día al salir de un centro comercial me encontré a Francisco. “Pero, mira a quién me he venido a encontrar…¿Qué tal estás Federico? ¿Has venido con Afari, es decir, con Mariana?”. No entendí lo que me quería decir y entonces me puso al día. Era que Mariana había salido del armario y la gran comunidad femenina la había apoyado muchísimo, la ponían como ejemplo para criticar la usurpación de la Piace. “Ésta sí que es escritora y no anda escondiéndose por allí como esos maricones de mierda”.

Quedé desecho. La noticia no me gustó nada. Me dio gusto que Mariana por fin hubiera encontrado una forma de ganar dinero, pero el precio era muy alto, sobre todo si se tomaba en cuenta que siempre había compartido conmigo sus principios morales. Ahora la cegaba la fama y el dinero y no tenía ningún reparo en confesar sus aventuras sexuales. “El fin justifica los medios, che, tenés que aceptarlo”. Tanto como aceptarlo, no pude. Más bien me resigné y traté de no pensar en ella, sin embargo, era imposible no ver su nombre en la prensa, en los anuncios publicitarios, en la televisión o en las redes sociales o los canales de vídeo. Me hice de nuevo la pregunta que siempre me había quitado el sueño. ¿Y si todos estamos destinados a ser impostores en nuestra sociedad? Al final cada uno de nosotros era un impostor, un embustero que mostraba una máscara ante la sociedad y en la intimidad destapaba su rostro desfigurado. Miles de retratos de Dorian Grey descomponiéndose en el lienzo mientras nos veían presentables en nuestro trabajo, en el círculo de amigos, en la familia, en la iglesia, en cualquier lado menos en la intimidad de nuestro dormitorio. Hay quien tiene fuerza de voluntad para oponerse a la farsa y trata de mantenerse en su actitud seria y responsable, pero el ataque ideológico hace ceder a la mayoría. ¿A quien no le gusta el dinero fácil? Todos quieren mucho con poco esfuerzo y si existe esa posibilidad por que matarse con la filosofía o la ciencia.

Me llamó Mariana, estaba en la ciudad y me dijo que Francisco le había dado mi dirección y teléfono. “Pero, che, ¿cómo vas a negarte? Eres parte de todo esto y me has dejado tumbada y sola. Tienes el compromiso de cargar con esto. Iré a verte, ¿sabés? Y no aceptaré excusas…”. No sabía qué hacer. Me remordía la conciencia y me enfurecía mi situación. Habría querido ser como esos asesinos en serie que no experimentan emociones y decir que no, pero Mariana había dicho la verdad y si eso no me gustaba era mi problema. Traté de imaginarme qué sucedería si me negara y decidí que mi vida siempre había sido austera y con grandes urgencias de dinero. Llegó a las tres de la tarde. No la reconocí. Llevaba ropa de marca, un nuevo peinado, se había hecho una cirugía plástica, llevaba tatuajes y hablaba con mucha seguridad. Lo primero que hizo fue besarme como antaño. Enrojecí y se despertaron en mí los recuerdos. Luego, me dijo que no podía soportar mi ausencia, que gracias a la decisión que habíamos tomado lo tenía todo. “Debés estar a mi lado, che, no podés dejarme todo a mí, no seas boludo”. Era verdad, no la podía traicionar. Una cosa era que me aferrara a mis principios y otra que la dejara sola acarreando todo ese cochambre de la gente. Estuvimos conversando muchas horas. Se quedó a dormir y al día siguiente recibió una llamada. Tenía una presentación en una casa editorial. “No voy a ir sola está vez. ¿Lo oís? Anda, vení, que tenemos que ir a comprarte un buen traje. Hoy será tu presentación, ya verás que giro dará nuestra historia. Le diré a todo mundo que juntos inventamos a Afari y que vamos por la quinta novela”.

La noticia fue en verdad sensacional. Todo mundo nos aceptó y las criticas en las revistas y periódicos solo despertaron la curiosidad de la gente. Las ventas de la novela se dispararon y comencé a llevar la vida lujosa que siempre había deseado. Me sigue remordiendo la conciencia y muchas noches no duermo, pero cuando nos traen fotomodelos a casa para que Mariana y yo nos inspiremos, se me olvida todo.

 

martes, 17 de agosto de 2021

Casa verdugo

“Esta casa tiene su propia personalidad—me dijo el dueño con una mueca sutil—. Ya lo verá en cuanto se mude aquí”. Tenía varias semanas buscando una casa amplia, pero ninguna de las que había visto me convencía, incluso esta me parecía un poco anticuada. Lo único que me retenía era la curiosidad que había despertado en mí el dueño, pues, según él, las personas que la habían comprado anteriormente habían encontrado algo asombroso que les cambió su vida. En cierto grado, era lo que necesitaba, un gran cambio en mi vida. Durante la transacción logré que me rebajara una jugosa cantidad, ese hecho me alegró bastante, sobre todo, porque el señor Vasconcelos siguió con su actitud alegre y sus bromas muy certeras. Le pagué y decidí irme a vivir allí de inmediato. No haré referencia a las dificultades que tuve para amueblar mi nueva residencia porque les aburriría con aspectos de poca importancia para mi historia. El caso es que desde el primer día que pasé la noche allí, noté las cualidades de la casa. El primer suceso fue ver el sueño que tuve a los trece años. Lo había olvidado por completo y me había costado muchos años librarme de aquella ave onírica de malagüero.

Me desperté de madrugada horrorizado. Había visto de nuevo ese cuervo negro que maté y que me persiguió toda la adolescencia. Pude hasta escuchar su voz de humano, sus insultos, sus presagios y su maldición. Quise irme de inmediato, pero descubrí que me era imposible, no por que no tuviera a donde ir, sino porque una fuerza desconocida me lo impedía. Los sueños comenzaron a ser mas frecuentes. Las visiones nocturnas habían sido para mí una cosa insignificante, por eso nunca les ponía atención, sin embargo, estaba soñando cada noche. Lo peor era amanecer con las imágenes terribles que a las cinco de la mañana me despertaban. Durante el día se iban desvaneciendo los recuerdos y a la hora de la cena me encontraba excitado y con ganas de satisfacer mis deseos. Comenzaba a prepararme para ir a aliviar mis pasiones, pero cuando ya estaba todo listo, me aplastaba la desgana, perdía todo el deseo de irme y me servía un poco de alcohol y me sentaba a esperar a que dieran las doce en punto. Cuando sonaba la última campanada del enorme reloj del salón, me iba despacio a mi dormitorio, apagaba la luz y me dormía.

El desvelo me pasó factura. Perdí muchos kilos, me aparecieron unas ojeras de color morado que remarcaban las venas rojas en mis cuencas, perdí el pelo y me llené de arrugas. Lo peor es que me comenzaron a atosigar sensaciones que solo había experimentado durante mis noches de lujuria. Nunca había sentido lástima por nadie, no sabía lo que era el cariño, el amor o la angustia y la desesperación. Siempre había sido un hielo y, por eso, había logrado ser lo que era. En algunas ocasiones llegué a preguntarme si no sería un reptil con cuerpo humano. Podía pasar horas mirando documentales de la National Geografic, pues me sentía muy identificado con los seres del desierto y las junglas. Primero corrieron ríos de sangre, luego cuerpos destazados, después violencia extrema y todo eso, que antes era para mí algo placentero, ahora me desagradaba mucho y las náuseas me obligaban a correr al baño para vomitar.

Los crímenes que cometí se fueron repitiendo en esos sueños matutinos y cada movimiento que hacía cuando me incorporaba era muy doloroso. Sentía que me clavaban enormes agujas calientes, el dolor era intenso, pero lo peor era la repulsión que sentía hacia mí mismo. Se desmoronó mi ego y empecé a transformarme en un bicho. Temblaba por cualquier cosa y no había calmantes que pudieran detener mi sufrimiento. Era tan sensible que los zumbidos de las moscas me resquebrajaban la cabeza. Ver sufrir a alguien me ponía el estómago del revés. No comía y las habitaciones se alargaban, nunca podía encontrar la cocina y me alimentaba de lo que encontraba en los rincones. La penumbra me sumía en un calabozo y me sentía inmovilizado por unos pesados grilletes. Ya no lo podía resistir más y llamé a la policía para confesar. “No señor, está usted en un error—me decía la voz de un policía entrado en años—. Ese hombre, quien dice ser usted, lleva mucho tiempo muerto. Cerciórese bien de su nombre y fecha de nacimiento. Llame mas tarde y le atenderemos con gusto”.

jueves, 8 de julio de 2021

Muerte al maestro

La gente estaba impresionada por la ejecución del gran maestro. La rapsodia en azul de Gershwin nos había puesto la piel de gallina durante diecisiete minutos y los dedos de James Tasson se movían de forma prodigiosa. Llegó la última parte y con golpes contundentes el pianista decidió entrar en la recta final. Los vientos tocaban una marcha bélica, los platillos rompían el aire y James se levantó para culminar. La gente se puso de pie, pero se oyó también un estallido. Las partituras salieron volando y el cuerpo de James se desmembró en el aire. Los aterrados músicos estaban manchados de sangre, conmocionados, pero ilesos. Los guardias llegaron al escenario para impedir que alguien se acercara. Un empleado llegó con un extintor y apagó las llamas que estaban devorando el piano. Me acerqué al escenario y pedí que me dejaran mirar la montaña de tablas arrumbadas. Recogí las partituras y descubrí que tenían algo escrito con tinta roja. Las acomodé, faltaban algunas que se habían quemado, y me las guardé en la chaqueta. Llegaron los enfermeros y comenzaron a recoger los miembros del cuerpo del pobre James Tasson. Los sollozos no habían parado, algunas mujeres se habían desmayado. La gente no podía entender qué le sucedía dentro del cuerpo. Dos sensaciones se le habían mezclado, la dicha provocada por la música y el terror de la muerte. A mí también se me hacía muy amarga la saliva. Cuando llegaron los policías y el forense les conté todo. “Ya me estoy encargando del caso”. ¡Vaya sorpresa que le han dado inspector! —me dijo Charles mi ayudante—. Era verdad. Me habían regalado las entradas y ni siquiera había preguntado quién. Me habían dicho que ese concierto era especial y que era lamentable no poder asistir. ¿Lo habrían lamentado? Jamás lo podrían comprender y cuando se enteraran de las noticias se les arruinarían sus vacaciones o lo que estuvieran haciendo.

La sala se fue quedando vacía. Los periodistas habían tomado sus fotos y se habían ido. Me pregunté sobre la razón de la explosión. Alguien había puesto una bomba y sabía que el maestro activaría el detonador al terminar la composición de George Gershwin. Debía ser un músico o alguna persona que odiara al maestro. Lo único que sabía era que James Tasson era un prodigio. Saqué las partituras y descubrí las siguientes notas:

“James, ¿te acuerdas de mí? Soy uno de tus alumnos. Me destruiste por completo y ahora tendrás que pagarlo todo. Tengo tu reputación en mi poder…Ahora que ya te has convencido sigue mis instrucciones…Toca esa variación de Rajmaninov, tan romántica…Después de tus represalias quedé frustrado para siempre…Quise terminar suicidándome…No despegues tus ojos de las notas, ¿no me decías así? Pues, ahora te toca a ti y mientras lo haces…Tu carrera estará en peligro, por tu culpa… Y así se mezclarán en ti esos sentimientos que transmitió el maestro ruso y que eran mi ilusión…Ya falta poco, James, soy ese bichito, ¿recuerdas? Sólo unas notas más y pasarás a la inmortalidad…”.

Comprendí por qué la actitud del concertista había dado un giro unos minutos después de haberse sentado al banco. Incluso, me pareció recordar que unas notas fueron diferentes, ya que las había oído por la radio y algo me había alertado de que eran discordes. Seguramente con la amenaza que tenía escrita en las hojas no podía concentrarse al cien por ciento. La cuestión es que no sabía qué información podría estropear la reputación del músico. Tenía que empezar la investigación lo más pronto posible, pero estaba impactado. He visto cientos de cadáveres, pero nunca había presenciado un asesinato. Por increíble que parezca, jamás había visto cosas violentas. Era como una de esas paradojas del mecánico que no sabe conducir o el doctor que le tiene temor a la sangre. En mi caso siempre me habían avisado de los homicidios, pero jamás los había presenciado. Era horrible y sentía asco y desprecio por el autor de tal aberración.

Durante la semana visité el conservatorio. Me dijeron que James era un adicto al trabajo, muy estricto en los exámenes y un docente encomiable. Entré en la cátedra para hurgar entre sus cosas. Una secretaria me ofreció café y me llevó al despacho de Tasson. No había mucho orden y pensé que era normal en un creativo de esa talla, mantener un caos controlado en el que se sentía a sus anchas. Vi muchas partituras, tesis de antiguos estudiantes con dedicatorias, fotos de graduaciones, libros, un tablero de ajedrez al que le faltaba un caballo y en su lugar habían puesto una chapa de refresco. Me pareció original la idea. Encontré unos cuadernos en los que el maestro hacía sus anotaciones. Eran apuntes de todo tipo con ideas raras, frases de filósofos y dibujos magníficos. En su gaveta había un mechero que según me dijeron, dejó de usar cuando tomó la decisión de no fumar más. En esa abundancia de papeles debía existir algo que me guiara al asesino, pero no sabía qué pista podría encontrar para jalar del hilo. Le pregunté a la secretaria si el compositor recibía visitas y quienes eran las ultimas personas que habían entrado allí. “Venía mucha gente, ¿Sabe? —dijo coqueteándome un poco—, pero él no le permitía a nadie pasar ese umbral. Los estudiantes lo tenían prohibido y solo Charles y Anthony podían sentarse con él a jugar y conversar durante horas. Con ellos discutía algunas cosas de la historia de la música, de la composición y de los brillantes alumnos que podrían destacar”. Le pregunté si recordaba a algunos estudiantes destacados. Me hizo una lista y cuando llegó al final, dudando un poco me dijo: “No sé si se podría incluir a Arsenio Barragán…es que ese no terminó siquiera el segundo curso, pero era un genio según James”.

Supe esa tarde que el ser humano puede llegar a traspasar límites inimaginables. No creí lo que me había dicho la secretaria. Según las palabras de James, ese chico tenía una capacidad de trabajo enorme, pero por lo mismo su vida estaba amenazada, ya que con lo que interpretaba o inventaba podía, primero, romperse los dedos, y, segundo, llegar a sufrir un infarto cerebral. Me interesé por su paradero, pero no lo llegué a encontrar. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Volví a los documentos de Tasson y encontré una carta que no envió.

“Nunca lo comprendiste, querido, Arsenio, de seguir con lo que deseabas, te habrías vuelto loco. Tus secuencias, es decir, tus cadenas interminables de escalas y variantes lo único que habrían provocado, habría sido un corto circuito en tu cerebro. ¿Quieres saber cuál habría sido tu fin? Pues la muerte por un infarto cerebral. ¿Pero no de los comunes? En ti se había desarrollado un fenómeno extraño. Algo que solo un músico podría ver. Lo noté un día cuando te vi a contra luz en uno de los corredores del conservatorio. Era un aura de color azul celeste, eran como pequeñas descargas eléctricas que parpadeaban con un ritmo simple, celestial, pero fue suficiente para entenderlo todo. Eso te iba a generar una acumulación de energía que te destruiría tarde o temprano. Si te prohibía coger temas difíciles y te incitaba a dejar la música era por esa razón. No quería que te privaras de la vida, era un suicidio. Chico, había muchas otras cosas que habrías podido hacer, pero te empeñaste en seguir. Como artista lo entiendo. Para mí, tampoco existe la vida sin las notas. Aunque, tu tenías otra salida. Te habrías convertido en un excelente pintor o escultor, tal vez. Lástima”.

La secretaria me dio la última dirección de Arsenio y me fui a buscarlo. Llegué a una casa vieja muy alejada de la ciudad. La casera me dijo que Arsenio era un mal inquilino, que tenía algo de macabro y que lo había echado por moroso. Le pedí que me lo describiera y que me dejara ver las cosas que había dejado en su habitación. No encontré mucho, pero conocí su caligrafía que era malísima. No se entendía casi nada de lo que ponía en sus garabatos. Pensé que tal vez su mente fuera mil veces más rápido que su mano y eso lo obligaba a plasmar el camino de un hilo enmarañado que se alargaba por todo el papel. Tenía su descripción. Bajo, fortachón, con tendencias a la calvicie. Moreno y un poco encorvado. Silencioso e irritable. Su mirada es muy penetrante, me dijo la señora con un poco de miedo. Pensé que sería un hombre introvertido dedicado a la música, preso de sus pensamientos que veía en la gente un estorbo para trabajar. Debía encontrarlo, pero no tenía ni idea de su paradero. Seguro estaría trabajando con clases particulares, tocando el piano en algún bar o refugiado en alguna cueva de la ciudad sobreviviendo con penas. Era mi principal sospechoso y los demás quedaron en segundo plano. En el mundo del arte se lamentó mucho la fatídica muerte de James Tasson. Ya me habían asignado el caso en comisaría, pero me estaban presionando para encontrar al asesino y, aunque, tenía un buen equipo, en las pesquisas no habíamos encontrado nada. El tiempo se me estaba acabando.

Una tarde se fue la luz del edificio y los eléctricos repararon unos fusibles y cambiaron algunas lámparas. No les puse mucha atención porque salí a tomarme un café. Cuando volví encontré una nota en mi mesa. La información era extraña y reconocí la escritura. Le pregunté a todos los que habían visto a los trabajadores. “Sí, en efecto, decía la mayoría, uno era bajo, calvo y un poco encorvado. Tenía un aspecto enfadado y de vez en cuando refunfuñaba. Ya lo tenía localizado y comprendí que me había estado siguiendo los pasos. En el mensaje decía que quería verme. Dejó la dirección escrita con mas claridad. Había día y hora específicos para el encuentro.

Antes de acudir a la cita, me comunicaron que alguien se había suicidado en un taller. Acudimos al lugar y estaba un poco preocupado porque faltaba muy poco para mi encuentro con Arsenio. Entré a la habitación donde se encontraba el cuerpo. Ya lo habían puesto en el suelo. Al registrar sus cosas encontraron una bitácora con anotaciones. Vi al hombre y me quedé de piedra. Era él. Revisé la dirección de la nota y coincidía con el lugar. Esa era la cita que me tenía preparada el pobre infeliz. Me desconsolé un poco porque en mis razonamientos, aunque sabia que no había remedio, buscaba una posibilidad de rescate. Tal vez, habrías podido salvarlo, me decía la conciencia, sin embargo, el razonamiento frio y calculador solo me miraba con los hombros encogidos. ¿Qué se le va a hacer? La vida es una ruleta llena de sorpresas. Redacté el informe y salí abatido. Mi vida de inspector había transcurrido dentro de un mundo raro en el que solo había paradojas, estupideces y cadáveres. Lamenté ocupar siempre ese papel de espectador. Cogí la bitácora y comencé a leerla.

¿Qué tal está, inspector? Perdone que nuestro encuentro sea de esta forma. Le escribo del más allá y supondrá, por supuesto, que me he marchado por cobardía. No, no es así. Es que no me motivaba mucho la cárcel. Ya he vivido en la mía desde hace mucho tiempo. ¿Quiere saber por que maté a James Tasson? Me imagino que ya tendrá alguna hipótesis. Le he observado y comprendo que es usted muy inteligente. Eso sí, un poco negado para la música, pero eso podría remediarlo con algunas horas de trabajo. Bueno, no le voy a quitar el tiempo con mis opiniones y mis justificaciones. Quiero que decida usted mismo si he actuado de la forma adecuada, si opina lo contrario seguro que no tendré mucho descanso en el infierno. Bueno, esto es lo que puedo confesarle.

Nací en una familia de clase media que se vino a bajo con la muerte de mi padre. Tuvimos que mantenernos aferrados a la vida con las uñas. Mi madre me puso a trabajar en una tienda en la que me pasaba todo el día cargando bultos y limpiando la porquería. Un día descubrí que se me daba bien la música. Vi a un hombre tocar en un bar y al verlo pensé que podía repetir los sonidos que oía. Un día a escondidas me quedé en ese lugar y hablé con él. Me enseñó algunas cosas y me invitó a que fuera a tocar con él por las tardes. Aprendí rápido. Tenía quince años y no podía trabajar allí, así que un día Merlín, como se hacía llamar Yoan, el cubano, me dijo que me pusiera un sombrero y que saliera a escena. Me presentó como Rodri, toqué las piezas que me había enseñado e improvisé una que otra cosa. “Fantástico, muchacho, me dijo Yoan, deberías irte al conservatorio”.

Así fue como paré en las garras de James Tasson. Me miró incrédulo y me hizo preguntas sobre las notas, pero no me las sabía. Me aceptó, pero fue para destruirme. Cada clase comenzaba con una lectura. Me costó un esfuerzo descomunal entender ese lenguaje que para mi era más oscuro que la noche. Cuando no estaba James, me sentaba al piano y hacía combinaciones de notas. Algunas sonaban muy bien y con ellas partía para alargar la composición. Me las aprendía de memoria y luego las repetía varias veces para automatizarlas. Un día fatídico entró James con la cara pálida. Me miró con sorpresa al principio y después con odio. ¿Qué estas tocando? No le supe decir qué era y me dijo que le llevara las notas al día siguiente. Le pedí ayuda a una chica polaca, Lidia Poltarova, me escribió en el cuaderno las notas y me dijo que jamás había oído algo tan original y armónico. Es una combinación entre Bach y Chaikovski, dijo con una sonrisa. Mi situación se empeoró. James se puso a trabajar conmigo. Las sesiones eran de varias horas y al término quedaba sin fuerzas. Seguía tocando en el bar para sacar un poco de dinero. Pero, incluso, en ese antro de mala muerte estaba James. Cuando me dijo que dejara la música me quedé paralizado. Era la única cosa que me hacía vivir. Me echaron de la academia, del trabajo y tuve que volver a cargar y limpiar. Me había sumido en el infierno. No podía vivir sin música, pero no tenía dinero para comprar un piano, ni siquiera para alquilarlo unas horas. Un día escuché dos composiciones que me definían por completo. Una la había ejecutado en presencia de James y me había servido para sufrir con el peor de los procedimientos sadistas del maestro Tasson. La otra era romántica tierna y celestial. Una composición de Rajmaninov sobre un tema de Paganini. Empecé a soñarlas. Las veía como historias y en esos sueños me liberaba de mis penas. Me veía en la cúspide de una carrera esplendorosa, tocando en el conservatorio, aplaudido por cientos de espectadores. Era algo que nunca podría lograr, pero un cartel me dio la posibilidad de realizarlo. Era un concierto de James Tasson. Un viernes en una de las más prestigiosas salas de la ciudad. Ese sería el día final. La culminación de una vida frustrada. Decidí que usaría los dedos de otro músico y que moriría dos veces. Una en mi odio y otra en mi frustración. Usted se imaginará lo demás. Investigué el día del concierto, puse en el piano un mecanismo conectado a una bomba casera para que el final de la Rapsodia azul fuera roja y espeluznante. Le visité en la comisaría y dejé las entradas. Todo salió a pedir de boca. ¿Se imagina que yo era su vecino de asiento? ¿Me recuerda? Iba muy elegante, disfrutaba la música como el que más, movía la cabeza y tarareaba un poco. Sí, inspector ese hombre al que usted no miró ni de reojo, era yo. Estábamos juntos. Nos rozamos los brazos y nos pedimos disculpas por toser o movernos demasiado y todo sin ni siquiera vernos. Fue un placer, estimado inspector. Le deseo lo mejor y le aseguro que pensaré en usted en el más allá”.

Salí con un sentimiento raro. Sería algo como la depresión. Me había convertido en un monigote de teatro guiñol al que le habían puesto en segundo plano. No era ni siquiera uno de los actores principales. Todo se había ideado sin mí. Me habían citado solo para mostrarme una mini tragedia de Sófocles adaptada por Woody Allen. Me fui a un bar y me emborraché por el despecho.

 

 

sábado, 26 de junio de 2021

Infierno permanente

Subo y bajo por una escalera de caracol. Me guio tocando las paredes. Todo está oscuro y húmedo. Es una pesadilla que no veo en sueños, sino en la realidad. Comenzó hace tanto que ya no sé cómo llegó a convertirse en esto. Una noche mi madre llegó con él. Se veía un mal tipo. Agresivo, muy mandón y con un acervo cultural deprimente. Me miró con unos ojos amenazantes, fieros. Esa noche emborrachó a mi madre. Se quedó a vivir con ella. Todas las tardes la golpeaba y la mandaba a buscar dinero. A mí me aterraba su presencia, por eso pasaba mucho tiempo con mis amigas y me encerraba en mi habitación. Una noche que mi madre estaba perdida de alcohol, oí que forzaban la puerta. Entró la luz y sentí una mano fuerte en mi boca. Me tiró del pelo, me gritó, me dio de bofetadas y me arrancó el camisón. “Nada más intenta decírselo a tu madre y ya verás, miserable”. Salí y llamé a la policía. Llegó una patrulla y los agentes llamaron a Ernesto. Al verlo los polis le dieron la mano. Se conocían todas sus bromas y chistes. Se rieron un rato y le dijeron que me controlara para que no les volviera a llamar en vano.

Comenzó un acoso sistemático. Dejó la puerta sin cerradura, entraba cuando se le pegaba la gana y me asfixiaba, me decía que mi madre tenía la culpa de todo. Un día me escapé y me fui a vivir con una amiga, pero me encontró. Hacia sus viajes en un camión y me subió, me dijo que lo tenía que acompañar a dejar una carga. Varias veces me dejó en descampados donde sabía que no pasaba un alma. Me aterré y cuando le imploraba que no me dejara, se ponía cariñoso. Con su estrategia me quebró totalmente. Se me formó una amalgama de dolor y necesidad. Todo era terror y poco a poco me convencí de que yo era la culpable de las desgracias de mi madre. Tomé una actitud muy negativa. Sufrí depresiones y llegué a desear que me mataran. Las cosas fueron de mal a peor. Cuando le faltaba dinero, se venía hacia mí y me comenzaba ahorcar. “Nadie te creerá nada—decía con su aliento de cerveza barata y pestilente—. Tengo de mi parte a la autoridad y lo único que lograrás será que te metan a la cárcel por levantar juicios falsos”. No le creí al principio porque todavía existía en mí el amor propio, sin embargo, la autoridad y las instituciones públicas me lo hicieron saber. “Una denuncia es solo una queja, señorita, debe presentar pruebas y traer testigos”. Lo hice, puse una cámara oculta en mi habitación, se la mostré a los policías, pero lo único que oí fueron expresiones vulgares que dijeron con tanta asquerosidad que me salí de allí. No logré nada y cuando estuve a punto de contratar a un abogado para empezar un juicio, se vinieron las cosas abajo.

Ernesto se ausentó un tiempo. Llegué a pensar que se había cansado de mí y se había conseguido a otra víctima. Lamenté que otra persona cargara con eso, pero no tenía ni siquiera fuerzas para rehacerme. Temblaba de miedo todas las noches. El abogado me llamó y le dije que no necesitaba sus servicios. Traté de adaptarme de nuevo a la vida. No había ni siquiera terminado la secundaria, me dijeron que me veía ya muy demacrada y que aparentaba los veintitantos. “No, si solo tengo dieciséis”. Pues, tendrás que cuidarte más, hija mía—decían las personas—porque si sigues así a los veinte te verás como una anciana. Después de tres meses me sentía convaleciente, pero con energía suficiente para seguir con las clases de la secundaria. Llegué a sacar buenas notas y los profesores me animaban a mejorar para pasarme al bachillerato. Me ilusioné y pensé que sería alguien en la vida. Me empecé a interesar por el Derecho. Una tarde que estaba haciendo mis deberes, alguien toco a la puerta. Pensé que sería una de mis compañeras que venía a pedirme los apuntes, pero cuál fue mi sorpresa cuando vi frente a mí a la bestia. Estaba sucio y borracho. Me dio asco verlo, pero me cogió del cuello y me levantó en vilo. Me sentí desnuda, desprotegida, con un animal jadeante encima de mí. Cerré los ojos y traté de imaginar que era una pesadilla. “¿Creíste que te habías librado de mí?¡Perra maldita!”.

La poca vida nueva que había logrado edificar se derrumbó. Los maestros me olvidaron pronto, mis compañeras de grupo se alejaron. Nadie estaba dispuesto a enfrentarse con él. Volvieron los abusos, esa presión psicológica que me hundía en un pozo negro. A mi madre la trataba peor y ella solo se refugiaba en el alcohol. Se la veía medio desnuda, cayéndose de borracha, pedía un poco de dinero para llevárselo a Ernesto. Todos lo sabían y nadie movía un dedo para ayudarnos. “Son unas perdidas, esas dos”. Era lo único que pensaban. Nos veían como un virus. Una escoria a la que se evita para no mancharse. Me volví un autómata, vacía, no quería tomar conciencia de mi ser para no sufrir por la realidad. Me reprochaba continuamente para sentirme despreciable y un día noté algo extraño. Estaba embarazada. Una voz muy alarmante surgió de mi vientre. “No puedes tener a ese bebé, estará maldito y será víctima de este energúmeno. Peor si es niña”. No podía permitir que sucediera una tragedia. El bebé no tenía por qué sufrir los errores de su madre, así que me escapé.

Me oculté donde pude, no fue por mucho tiempo. Me halló muy rápido el maldito cabrón. Se burló de mi y me dijo que me había llegado la hora de proporcionarle dinero. Me obligó a acostarme con los borrachos por unos cuantos billetes. El odio se fue destilando poco a poco dentro de mí. No podía resistir más y un día robé una pistola del bar. La oculté debajo de mi colchón. Una noche decidí usarla y cuando se me abalanzó Ernesto, la saqué y disparé. Sentí solo el fuerte estruendo. La sangre me comenzó a bañar. Me Sali con esfuerzo de la cama. El enorme cuerpo estaba inmóvil, la sábana se ponía roja y el silencio me dejó percibir el olor de la pólvora. Me había liberado, pero no sentía regocijo, al contrario, me recriminé por haberlo ultimado. Lloré de decepción. Después de muerto, me seguiría estropeando la vida. Ya había tenido mi cárcel y ahora me trasladarían a otra, tal vez menos cruel, pero seguiría en prisión. No había ganado nada, al contrario.

Llegó la policía. Me arrestaron y me condenaron por homicidio. Me dieron veinte años sin derecho a fianza. Vino de nuevo el abogado. Me riñó por no haber hecho denuncias, ni pedir ayuda. Le conté mi vía crucis, le dije que este mundo está hecho por los hombres y que los actos de las mujeres, sean cuales sean, siempre se ven con prejuicios. Me prometió que buscaría la manera de sacarme, pero no le creí. Empezó un período horrible de mi vida. En la soledad mis ideas me atormentaban más. Me suministraban calmantes para que no gritara como una demente por las noches. Nadie se acercaba a mí, me veían como a un bicho raro que no les despertaba el mínimo interés. Nadie quiso entablar amistad conmigo. Pasé meses enteros sin hablar. Los guardas, me metían palizas cuando se les acababa la paciencia.

Un día recibí una visita. Era una mujer de unos cincuenta años, llevaba el pelo teñido y su cara mostraba un gesto amable, pero las arrugas que tenía le daban un aspecto triste. “He sufrido igual que tú—dijo con voz clara—y conozco mas casos como el tuyo, te voy a sacar de aquí”. Con esa determinación me convenció. Ya no creía en nadie, pero ella me dio fuerzas, me habló de los procedimientos que emplearía para zanjarlo todo. Dejé que me fuera conduciendo de la mano. Hice todo lo que me pidió. Hice las testificaciones tal y como me lo ordenó. El día de mi liberación vi lágrimas en los ojos del jurado. Había hombres con el rostro bajo y las mujeres se sonaban constantemente la nariz. Supe que lo habíamos conseguido. Me compraron ropa nueva y salí de la mano de Carolina Huesca. Nos entrevistaron los periodistas. Ella no dijo mucho y yo menos.

Pronto me propusieron publicar mis memorias. Lo hice con una gran dificultad. No podía recordar tanto maltrato. Consumí muchos calmantes y en la editorial, cuando se presentó mi libro, apareció una mujer. Era gorda y baja. Estaba muy descompuesta. La reconocí. Era la madre de Ernesto. Me miró con odio y sacó un arma de su bolso, me apuntó y disparó. Nunca más la volví a ver y quedé con una marca en la cara. La cirugía no me ayudó mucho. Ahora voy por allí en las campañas de protesta contra la violencia de género. Me admiran, pero nadie sabe que nunca he salido, ni podré salir de mi infierno. Eso es algo con lo que se carga toda la vida.

 

domingo, 20 de junio de 2021

Descendiendo a lo profundo

Regresó del funeral más aliviado. Los familiares de Consuelo Vargas y sus amigos llegaron al restaurante para comer y recordarla en la cena funeral. Rolando Cuevas estaba un poco inquieto, no quería que la gente se le acercara con preguntas tontas. De todos los presentes, solo Diego era la persona con quien podía conversar tranquilamente. “Entiendo tu situación, Rolando, pero debes aguantar, al menos durante esta tarde”. No era necesario que se lo recordara su amigo, pero tenía la sensación de que las cosas se estaban acomodando a su favor y una fuerza interior lo obligaba a cambiar constantemente de lugar. No quería que su inconsciente lo traicionara y se fuera todo al traste. Miró la cara hipócrita de todos los presentes y decidió buscar un espacio libre de curiosos. Encontró lo que buscaba.

Se acercó al pianista que en ese momento tocaba una pieza muy triste, al menos no es mortuoria, se dijo Rolando. ¿Puedes tocar la canción que le gustaba a mi mujer? Si me dice cómo se llama la melodía —dijo mirándole con un poco de sorpresa—, y me la sé, entonces se la interpretaré con mucho gusto. Rolling in the Deep—le dijo sin comprender su expresión de sorpresa—. Esa la ponía Consuelo casi todos los días. El músico, muy precavido, le comentó que esa canción no era la más apropiada para ese momento, pero Rolando insistió. Está bien, amigo, pero debería tener en cuenta que la letra de la canción es muy poco habitual. No me importa, dijo Rolando, tóquela y déjese de peros. El hombre respiró hondo, se quedó un momento viendo hacia la pared que tenía enfrente, miró las coronas de flores y comenzó con unos golpes fuertes como si tocara la batería, su mano derecha ascendía y descendía como si estuviera dando nalgadas, la izquierda solo acariciaba algunas teclas. Para la gente no pasó desapercibida la tarea del músico. Las mujeres miraron con horror a sus maridos, ellos no sabían qué hacer.  Nadie quería dejar huella ese día, y mucho menos hacerse notar con una imprudencia. La melodía estaba rompiendo todo el plan estratégicamente planeado. La señora Rosa viuda de Vargas miró a sus hijas. No obtuvo más que movimientos de hombros encogidos y expresiones de rostros sorprendidos. Caminó hasta el piano, pero cuando llegó la música se terminó. Se quedó helada, dio media vuelta y se ocultó en un rincón con sus parientes.

Los invitados se sentaron cuando notaron que ya se servía la mesa. Cada quien buscó su nombre. Se acomodaron en sus sitios y hablaron por lo bajo con sus vecinos. “Pero ¿quién ha sido el idiota que le permitió al pianista tocar esa melodía?”. Nadie se había enterado. Ninguno había visto acercarse a Rolando al instrumento musical. Lo peor era que en el aire se habían quedado colgadas las palabras de la letra. “Un fuego me saca de la oscuridad...”. Se pidió silencio para que Lucrecia Vargas hiciera un brindis en memoria de su hermana. Era, dijo con voz lastimera, una mujer increíble. Muy difícil de entender, pero de corazón noble. Todos la recordaremos como aquella mujer que en los momentos más duros se quebraba y solía levantarse gracias a nuestro apoyo. Pero, ¿cuál apoyo? —se preguntó Rolando apretando los puños—. ¿Acaso no se acuerdan que yo era el único que arrastraba esa carga que todos evadían? ¿Dónde estaban cuando echaba a la servidumbre y hacía sus caprichos? ¿Dónde estaban cuando se ponía histérica y no quería salir al escenario? Deberían agradecerme todo lo que soporté con esa harpía. Y sí, que lo sepan todos. Me casé con ella por interés. Era un pobre diablo, pero ella fue quien se empeñó en que estuviéramos juntos. Luego, me quedé atrapado en sus redes con la amenaza de perderlo todo y soporté. ¿Para qué? Pues, para que su dinero no callera en manos de la ludópata Lucrecia o en las de Marga que es más bruta que una acémila. El único que puede darle un uso adecuado a su fortuna soy yo. Cuando tenga el dinero en mis manos viviré mi vida, esa misma que he tenido en una jaula de oro. Jamás me volverán a ver, sépanselo de una vez.

“Puedo verte con claridad bajo el agua, traicióname y sacaré tus trapos sucios…”. Los ojos se centraron en Rolando. Al principio no entendió nada, pero un susurro que llegó débil, pero con claridad a sus oídos, le abrió los ojos. Era cierto, toda la letra de la canción eran las palabras de Consuelo que llegaban desde el más allá. El fuego encendiéndose era esa furia que sentía por él. La soledad y oscuridad eran sus días de claustro que pasaba maldiciéndolo en el húmedo cuarto. Me iré en cada pedazo de ti, le decía siempre que lo encontraba por las mañanas.

Recordó los pocos instantes de tranquilidad que halló con ella. Fueron los únicos momentos en los que no se sintió bajo la amenaza de la destrucción. ¿Para qué soporté tanto? —se preguntó Rolando haciendo un gesto amargo—. ¿Acaso esa herencia lo merecía? No, la verdad es que no. Nadie estaría dispuesto a soportar esas humillaciones por nada del mundo, pero me empeñé en cobrarme a lo chino. “Cuando te mueras, desgraciada, me quedaré con todo tu dinero y seré feliz al lado de mi amante. La atmósfera se llenó de una energía gris oscura que tintineaba en las copas y salía como polvo de cristal de las bocas de los oradores. Fue tanto el ataque hacía Rolando que decidió abandonar el lugar. Se fumó un cigarrillo y conversó con un camarero. Llegó un taxi y se fue a un hotel. Paso mal la noche porque sentía que desde aquel momento la canción le seguiría como una maldición. Así fue al principio. Encendía la televisión, la radio o fisgoneaba en Internet y la suerte hacía que oyera algún fragmento de la melodía. “Casi lo tuvimos todo…”. ¿Todo? Todo lo tenías tú, pero me alimentabas de migajas, era tu mendigo que sobrevivía con tus limosnas. Y ¿Sabes? Te robé. Sí, aunque notabas faltas en la contabilidad, no lograbas demostrarlas. De allí saqué para el alquiler, los regalos y las diversiones para Sandra. Ella sí que me ha querido de verdad. Nunca me metió prisa para deshacerme de ti. Fui yo mismo quien tomó la decisión. Tenía que hacerlo todo con estrategia, con movimientos de ajedrecista y lo logré. Ahora todo es cuestión de esperar, nada me impedirá irme lo más lejos posible con tu pasta.

Recibió un citatorio. En el bufete de abogados Villanueva se leería el testamento de Consuelo. ¿No habrá faltado a su promesa? —se preguntó antes de dormirse la noche anterior—. No, no sería capaz. Además, la espié y sé bien que una buena parte de la tarta me corresponde a mí. Ernesto, ponga el cuarenta por ciento de mi fortuna a nombre de Rolando. Se que no se lo merece, pero tomando en cuenta que ha sido mi perrito faldero estos años…

Recordaba bien aquellas palabras. Ya no le causaba daño la melodía, ya no rodaba hacia lo profundo. Estaba saliendo a flote. Nadie podría hundirlo jamás y, lo mejor, tenía bastante vida por delante, a sus sesenta años podía reinventarse. Se teñiría el pelo, iría al cirujano plástico y recuperaría aquellos años de miseria. Tal vez, hasta dejaría a Sandra por una más joven. Debía tener paciencia y controlarse. Recibió una llamada de su amante. “¿Ya vas al bufete? Llamame cuando sepas lo de tu parte”. Rolando miró por la ventana del taxi. El día estaba claro, el cielo no tenía una sola nube. El taxista cambió la estación de radio tres veces. Ese día no habían despertado los locutores y pinchadiscos con mucho ingenio. “Rolling in the deep, queridos amigos, para que pasen un día espléndido”. Pero ¿Qué le pasaba a todo el mundo? ¿Acaso no sabían el significado de la letra? Seguramente eran como él, antes de pedírsela a aquel pianista nefasto.

Bueno, ya hemos llegado. Cambió la expresión de su rostro y bajó la cabeza. Llevaba el pelo despeinado y ojeras. Entró a la oficina de los Villanueva. Lo recibieron los familiares de Consuelo con una mirada celosa y acusativa. El saludó sin mucha voz. Ernesto sacó una carpeta con documentos y después de un preámbulo largo mostró el testamento. No voy a entrar en detalles, pues cada heredero tendrá que venir a recibir lo que se le haya asignado. En primer lugar, la señora Rosa viuda de Vargas se queda con la finca en la que vive, la señora Marga tendrá derecho al veinticinco por ciento y su hermana Lucrecia, igual. La lista de inmuebles está aquí especificada. Por último, Rolando recibirá el cincuenta por ciento del total. Se oyeron gritos de insatisfacción. Abelardo, el marido de Marga se le abalanzó y comenzó a gritarle y golpearlo. “Un momento—gritó Ernesto Villanueva—. No he terminado de leer”. Después, dijo algo que calmó los ánimos de todos y les dejó una sonrisa sarcástica en los labios. “Es inapelable una condición. Rolando no recibirá su parte, si se comprueba que ha tenido una relación extramatrimonial”. El silencio dejó que cada uno de los presentes le diera libertad a sus pensamientos maliciosos. Luego, comenzaron los murmullos. Rolando se quedó muy desconcertado y la duda le enfrió el espinazo. ¿Había sido tan prudente como para no desvelar su relación con Sandra? Echó cuentas, recordó las ocasiones en que había ido a las tiendas, a los restaurantes y teatros con su concubina y llegó a la conclusión de que había sido un insensato. Su relación con Sandra era un secreto a voces y, si alguien los había visto o, peor aún, les había hecho una foto, entonces estaba perdido. Claro que todos lo delatarían, pero nadie hablaba y el silencio era peor que cualquier acusación. Apretó los puños, se mordió la lengua y contuvo lo más que pudo las lágrimas. Con voz apagada se disculpó y salió. Sintió que su móvil vibraba sin parar. Era Sandra, que se había abandonado a su curiosidad y dejaba que el aparato se agitara sin cesar en el bolsillo de Rolando. “Pero ¡qué demonios quieres, joder!”. Del otro lado no hubo reproches, solo una pregunta clara y directa: ¿Te toco algo?

Rolando cogió el teléfono y lo estrelló contra la acera. El destino le había metido una zancadilla. La burla era imperdonable. ¡Lo sabía, la muy puta! ¡Lo sabían todos, joder! ¡Jamás podré tocar ese maldito dinero! ¡Los odio! ¡Los odio, maldita sea! ¡Púdrete en el infierno, desgraciada!