Fue un día al mercado decidida a contárselo todo a su amiga Lupe. Por el trayecto, se encontró a Isidro, el chico que vendía fuegos artificiales y hacía alebrijes. “Ven―le dijo él con descaro―si quieres te doy unas palomas y unos cuetes para que juegues con tus amiguitos”. Laurita era muy desconfiada y sus padres le habían aconsejado evitar siempre a ese joven porque a todo mundo le daba mala espina. Se negó y siguió su trayecto. Él la alcanzó y le dijo que le podía dar más cosas, que tenía regalos y una figura que valía mucho dinero. “Con eso te podrías comprar un montón de cosas para ti solita―le asestó con reproches y voz áspera en plena cara”. No hubo forma de convencerla. Laurita llegó al mercado y vio a Lourdes. Se le acercó y le comentó el mal rato que le había hecho pasar el cínico de Isidro. “Sí, manita, es un descarado, a todas nos echa los perros y no nos deja en paz, no le hables y ni lo veas cuando pases por su casa, es requeterraro”. Conversaron un buen rato, se rieron y comentaron los chismes del barrio. Laurita salió del mercado con su bolsa llena de verduras y unas pechugas. Hacía calor y se fue caminando por las partes menos soleadas para que no se le estropeara el pollo. A su madre no le gustaba que llegara con los alimentos calentados bajo el sol porque en varias ocasiones se les habían echado a perder el queso, la leche y alguno que otro huevo. En realidad, ya estaban estropeados a la hora de adquirirlos porque compraban de lo más barato. Estaban en crisis. Don Herminio había tenido bastantes problemas en su carpintería porque la gente no le hacía encargos, ya que preferían comprar las ofertas en los grandes almacenes. Aunque el carpintero les hacía buenos descuentos y les garantizaba el material, la gente se desanimaba cuando lo veía en una tienda eligiendo tubillones, clavos, barnices, bisagras, herramientas y pegamentos. También se recordaba en todo el barrio que un día la señora Cleotilde le había encargado una gran mesa de pino. El acuerdo era que don Herminio le hiciera un barnizado en rojo para que la mesa diera el gatazo― como decía la caprichosa clienta―y la confundieran sus invitados con una de caoba. El trabajo fue excelente y cuando llegó la vieja camioneta con el encargo, ya había una multitud esperándola para dar su visto bueno. Muy orondo, el maestro carpintero dio la orden de bajar el mueble. Sus empleados medio enclenques sostenían con dificultad el armatoste, de puro milagro no lo rompieron al girarlo en la puerta de la casa de la clienta. Ella les mostró en el salón el sitio dónde quería que la pusieran. La acomodaron y procedieron a quitarle la tela que la protegía. Un grito de sorpresa y envidia resonó en las paredes. El trabajo era muy bueno y la superficie de la tabla de pino reflejaba las caras de los mirones que dijeron que solo la gente rica se podía dar lujos así. Con aire de satisfacción Herminio le ofreció sus servicios a todos los reunidos allí. Comenzaron a bajar las sillas y las acomodaron en círculo. La señora Cleotilde se sentó y dio su opinión de los asientos y respaldos de cada una. No hubo nada que no le gustara. Se contagió del aire ufano de Herminio y mandó sacar unas botellas de sidra. Bebieron y brindaron por un futuro pródigo en el que las casas se llenarían de impecables y lujosos muebles.
Un día la señora Cleotilde mandó llamar con urgencia a Herminio porque su marido en un momento de furia incontrolada había roto la mesa. No asistió el maestro porque estaba atendiendo en la clínica de maternidad a su mujer que había dado a luz una hermosa niña. Le asignó la Tarea al Pecoso, un chico capaz, pero con debilidad por el alcohol. En esos días de espaciosidad en los que la ausencia de una vigilancia severa había dado pautas para el desorden, el Pecoso se había emborrachado varios días. Recibió la tarea con remilgos y por temor a quedarse sin los medios para mantener su vicio, comenzó a trabajar con esmero. No le importó que la madera que iba a usar para la reparación fuera más consistente y fina que la de la estropeada tabla. Desmontó las patas, quitó el barniz de las mitades que le entregaron, luego unió las partes y resanó la nueva pieza para comenzar el barnizado. No dejó la mesa como nueva, pero la dueña al ver que se había salvado el prestigioso cachivache se puso feliz. Para ella el mueble estaba lleno de recuerdos y no deseaba quedarse con una amnesia sentimental por falta de su mesa. A la semana siguiente doña Cleo cumplió años y reunió a sus parientes, por desgracia los tornillos de las patas y los clavos que había puesto el Pecoso en la unión del pino y la madera de roble, ejercieron unas fuerzas de acción y reacción destructoras. El efecto creó unas grietas en la tabla y en el momento en que se depositó el enorme pastel de cinco pisos en el centro de la endeble mesa, todo se vino abajo. Desde aquel día la reputación de Herminio se desbarrancó como ese pastel y había tenido que abrir una nueva carpintería donde no se conociera la fatal historia.
Era por eso que salía por las mañanas y volvía por las noches agotado de esperar a sus clientes que le ocultaban lo que él bien adivinaba en sus caras. Lorena, la madre de Laurita, se demolía con el cuidado de la casa y los niños pequeños que eran tres traviesos del demonio y una pequeña demasiado tranquila y callada. Deseaba que la prole no creciera más porque entre más niños aparecían, menos era el trabajo de don Herminio. El día que desapareció Laurita, ella estaba nerviosa, pero no por algún mal presentimiento, sino porque su hija mayor tenía que entrar a la secundaría. Era una niña ejemplar que, entre otras cualidades, era inteligente y muy simpática. Tenía buen promedio en la escuela y podía ingresar a la secundaria López Portillo que tenía muy buena reputación, pero estaba muy lejos y sería necesario que la jovencita fuera en autobús todos los días. El problema no eran los gastos que eso representaría, sino los tipos maleducados que con toda seguridad la molestarían, la manosearían y, ni lo mande Dios, la violarían. Por fortuna, el tío Sagrario cooperaba bastante en la manutención de sus sobrinos, pero no podía hacer de guardaespaldas ni mucho menos. “No te apures, hermano― le había dicho José a Herminio―, mientras me vaya bien con lo del trabajo, tendrás algo que llevarte a la boca, luego si hay broncas, nos pondremos a hacer muebles los dos juntos”. Se reían por el humor negro y la desesperada situación del austero ebanista, pero las guasas y las cervezas los ayudaban a olvidar lo duro de la vida, la cual después de tres botellas, aparecía rubia y en bikini, para hacerles olvidar los problemas cotidianos. “Hay que ver las cosas con optimismo, vieja―le decía Herminio a su mujer con cara de San Bernardo―. Ya nos ayudará El Señor”.
“No la hemos visto para nada, señora Lorena, se lo juramos por Dios santo”. Esa respuesta era lo único que recibía al interrogar a las personas que se encontraba por la calle. Herminio no se había enterado de la desaparición de su Laurita querida y lo sabría cinco horas más tarde. Lorena se paseaba con su pequeña Pepita en brazos. Tenía el pelo desordenado por la agitación y el viento, miraba con angustia a las personas que se contagiaban de su miedo al pensar que sus hijas podrían perderse igual que Laura. El mismo autor de Crimen y castigo se habría abstenido de describirla por lo trágico de la mirada, la actitud y la voz de la pobre mujer. Al día siguiente, se organizó un grupo para ir indagando, casa por casa, el paradero de la desaparecida. La gente abría las puertas y dejaba entrar un ventarrón que ponía todo patas arriba. Las calles habían cambiado, estaba más lisas, una tormenta de lamentaciones había asentado la tierra de las explanadas, el asfalto se agrietaba bajo el peso de las idas y venidas de la gente, que no paraba de buscar. “Pues, la única casa que falta es la del Isidro―dijo su vecina―, el primer día le estuvieron tocando, luego yo misma me encargué de vigilarla para preguntárselo cuando llegara, pero ya ven. Nada de nada”. Al mencionarse el nombre de Isidro se levantó un murmullo parecido al que emite una plaga de langostas. Isidro nunca había hecho nada por la comunidad, pero tampoco había causado grandes males. Lo único que sorprendía o irritaba era su aspecto de loco maniático. Se tomó la decisión de forzar la puerta y tuvieron que saltarse la barda y entrar a ver si había alguna cosa que pudiera ayudarles en las investigaciones. Entraron y la señora Lorena se desmayó.
Había un cuerpo joven tirado en medio del salón y, a pesar de la expresión obscena y aterradora a la vez, era muy parecida a Laurita, la gente suspiró de alivio porque creyeron que estaba viva. Nadie se atrevió a acercársele y la señora Lorena cuando se recuperó se abalanzó sobre su hija. Al notar que no respiraba y que su aspecto no era muy presentable, le pidió a todos que se fueran. Media hora después salió con el cuerpo en sus brazos y se lo llevó. “Espérese a que lleguen los forenses―le gritaron todos los que la vieron salir―, así no habrá pruebas contra ese asesino”. Nadie fue capaz de convencerla y cuando entró a su casa, Herminio, que estaba marcando en un plano los lugares a donde podría ir a buscar a su hija, se quedó paralizado. Lloró con desconsuelo, tardó muchisimo en exprimir todas sus lágrimas y durante la gran tormenta de sentimientos recordó la ocasión en que le echó en cara a su hija que por su culpa la situación familiar era mala. Pensó que jamás se lo perdonaría. Luego, le pareció que tendrían que organizar el sepelio y que nunca había hecho un ataúd. Era muy doloroso aceptarlo, pero se puso manos a la obra. Terminó cuando todas las misas que se habían oficiado en memoria de la niña inocente culminaron. Se llevó a cabo el velorio y llegó el momento del entierro. Al otro lado del barrio apareció Isidro con unas bolsas, iba caminando con sigilo, le costaba trabajo desde siempre ver a las personas y, como nunca lo habían apreciado, prefería caminar mirando el piso. Se chocó con Bernardo, su único amigo.
―!¿Estás loco, cabrón?! !¿No sabes que te quieren matar?!―Le dijo desesperado Bernardo que había pasado malas noches pensando en ese momento.
―Pues, ¿qué pasa mi buen? ¿Por qué tanto alboroto, pues?
―!Tienes que largarte de aquí, ahoritita mismo, te quieren linchar, guey!
Isidro nunca había visto así a su amigo y al notar que su rostro estaba tan desfigurado concluyó que sus palabras eran ciertas, pero no entendía la razón.
―Bueno, está bien, Bernardo, me voy. Solo hazme un favor.
―¿Un favor, cabrón? Pero, ¿tú estás loco?
―No, mi cuate, solo quiero que te lleves estas bolsas a mi casa y las dejes en el salón.
Isidro se dio la vuelta y apresuró el paso. Dobló una esquina y bajo la cabeza, más para no distraerse que para no hacerse notar. La mala suerte le metió el pie. Lo supo cuando alguien gritó: “!Allí está! !Allí está! !Ese es el cabrón que buscamos!”
Se echó a correr, pero lo fueron acorralando y después ya no pudo librarse. Alguien llegó hasta donde iba la procesión al cementerio y le gritó al señor Herminio: “!Lo atrapamos!!Lo atrapamos!”. No había tiempo que perder. Se fueron en la dirección que les indicó el muchacho. Dejaron en la acera el ataúd y salieron en estampida. Algunos listillos se dieron tiempo para hallar piedras, otros fueron más afortunados y llegaron al encuentro de Isidro con palos y bates. Por la zarandeada que le habían dado sus opresores, Isidro ya estaba sangrando, le habían arrancado mechones de pelo castaño. La gente le demandaba explicaciones, se le preguntaba con insistencia por qué había privado de la vida a la pobre Laurita. Él intentaba responder, pero cada vez que abría la boca recibía un puñetazo o un bofetón. Se calentó el aíre y el deseo de venganza se hinchó en el pecho de la gente. De pronto, sonó la madera de los palos y bates chocando contra la endeble carne del remedo de Isidro. No pararon hasta que se convirtió en picadillo. El rencor era tan fuerte que nadie se detuvo a pensar que existía la justicia resguardada por el derecho penal. Los vecinos se fueron retirando, aliviados de su preocupación moral y del dolor provocado por la acción inhumana del violador homicida. La calma fue breve porque el recordar que la caja de Laurita se había quedado abandonada en medio de la calle los alertó. Volvieron y encontraron el impresionante féretro reluciente, pero con los bordes manchados de una sustancia rosada. Lorena gritó de dolor y cayó de rodillas. Herminio fue el más indicado para abrir la tapa. “Voy a despedirme de ella por última vez―dijo con voz casi imperceptible―, nunca me lo perdonaré”. Se acercó y levantó la cubierta, de inmdiato se tapó la boca y miró al cielo. Nadie quiso acercarse pensando que lo que le había pasado al cuerpo de Laurita era un castigo de Dios. Hacía calor y como el cadáver había estado encerrado en un compartimiento tan compacto no podía haberse convertido más que en barbacoa. Decidieron que no lo verían ni por morbo. La curiosidad no era suficiente para acercarlos a mirar. Lorena sí tuvo el valor suficiente, pero al dirigir su mirada al interior unió las manos y dio las gracias al cielo. “!Está viva!!Es un milagro de Dios!!Ha resucitado!”. En efecto, era como el caso de Cristo cuando se profanó su tumba. El cuerpo de Laurita no estaba y Herminio aseveró que lo que había manchado el fondo y los bordes del ataúd no era más que cera.
La multitud se disgregó en silencio rezando en su interior. Iban con dos sentimentos mezclados. Del lado izquierdo estaba el remordimiento de conciencia y del derecho el alivio. No se oían más que las respiraciones. Las personas evitaban mirarse. Se fueron a esconder a sus casas y esperaron a que llegara la noche para dormirse. Lorena y Herminio soñaron con su hija. Imaginaron que ella volvía con el uniforme de la secundaría, que pasaba el tiempo y se olvidaba la tragedia. Lorena la soñó hecha una mujer, casada y con hijos, pero con una vida distinta de la suya. Laurita era en esa visión una abogada muy profesional, casada y con tres hijos. Tal vez, Lorena tenía un poder premonitorio porque fue casi así en la realidad. El único problema es que Laurita se cambió la personalidad y jamás habló con nadie de aquel fatidico día en que, a espaldas de sus padres, decidió fugarse de su casa porque le había gustado hacer el amor con Isidro. Se recriminó haberle permitido al pobre diablo volver a su taller para dejar unas bolsas con material para hacer figuras de cera.