Iliós
Therinós llegó un poco nervioso a su encuentro. Lo hicieron esperar media hora
porque el encargado de comisionarlo estaba ocupado en una reunión importante. Hacía
tiempo que Iliós no tenía una tarea semejante. Era por los grandes cambios
sufridos dentro de las instituciones. En su juventud había estudiado teología,
sus publicaciones habían despertado la curiosidad de la iglesia y lo habían
llamado, al principio para excomulgarlo y, después, para perdonarlo y ofrecerle
el puesto de defensor o argumentador del mal. Con la modernidad había llegado
una nueva filosofía tolerante que ya no requería de los lúcidos razonamientos
de Iliós, quien se había dedicado en cuerpo y alma al estudio de las religiones
y la antropología. Lo hicieron entrar en un amplio salón. Vio los muebles con lujosos
tapices de flores, una mesa muy grande y las paredes decoradas con bellas
pinturas. Reconoció una naturaleza muerta al estilo holandés y se le despertó
el hambre al ver el vino y la pierna ahumada que se veía tan apetitosa como una
real. Sintió la mirada de un hombre flaco. Lo saludó y se le acercó para verse
en la penosa necesidad de sonreír y rechazar la mano huesuda que se le ofrecía
para besarla. Era el Cardenal Mantini que ocupaba el puesto de vocero del papa
y tenía un historial muy escabroso, sin embargo, era intocable y se hubiera
preferido el derrumbe de la iglesia de San Pablo antes que revelar los pecados
de dicho personaje. Iliós se sentó y esperó a que su interlocutor terminara de
dar una enorme lista de instrucciones a un hombre que lo escuchaba con
paciencia y la mirada baja.
“Seguro que le ha sorprendido que acudamos a
usted en estos momentos, señor Iliós—dijo con la boca entrecerrada el cardenal
a quien, al parecer, la última embolia le había dejado paralizadas algunas
partes de la cara—. Le explicaré de la forma más breve el motivo de nuestro
llamado. ¿Qué tal domina el Nuevo Testamento? —El cardenal sonrió y con ojos de
juez imparcial obligó a Iliós a callar mostrándole la palma de la mano—.
Seguramente sabe lo que está sucediendo en el mundo, ¿verdad? Si ha leído los
periódicos de los últimos meses se habrá dado cuenta de que la humanidad está
en peligro—. Iliós sabía que con un hombre como el que tenía enfrente era
necesario controlar hasta la más mínima reacción y todos los gestos de la cara,
por eso había permanecido con el cuerpo erecto y la cabeza baja escuchando con
atención. El único movimiento que se permitía era el de subir y bajar la cabeza
afirmando lo que se le comunicaba en forma de preguntas—. La misión que le
hemos preparado será muy bien remunerada, en caso de que logre el éxito, claro.
Ya no tendrá que trabajar jamás. Para que lo entienda le diré que se trata de
descubrir si es real la anunciación del Mesías que pregonan hoy algunos hombres
en la tierra. Como bien sabe—continuó tratando de darle más elocuencia a su voz
balbuciente—, en varios continentes y bastantes países han surgido hombres que
se autodenominan como Cristo. Eso, está de sobra decírselo, es muy peligroso
para todos, por lo que me gustaría que se encargara usted de desmentirlos y
mandarnos un informe detallado de sus argumentos en cada caso. No me mire así,
sé que es demasiado trabajo, pero le hemos preparado una lista de los más
peligrosos, es decir, los que bien podrían ser Cristos reales. Está de sobra
decirle que es un asunto muy delicado por el perjuicio que le acarrearía a la
iglesia que uno de esos falsos mesías fuera verdadero. ¿Me entiende? Mire, la
casa de Dios se ha encargado durante más de mil años de mantener el control de
la humanidad. Si de pronto fuera cierto que Cristo ha vuelto ¿qué pasaría con
todos nosotros, se lo imagina? Es por eso por lo que le pedimos que haga su trabajo
lo mejor posible. No tiene tolerancia de error. Sus conclusiones deben ser
exactas y con argumentos irrevocables. En caso contario nos meterá en
dificultades. No quiero influir en usted y entiendo que es todo un profesional,
pero en caso de que nos complique la vida, yo seré quien se encargue de ultimarlo.
¿Está claro?— Iliós siguió moviendo la cabeza en señal de afirmación y cuando
quiso hablar recibió otra vez la orden de callar, pero en lugar de la palma
huesuda del cardenal vio una hoja con una lista de nombres—. Tome esto y
váyase. Encantado de verle, señor Iliós. Hasta pronto”.
Iliós
abandonó la hermosa catedral y salió hacía su hotel. Había mucha gente
paseando. Los turistas se tomaban fotos y se santiguaban. Hacía bastante sol y
la plaza con adoquín de mármol reflejaba la luz como un gran espejo. Al pasar
por una terraza se le llenó la nariz de una agradable fragancia de hierbas y se
detuvo para comerse una ensalada y un trozo de pizza con vino. Mientras
masticaba con lentitud su comida empezó a leer la lista de nombres que le había
dado el cardenal. Un pasaje bíblico se convirtió en humo de café ante sus ojos.
Era aquella frase de Mateo en la que hacía referencia a los charlatanes que se
auto denominaban mesías. Miró con alegría a los paseantes y trató de descubrir en ellos un halito de fe,
pero comprendió que el hombre normal recuerda a Dios sólo en los momentos
difíciles. Los pordioseros, que eternamente extendían la mano para que alguien
les ayudara a sobrevivir, eran los únicos que no se alejaban nunca del señor;
sin embargo éste ya les había dicho que la política de inmigración, la economía
y las dictaduras eran cuestión de los gobernantes y no podía hacer nada, que
ellos mismos debían actuar. “¿Dónde está aquel Yahvé que prometió una tierra
pródiga?—se preguntarían esos pobres diablos—. ¿Dónde está nuestra tierra
prometida?”. Estaba claro que Mantini temía que alguien por allí, ya hubiera
encontrado la respuesta y fuera reuniendo a su rebaño para llevarlo al paraíso
en la tierra.
Miró
los nombres de los mesías falsificados y vio que ya estaban ordenados por
continentes con sus respectivos países, organizaciones y ubicación. Lo único
que tenía que hacer era elaborar una ruta e investigar las características de
cada uno de esos impostores. Suponía que ya habían pasado la prueba de su
origen y, a él, le tocaba indagar cosas como: el período en el desierto, la
entrada en algún Jerusalén, los milagros con el pan y el pescado y, sobre todo,
el celibato y la presencia de sus apóstoles y una María Magdalena. En Australia
vería a WeyB que, a pesar de haber pecado con menores, tenía una fuerza
arrolladora que hacía temblar a toda la comunidad cristiana. En Malasia estaba
AriMo, quien uniendo varias corrientes filosóficas había demostrado que se
podían hacer curaciones sencillas de forma astral. Iliós fue elaborando un plan
para cada miembro y se levantó para ir al hotel y preparar sus cosas. Quería
salir esa misma tarde. Solicitó un billete de avión a Malasia y otro a Australia.
Así empezaría investigando a los dos mesías más destacados y luego iría eliminando
a los menos originales.
En
el trayecto vio a un hombre con unas sandalias viejas y se las compró, luego se
metió a una tienda de ropa de segunda mano y buscó alguna túnica de algodón.
Encontró una, pero tenía unos estampados hippies y pidió que se la envolvieran.
Ya en su habitación sacó una botella de alcohol potable y comenzó a limpiar las
sandalias que tuvo que pegar y coser después. Se miró en el espejo. No tenía el
pelo largo, pero decidió no lavárselo ni cortárselo hasta que terminara su
misión. Tampoco debía afeitarse y echó los afeitadores a la basura. Empacó sus
pertenencias y bajó a coger el taxi que lo llevaría al aeropuerto. Su vuelo
tardó más de diez horas. Cuando salió del aeropuerto sintió el fuerte calor y
la humedad. Preguntó por el barrio más barato y popular. Un taxista lo llevó y
le dio la información necesaria sobre el líder religioso que se había asentado
a unos trescientos kilómetros de la capital en una población que llevaba el
nombre de “El paraíso del cielo”. Al preguntarle cómo ingresar en la secta, le
dijo que sólo lo conseguiría con la ayuda de algún miembro de la organización.
Cada sábado—le comentó el taxista—se reúne uno de sus representantes en un
auditorio donde crean adeptos. Les hacen unas pruebas y si las pasan, los
conducen después al tal paraíso del cielo. Iliós le pagó por el trayecto y la
amena conversación, cogió su maleta y alquiló un pequeño cuarto en un hostal de
mala muerte. Se quitó la ropa, se puso la túnica y las sandalias y salió rumbo
al sitio donde el representante de AriMo recibía a la gente. Se acercó con
prudencia, a cada paso hacía reverencias y saludaba con las palmas unidas.
Pronto tuvo la oportunidad de hablar con el hombre gordo y moreno que dirigía a
sus feligreses.
“He
tenido una visión hermano—le dijo Iliós muy cerca del oído—. En mis sueños he
visto a un hombre como tú que me dijo que me podía llevar a conocer al mesías”.
El hombre se quedó muy pensativo y comenzó a hacerle preguntas relacionadas con
la abstinencia, la fe, la bondad, la no violencia y otras cosas relacionadas
con las enseñanzas de Jesús. Todas las respuestas de Iliós fueron adecuadas,
incluso lúcidas. El hombre le pidió que volviera al día siguiente para poder
llevarlo al encuentro con el hombre santo, el hijo de Dios. Iliós se retiró con
pasos cortos y la cabeza baja. Su figura desapareció despacio, como si se
estuviera hundiendo en la arena. Nadie le puso mucha atención. Se oyó un
cántico y la potente voz del emisario de AriMo que animaba a la gente a
arrepentirse de sus pecados. Iliós tenía la costumbre de meditar en
calzoncillos, así que en cuanto entró en su cuarto, cerró las ventanas, se
desnudó y sentado en el piso como un samurái cerró los ojos y empezó a ordenar
sus ideas. Primero, repasó las cosas que sabía de la anunciación, los milagros
de Jesús y su crucifixión, los analizó con paciencia y fue amoldándolos a una
cultura de creencias budistas. Encontró un punto de apoyo muy fuerte que
consideró como el eje en el cual apoyaría su teoría para hablar con AriMo.
Presentía que el hombre le pondría acertijos y si no los resolvía de la forma
adecuada despertaría sospechas. Dos horas meditó y se grabó los puntos
fundamentales de su argumentación.
Llegó
a la hora indicada. Lo estaban esperando el gordo y un chofer muy flaco en una
camioneta muy grande. Lo subieron en la parte trasera que iba al descubierto.
Le recomendaron que se sujetara bien por que el trayecto sería muy duro y
pasarían por carreteras y caminos muy accidentados. En efecto, todo fue como se
lo predijeron. Tenía el culo destrozado y le dolían los muslos por tratar, sin
éxito alguno, de amortiguar o evitar los golpes. Bajó despacio y fue conducido
a una pequeña choza en la que le dieron un trozo de pan, arroz y té. Engulló
todo de pie mientras una mujer muy morena le seguía los movimientos de la
quijada con ojos absortos. Notó a un joven adolescente con cara de gato que
estaba apoyado en el umbral de la puerta, éste lo miró y le preguntó si ya
estaba listo para el encuentro. Iliós dijo que si y a continuación tuvo que
seguir al muchacho que daba grandes zancadas. Subió por unas pendientes y se le
acabó el aliento. Respirado con dificultad vio que le ofrecían una silla.
Levantó la mirada y descubrió a AriMo. Estaba radiante, con el pelo embadurnado
de aceite de coco y la piel muy quemada. Iba vestido de paisano y sus dientes
brillaban de alegría tanto como su rostro.
—Me
han dicho que deseas conocerme, hermano.
—Sí,
maestro, es que he tenido una visión.
—Y
¿qué visión es esa?
—Te
he visto a ti. He oído una voz, que parecía venir del cielo, y me decía que
tenía que buscarte por que tú eres la verdad.
—Ah,
eso dicen todos. ¿Cómo sé que no me mientes?
—Mirando
mi corazón, maestro—Iliós cogió la mano de AriMo y se la llevó al pecho.
—Siento
la verdad en tu mirada. ¿Quieres entrar en el paraíso?
—Es
mi único deseo, maestro.
—Tendrás
que pasar algunas pruebas, ¿sabes?
—Sí,
maestro. Eso me dijo el arcángel, que tendría que encontrar la verdadera fe.
—Está
bien. Vamos a aquella montaña.
—Sí,
maestro, como usted diga.
—No
me digas maestro. Usa Ari, para dirigirte a mí.
—Está
bien, Ari.
En
seguida se levantaron y emprendieron la marcha. El sol se estaba poniendo y el
viento era tibio y flácido. Las palmas estaban estáticas y el polvo y la arena parecían
inertes. Avanzaron despacio y AriMo empezó a hablar de las debilidades del
hombre. Dijo que era necesario luchar contra las pasiones del cuerpo, los
temores y los apegos carnales. Iliós sabía que lo pondrían a prueba y que
necesitaba tener la sangre fría para lo que le pusieran. Trató de sonreír
cuando su acompañante le dijo que estaría dos días dentro de una cueva sin ver
la luz, comer o recibir ayuda en caso de que lo picara una alimaña. Su cometido
era más importante que cualquier cosa y tenía experiencia. Las circunstancias
adversas y los sufrimientos lo habían forjado. Llegaron a un túnel que había
entre la vegetación. “Es allí—dijo el iniciado—. Ve hasta el fondo de esa gruta
y permanece allí hasta que te saquemos”. Lo hizo como se lo indicó su maestro.
Caminó despacio con las manos extendidas para no chocar con las rocas. No llegó
pronto llegó al fondo. Estaba muy fresco. No podía distinguir nada y comenzó a palpar
todas las paredes para reconocer el espacio en el que tendría que pasar dos días.
El silencio era algo tan sólido que se podía sentir con las manos. Se habló a sí
mismo susurrando y decidió que sería mejor ocuparse de alguna tarea que le
hiciera olvidar el tiempo. Cogió unas piedras pequeñas y las puso en hilera.
Denominó cada una con concepto filosófico; después las iba tomando, las
recorría por la superficie con las yemas de los dedos y decidió que cada
protuberancia sería una pregunta. La tarea lo desconectó del mundo y pudo
olvidarse de los lentos minutos que en otras condiciones lo hubiera
martirizado. El problema más fuerte que se le presentó fue el hambre, tuvo que
esforzarse en atrapar algunos insectos que se comió como si fueran un manjar. Al
término del plazo estaba dormitando cuando notó que el mismo chico que lo había
llevado a encontrarse con Ari le pedía que se levantara apuntándole la cara con
la linterna. Salieron y Iliós pidió que lo condujera de la mano hasta que sus
ojos pudieran soportar la luminosidad del sol. El muchacho lo dejó en una
pequeña casa para que lo lavaran y le dieran de comer. Salió limpio, con el
pelo húmedo de aceite, la piel limpia y el estómago lleno.
—¿A
qué conclusión llegaste?—le preguntó AriMo.
—He
descubierto muchas cosas, Ari—dijo alegrando la cara y mirando al cielo—. Ahora
sé que el cuerpo puede ser una prisión y que los malos sentimientos y la
perversión pueden ser producto de los demonios que se despiertan en nuestro
cuerpo.
—Eso
está muy bien querido hijo, pero ¿qué es lo más importante?
—Lo
más importante, Ari, es que somos parte del universo. Dios es todo y al unirnos
con él formamos parte de la eternidad. Nuestro objetivo en la tierra es hacer
el bien y vivir en armonía para que podamos unirnos todos en el reino de Dios.
Ari
no contestó, cogió a su alumno del brazo y lo llevó a un río. Puso las manos en
forma de cuenco y lo bautizó. Se miraron con cordialidad y Ari comentó que
serían primos como el Bautista y Jesús, y aclaró que sólo era en sentido
figurado. Que nadie sería degollado ni menos crucificado. Se rieron con gusto y
se fueron a prepara el sermón de la tarde. “Quiero que hoy hables tú, hermano—le
dijo Ari cuando llegaron al poblado—. Por la tarde tenemos una reunión para
recibirte en nuestra familia y me gustaría que nos sorprendieras con algo
interesante. Ve a descansar y piensa lo que dirás”. Iliós tenía asignada una
pequeña choza sin muebles, lo único que tenía era un colchón viejo en el piso
de tierra y una especie de mesa improvisada con una caja de cartón. Se recostó
y durmió un rato. Le dejó la tarea del discurso al cerebro y cuando despertó se
lavó si éxito la cara. Se acomodó el pelo y se dirigió a la plaza en la que ya
se encontraba la gente cuchicheando y riendo. Todos dirigieron sus miradas al
nuevo miembro que, sin haber hecho proeza alguna, tenía casi el grado de su
guía espiritual, fue por lo que Iliós llegó hasta el entarimado rodeado del
silencio y la expectación. Subió con
cuidado y se enfrentó a la multitud. Tenía un micrófono al que tuvo que
acercarse mucho para que su voz llegara hasta los últimos espectadores.
“Hermanos—dijo
dándole una entonación dulce a su voz—, les agradezco su presencia. Quiero que
sepan que he recorrido un camino muy arduo para llegar hasta aquí. Me vi como
Job, privado de mi riqueza, después de mi familia y al final de la salud. Por
fortuna, Dios me ha traído hasta aquí y siento que renazco. Sé que mi cuerpo no
vale nada, que es el caparazón que protege mi alma, es decir, la esencia que el
todopoderoso nos ha dado para vivir en armonía con nuestros semejantes. Antes
creía en el dinero, el consumo y la vida holgada. La tuve y siempre fui
soberbio. Humillé a mis criados, le negué la ayuda a los pobres, jamás escuché
a las personas que me confiaban sus problemas. Un día lo perdí todo y me
encontré en la situación de las personas que me pedían ayuda. La vida me llevó
hasta ellos y cuando me vieron—en ese momento empezó a sollozar—…Cuando me
vieron, me ofrecieron sus trozos de pan duro, su ropa ajada y sus casas de
cartón. Entendí todo. Ellos no sentían rencor contra mí y me aceptaron como a
uno de los suyos. Nadie me reprochó nada y me entregaron su corazón. Estuve con
todos ellos y trabajé a su lado, les desvelé secretos que desconocían,
progresaron. Algunos tuvieron éxito y ayudaron a sus hermanos. Salimos juntos
del hoyo y al verme de nuevo ante la vida, brilló una intensa luz frente a mí y
decidí encontrar a Ari Mo. Ahora le he confesado mis sufrimientos, le he
abierto mi corazón y me ha aceptado. Quiero ser un hermano más entre ustedes.
Si me lo permiten, siempre estaré dispuesto a sacrificarme por todos ustedes.
¡Qué viva el señor! ¡Qué viva nuestro nuevo Jesús en la tierra!
Después
de tal confesión la gente se acercó a Iliós. Lo abrazaron los niños. Las
mujeres y los ancianos le besaban la mano. Los hombres un poco recelosos lo
miraban tratando de penetrar en su interior para descubrir la farsa, pero la
mirada que les dirigía Ari les aclaró las dudas. Los llamó a todos y dio la
orden de llamarlo El Apóstol, a secas. Así Iliós se convirtió en “El apóstol”
del paraíso en la Tierra. Pasó una semana meditando, acompañando a Ari a todos
los sitios a donde iba. Una noche Ari lo fue a despertar.
—Apóstol,
despierta, despierta.
—¿Qué
sucede Ari? ¿Hay algún peligro?
—No,
Apóstol, no. Hoy es la noche de tu consumación.
—¿Consumación?
¿Qué significa eso?
—No
te preocupes sígueme y lo verás.
Iliós
se levanto despacio, se amasó la cara para deshacerse de la modorra, se lavó
con el agua de su palangana y siguió a Ari hasta su casa. Había música y
bailes, las mesas con frutas y comida estaban dispuestas cerca de la entrada,
en el fondo del salón había unos sillones de cuero muy grandes y se oía música
oriental. Parecía una fiesta al estilo antiguo. Varias mujeres con velos se
paseaban meneando las caderas. Una de ellas se acercó a Iliós y lo condujo al lugar
que se le había asignado. Le ofreció una copa de plata en la que había un ron
añejo bastante suave y aromático. La mujer se sentó en sus piernas y le
acarició el pelo. Iliós miró temeroso a Ari porque pensó que estaban poniendo a
prueba su celibato. Le temblaban las manos y si no hubiera sido porque Ari se
desnudó y mostró su cuerpo moreno y excitado, se habría desmayado. Fue testigo
de la famosa iniciación que no era otra cosa más que una orgía.
“Te
he escogido a tu primera esposa, querido hermano—dijo Ari acostándose en una
alfombra con cojines muy grandes—. Ve a consumar la tarea que nos dio el señor:
“Amaos y reproducíos”. Iliós quiso escaparse, pero dos mujeres lo desnudaron y
lo comenzaron a limpiar con aceites y perfumes. Le pusieron una corona de
flores y le dieron una bebida que le hizo perder el control. Perdió la noción
del tiempo, se entregó al placer como un animal salvaje y amaneció tirado cerca
de Ari.
Le
dolía el cuerpo y no podía pensar. Se puso de pie y salió hacía su casa. Tardo
bastante en llegar porque no podía mantener una dirección recta. En cuanto se
abrió la vieja puerta de su choza, se tiró en su colchón y se volvió a dormir.
Por la noche, volvió a encontrarse con Ari que estaba impávido, con los ojos
brillantes. La seriedad del líder le causó un poco de desconcierto, sabía lo
que le preguntaría su amigo Ari y pensó en la mejor forma de responder. “He
descubierto otro de los secretos de Dios, hermano Ari—le dijo poniéndole la
mano en el hombro—. Ayer con mi esposa Jade me di cuenta de que somos un ser
que tiene dos objetivos en la vida. Uno es prolongar la especie y, el otro,
prepararnos para la unión con lo divino. Ese es el significado del todo y a
partir de allí nacen todos los principios. Por eso los mandamientos dicen: No
matarás, ¡Es verdad!!Muy simple! Si mato le quito la oportunidad a un hermano
de cumplir con su fin. ¡No desearás a la mujer de tu prójimo! ¡Está más que
claro! Y todos los demás mandamientos lo…
Iliós
no pudo seguir hablando porque Ari le tapó la boca y le dijo que tenía mucha
suerte de haberlo aceptado como su amigo y confesor. Iliós no sabía a qué se
refería cuando le decía que era su confesor y al preguntárselo. Obtuvo lo que
buscaba. Ari le dijo que era un impostor, que por el odio hacía la injusticia
de los gobiernos, el abuso de la iglesia y la desesperanza de la vida moderna
había inventado todo lo del reino del paraíso en la tierra. “Solo contigo, esto
comienza a tomar forma, hermano—le dijo Ari bajando la mirada—. Ya no sabía
como seguir lavándoles el coco a mis adeptos y apareciste tú. Estando tú a mi
lado gano confianza, me ilumina la sabiduría, me dan ganas de aplicar mis
conocimientos y no me da miedo experimentar o fallar. Tu me has mostrado la
luz”. Iliós se retiró, después de la conversación, a su nueva casa donde lo
esperaba su ardiente esposa. Ella no lo dejó hablar y lo martirizó toda la
noche proporcionándole placer. Se quedó dormido en la madrugada y soñó que
volvía a ver al cardenal Mantini y le decía que podía estar en calma, que los
famosos Cristos eran de carne y hueso y más débiles que cualquiera. Ya no
sentía la necesidad de visitar a los otros prospectos porque si el más
influyente se había quebrado, los demás no serían mejores. Su intuición
filosófica lo había puesto todo sobre la mesa. Empezó a dar sus argumentos en
contra de los supuestos iniciados. Mantini reía y hasta se despojaba de su
casulla para sentirse a sus anchas. Su sonrisa se hacía diabólica, incluso
Iliós lo veía con cuernos y cola. Entonces apareció la figura de un hombre
pequeño, era él mismo, pero con bigotes de morsa y toga de juez. Empezó a
hablar de la historia de la casa de Dios. La escritura de los evangelios, las
represiones a los infieles, la división de católicos y ortodoxos, de judíos y
árabes, el surgimiento de la Inquisición, la quema de brujas, los escándalos de
la pedofilia y todos los papas represores, los Borgia, entre otros. Despertó
sudando. Tenía a su lado el cuerpo tibio de su mujer que en posición de feto se
protegía de la luz. Iliós se quedó mirando el techo. Había cumplido su
cometido, pero la oferta de Mantini era como una burla, una vil trampa para
ratones. Se había dado cuenta de que lo que deseaba el gran cardenal era seguir
en el poder, seguir gozando de sus acciones del banco que tenía a su
disposición, quería limpiar su imagen y hasta canonizarse él mismo. Era por lo
que Iliós, el mejor abogado del diablo, había sido retirado de sus funciones
para convertir en santos a todos los hombres buenos o malos que quedaran bajo
la bendición del papa. “¿Qué es lo que debo hacer, Dios mío?—se preguntó
mirando como si el blanco del techo fuera el cielo—. ¿Cuántas mentiras se han
inventado para mantenernos como borregos? ¿De qué sirve que desmienta a Ari?
¿De qué sirve que lo proteja si al final es un impostor? ¿Dónde está la
verdad?”.
Jade
se despertó y se sorprendió al ver a su marido con el rostro tan serio. Le
preguntó la razón, pero el calló. La abrazó y le dijo que nunca había soñado con
tener una mujer tan hermosa. Iliós no le mentía, pues su vida sexual había sido
muy pobre y jamás había pensado en el matrimonio ni en dejar herederos. Lo
único que le había importado siempre era su trabajo y ahora sabía que su vida
no había servido para nada. Le preguntó a Jade qué deseaba en la vida y ella sólo
le contestó que su único deseo era recibir su bendición. Ella estaba convencida
de que su marido era un apóstol de verdad, lo veía como a Mateo, tal vez. Iliós
se sintió mal porque el peso de su farsa lo estaba doblegando. Miro la
hermosura de Jade y deseó en verdad tener hijos y vivir a su lado. La abrazó y
su calor lo reconfortó, incluso le preguntó si lo amaba. Cuando ella dijo que
sí. La besó y cuando se desprendieron el uno del otro, Iliós se levantó de un
salto y dijo que iba a ver a Ari. Cerró con un azotón la puerta empezó a
correr. Por el trayecto, dijo en voz alta: “!Que se joda ese maricón de Mantini!
¡Ya verá quién es Ari!
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