¿Le ha pasado alguna vez
que oyendo una canción, se imagina una historia? ¿No? Pero qué dice ¿Se acuerda
de Mariano? ¿No? ¿cómo es posible? Todo mundo lo recuerda por lo extravagante
que era y…bueno, por su tragedia. Precisamente a él, las canciones le
despertaban historias en la cabeza. A veces hasta las contaba en voz alta
cuando escuchaba a Davis Miles, por ejemplo. Lo oíamos decir:
“Ah, miren, miren eso. Ahí está la tarde
lluviosa y triste, los coches transitan despacio y los limpiadores salpican sin
cesar, la gente se oculta en los toldos y entradas de las tiendas, pero un
hombre cabizbajo va sin poner atención en la lluvia. Avanza despacio,
abstraído. Al parecer sufre, lo ha dejado su novia, esconde su tristeza debajo
de su sombrero y su gabardina, pisa los charcos a propósito. Él camina, pero su
alma está agonizante, inmóvil. Los demás no lo notan porque siguen el ritmo de
sus apacibles vidas, nadie lo entiende. Habita en un infierno y sus sentimientos,
tanto los buenos como los malos, son sus demonios. Su existencia suena a
trompeta solitaria, un cántico en medio del desierto. Una voz solitaria que
trata de llenar el aire con su amor y comprensión, pero se desvanece, no llega
a los oídos de su amada, ni siquiera los que se cruzan con él o lo saludan son
capaces de percibirlo. Se pregunta cosas sobre el amor y el odio, el respeto y
fidelidad y la pasión y el engaño, la telaraña de la filosofía va creciendo. De
nuevo ese ritmo de las gotas estrellándose contra el hormigón, es murmullo de
Manhattan Transfer la melodía que escuchó Faulkner para componer su libro. Lo
acompaña otro instrumento, es más bajo, más profundo, como los reproches de la
conciencia, su Dios interior, castigándolo por su debilidad y sus pecados. Leyéndole
los mandamientos y excomulgándolo. Condenándolo con el sermón: “Culpable, eres
culpable por soñar, por amar demasiado y traicionar”. Sigue ese todopoderoso
predicando desde su interior hasta que el pobre hombre revienta. Se sube el
cuello de la gabardina y se baja el sombrero, clava la barbilla en el pecho y
espera la salvación. Y llega, ahí está, viene en forma de teclas, las grandes blancas
y las pequeñas negras. Es una ola de optimismo, hermosa baila con pasitos tan
graciosos que hasta las gotas se ruborizan y se convierten en pequeños
caballitos al trote. Se debilita la lluvia y aparece el sol y el hombre con
canto metálico, con ese tono chillón conocido, barrita como elefante rosa”.
Así era Mariano y no
sabíamos si era un músico que contaba historias o un escritor que las tocaba.
El caso es que el grupo con el que tenía que interpretar estaba formado por Claudia,
una mujer encantadora, pero congeniaba con Mariano sólo en la cama, en la vida
cotidiana tenían muchos desacuerdos. Además, estaba Artemio, un baterista
temperamental y muy meticuloso que se llevaba a las mil maravillas con Claudia.
Arturo era el saxofón, esa voz interna con la que se mortificaba Mariano, eran
medios hermanos y tenían un poco del temperamento de su padre, también músico.
Alberto, un hombre flaco, ya entrado en años era el promotor y administrador
del grupo. Participaba muy poco en los ensayos y sólo en contadas piezas
ejecutaba sus interpretaciones que lo habían llevado a la gloria en décadas
pasadas. Trataba de no molestar mucho y siempre encontraba un momento
coyuntural para estimular la inspiración. Tenía el don de resolver el conflicto
prolongado del trompetista y la vocalista. Era suficiente que hiciera una broma
ingeniosa para que en los labios de Claudia se dibujara una sonrisa de
Gioconda. Eso era suficiente para desencadenar una serie de temas que, por
haber estado reprimidos en la cabeza de Mariano, salían como pequeños retoños y
el grupo se aplicaba al cuidado y protección de cada nota. Era asombroso ver como
esas carcajadas estimulaban los dedos de Néstor, el pianista que daba las
primeras notas de lo que ya estaba madurado en los labios de Mariano. De esa
forma, comenzaba la manifestación de la armonía de los sentimientos a través de
soplidos, movimientos ágiles de los pies y la increíble voz de Claudia. Tenían
éxito, aunque no eran un grupo muy popular. Tocaban en un café clase-mediero en
el que pocas veces se veía personalidades. Sólo en una ocasión tuvieron la
suerte de que un periodista se extraviara por allí y quedara fascinado por las
ejecuciones del grupo y el cántico la espléndida cantante. Escribió, incluso,
un artículo en el periódico, pero se publicó en un mal día porque otra noticia
más importante la opacó demasiado. Tenían para vivir sin holguras y eran
felices. Se llevaban bien y eran una pequeña familia que conservaba la cordura
para poder sobrevivir.
Un día me dieron un nuevo
empleo y tuve que abandonar el país. Lo último que supe de Mariano es que en
una ocasión se le ocurrió proponerle a Claudia que interpretaran a Chaikovski en
jazz. Ella, que tenía formación del conservatorio, puso el grito en el cielo y
le dijo esa frase que nunca se nos olvidó. “Tchaikovski no se interpreta como
jazz, idiota”. Se lo dijo en un ensayo en el que salió la propuesta y ni el
ingenioso Alberto logró que hicieran las paces. Tal vez ese fue el momento en
que surgió el verdadero conflicto porque a partir de aquel día las cosas
cambiaron. Claudia era muy ordenada. A veces, como casi todas las mujeres,
caprichosa. Una de sus virtudes era la de serle fiel a Mariano. Se había
protegido con gran determinación de caer en los brazos de otro hombre que no
fuera su odiado y, a la vez añorado, trompetista. Parecía que tenían una
relación simbiótica, igual a la de una futura madre y su hijo en estado de
gestación. Su amor era incondicional, pero la vida les ponía obstáculos que
ocultaban ese amor que solo relucía en la cama. Tenían relaciones con
frecuencia y era para ellos el paraíso. Un momento de extroversión de los
sentimientos e interrupción de la música que les proporcionaba una felicidad
real. Los músicos lo notaban cuando se reunían a media tarde para los ensayos.
La trompeta sonaba nostálgica y alegre. Combinaba la sensación de la creación
universal y la muerte. Sonaba erótica y tétrica en algunas partes. Claudia
cerraba los ojos y parecía revivir los pasajes de la historia. Dejaba que se le
cayera el pelo hacía el frente y dejaba la cabeza inclinada mientras sostenía
una nota suave, luego levantaba el rostro, se separaba el pelo y miraba arriba
del público, como si encima tuvieran una aurora boreal de color denso. Después,
en la pausa que le tocaba, escuchaba con entrega los vientos, las percusiones y
se movía al compás del piano mientras fumaba. De vez en cuando miraba a Néstor seductora,
se alisaba el vestido, ya entallado, y hacía brillar la lentejuela con el
movimiento de sus caderas. Todos sabían que se movía para motivar las notas de
Mariano que de vez en cuando la miraba de reojo y sacaba las partes más
ardientes. Los oyentes se derretían de compasión. La fuerza de la música
removía los sentimientos y la gente se abrazaba, se besaba y se miraba con
ternura. Claudia lloraba en silencio. Así, con la trompeta narrando los
sufrimientos del hombre bajo la lluvia, el saxofón hablando como su conciencia,
el bajo dirigiendo el paso del tiempo y el piano haciendo resurgir el
optimismo; la excitación se transformaba en sudor estimulado por el calor de la
voz de Claudia, el humo y el alcohol.
Todo eso se acabó aquel
fatídico día en el que apareció Chaikovski. Para Claudia era un sacrilegio
pasar la composición del maestro a las vulgares y prosaicas notas de la
trompeta. No sabía que Mariano lo podría hacer de forma genial. Cerró los oídos
cuando él interpretó la danza de los cuatro cisnes mezclando humor y gracia a
la ejecución. Ella se tapó las orejas diciendo que era un sacrilegio, pero los
demás se contagiaron del ánimo fogoso y vital de la pieza, querían comenzar a
interpretar y dejar que la improvisación fuera construyendo esa hermosa
melodía, sin embargo, era imprescindible la autorización de Claudia. Ella se
negó y con su actitud los dejó fríos. Hasta Artemio se vio en una encrucijada,
ya que no podía dejar que una melodía acabara con su amor platónico para
siempre. No hubo forma de convencerla. Mariano se encaprichó con su obra y tuvo
que luchar contra sí mismo. No logró derrotarse porque cada encuentro en la
cama terminaba al pie de ese montículo frustrado. Comenzaba a convencer a
Claudia, pero ella era categórica. Lo
hacía a causa de su propia naturaleza. No podía permitirlo, durante la infancia
y la adolescencia sus profesores de canto se lo habían dicho. Sabía distinguir
lo que le pertenecía a la voz y lo que se les permitía a los instrumentos. No
fue capaz de ceder y Mariano sintió fango en sus pies. Se fue manchando del
barro que lo haría caer en un abismo sin fin. Claudia no pudo convencerlo, él
aceptaba sus argumentos y seguía escapándose en otras piezas. Una noche se
ahogó en una oleada de hiel y se puso a improvisar en medio del escenario, los
demás creyeron que ya lo había acordado en secreto con su amante y dieron
rienda suelta a la interpretación. La gente se quedó pasmada porque reconocían
la pieza clásica y ésta les parecía mejor, más contemporánea, más burda e irrespetuosa
como la vida misma. Aplaudieron mientras Claudia abandonaba el escenario
apretando con sus dedos el cigarrillo. No fue ella quien desapareció para
siempre esa noche, sino Mariano a quien nadie vio en el momento de su partida.
Cegado por la demencia, furia y la falta de solidaridad de su vocalista y
amante, se fue a dar un paseo sólo. Claudia lo esperó toda la noche y la
siguiente. Mariano nunca se había ausentado. Un mal presagio llenó los
estómagos de los componentes del grupo. Llamaron a la policía, buscaron por
todos los rincones de la ciudad y Mariano no apareció.
Hoy, después de veinte
años de aquel suceso he vuelto porque el grupo se ha reunido de nuevo y van a
interpretar la pieza. Mire, aquí está en el programa. Se llama así, ¿lo ve?
Bueno, ya han salido al escenario. ¡Cómo han cambiado! Oiga ¿será posible que
Claudia no se haya refugiado en Artemio? ¿Qué cosa? ¿Usted no sabe nada de
ellos? Está bien, ya me voy a callar. Ah, esa pieza la conozco. Ahí está el
hombre de la gabardina, la lluvia caerá pronto, las calles son grises…
¡Qué prosa tan exquisita, Juan Cristóbal, y qué tema tan cautivante!
ResponderEliminarMe recuerda a "El Perseguidor" de Cortázar.
Cordial saludo.
Gracias, Carlos, este cuento, por cierto, no es el del reto del mes de literautas. El otro se llama personalidad oculta. Te agradezco mucho la visita. Un fuerte abrazo. Te comento que sí, en efecto, la música puede producir colapsos o inspiración.
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