Me califican de criminal,
inhumano, verdugo, insensible y más cosas. Allí afuera hay cientos de personas
con pancartas exigiendo que se suspenda este espectáculo. Les doy toda la
razón, pero al hacerlo mi única fuente de ingresos desaparecerá y, aunque crean
que esto es maquiavélico, matando animales es con lo único que puedo vivir. Si
analizamos el problema, como le digo a mi compadre Facundo, tendríamos que
cambiar la economía. Les doy un ejemplo. En Indonesia, allá por el oriente, no
me pregunten por los países y capitales porque tengo cero en geografía, los
niños trabajan explotados por los empresarios globalistas y ninguno de estos
ecologistas gritones los defiende. Está claro que todos los humanos tienen la
decisión de escoger el trabajo que quieren realizar. Estoy muy de acuerdo, pero
pónganme a un indocumentado a elegir su trabajo y ya verán lo que hace. Por
otro lado, somos un rebaño de borregos, nos dejamos llevar por las opiniones
públicas sin ni siquiera detenernos a pensar sobre el asunto.
Eso lo digo por mí, no
por ustedes y, discúlpenme si digo idioteces, es que así soy de nacimiento. El
caso es que yo no escogí este trabajo. Busqué se los juro, algo creativo,
ingenioso y remunerado, no me alcanzó el cerebro, lástima. Probé arreando
mujeres en las calles, vi cosas horribles y desistí de continuar. Era joven,
inexperto y ahora me remuerde la conciencia de lo que hice. Luego vino mi
primo, me animó a lidiar con toros. “A ver, cabrón de qué tamaño los tienes”.
Ni me lo hubiera dicho. Seré tonto, pero no rajón. Pues te lo demuestro—le dije—.
Nos fuimos a ver al don Anacleto que era monosabio en la Plaza de toros México
y nos recomendó. Me puse abusado y vi cómo toreaban los matadores. Luego me iba
a mi casa y buscaba los casetes con las corridas del Armillita Espinosa, cogía
un zarape y me ponía en el patio de la casa a hacer “sombra” como si fuera un
boxeador, imaginando que se me venía un toro encima, entonces lo manejaba con
la lana de la mugrosa manta que para mí era como la muleta.
Luego los chamacos del
patio me hacían travesuras jalándome de los pantalones y así aprendí a mover
los pies y a esquivar los ataques. Un día me dieron chance de hacerle pases a
un toro y lo hice tan bien que el astuto don Anacleto me dijo que me iba a organizar
una novillada. Estaba emocionado, incluso cuando mi vieja me llamaba para
echarme las broncas por no ir a conseguir dinero, se lo dije clarito. “Mira,
mamá, ya no voy a irme a robar a los camiones, voy a torear”. Ella se moría de
la risa y me dio harta furia, sólo porque me pude controlar no le di una
madrina, si no me la hubiera mandado al hospital. Bueno, perdónenme la cantaleta, pero es que
así empecé con esto de los toros, luego me presenté, me dieron la alternativa
en una placita de provincia y me hicieron matador, pero mi alegría fue
desapareciendo cuando empecé a conocer la profesión y los chanchullos que la
estropean. Resultó todo peor de lo que pensaba. Mi sueldo lo recorta mi
promotor, los toros están amañados porque no entran por primera vez al ruedo y
algunos ya saben tanto de los engaños que te miran fijo a los ojos. Es cuando
le tiemblan a uno las piernas. Te ponen entre la espada y la pared.
Los aficionados
recriminándote por cobarde. «Mira nada más ese maricón—dicen como si fueras un
payaso de fiesta de cumpleaños—, le saca al toro, no se arrima ni de milagro,
luego aleja las piernas cuando embiste el cornudo». Si supieran los malnacidos
lo que dicen. ¡Dios, perdónalos por pendejos, la neta no saben lo que dicen! Un
día mi amigo Felipillo me dijo: “Maestro, debería leer a Ernest Hemingway,
tiene un librito sobre toros, échele una leidita, se llama Muerte en la tarde”.
Uta, chamaco, ¿qué sabes tú y ese jemingüey de estas bestias? No tiene la menor
idea el pinche gringo de todo esto. Lo malo es que sí lo leí y fue peor. Ahora
lo sé todo de este trabajo inmundo. Mi contrincante espera, me mira con astucia
y se burla de mí. La muerte en la tarde es la mía, el promotor vio a este
maldito bicho y sacó a su torero. Que traigan al de reserva. Ni siquiera sabía
mi nombre. Bueno, cabrón te toca este, se llama Manchado. Hasta el nombre le
quedó como anillo al dedo. Desgraciado Manchado, ya es la hora. Lo bueno es que
la lana se la dejé a mi madre, así que tendré cajón donde descansar mi
eternidad. Ahí vamos…
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