Cuando el horizonte se llenó de agua cristalina
y el viento dejó de soplar con fuerza, comprendió que ya estaba dentro de su
sueño. Victoriano se levantó con gusto y se acomodó la capa, el peso de su
corona era el mismo que el de las esmeraldas de la historia. En ese instante cruzaba
el mundo por la era de los cambios y él era partícipe de la transformación. Se
auto proclamó rey y tiranizó a su pequeño pueblo. Eran pocos esbirros y se
habían muerto los hombres de forma voluntaria, hipnotizados por el deseo de la
libertad. Sólo las mujeres habían sobrevivido al espejismo y las hizo sus
concubinas. En la realidad todo era tortuoso, vivía en una cueva, se le habían
caído algunos dientes y la barba le llegaba al ombligo, apestaba a carne
podrida y su cuerpo parecía el de un pez seco. Se dirigió a su palacio en la
zona más alta de la isla y desaparecieron las hendiduras de su cabeza. Por costumbre
miró hacia al frente buscando naves, embarcaciones del Nuevo Mundo. Ya no era el farero despreciable a quien
habían tratado de asesinar meses antes, sino un gran monarca. No había signos
de vida humana en el inmenso océano. Bajó con lentitud y mandó llamar a su
amante de turno.
La dama que esperaba llegó ataviada con un
largo vestido azul marino y zapatillas bordadas. Los cordones que le ceñían la
espalda eran dorados, el peinado se había terminado con una diadema muy cara
aprisionando los caireles de su pelo. Estaba esplendorosa y aromatizada con
hierbas y aceites. La comenzó a desnudar y se la llevó a la enorme cama real.
La música le armonizó el viaje por la basta extensión de aquel fértil cuerpo.
Ella lo miró interrogativa y él le introdujo sus ideas, la obnubiló con sus fantásticas
historias de los Borgia, los Medici y los Borbón. Ella atenazó su título real
con las piernas, le juró que a él no le pasaría lo que a Enrique VIII. La noche
no fue muy prolija, pero se cumplió el plan del amor. Luego ella se retiró con
el nacimiento del sol y se fue menguando mientras caminaba en dirección a las
palmeras, que agitadas trataban de liberarse de los maduros cocos que
necesitaba el pueblo para no padecer escorbuto.
Satisfecho el rey permaneció recostado haciendo
planes para el futuro. En la parte más alta del atolón construiría un hermoso
castillo. Clausuraría las precarias minas y aprovecharía el combustible para
fomentar el comercio. Se mandaría hacer unos jardines con fuentes y se pasearía
recibiendo los favores de Afrodita, Neptuno y Zeus. Tal vez llegaría a ser un
hombre dios y su descendencia reinaría en las islas aledañas. No importaría el
abandono de los galos, ni la intervención ancestral de los piratas británicos,
ni el fraude del tirano Díaz. Acabaría con la causa de sus sufrimientos y
mitigaría la revolución. Su ejército aplastaría como un pie gigante a esas
pandillas de bandoleros que habían cortado las vías de comunicación. Se rió
incrédulo, volvieron las imágenes de su adolescencia en las que era tratado
como una basura por sus superiores. Le mitigaron el dolor las ilusiones de
aquella época que en ese momento ya eran realidad. El monarca poderoso y
omnipotente les daba rienda suelta a sus deseos. Una vez por semana organizaba
orgías y comilonas para satisfacer al pueblo. Pan, juegos y vino, es de lo que
hay que abastecer al vulgo para mantenerlo en paz.
Creyó que algo lo despertaba. Eran golpes en la
cabeza, se los propinaba la mujer de la noche anterior, que había regresado muy
enfadada. Le preguntó con desesperación, rogándole al cielo para saber lo que
se le exigía, pero adivinó el maleficio que perseguía a la realeza. Le estaban
aplicando la ley popular del rey muerto para que viviera el rey, ese paradójico
mandamiento que exige sustituir al monarca cadáver y otro vivito y coleando. Les
preguntó por qué en ese instante tan inoportuno lo despertaban. Como respuesta recibió un dedo señalando la
lejana imagen de un barco varado detrás del arrecife. Ondeaba una bandera
enemiga de franjas rojiblancas y ya se acercaban unos soldados con una careta
por rostro. Se quedaron pasmados por la incredulidad, por la incongruencia de
la realidad. No aceptaban la crudeza del espectáculo. Habían conspirado contra
él—pensó el militar, pero siguió la estela de los acontecimientos imposibles de
interrumpir— y yacía el monarca enemigo muerto por una dócil mujer que le había
robado el arcabuz y le había perforado el jubón. La blancura de la tela no se
tiñó como él pensaba. El deseado azul de los soberanos apenas humedecía con
gotas espesas de frustración la prenda. Sintió que la reseca vida que había
guardado, como un tesoro, se le desvanecía en un respiro como vapor matutino.
Vio el rostro de un hombre rubio con mostacho que con sus ojos grises lo
interrogaba. Rezó como si en lugar de un teniente tuviera a un sacerdote para
la confesión.
Fueron los demonios—balbuceó—. Un día nuestro
espíritu se partió y salieron los seres satánicos. La venganza en forma de
bruja malvada, el engaño como hechicera, la perversión como sátiro, la muerte
como hambre. No logró decir más y no le alcanzaron a exhumar sus pecados para
mandarlo limpio al cielo. Lo dejaron como alimento para los cangrejos, como
símbolo de la lucha contra la injusticia y el abuso del poder. También, su
sacrificio fue empleado como lección para los gobiernos que prefirieron ordenar
las cosas sin ton ni son; para que se apagara esa mentirosa afirmación sobre el
fin de la historia. La sabia matrona existiría, engalanada con su vestido de
fechas y nombres, mientras estuviera sobre la Tierra el ser humano y la podían
transformar, manipular, embellecer o ridiculizar, pero siempre permaneceríamos abrazados
a ella para que nos mostrara, con cara alegre, cuan ridícula y perjudicial
puede ser una decisión tomada veinte años después. Por suerte, se trataba sólo
de un ingenuo sueño.
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