Había vivido muchos años como un ser del subsuelo, sabía que mi condición
era otra, pero las circunstancias me habían orillado a vivir como un roedor.
Tenía mi amor propio, característica que me diferenciaba de los demás, pero tan
sólo un poco. Estaba rodeado de gente despreciable, criminales, borrachos,
esquizofrénicos y dementes. A pesar de vivir en un mundo tan vil, me parecía a la
gente respetable por mi intelecto, sin embargo, eso me hacía más despreciable a
los ojos de los que me rodeaban. Cuando salía a la calle y se alejaban de mí
las personas, las miraba escudriñando en ellas la causa de su actitud. Descubrí
sus verdaderos sentimientos y aprendía a conocerlos. Ninguna persona jamás experimentó
compasión por mí, al contrario, escupían al pasar a mi lado y volteaban la
cabeza para no verme ni percibir el tufo que desprendía mi ropa. Sé que, si me
hubiera encontrado en una sociedad en la que apreciaran el valor de los verdaderos
poetas, escritores y filósofos, me habría ido muy bien, pero lo único que
quería la gente era dinero, ganarlo era lo importante y los medios se
justificaban si alguien llegaba a acumular una buena suma. Tenía demasiada
educación para rebajarme, por eso había preferido el fango a la limpieza pulcra
de los ricos. Mi conciencia me había indicado siempre el camino adecuado y tuve
que soportar desprecios, golpes y humillaciones. De algún modo me acostumbré,
aunque no me insensibilicé.
Llegué a discutir con muchos editores. Me dijeron que estaba loco, que a nadie
le interesarían mis trabajos y si quería que me leyeran debía escribir lo que
escribían todos. «Pero señores—les decía con desesperación—, no es posible escribir novelas
de todo y nada a la vez. ¿No se dan cuenta de que Flaubert revisaba cada frase
de su Madame Bovary, que Joyce en su Ulises construyó un edificio en el que no
se podía excluir ni un solo ladrillo? Eran obreros que no olvidaban ni un solo
detalle y llegaron a la perfección. Miren lo que hace la gente ahora. Hablan y
hablan y hablan sin ton ni son, se sienten muy originales creando sus mundos de
fantasía, sus sectas de vampiros y sus zombis intergalácticos, pero sus
trabajos no dicen nada, incluso hay quienes recurren a trucos descabellados
para terminar de escribir sus adobes de arena». Lo sentimos mucho—contestaban con resignación fingida y
me echaban con prepotencia—, su obra nadie la leerá porque no engancha, es
demasiado seria y complicada.
Fue así como decidí aislarme en las cavernas, vivir como ermitaño
trabajando en el anonimato. Sobrevivía como un insecto, deseando la luz del día
rodeado por la penumbra, me convertí en una larva, en una crisálida dispuesta a
vegetar años hasta que cambiaran las cosas y pudiera extender mis alas y probar
el polen de todas las flores. Era muy duro soportar la degradación o, más bien la
transformación de mi ser, me sumergía en mis trabajos y no paraba nunca, era
una hormiga obrera construyendo mi refugio. Tenía enemigos depredadores que me
hubieran comido al final, pero sucedió algo asombroso. Un día recibí una
noticia. Era la suerte burlona que me llamaba para encontrarme con un hermano
lejano de mi padrastro que en sus últimos días pensó que yo era su sobrino
biológico. Me había dejado una buena suma de dinero y propiedades. Tuve que
viajar al otro extremo de la ciudad. Era una odisea dada la condición en la que
me encontraba. Libré muchísimos obstáculos y recibí unas cuantas palizas de los
policías y mendigos.
Pude llegar a una gran residencia en la que un mayordomo vestido como un
conde me recibió incrédulo y revisó la carta y mis pestilentes papeles diez
veces. No me hizo pasar a la casa. Mandó que se quemara mi ropa y puso a dos
criados a lavarme con esmero. Al final me condujeron a una sala donde había un
candil enorme y los muebles parecían del siglo XVIII. Alguien tocaba en la
lejanía un violín, un clavicordio y un fagot. La servidumbre pasó
disimuladamente para echarme un vistazo. Me habían puesto ropa de los criados,
luego un hombre me tomó mis medidas y media hora más tarde volvió con un traje de
lana muy elegante de color azul marino. También me dieron ropa interior, unos
zapatos muy cómodos y una corbata. «Tiene usted la misma constitución de su tío —me comentó
una criada muy arrugada y encorvada que caminaba muy despacio y su voz era como
placas de metal—. Además, se parece a él en la nariz, mire ese cuadro». Efectivamente, éramos muy parecidos. Me interesé por su
vida y pedí que me contaran quién había sido mi famoso tío. Me prometieron una
biografía completa después de que me despidiera del pobre anciano que se
encontraba en las últimas. Entré a una habitación muy grande. Era de día, pero
tenían las cortinas cerradas. Oí una voz débil que me pidió que me acercara. Caminé
con determinación si notar el moho del aire y los humores putrefactos humanos.
Estaba acostumbrado a todo y si alguien me hubiera preguntado si sentía náuseas
habría dicho que encontraba el aire bastante fresco. Vi un ser esquelético con
un copete blanco de gallo. «Abrázame, hijo mío—dijo casi sin fuerzas y lo sostuve en
mis brazos. Sentí su respiración de fuelle y su cuerpo de huesos—. Eres la
única persona que se ha atrevido a tocarme. Ni siquiera mis más queridos amigos
se han decidido a hacerlo. Eres uno de los nuestros. Lo siento aquí en el
corazón». No tuvo oportunidad de seguir hablando y se transformó
en un costal tintineante. Me mostró un enorme libro con empastado de cuero y
movió los labios diciéndome, sin voz, que lo leyera. Fue toda la conversación
que tuve con él.
Se llevó a cabo la ceremonia del entierro. Me presentaron a sus consejeros,
servidumbre, amigos, ex amantes y ex esposas. No había tenido hijos y sus
familiares lo habían odiado por su actitud irónica. Se dirigían a él como Monsieur
Paul. Evitaban hablar mal de él en mi presencia, pero era suficiente alejarme
unos pasos para que les cambiara la cara a todos y surgieran sonidos como si se
masticara farfulla. Me presentaron el pésame y me atosigaron con mujerzuelas de
todas las edades, abogados de todas las calañas y empresarios oportunistas con
cara de hienas. Pasaron algunos días y me convertí en el señor de la casa. No
tenía un solo minuto de reposo porque se me preguntaba hasta el más mínimo
detalle. Las doncellas, los mayordomos, cocineros, criados y jardineros eran
muy viejos. Le pregunté al principal consejero de mi fallecido tío si sería
posible jubilarlos con una buena pensión. El hombre pequeñito que se había
encargado siempre de las finanzas me miró con sus ojos de perro chihuahua y
moviendo con rapidez su bigote hizo unas cuentas. Sumó el gasto de las
pensiones y me comentó las cifras que aparecerían al contratar nuevo personal. «!Es una locura! Monsieur Paul jamás lo habría
permitido—dijo moviendo la cabeza como si estuviéramos decidiendo un asunto de
Estado—. Eso nos llevará a la ruina». Le pregunté sobre las privaciones que tendríamos que
sufrir para cubrir esos gastos. La respuesta fue intrascendente y le ordené que
lo hiciera. En una semana se arregló todo y tuve que esperar a que la fila de
treinta personas agradecidas se retirara de mi casa. Era como si les hubiera otorgado
algo maravilloso. Vi al abogadete Gerard con una carpeta bajo el brazo, mirando
por encima de sus gafas a los pobres sirvientes que se alejaban muy despacio.
Estaba bien vestido, sus zapatos ridículos eran puntiagudos y su chaqueta
finísima. Me miró de reojo y me preguntó si estaba satisfecho. Lo miré
condescendiente y me alejé. Oí su rabieta desde el jardín. Me senté en un
banquillo y ordené que nadie me molestara. Tenía que ordenar mis ideas.
No pude hacerlo porque apareció ante mí un hombre gordo. Llevaba un traje a
rayas de muy mal gusto. Tenía en la boca un enorme puro y el humo le hacía
entrecerrar los ojos. Se reía de sus propias bromas como si su función fuera
divertir con su conducta. Se presentó como el editor Jean Roseau y me dijo que
Monsieur Paul había preparado unos escritos, que tenían un enorme cuaderno con
pastas de cuero que tenía que publicarse después de la revisión del corrector
de estilo. Me acordé de las últimas palabras de mi tío. Es decir, de su gesto
indicándome que viera el enorme libro de pastas de cuero. Le prometí a Roseau
echarle un vistazo y llamarlo en breve para que se lo llevara. Me mostró sus
dientes manchados de nicotina, se retorció el bigote y con grandes reverencias
se fue.
Me dirigí a la biblioteca y pedí que me llevaran un poco de vino, queso,
pan y el pesado libro de cuero. Me lo llevó una joven de pelo negro. Su peinado
se mantenía como un gorro gracias a la enorme cantidad de gel que se había
puesto, tenía tatuados los brazos y las piernas. No se inmutó cuando le vi una
manzana que tenía debajo del ombligo. Casi no llevaba ropa y se le veían
piercings por todos lados. Llamé a Gerard y le pregunté por qué había
contratado a la chica. Contestó que se había ofrecido a trabajar de forma
gratuita si le permitíamos consultar las obras de Monsieur Paul que tenía el
seudónimo de Rose Noire y sus adeptos lo amaban a morir. Le ordené que revisara
toda la información de las personas que había contratado y si había alguien que
tuviera las mismas intenciones de “La madame”, como se llamaba la chica de los
tatuajes, o si tenían algún interés en el escritor, los echara sin falta.
Empecé a buscar todos los libros del famoso Rose Noire. Había en un librero una
lista de unas ciento cincuenta obras del autor. Eran libros muy gordos, algunos
en dos o tres volúmenes, por eso ocupaban casi toda la pared cercana al enorme
ventanal de la biblioteca. Los títulos eran ridículos, parecían de novelas
baratas de tiraje mensual.
Abrí un enorme libro de cuero y empecé a leer. No tarde más de diez minutos
en empezar a hojearlo y asquearme de su contenido. Me di cuenta de que toda la
vida había estado luchando por no ser como mi tío. Me había puesto a conciencia
a leer los libros más difíciles de la historia de la literatura y me había
hundido tanto que la desgracia me había obligado a hurgar en la basura para
llevarme algo a la boca, sin embargo, mi “Tío” con sus sombritas de negro, sus colmillitos
plateados, sus resucitados amorosos, y sus violentos monstruos intergalácticos había
llegado a la cúspide de la fama. Noté que hacía descripciones muy largas que
enganchaban al lector al grado de que se les olvidaba la trama principal, como
había muchas cosas relacionadas con la moda, las aficiones de la gente que se
dedicaba a perder el tiempo en las redes sociales viendo o contando tonterías,
la lectura resultaba como un foro donde se puede leer de todo, pero al final
sólo quedaba la sensación de haber pasado bien el tiempo y desear seguir, por
eso la gente compraba las continuaciones de sus sagas.
Decidí cambiarlo todo. Me había dado cuenta de que mis hábitos desaparecían
con una rapidez increíble y traté de aprovechar mi situación para recuperar el
terreno perdido. Vino el editor de mi tío a pedirme el manuscrito de cuero,
pero le dije que necesitaba un poco de tiempo. Se exasperó y me amenazó con
cambiar de escritor estrella. «Hay muchísimos autores que podrían ocupar el puesto de
Rose Noire, ¿sabe? —exclamó mirándome con ojos de mosco—. Si tengo
consideraciones es porque su pariente ayudó a mucha gente importante, se
relacionó con gente del gobierno y creó un estilo digno de copiar». Le
pedí una semana de plazo y nos despedimos con un fuerte abrazo fraternal. En
cuanto el imbécil salió pedí que me trajeran un cuaderno con pastas de cuero,
igual al que tenía sobre la mesa, un tintero y una pluma. Cerré con llave la
puerta y ordené que se me sirviera una sola comida al día. Pasé al papel todas las
historias que se había negado a publicarme, repasé a conciencia la vida
sentimental de mis obras y las pulí para que deslumbraran al abrir las pastas
del enorme libro. Cuando volvió Jean Roseau estaba poniendo el punto final a
los escritos. Abrí la puerta y le dije al ridículo gordo, que ya no venía con
su cómico traje de rayas, que lo estaba esperando para entregarle las últimas
obras de mi tío. Sonrió más que de costumbre cogió el pesado cuaderno y me dijo
que lo leería, pero le comenté que la última voluntad de Rose Noire había sido
que se publicara tal y como estaba. El gordinflón apagó su sonrisa y le quedó
una cara de idiota muy natural. Se dio la vuelta y balanceando la cabeza se
fue.
Mi alma abrumada me pedía descanso, pero el cuerpo, acostumbrado a las
marchas forzadas y el hambre, me ordenó moverme. Salí a dar una vuelta por mi
enorme jardín. Una de las nuevas sirvientas me vio y corrió para preguntarme si
deseaba algo. La vi muy atractiva y le pedí que paseara conmigo. Llevaba su uniforme
y le pedí que se lo quitara. Al principio se negó, pero cuando vio que yo
estaba en calzoncillos, se decidió. Así, protegidos por la ropa interior,
comenzamos a dar vueltas. Le pedí a Ivanya que nos sentáramos a asolearnos. Mi
cuerpo estaba como la leche, a pesar de que siempre—bien lo recordaba— había
sido moreno. Ella era flaquita y muy tímida. No soportaba que le viera el pecho
o las piernas y se sonrojaba. Le pregunté su edad. Veintiuno—dijo sonrojándose
más—. Le pregunté si se sentía incómoda o le molestaba estar a mi lado. Me
contestó que la había amenazado Gerard, le había advertido no acercarse a mí.
Le dije que se relajara y que no pensara en nada.
Era muy inteligente, había leído cosas útiles y tenía una visión adecuada
de la vida. Me sorprendió que trabajara en mi casa. En nuestros tiempos es muy
difícil valorar a las personas que se preocupan de la belleza y la estética en
la música, el arte y, sobre todo, en la literatura. No me pude contener y comencé a revelarle el
plan que tenía entre manos. Se sorprendió tanto que me preguntó diez veces si
estaba seguro de lo que hacía. Entiendo tus temores—le comenté mirando unas
flores extrañas—, pero nunca he tenido nada y si logro realizar mi proyecto,
las cosas volverán a su sitio. Por personas como mi fallecido pariente las
cosas están como están. No perdería nada, al contrario, ganaría por goleada.
Empezamos a corretear mariposas y quedamos de pasear todos los días para ir
comentando el derrumbe que se aproximaba. Los temblores no tardaron en sucederse.
Llegó Mister Roseau con un humor de los mil demonios. No me saludó y empezó a
hablar como silbato de locomotora. “No podemos publicar lo que nos ha
dado—gritó insultando y pateando la arena—. La gente no lo entiende, incluso el
corrector se ha llevado tres lecturas para entender el contenido y, si para él
fue difícil, imagínese para los lectores. ¡Es una locura! Le comenté que era
irrefutable y que mi tío había dejado una hoja en la que expresaba su deseo de
que así se hicieran las cosas. No me creyó y tuve que ir a mi despacho a
escribir una carta con su letra dando las instrucciones.
Roseau no lo podía creer. Se removió mil veces el pelo, se secó el sudor y
tosió. En un arranque de ira cerró los puños, escupió y aceptó hacer la
publicación. ¡Es el final! ¡Es su final! ¡No tendrá dónde caerse muerto y todos
sus admiradores nos darán la espalda! Mi mirada era indiferente,
tuvo que dar vueltas para encontrar mis ojos. ¡No diga después—gritó— que no se
lo advertí! Se fue y una nube de humo se levantó en la vereda del jardín detrás
de él. Llamé a Ivanya, llegó e instintivamente se desnudó sin que se lo
pidiera, luego me vio sorprendida y me quité toda la ropa para que no se
sintiera mal. Brincamos como dos niños traviesos, nos abrazamos y nos revolcamos
en el césped. Comencé a dormir a su lado. No fue mucho tiempo y tengo recuerdos
fantásticos de nuestra relación. En un mes de compartir el lecho su cuerpo
perdió la dureza y se hizo maleable. Reímos mucho y la felicidad me iluminó.
Después de publicar el ejemplar enorme de mis historias, bajo el seudónimo
de Rose Noire, me quedé sin lectores. La gente protestó, se publicaron miles de
críticas desfavorables y la marejada devastó mi casa. La gente trató de
salvarse. La última en marcharse fue Ivanya. No lo quería hacer, pero sabía
cuál sería mi fin y no quería que ella lo viera. Nos dimos un beso de despedida
y arremetí contra las adversidades. Desaparecieron los muebles y la casa se
derrumbó. El jardín quedó cubierto por una hidra venenosa. Salí despavorido
escapando de unos perros rabiosos. Mis ropas recobraron pronto su condición
pasada, volví a alimentarme de los desperdicios de los contenedores. Presencié
la quema de mis libros en grandes hogueras. Vi las vitrinas de las librerías marcadas
con pintura de aerosol. Volví a mi cuchitril satisfecho. Me dormí y no desperté
en tres días.