Susana esperaba. Llevaba muchos años en ese estado inerte. Se había obligado
a no alterarse, sin embargo, en algunas ocasiones las noticias de la radio o
del periódico la hacían temblar y sentir el sudor gélido del pasado. Le habían
arrebatado a sus padres, a sus hijos y a su marido. Se había salvado por puro milagro
de la represión Nazi. En una redada, a principios de 1944, alguien pronunció
mal su apellido y, al ver que dos viejos soldados la acosaban, un joven teniente
de la Gestapo afirmó que ella era de raza aria y la liberó. Joachim, su esposo,
le hizo llegar una nota escrita con lápiz en la que le decía:
“Zuzanna, sálvate. Vete a Buenos Aires, ahí te buscaré”.
Recordaba a Joachim, no como a ese hombre ensangrentado y hambriento, con
su raído uniforme de franjas y la estrella de David, con el rostro demacrado;
sino como a uno de aquellos grandes profetas que habían salido de Egipto para
instalarse en las tierras de Moab o de Benjamín. Lo veía bajando del Sinaí, guiando
a su pueblo a través del desierto. Él era así, optimista, le dedicaba mucho tiempo
al estudio, se comunicaba con Dios y éste le revelaba las razones de la
conducta de la naturaleza, le decía los secretos de los fenómenos físicos con
fórmulas matemáticas.
Siempre salía por las tardes a pasear y se imaginaba que por el otro
extremo de la calle aparecería su marido, apoyándose en una vara, con el pelo y
la barba lanosos, como pelusa, arropado por una túnica de lino, con su bolso en
bandolera pregonando las buenas nuevas. Luego, volvía a la realidad y trataba
de tejer un manto que la calentara durante el frío camino de la espera. Lloraba
en silencio, imploraba la ayuda divina, pero se le imponía la resignación. En
su interior oía que mujeres santas la consolaban y la aconsejaban para
continuar y, por eso, seguía allí, atada a su epicentro de temores, sufriendo el
ardor de la cólera, reprimiendo su odio para no atraer la ira del Señor.
La ayudaban las cuerdas de su piano viejo lanzando las melodías callejeras
al aire, los niños maravillados la veían manejar con gracia y rapidez sus dedos
sobre el teclado. En ocasiones interrumpía sus interpretaciones o detenía las
palabras que quería decirle a sus alumnos y salía por la ventana para mirar el
otro extremo de la calle. Volvía a su sitio, se sentaba cruzando la pierna,
miraba al frente y esperaba, esperaba y ... esperaba.
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