Levantó la cabeza para ver el río que se encontraba cerca y una ola de
viento candente le empapó la cara partiéndole más los agrietados labios. Frente
a él estaba la senda hacia la liberación, el final del sufrimiento se
encontraba detrás de la frontera y se abría un horizonte de tierra ancestral, ajena
y disecada, con aspecto de olla de arcilla oscura cubierta de arbustos y
cactos. A pesar de que la vegetación era parda y las espinas como los rayos de un
sol ardiente, él las veía como la piel de una mujer morena: aterciopelada,
aromática y maternal. De pronto, se vio liberado del peso que había llevado
tanto tiempo en sus hombros. Se imaginó la caída del pesado cuerpo de Joe Wolf
rodando para quedar de cara al cielo en espera de que se lo devoraran los buitres.
No era tal, ese hombre había caído por un certero golpe de bala a cientos de kilómetros.
Se lo debía a su colt vieja de cañón oxidado, la cual lo acostumbró a tirar con
determinación del gatillo. Se sintió con fuerzas, como una gran ave que está a
punto de emprender los más altos vuelos y alcanzar los más grandes triunfos. La
conciencia todavía lo seguía atosigando con leves pinchazos, pero su corazón
estaba tranquilo y de su lado tenía a la imparcial justicia.
Su caballo siguió avanzando despacio, dirigido por la inercia, ya no tenía
muchas fuerzas y necesitaba refrescarse. Bill recordó las palabras del pastor
de la iglesia que le exigían poner la otra mejilla, pero las circunstancias lo
dejaron frente a una banda de maleantes que le había arrebatado todo. Se habían
llevado los caballos de su padre, habían incendiado el rancho, lo habían dejado
sin familia y después habían humillado al viejo James, el caporal, provocándole
un paro al corazón cuando explotó por dentro. Con él había ido, por la mañana
de ese fatídico día, a comprar los víveres y recoger la tela para el vestido de
su hermana. Para Bill ya se había terminado todo. Estaba listo para una nueva
vida. Llegó hasta la orilla de la glauca serpiente de agua, el caballo comenzó
a beber. Él hizo un cuenco con las manos para refrescarse la cara y la cabeza,
pero le pareció absurdo hacerlo y decidió echarse un chapuzón. Minutos después,
buscó un lugar donde la corriente fuera más suave y empezó a cruzar la
frontera. Cuando llegó al otro lado, miró hacia atrás en dirección de las
montañas, trató de retener la imagen y las sensaciones que experimentaba, luego
giró y siguió su marcha por la que sería su nueva patria.
Habían pasado tres años desde el día en que su madre lo había mandado al
pueblo con el fiel capataz. Se fue en la carreta lleno de ilusión porque notaba
que su familia lo empezaba a considerar un hombre. Ya no era Billy el muchacho
adolescente de trece años, debilucho y sin carácter; se había convertido en
Bill el futuro sucesor de su padre en las faenas del campo. Billy tienes que ir
con James —le dijo su madre—, tu padre espera a unos hombres para venderles
veinte caballos y, por favor, no te olvides de recoger la tela para el vestido de
cumpleaños de tu hermana. Él contestó a todo que sí, su voz reflejaba su
impaciencia, cogió la lista de mercancías, corrió al carro, se sentó junto al
negro James y emprendió la marcha. Iba feliz disfrutando del paisaje. Se sentía
igual que un muchacho enamorado, pero quien motivaba su amor no era una mozuela
de vestido floreado, pecosa y de largas trenzas; más bien era la primaveral naturaleza.
Respiraba la fertilidad de las plantas, se le hinchaba el pecho de aire tibio y
sonreía feliz de oreja a oreja. El sol chocaba contra su sombrero de paja que
lo protegía, pero era tan intenso el calor que iba chorreando de sudor. Los
cascos de los caballos hacían un ruido acompasado que servía de fondo al canto
de los pájaros, las mariposas volaban como afelpados pétalos buscando el néctar
de las flores. Uno que otro roedor se arriesgaba a cruzar el camino terroso
retando el ataque de las patas del bayo moteado y el alazán que arrastraban su
carga sin prisa. James comenzó a contarle las historias de siempre. Tenía la
cabeza como una gorra blanca de lana de borrego y se sabía al dedillo las
historias del lugar. También, narraba lo que se le ocurría durante las noches
de insomnio o en las largas tardes que trabajaba haciendo encargos de
carpintería o herrería. En su repertorio había también leyendas de los indios
que se sabía de oídas y se las había contado a Bill desde que era un mocoso. La
que más le gustaba al muchacho era la de “Rayo de luna”, que se trataba de una
chica apache que había nacido en una noche de cuarto creciente y era la hija
del jefe de una tribu apache. A Bill le atraía la historia, más que por su fantástico
contenido, por su significado, pues la primera vez que la había escuchado fue
cuando tenía sólo siete años y no sabía mucho de la tierra en la que había
nacido. Así que cuando James le describió a los aborígenes tocando sus tambores
alrededor de una hoguera e invocando a sus dioses, no se olvidó jamás de ese
momento mágico y se volvía loco de contento cuando James, en los ratos de ocio,
se le acercaba y le decía con voz ceremonial: “Había una vez por estas tierras,
una muchacha que nació una noche de Luna creciente y…”. Al chico se le
aceleraba la sangre y volvía a aquella noche en la que disfrutó tanto la transformación
de los dos enamorados y bailó bajo las estrellas con su hermana Mary y sus
padres. Las palabras servían para que él reviviera los sabores de la infancia
que iban surgiéndole como una saliva espesa, los hoyos de la nariz se le
dilataban buscando olores dulces de antaño y, sobre todo, abría mucho los ojos
porque ante él aparecía la imagen de sus familiares convertidos en seres bañados
con luz de plata. Mary lo arrastraba jalándolo del brazo y lo hacía aullar como
si fuera un gran guerrero comanche.
Llegaron al pueblo y Bill no se dio cuenta porque iba embelesado
imaginando, como en un sueño, las aventuras de Halcón dorado llevándose a Rayo
de luna para convertirse junto con ella en un lago esplendoroso de salientes
rocas en forma de plumas de águila. Unas voces lo sacaron de su ensueño.
Entraron a la tienda de Mr. Taylor y le entregaron la lista con el pedido. La
señora Taylor se fue con Bill a ver a la costurera Mrs. Rose que ya tenía unos
rollos de tela, hilos, encaje, adornos, los patrones del vestido y un forro de algodón
acomodados en una caja de madera. Era un establecimiento muy popular y había
varias mujeres comentando sus prendas, midiéndose vestidos y sombreros. Cuando
entró el larguirucho Bill, se hizo un silencio lleno de rostros curiosos. Las
damas lo saludaron y le preguntaron por la fiesta de cumpleaños de su hermana.
Él cumplió al pie de la letra las instrucciones que había recibido en su casa y
sonriendo con modestia dijo que sería en un mes y que su madre mandaría las
invitaciones correspondientes. Después, entre él y James se llevaron la pesada
caja de madera. No tardaron más de una hora en reunir la despensa y se pusieron
en marcha. Mr. Taylor les regaló bebidas para el camino y les pidió volver
pronto. Así sucedió, pero fue sólo Bill quien pudo volver.
El trayecto de regreso fue más rápido, pero tenían la impresión de haber
tardado más, puesto que el cansado James se quedó dormido un par de horas y
cuando notó que les faltaba bastante se desconcertó porque pensaba que ya
deberían estar en el rancho. Ya más cerca de su destino, vieron una alta columna
de humo y pensaron primero, que alguien estaría quemando la yerba en su terreno
para preparar la siembra, después descartaron esa hipótesis y decidieron que
era un incendio. Apresuraron a los caballos para ver el origen de la nube gris.
Cuando se encontraban a medio kilómetro ya no les quedó duda de que iban a ser
testigos de una tragedia. El cansado caporal no pudo soportar la impresión, había
perdido a su mejor amigo, el señor Wood, que le había brindado su protección y
amistad en los momentos más difíciles. Las cenizas del granero y la casa lo
absorbieron mezclándolo con los restos chamuscados que quedaban de la familia.
Billy lloró desconsolado, no pudieron calmarlo los vecinos, ni el padre de la
iglesia que le ofreció su protección. Bill no se recuperó del golpe y cayó
enfermo, se restableció muy despacio y cuando ya no pudo soportar más la
imagen vacía y marcada por los restos del incendio, se fue a vivir lejos. Le
proporcionó un techo y trabajo la amable señora Taylor, quien lo vio llegar
desamparado en la misma carreta que lo había visto partir, pero Bill no quería
permanecer cerca del lugar donde había tenido a su familia, amigos y casa, por
lo que decidió emprender un viaje hasta Florida para buscar una nueva vida y
olvidar sus penas. Por las noches, mantenía en sus sueños, largas discusiones
con su madre y el padre Vincent quienes le pedían resignación y perdón, sin
embargo, en el alma de Bill seguían ardiendo las brasas de la ira que sentía
contra Joe Wolf y deseaba matarlo. Fue así como se decidió a sacar la vieja
pistola que, escondida en un rincón, debajo del asiento, había hecho cientos de
viajes en la carreta y se había oxidado un poco. La desarmó como le había
enseñado alguna vez su padre, limpió el cañón, el tambor, el muelle y empezó a
practicar con ella. Por la falta de uso y un defecto que le apareció al
pestillo que liberaba el tambor, Bill, tenía que apretar con más fuerza el
gatillo. Se acostumbró a jalarlo de esa manera y perfeccionó su puntería. En
ese momento no sabía que cuando le dieran una pistola bastante usada y bien
afinada haría el mejor disparo de su vida. En su trayecto hacia el Sur, fue
oyendo las crueles historias que adornaban el orgullo criminal de Joe. Asaltos
a bancos, bravuconadas en las cantinas, robos y todo tipo de riñas que
terminaban a balazos. Una noche que iba en dirección a un pueblo, encendió una
hoguera para calentarse y se sorprendió al verse dibujando una extraña ruta.
Eran las marcas de los sitios donde Wolf había hecho sus fechorías. Su instinto
natural de cazador le fue llenando el alma de ese ánimo de perseguir a su presa.
Descubrió que Joe actuaba guiado por su innegable naturaleza de fiera voraz. Atacaba
cuando las ovejas estaban durmiendo; o cuando se confundían por su disfraz de
cordero manso; o cuando se extraviaban por el campo y no sabían hacia donde ir.
Vio en el suelo que las líneas habían formado, al unir los puntos, un trébol de
cuatro hojas encerrado en un círculo y que había un punto de convergencia por
el cual se podía hacer una parada en un trayecto de Norte a Sur o, en uno de Este
a Oeste. Bill decidió interrumpir su viaje para encontrar ese punto concéntrico
que era, sin duda, la guarida donde se discutían las tácticas de ataque del
bandolero Wolf y sus compinches.
Tardó mucho en llegar a ese lugar porque según le indicaba su mapa, el pueblo estaba entre Texas y Alabama en la línea horizontal y entre Arkansas y Luisiana por la vertical. Llevaba mucho tiempo rastreando las huellas de su enemigo, cuando entró a la cantina de una pequeña población a pedir cerveza. La vida errante lo había convertido en un mozo curtido, la barba le había comenzado a salir y la voz se le había afinado en un tono modulador que le permitía alcanzar varias escalas de notas y era el recurso que empleaba para engañar a los animales cuando iba de cacería. Oyó a un hombre implorando perdón entre risotadas y burlas de un grupo de hombres apestosos y borrachos. Después, hubo unos golpes y un cuerpo rodó hasta sus pies. Por su hábito de ayudar a los desamparados, se condoleció del hombre y lo ayudó a levantarse, pero en cuando lo puso de pie se encontró con la boca de un revólver. ¿Para qué le ayudas, imbécil? —le dijo con voz ronca un hombre macizo y con peste de sudor rancio— ¿No sabes que es malo meter las narices donde no se debe? Bill, levantó la vista y se encontró con los diminutos ojos azules de Joe, que lo miraba con odio de ebrio. Sólo le he ayudado a levantarse—contestó el joven, conteniendo la furia que sentía hacia el cuatrero—. Joe tenía ganas de continuar la riña y al ver que tenía frente a él a un remedo de hombre sin determinación y lo retó a un duelo sólo para divertirse. Pronto los compinches del desagradable Joe rodearon a Bill y comenzaron a empujarlo, por instinto se llevó la mano a la pistola y un hombre escuálido, pero con los músculos tensos le dio un golpe en el codo y la oxidada pistola que llevaba en una gastada funda quedó en el suelo atrayendo la atención de Joe que la levantó y disparó sin que se detonara. Empezó a reírse porque el arma era vieja y no estaba cargada. Eres un imbécil, muchacho—dijo acercándose al rostro de Bill—, con esta porquería no matarías a cachazos ni a un mísero perro. Al menos ahora, morirás con dignidad. Johnny—gruñó Joe, dirigiéndose al hombre esquelético—, dale tu arma a este inútil vaquerito. En seguida sacó un revólver y se lo puso en la mano a Bill que en ese momento luchaba en su interior para contener la furia que le había provocado el pestilente aliento de Wolf. Sentía que una lluvia de granizo le golpeaba la cabeza desde dentro y cada impacto le despertaba el ardor de venganza. Vio de nuevo al viejo James morir abrasado por las llamas el día que volvieron con el vestido de su hermana, se imaginó de nuevo la angustia y la humillación que había sufrido su familia y, sobre todo, lo oprimió esa sensación de soledad apabullante que lo había acompañado desde aquel día. También, oía las palabras del predicador de la iglesia aconsejándole seguir los mandamientos del Señor y el “No matarás” salía como filo de navaja de los labios de su madre, a quien imaginaba con su vestido blanco en esas mañanas de domingo de misa.
Tardó mucho en llegar a ese lugar porque según le indicaba su mapa, el pueblo estaba entre Texas y Alabama en la línea horizontal y entre Arkansas y Luisiana por la vertical. Llevaba mucho tiempo rastreando las huellas de su enemigo, cuando entró a la cantina de una pequeña población a pedir cerveza. La vida errante lo había convertido en un mozo curtido, la barba le había comenzado a salir y la voz se le había afinado en un tono modulador que le permitía alcanzar varias escalas de notas y era el recurso que empleaba para engañar a los animales cuando iba de cacería. Oyó a un hombre implorando perdón entre risotadas y burlas de un grupo de hombres apestosos y borrachos. Después, hubo unos golpes y un cuerpo rodó hasta sus pies. Por su hábito de ayudar a los desamparados, se condoleció del hombre y lo ayudó a levantarse, pero en cuando lo puso de pie se encontró con la boca de un revólver. ¿Para qué le ayudas, imbécil? —le dijo con voz ronca un hombre macizo y con peste de sudor rancio— ¿No sabes que es malo meter las narices donde no se debe? Bill, levantó la vista y se encontró con los diminutos ojos azules de Joe, que lo miraba con odio de ebrio. Sólo le he ayudado a levantarse—contestó el joven, conteniendo la furia que sentía hacia el cuatrero—. Joe tenía ganas de continuar la riña y al ver que tenía frente a él a un remedo de hombre sin determinación y lo retó a un duelo sólo para divertirse. Pronto los compinches del desagradable Joe rodearon a Bill y comenzaron a empujarlo, por instinto se llevó la mano a la pistola y un hombre escuálido, pero con los músculos tensos le dio un golpe en el codo y la oxidada pistola que llevaba en una gastada funda quedó en el suelo atrayendo la atención de Joe que la levantó y disparó sin que se detonara. Empezó a reírse porque el arma era vieja y no estaba cargada. Eres un imbécil, muchacho—dijo acercándose al rostro de Bill—, con esta porquería no matarías a cachazos ni a un mísero perro. Al menos ahora, morirás con dignidad. Johnny—gruñó Joe, dirigiéndose al hombre esquelético—, dale tu arma a este inútil vaquerito. En seguida sacó un revólver y se lo puso en la mano a Bill que en ese momento luchaba en su interior para contener la furia que le había provocado el pestilente aliento de Wolf. Sentía que una lluvia de granizo le golpeaba la cabeza desde dentro y cada impacto le despertaba el ardor de venganza. Vio de nuevo al viejo James morir abrasado por las llamas el día que volvieron con el vestido de su hermana, se imaginó de nuevo la angustia y la humillación que había sufrido su familia y, sobre todo, lo oprimió esa sensación de soledad apabullante que lo había acompañado desde aquel día. También, oía las palabras del predicador de la iglesia aconsejándole seguir los mandamientos del Señor y el “No matarás” salía como filo de navaja de los labios de su madre, a quien imaginaba con su vestido blanco en esas mañanas de domingo de misa.
Dos hombres lo cogieron de los hombros y lo sacaron a la calle. No había
muchos paseantes y el sol caía con fuerza, había pasado el mediodía, pero el
calor intenso quemaba el polvo y los perros acurrucados dormían a la sombra.
Bill quedó parado en medio de la calle. El sol le caía de frente y tuvo que parpadear
mucho para habituarse al chorro de luz. Con el entrecejo fruncido miró a Joe
que le dijo que a la cuenta de tres dispararían y se alejó arrastrando las
botas unos seis metros. Caminó despacio entre las risas y burlas de sus
compañeros que insultaban Bill. Éste permanecía estático, pero en su interior
la sangre hervía como si a su corazón le instigara un fuelle que, en lugar de
aire, echaba llamas. Empezó Johnny la cuenta y al momento de pronunciar el
tres, Bill, que ya tenía el brazo a media altura oprimió el gatillo de la
pistola, pero notó que no estaba disparando con su arma y que la que le habían
dado era mucho más suave. Por eso, al jalar con tanta fuerza el gatillo, la
bala había salido como una yegua espantada al sentir el golpe del martillo en
el fulminante y, como un grueso clavo envuelto en llamas, se fue a depositar en
el pecho de Joe. Wolf que tenía la costumbre de disparar con el cuerpo bien
apoyado, tenía la pierna derecha retrasada, por lo que ni siquiera se movió. Su
brazo estaba flexionado y su arma se mantenía a la altura de la barriga, era su
costumbre anticiparse a la cuenta de su cómplice, pero esta vez no le había
resultado y quería disparar sin lograrlo. La causa era que había sufrido un
derrame interno y se había convertido en un porrón de cuero grueso atiborrado
de líquido tinto. Se le nublaron los ojos y se desplomó. Sus cien kilos
provocaron que una nube dorada de gránulos pequeños constatara que era el fin
del bandolero. Los curiosos asomaron la cabeza y el inesperado suceso dejó en una
situación absurda a los malhechores que notaron que muchos de los que habían
llamado cobardes toda la vida, se habían envalentonado gracias a la hazaña de
Bill. No les quedó otro remedio que abandonar el pesado cuerpo de su jefe y
salir en estampida. Acompañó su retirada un estruendo de cascos machacando la
tierra y cientos de disparos. La gente se alegró y algunos niños se acercaron a
abrazar a Bill, pero él estaba inmóvil, borrando las noches de insomnio que
guardaba su memoria. Al final sonrió cuando una niña de trenzas se aferró a su
cintura y les dijo a las personas que estaban alrededor que Bill era un héroe.
Después ya no se pudo contener y lloró como un niño, pero la gente lo consoló y
se lo llevaron para que descansara.
No. No, muchas gracias—fue la respuesta— que recibieron el Sheriff, cuando
le propuso ocupar un sitio en la comisaría; los ganaderos, cuando le ofrecieron
ganado y vivienda; la señora Jefferson, cuando le propuso que se casara con su
hija mayor: y el dueño del hotel que le ofreció una habitación y pensión
completa. Todos lo vieron alejarse en su caballo y conforme se fue desvaneciendo
su figura, la gente comentó la hazaña del joven diestro con la pistola, después
dijeron que era un experimentado pistolero, luego que era un valiente que
andaba en busca de los roba vacas, más tarde que era un justiciero y al final, se
convirtió en un héroe nacional. Bill jamás se enteró de las historias que le
adjudicaban y trató de alejarse lo más posible de quienes creían reconocerlo. Se
casó, tuvo varios hijos y vivió narrándoles por las noches, alrededor de una
hoguera, la leyenda de Rayo de luna y el guerrero Halcón.
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