miércoles, 24 de agosto de 2016

Enfermedad progresiva y mortal

El verano pasado me quedé sin vacaciones y apareció mi enfermedad. Tal vez, el virus había estado gestándose durante mucho tiempo y surgió, precisamente, cuando menos me lo esperaba. En realidad, los síntomas no se sienten, son las personas las que te lo hacen saber, no es algo como lo que le pasó a Gregorio Samsa ni a Fukaeri, la chica de la novela de Harukami Murakami, ni mucho menos al hombre lobo o Wild de Whitley Strieber; sujetos en los que claramente se presentó una gran transformación. 

En mi caso, fue Patricia quien me lo dijo primero con unas palabras sencillas que me calaron el corazón. “Algo te pasa José, ya no eres el mismo de antes”. Le pedí explicaciones y no me dijo nada concreto, sólo rompió conmigo y se fue porque, como lo resaltó con voz grave, ya la tenía hasta la madre con mi nueva enfermedad. Le pregunté a mis amigos y nadie supo definir mis transformaciones, incluso se quedaron medio mudos, al no poderme explicar exactamente los cambios que veían. La situación llegó a ser tan alarmante para ellos que me dejaron de hablar. Es posible que lo vieran como algo contagioso.
Mi mejor amigo, Ricardo, sólo dijo las siguientes palabras que ya no pude entender por la gravedad de mi malestar:

 “Oye, cabrón, lo que pasa es que tú te pasas de lanza, güey. Cuesta un chingo de trabajo entenderte, y no mames, uno no es como tú, eso es lo que todos te reprochan, por eso nadie te pela”.

Creí que un doctor me daría la solución, aunque yo no sentía ninguna aflicción.  Fui a consulta y con gran sorpresa descubrí que el doctor me entendía a la perfección y, a diferencia de mis amigos, me veía más sano que un toro y así lo dijo:

 “!Hombre! Usted está más sano que un buey. No se preocupe de las depresiones, salga un poco y pasee por un parque o por un lugar tranquilo. Aliméntese bien y haga un poco de deporte”.

El caso es que muchas de las personas que me conocían se fueron alejando, me evitaban a toda costa. Los miembros de mi familia ya no me invitaban a pasar los domingos con ellos. La afección me convirtió en un leproso al que nadie quería ver ni tocar. Mi aspecto exterior no había cambiado mucho, un poco pálido y delgado sí que estaba, pero fuera de eso, sólo mi pelo enmarañado era lo más desagradable que tenía. Decidí que mi problema no era físico sino psicológico. Eso me espantó de verdad porque había leído mucho sobre la esquizofrenia y, si la padecía, era muy probable que me empezaran a dar pastillas para meterme después al manicomio. Llegué tarde a la cita con el psiquiatra y cuando entré al consultorio me senté y dije, en voz baja, que era mi fin. La conversación, lejos de ser comprometedora, resultó de lo más satisfactoria posible. El amable loquero me habló de cosas muy interesantes que despertaron en mí la curiosidad, me regaló un libro de un escritor portugués que tenía por duplicado y me habló de El pasajero de Jean Christophe Grange, también de El miedo a la libertad de Erich Fromm, La náusea de Paul Sartre y El extranjero de Camus. Mi enfermedad era desconocida por los especialistas de la medicina, así que recurrí a otros medios. Me hice análisis de todo, sangre, orina, excremento y hormonas. No hubo resultados negativos. Al final, pensé en reconciliarme con mi destino. Moriría de la enfermedad y no la curaría, al contrario, me puse como objetivo hacer lo que acostumbran los homeópatas, o sea agudizar la enfermedad y atacarla.

Empecé a llevar un régimen estricto de alimentación, descanso y sueño. Aprovechaba hasta el último minuto de tiempo libre para contribuir a mi padecimiento. Comenzaron los malos hábitos y el mal se hizo crónico. Ya tenía listas enormes de citas escritas en rollos de papel para pizarra, tenía cientos de páginas arrancadas de algunos libros con marcas de lápiz rojo, columnas enteras de novelas leídas y releídas, había descargado algunas aplicaciones para el ordenador y el móvil, ya era capaz de llevar una lectura habitual sincronizada con una de audiolibros, así que mientras iba siguiendo la trama de una novela con la vista, con el oído, seguía la línea de otra historia. Después, comenzó un problema patológico, pues yo mismo comencé a escribir y mientras oía mis cuentos, seguía el texto en la pantalla del ordenador y mi voz autocrítica me sugería las correcciones más pertinentes y, todo esto, sin dejar de ponerle atención a los audiolibros y las novelas en papel. 

Lo peor fue sorprenderme llorando al lado de un niño, convencido por completo, de que él era el Principito, o hablando con una mujer en un centro comercial diciéndole que era idéntica a Bovary o Karenina. Hubo casos peores porque llegué a decirle a alguien que era el mismo Raskolnikov u Oblomov. Un día, un hombre me golpeó por preguntarle por qué se había salido de La fiesta del chivo de Vargas Llosa, vi, incluso a Ixca Cienfuegos y al General Aureliano Buendía paseándose por las calles. Ahora, sé que no tengo remedio. El haber pasado aquel verano leyendo a Dostoievski, Tolstoi, Poe, Fuentes, Suskind, Vila Matas, William Golding y muchos enfermos más, me afectó demasiado. Creo que al estar hojeando las páginas de sus libros algo se me metió en el cuerpo, tal y como les sucedió a los monjes de la novela de Umberto Eco. Ahora solo espero que mi cabeza se atiborre de las historias que leo y mi sistema nervioso se inunde con todas esas letritas negras que, como hormigas, comenzarán a invadir mis venas y las arterías. Llegará la etapa terminal de la literaturatosis múltiple, me evaporaré convertido en un personaje de mi propia creación e iré a contagiar a la gente hasta que una gran epidemia acabe con la humanidad…

viernes, 19 de agosto de 2016

La invención del gato Marisa


 Se asomó horrorizada por la ventana y vio a cientos de gatos rodeando su casa. No paraban de maullar por el hambre. Marisa recordó con pesar aquel día en el que encontró a un gato Ashera de color blanco desangrándose por las mordidas de unos perros Bull terrier y trató, sin éxito, de salvarle la vida. Fueron sus dueños los que, al comentarle que el valor del gato era de casi veinte mil euros, le dieron la genial idea de crear un gato similar. Como era veterinaria, observó a la enorme mascota con características de ocelote y decidió que no se detendría hasta que sus conocimientos de su especialidad la llevaran a la creación de un animal del mismo tipo.
Al investigar las características de los gatos americanos creados por selección genética, supo que un Ashera es el resultado de una cruza entre un gato común, un serval africano y un leopardo asiático y que no es peligroso, además no caza ratones y es muy tranquilo.

 Usó sus influencias para sacar esperma de diversos gatos salvajes del zoológico donde trabajaba su mejor amiga y fue realizando las fecundaciones in vitro en diferentes gatas. Cuando obtenía crías con pelaje de lince, gato pescador, ocelote, margay o serval los conservaba para cruzarlos con gatos domésticos tranquilos como los huraños abisinios, por ejemplo. Apareó al birmano con el Maine coon para obtener un gato tranquilo y sin mucho pelaje, para luego, usar una de las combinaciones que tenía de los salvajes. Tardó tres años en realizar su sueño y obtener un gato semejante al Savannah americano. Comparó el suyo con el otro y notó que la única diferencia que había entre los dos era que el americano no podía reproducirse por la esterilidad que le provocaban los científicos en la cadena genética, en cambio, el suyo era igual de tamaño, color y carácter, pero tenía la ventaja de reproducirse. Vio de inmediato las posibilidades del negocio, pues podía vender sus ejemplares a precio más bajo y con la garantía de que podrían reproducirse como un gato común y corriente. Para no tener problemas con la ley, se fue al registro de patentes y registro su invento.

En cuanto tuvo todo listo colgó sus anuncios en internet y convirtió su consultorio en una tienda de animales, contrató los servicios de unas carnicerías para vender el alimento de los gatos, se puso de acuerdo con las empresas encargadas de crear todo tipo de juguetes para los mininos y se puso a vender. A los tres meses ya se había enriquecido y tenía una gran clínica para atender a las personas que llegaban a vacunar o curar a sus animales. Se sentía feliz y tenía muchos planes para casarse, viajar, conocer África y realizar todos sus sueños. Por desgracia, la gente no estaba de acuerdo en capar a los gatos machos, la razón estaba clarísima, pues no sólo Marisa sabía que cada bicho se podía colocar en cinco mil euros, sino que por ser un animal tan bello y seductor el mercado esperaba una cantidad bastante grande que pudiera satisfacer las demandas de los amantes de los morroños, aún en el caso de que los precios bajaran mucho. Llegó la canícula y los gatos machos comenzaron a preñar a las gatas. En condiciones de cautiverio eran más promiscues que sus ancestros de la selva, así que había camadas de diez y hasta quince cachorros cada tres meses. El gato Marisa se hizo muy popular y toda la gente comenzó a adquirirlo, tanto para hacerse de una mascota como para emprender un negocio con grandes garantías.

 Un día el número de gatos sobrepasó el de los perros, luego el de los habitantes de la ciudad y se convirtieron en una plaga. Muchas personas se deshacían de ellos echándolos a la calle y el gobierno no sabía qué hacer porque cada vez que se ofrecía sacrificarlos, las organizaciones, de defensa de los animales, protestaban y era imposible llegar a un acuerdo.
Los gatos empezaron a meterse a las tiendas a robar comida, cuando no fue suficiente el alimento de los comercios, recurrieron a los ratones y los perros, luego a los basureros y, por último, a las personas. Hubo un momento en el que el gobierno desplegó al ejército para exterminar la plaga, sin embargo, murieron muchas abuelas que le impedían a los soldados liquidar animales. El aumento de gatos continuó sin control y fue imposible luchar contra ellos.

viernes, 12 de agosto de 2016

Deseo de superación

Deseo de superación

Llevaba veinte minutos con la mirada fija en su estilográfica Tibaldi plateada de imitación. Ya no le molestaba el chorro frío del aire acondicionado ni las voces de sus compañeros ni las órdenes del jefe, estaba decidido a cambiar su vida. Al ver la inscripción que había en la tapa de su pluma, su sentido común le hizo una pregunta que lo sumió en un laberinto de conceptos filosóficos, dudas e interrogantes. ¿Te das cuenta del tiempo que has perdido aquí? ¡Llevas quince años en este trabajo! Lo dice la inscripción, mírala: “A Rodrigo Gómez Palacios en su decimoquinto aniversario”.

Era cierto, había pasado una década y media reduciendo su camino a la jubilación, ordenando papeles, archivando documentos y haciendo copias fotostáticas. Su trabajo era tan rutinario que las actividades habituales se habían integrado al plan de cada día, sin cambiar en absoluto, durante todo ese tiempo. El desayuno, la comida y las cenas eran parte de la lista de actividades mecánicas que ejecutaba con precisión día a día. Recordó su infancia y su adolescencia, le dolió reconocer que nunca había tenido ningún éxito y que sus pocos amigos lo superaron en destreza física y capacidad intelectual. Aunque ninguno de ellos llegó a destacar en los estudios, se habían acomodado bien en las empresas privadas y tenían un buen trabajo, remunerado y con perspectivas de ascenso. Él era el único que, con gran esfuerzo, se había acomodado en un organismo público y no trabajaba en su área, era un simple funcionario de categoría media.

“Tienes que reconocer que eres un fracasado—le recriminó una voz que surgía de algún lugar indeterminado de la oficina—. Nunca alcanzaste los objetivos que te pusiste y siempre aceptaste las limosnas que se te ofrecieron durante tu vida de estudiante universitario. No tuviste el valor de buscar un empleo relacionado con tu carrera y, gracias a tus pocos enchufes, te metiste a trabajar para el gobierno. No te casaste nunca porque el miedo al rechazo te dominó siempre. Hasta tu vecina Teresita la boba te rechazó cuando su madre estaba dispuesta a cederte su mano. Nunca has conocido a ninguna mujer en tus pocos viajes y la ocasión en que sentiste amor de verdad tu conciencia te ordenó que prescindieras de llevar a cabo tu decisión por tratarse de una mujer de mala reputación y mayor que tú. Debes terminar con todo esto”.

Así fue como Rodrigo decidió cambiar. Después de valorar su vida y, sobre todo, luchar con la idea de la no existencia. Comprendió que de seguir por el camino que iba, nunca tendría nada y su vida sería tan inútil como la de un mueble olvidado por causa de sus patas rotas. El miedo a perecer le producía escalofríos y cuando se veía sentado ocho horas en una oficina, sin ninguna tarea que lo estimulara de verdad, una fuerza enorme lo impulsaba a renunciar. Al mirar su carta de dimisión se detenía, la guardaba de nuevo en su gaveta y por las noches, antes de dormirse, lo oprimía la angustia de saber que si renunciaba se quedaría sin dinero y eso acarrearía otros problemas consecuentes, pero si permanecía en su trabajo la rutina lo consumiría y al final su existencia no tendría ningún significado, habría pasado por el mundo sin dejar huella y sin disfrutarla de verdad. Decidido a que lo echaran del empleo, empezó a cometer errores en los tramites que tenía a su cargo, faltaba a menudo y no saludaba al jefe. Lo que no sabía es que la cadena en la que se encontraba había asegurado un movimiento imposible de detener. Cuando Rodrigo cometía errores, sus compañeros de puestos inmediatos superiores enmendaban las fallas justificando las acciones de Rodrigo como una consecuencia de su distracción, enfermedad u otra cosa que le impidiera hacer bien su trabajo. Rodrigo fue más allá, le urgía que lo echaran porque las noches cada vez se hacían más largas y el insomnio comenzaba a provocarle una temblorina en las manos. En una ocasión el señor Fernández, jefe del departamento de catástrofes y seguros de vivienda, dejó sobre su escritorio unos documentos importantes con un fajo de dinero y se fue al baño. Rodrigo llamó a Lupita para que le llevara un café al jefe y en el momento en que apareció la señora con una bandeja, la azucarera y la taza de porcelana china humeante, Rodrigo le arrebató la bandeja, levanto en todo lo alto su brazo y dejó caer lentamente un chorro de la bebida caliente. Nadie lo podía creer y el jefe, que ya iba en camino a la oficina al ver la escena despidió a Rodrigo sin ningún miramiento.

Rodrigo no tenía más que un par de chaquetas, papeles inútiles y unas fotos enmarcadas en su oficina, por eso no se llevó nada. Cogió la indemnización que le dieron, avanzó por el corredor poniendo atención en todos los cubículos, que eran casetas de acrílico transparente semejantes a grandes peceras, y sin despedirse de nadie avanzó por el pasillo como si fuera atravesando un túnel lleno de humo gris y salió. En la calle hacía bastante calor y el cielo estaba despejado, se quitó su americana y volteó a los lados para decidir adonde ir. Por lo común, después de su jornada, siempre iba hacía la Alameda y luego subía hasta La Zona Rosa, tomaba el metro y se iba a su casa. Esta ocasión decidió girar hacia la derecha y lentamente caminó en dirección del Zócalo. Se sintió muy alegre y le pareció que los rayos del sol iban convirtiendo en sudor todos los recuerdos que tenía de ese largo período laboral.
 Cuando llegó a la Catedral metropolitana, no tenía la más mínima sensación de haber perdido quince años en una oficina rancia. Rebozaba de gusto y sonrió, miró el campanario de la imponente catedral, que, por haber sido construida durante doscientos cincuenta y dos años, era gótica, plateresca, barroca, estípite y neoclásica; y le pareció oír una campanada en la parte más alta. Los tañidos lo sacudieron y su cuerpo se libró de la escoria que lo apresaba en su rutina diaria. Tengo que encontrarle un sentido a mi vida—se dijo con firmeza—. Caminó mucho y vio las ruinas del Templo Mayor, se dirigió a la calle de la moneda. Imaginó, en lugar de la gran iglesia cosmopolita, un gran templo azteca. La enorme pirámide de los sacrificios —susurró—. ¿Cuántas cosas habrán visto las piedras de tezontle y el tepetate que se emplearon para construir casas después de la conquista? ¿Y esas magníficas construcciones de piedra caliza? ¡Quién pudiera desvelar los secretos de esas piedras! Iba pensando en algunos pasajes de la historia. Anduvo por la calle Corregidora, luego Jesús María y en Manzanares, al llegar al número veinticinco se detuvo. No sabía por qué una fuerza misteriosa lo atraía. Había una puerta de madera, que más bien eran unas tablas clavadas y sujetadas con alambres, estaba entornada y tenía la pintura descascarada. 
A Rodrigo le pareció oír la voz del viento soplando como si se tratara de un fuelle, pero cuando puso más atención oyó unas palabras. ¡Entra! ¡Entra aquí! —susurraba una voz femenina con acento indígena—. La curiosidad lo obligó a empujar la puerta y, al hacerlo, lo cubrió la oscuridad de un pequeño vestíbulo. Entró y vio un patio en el que sólo permanecía de pie un lavadero viejo. Había a la derecha e izquierda muchas habitaciones sin techo y la hierba crecía por todos los rincones. Curioseó un poco tratando de hallar a la mujer que lo había llamado, pero no encontró nada. Miró las gárgolas que le recordaron, de forma inexplicable, los muros del fuerte de San Juan de Ulúa. Todos los muros estaban hechos de un montón de piedras diferentes: caliza, tezontle, braza y cantera. Tuvo el presentimiento de que esa vivienda se había construido durante varios siglos. Era como si hubieran cogido una Tlatkiuak chantli (casa de ricos) y la hubieran ido reformando con materiales más resistentes y caros. No había puertas y sólo los marcos improvisados de madera de pino se sostenían con dificultad. Decidió irse y cuando se dirigió a la salida se topó con una joven. Le impresionaron sus enormes ojos y su piel cobriza, despedía un aroma tibio de canela, ocote y yerbabuena, su pelo era negrísimo y llevaba dos trenzas. Era muy delgada y solo tenía puesto un vestido de percal con las mangas cortas y muy anchas, unos bordados en el escote y cintas rosas y amarillas. Parece chiapaneca—se dijo a si mismo Rodrigo sin comprender si se trataba de una alucinación—. Sí—contestó ella con una voz melodiosa que delataba la influencia del maya—, viví mucho tiempo en el sureste, pero nací en esta ciudad.

—¿Cómo te llamas?
—Siuatlahtoani.
—¿Qué significa?
—Mi nombre es Zenaida, pero cuando nací mi madre quería ponerme ese nombre náhuatl que significa reina.
—¿Vives aquí?
—Sí, vivo con mi padre y algunas personas más, pero hoy se han ausentado. Volverán pronto. Mi madre falleció y mi padre puede ser que venga mañana por la mañana.
—Bueno, pues me da gusto conocerte. Ahora tengo que irme porque necesito hacer unas cosas con urgencia.
—¿Por qué no te quedas a tomar un café?
—Pero, si aquí no hay nada. Esta es una casa abandonada y ni siquiera hay techo. Sólo hay un enorme patio vacío y esas habitaciones derruidas.
—No. Te equivocas. Ahí—dijo señalando hacía la puerta—hay un cuarto pequeño con una estufa y una mesita. Vamos, te prepararé algo.
—Bueno, pero después me iré. ¿Está claro?
—Sí.

Entraron a una pequeña habitación y Zenaida encendió la luz. Rodrigo notó que había una mesita y tres sillas, las paredes tenían un recubrimiento de cal, la estufa era muy pequeña y el piso era frío por las losas. Bajo la luz amarilla del foco, la belleza de la joven era misteriosa, pues en ocasiones parecía que su rostro era de una mujer mayor, sin embargo, cuando sus ojos se cruzaban con los de ella, Rodrigo tenía una sensación agradable por la frescura del néctar que ella despedía en su sudor. Cuando empezó a sorber el café caliente su cuerpo se llenó de vigor, era el efecto de la miel, la canela, el cacao y la cafeína. Ella comenzó a cantar, Rodrigo reconoció las melodías y parpadeaba nervioso cuando Zenaida lo miraba fijamente y repetía las frases de amor o hacía algún falsete. Juraría que tu voz es la de Guadalupe Pineda—le dijo bajando un poco la mirada—. Ella le contestó que por alguna razón las voces de Eugenia León y la de Lila Downs eran las que mejor le salían. Conversaron mucho tiempo, Zenaida no paraba de hablar y le contaba a su anfitrión todo lo que se le ocurría, desde sus labores habituales como la preparación de la comida o las faenas de la casa, hasta las cosas que sabía del barrio y los vecinos. Se hizo de noche y salieron al patio a ver las estrellas. Mira—dijo Zenaida señalando un puntito rojo en el cielo—, es Venus, la estrella que hoy desaparece. —¿Cómo sabes eso? —Hoy es veinticinco de mayo y Venus se dirige al inframundo, visitará a los nueve demonios y volverá triunfante el seis de junio. Mientras tanto tendrás que quedarte aquí.
Zenaida habló para sí misma y no puso atención a las palabras de Rodrigo que con sorpresa descubrió que se estaba enamorando de esa misteriosa mujer. Ella volteó y sonrió, lo cogió de la mano y lo llevó a un cuarto donde había una cama de cuencos atados con cuerdas y sobre él una especie de colchón suave y muy cómodo. Se desnudaron sin decir nada y se recostaron. Rodrigo se abrazó al cuerpo tibio que se le ofrecía, se apretaba a ella con mucho deseo, pero no experimentaba ningún instinto sexual. Era más bien la necesidad de sentir la carne firme que le constataba la existencia, la esencia de la vida. Te necesito así, para siempre—dijo Rodrigo. No es la hora—contestó ella sonriente—, deberás irme conquistando poco a poco, pero seré tuya para siempre y nunca te dejaré. Se sumieron en un sueño profundo. Los brazos de Rodrigo no cedieron en fuerza y toda la noche permaneció con ese delicado cuerpo adherido a su pecho. Sudó y vio demonios, presenció la lucha de un astro femenino convocada por los demonios. Gritó y lloró de alegría al ver las pericias de una guerrera tan ágil.

Se levantó rebosante, alegre y con hambre. ¿Cómo dormiste? —le preguntó Zenaida, mientras le ofrecía el panorama tostado de su cuerpo desnudo—. Bien, mi amor, me siento como si me hubiera liberado de una atadura. Es increíble, miró su cuerpo notó que su palidez habitual había sido sustituida por un tono cobrizo. Salió al patio y sintió la explosión de los rayos del sol en su sangre. Zenaida lo cogió de la mano y lo condujo al fondo del patio. Había un hombre barbado y viejo en una silla, llevaba un uniforme de soldado del siglo XVI, a su lado tenía unos libros de aspecto muy viejo y con cubiertas de cuero. Hola, Rodrigo, soy Bernal, ¿Qué tal estás? Bien—contestó, sin sorprenderse de que el anciano lo llamara por su nombre. Siéntate—ordenó—, ahora Zina nos traerá unos tamales y atole. Necesitas ver algo. Ve a esa parte del cuarto y busca en el piso. —No encuentro nada—le reprochó Rodrigo—. No, así no, escarba un poco la arena. —¡Ah! Es un espejo—Rodrigo sintió el intenso reflejo del sol en su cara—. Pero no lo puedo levantar. —No, no es para que lo levantes y lo traigas, sino para que trates de mirar dentro de él. Observa con atención, cierra los ojos y concéntrate.
Rodrigo, al final, logró ver lo que había en el espejo. No era su reflejo sino sucesos. Veía a la gente pasar frente a él como si se encontrara detrás de la ventanilla de un camarote. Aparecieron unos soldados con peto de metal, calzones bombachos y arcabuces. Caminaban acompañados de muchos nativos semidesnudos. Había enfrentamientos y corría mucha sangre. Luego, silencio y después una tormenta que duró mucho tiempo. Vio a dos hombres a los que les quemaban los pies. Luego varios viajes y finalmente la reconstrucción de la ciudad. Desaparecía la gran pirámide y en su lugar estaba una enorme catedral. Ya no estaba el lago ni los canales por los que circulaban las chalupas. Vio crecer una gran urbe, lo admiró la cantidad de gente que llegó a la gran capital. Vio revolucionarios y muchas cosas más.

Rodrigo, Rodrigo, ven aquí—era la voz de Zina que ya había puesto en la mesa unas teleras con tamales de dulce y mole y en una jarra humeaba el atole. —Bueno—dijo el viejo Bernal—. ¿Qué viste? Todo, Don Bernal—exclamó Rodrigo con la mirada iluminada—, lo he visto todo. La Conquista, la fundación de la Nueva España, la Revolución, las intervenciones extranjeras. Absolutamente todo, desde el principio hasta hoy. —Pues, entonces, escúchame con atención. Mira, hay rumores por ahí, incluso se publicó en algún sitio, que cuando Cortés quería invadir la ciudad de México pidió que le prepararan un temazcal para relajarse con el vapor y salir con nuevos bríos. “Es como si te sumergieras en el vientre de la madre y volvieras para redescubrir tu entorno”— decía el conquistador Hernán—. Cuando Cortés entró en baño de terracota, se sentó y se dejó llevar por sus pensamientos, ya estaba razonando sobre su estrategia de ataque a la gran Tenochtitlán, cuando sintió unas manos pequeñas que lo desconcentraron. Abrió los ojos y vio a doña Marina. Conversaron unos minutos y, al final, dicen que fue la Malinche quien le dio las ideas para el triunfo de la avanzada militar. Ahora, dime, ¿qué secretos le reveló la Malinche a Cortés? —No lo sé, don Bernal, creo haber visto eso, pero no le puse atención, no sabía que me lo iba usted a preguntar.

Terminaron de desayunar y después de media hora de sobremesa, Bernal llamó a Rodrigo para que se tomara un baño. Entra ahí. Rodrigo le obedeció y sintió un vapor suave y aromático, provenía de unas piedras que había en el centro. Es un sauna, se dijo Rodrigo. Se desnudó y se sentó. No había mucha luz porque el chorro de sol que entraba por la pequeña puerta no era suficiente para ver dentro de la cúpula de barro. Cerró los ojos y pensó en cosas agradables. Vio un bosque al pie de una montaña donde había un estanque, olía a azufre y el agua estaba muy caliente. Se acercó Zenaida cubierta de barro seco y negro. Sonrió y se quedó a un paso de él. Rodrigo la rodeo con los brazos y le fue quitando el endurecido recubrimiento negro. Sus manos sentían las carnes firmes de Zina y se excitó. Ella se le colgó del cuello y lo apretó con las piernas. Se estrecharon y se besaron mucho tiempo. Rodrigo abrió los ojos y notó la hermosa sonrisa de diente alineados y carnosos labios. Te quiero Zina—dijo Rodrigo sintiendo el calor interior del vientre estrecho de su compañera—, ya no podré vivir sin ti. Salieron desnudos y Bernal le pidió a Rodrigo que le contara lo que había pasado dentro. Rodrigo guardó silencio y Bernal dijo: “¿Ya lo ves? Allí dentro no se puede pensar cuando se tiene una mujer al lado”. ¿Eso quiere decir—preguntó Rodrigo— que Cortés no pensó nada? Exacto, mi querido amigo. La historia es así. Yo mismo escribí mis memorias en la vejez. Es probable que haya alterado todo, pues una cosa es escribir los sucesos cuando acontecen y, otra, cuando han pasado unas décadas. Lo que quiero decirte con esto es que somos unos primates. Con el grado de evolución que tenemos ahora no sabemos nada de la divinidad y la vida y la muerte, pero tú podrás verlo todo porque viajarás al futuro. Pero eso será más tarde. Ahora me voy a echar una siesta. Adiós. Bernal se fue caminando despacio y desapareció en un rincón de su pequeño cuarto. El aire se llenó de una bruma salina y espesa. Los pájaros empezaron a cantar y los caparazones de tortuga sonaron huecos como calaveras, los tambores resonaron en lo alto del cielo y el grito de un caracol, acompañado de los cascabeles, sacudió las nubes. El agua cayó dispersa en forma de rocío, el arcoíris unió el patio de un lado a otro y un águila se paró frente a él, dejó una serpiente muerta y emprendió de nuevo el vuelo.

—¡Que maravilla! ¿Te gusta?
Rodrigo volteó y vio a un hombre sentado en una gran silla. Tenía un espeso bigote y su pose era la de un pensador. Tenía las piernas cruzadas y sostenía unos códices en sus manos.
—¿Qué cosa? ¿A qué se refiere?
Este es Carlos—dijo Zenaida.
—No hablo de lo que te mostró Bernal, sino del águila. Tráeme esa serpiente, por favor.
Rodrigo fue por la serpiente y se la entregó al hombre. Zenaida se dio la vuelta y se sentó al pie de la silla mientras Carlos le acariciaba la cabeza con cariño.
—Ella habría podido ser Aura, ¿Sabes a qué me refiero?
—No. No había oído ese nombre nunca.
—Mejor, así nada te preocupará mientras conversamos. Acércate. Párate ahí y escucha. Esta silla en la que estoy sentado, es muy incómoda, no sirve para descansar, no te permite relajarte y te interrumpe el sueño, ¿sabes por qué? Pues porque es para gobernar. Durante muchos años estuvo ocupada por el águila que acabas de ver, pero un día los reptiles se la quitaron y desde entonces la lucha ha sido constante. A mí, por ejemplo, se me ha permitido ocuparla, sólo en este patio porque estamos fuera del tiempo y del espacio, aquí se ve el futuro y el pasado, no hay presente. No te espantes, no me malinterpretes, mejor dime, ¿cuáles son las características de estos bichos?
—Son feos y venenosos.
—Sí, tienes razón, pero además son imparciales, inmorales y desconocen los principios. Nunca perdonan, carecen de espíritu y nunca han visto el cielo, desconocen las alturas, sus instintos son más fuertes que la razón. Mira, cuando uno de estos animales ocupa esta silla se convierte en un lagarto enorme, toma forma humana y es como un psicópata, un asesino en serie. Imagínate a un necrófilo que goza con el olor de la sangre y la carne putrefacta que es capaz de comerse a sus críos y no siente el más mínimo remordimiento al masticarlos, incluso puede reírse. Estamos en el periodo de lucha en el inframundo. Si estuviera Miguel el León de aquella Portilla, te lo explicaría muy bien, pero ahora no está y, Ramón el barcelonés, su compañero, ha salido por unas horas. En resumen, estamos a la espera del triunfo de los hermanos gemelos Hunahpu e Ixbalanqué, quienes han sido engañados toda la vida, es decir, los últimos tiempos porque en el norte se ha fraguado el exterminio de nuestra raza, pero cuando los malditos: Patán, Quicxic, Quicré y Quiquixcrac, sean sometidos por el espíritu de Tzacab y Tapeu, que son la tormenta de fuego y el dios del cielo, esta silla será ocupada por Quetzalcoatl o Kukulkán. Reinará de nuevo la paz y los malditos serán erradicados. Está escrito en el papel amate de la corteza de las higueras y en las mismas piedras. Así que nadie podrá negar la ley universal. Quedan sólo tres reptiles y su tiempo está contado. Tú verás ese final, pero estarás viejo y habrás librado muchas guerras. Me dijo Zenaida que le tenías miedo a la muerte, pero llevas dos noches deseándola. Tus temores eran infundados, ¿sabes por qué?
—No, Don Carlos, no lo sé. Todavía siento pavor al imaginarme que todo desaparecerá, que el alma y mi libre albedrío se evaporarán como si fuera agua hervida.
—Mira, Rodrigo, en la actualidad nuestro grado de evolución es el de un primate inteligente. La era de la tecnología lo ha demostrado, pero ¿te has preguntado qué hay más allá, ahí afuera y más lejos todavía? Seguro que esa duda es la que te produce pánico y es normal. A mi alguna vez me pasó lo mismo, pero mientras lo pensaba apareció Ixca. Soy Cienfuegos—me dijo con su cara quemada por el sol y su pelo de púas—. Luego, me llevó por un laberinto fascinante en el que vi la esencia del mexicano, así como lo dijo Octavio. Después vimos el cielo y la eternidad. Comprendí que hay un organismo en evolución constante que no empieza ni termina, sólo es el todo y ya. Nosotros somos parte de ese movimiento, tu eres materia y energía y en el momento de la muerte te transformas en algo cuántico, creces, te conviertes en un ente enorme capaz de viajar a cualquier confín de lo que llamamos espacio o universo. Lo que ahora vemos como realidad es pura abstracción, sueño distorsionado. La verdad está allá. Dentro de tres mil años, el hombre será otro, ¿no crees? Yo lo he visto, en esa época no hay economía, ni poder, ni violencia, ni religión, ni dirigentes absurdos apegados a sus placeres. ¿Lo puedes imaginar?
—Es espeluznante. No me alcanza la imaginación para materializarlo.
—Y ni falta te hace. Ahora, sólo tienes que luchar contra el mal. Esa aberración secundaria que existe sólo si hay bien. Sin lo correcto no existe la destrucción y la maldad, pero todo es necesario para el desarrollo. No hay Cristo sin Judas, no hay Dios sin Diablo. Esos reptiles contra los que luchamos destruyen todo lo que se reconoce como bueno. La educación, los buenos modales, la conciencia, la justicia, la solidaridad. Su única labor es destruir y sus métodos son cada vez más malévolos. Sin embargo, es suficiente que se les tapen los ojos y se desorientan, la música del poder y el dominio los hipnotiza y padecen brutalmente durante su cambio de piel. Si ahora temes algo, es porque ves las cosas desde el punto de vista molecular, pero tu mente es energía, pasa al nivel atómico, el grado de sub partículas, donde hay plasma. Cuando tu organismo cambie de fase, serás energía transformable para ese sistema eterno. Ixca me llevó hace poco a conocer otras fuentes del ser, es decir, de razonamiento. Honestamente, me sentí dios, mi propio dios.  Me vi escrito en el Chilam Balam, en el Popol Vuh, en la Biblia, aquí. Ahora, ya lo sabes. Este plano es abstracto, hay un más allá y luego otro y otro. Es como un pasillo de espejos donde un plano va a otro y este a otro y otro, y así hasta volver al lugar de inicio.

Carlos se levantó y dejó la víbora muerta en la silla. Esperó un momento y dijo: “¿Lo ves? Ahí está la prueba de que el trono pierde su fuerza y significado cuando eres inepto, inútil para gobernar”. En seguida se acomodó el pelo, respiró y con paso ligero y seguro se fue sin decir nada más, pero el aire trajo unas notas de Quetzal que se podían interpretar de la siguiente forma: “Nadie nos escuchará ahora, nadie nos leerá ahora, vivimos para ser descubiertos después, en el futuro. No tenemos ningún valor, al menos en este plano temporal en el que nos encontramos aquí”.
Zenaida se levantó y cogió la culebra inerte. La sacudió un poco, la colgó de un gancho y le quitó la piel. Es la hora de comer—exclamó dando una orden—. Rodrigo la cogió por la cintura y se fue con ella.

—¿Te gusta la sopa?
—Sí, es magnífica, pero no puedo entender por qué siendo un bicho tan venenoso y repugnante, sabe tan bien. Incluso es reconfortante dentro del cuerpo.
—Eso es porque ha perdido su fuerza y sus restos te alimentan.
—¿Y eso significa algo?
—Sí. Eso quiere decir que has vencido y que te tienes que marchar.
—Pero, no puedo hacerlo. Te necesito, deseo con toda el alma tenerte junto a mí. Sin ti voy a morirme de tristeza.
—No, Rodrigo, no es la hora todavía. Yo estaré contigo en el momento preciso, pero ahora tienes otras cosas que hacer. Hoy pasarás la noche en mis brazos y me fecundarás. Es para guardar tu recuerdo. Para que se quede tu carne en mí. Has estado está tarde en mi vientre y es justo que dejes tu semilla. Te necesito para procrear justicia, para revivir a mi pueblo. Eres un guerrero águila nacido en la resurrección de Venus. Nos esperan cambios revolucionarios y tu guiarás a tu pueblo.  Ahora no eres más que un simple oficinista, un pordiosero, un mecánico, un profesor desempleado, una mujer violada, un cadáver.  No te conoce nadie, pero dentro de cien años hablarán de ti. Eso ya te lo dijo Carlos.  Existimos para el futuro, hacemos el cambio para el futuro, protestamos y morimos para el futuro. Querido Bernal, tú has renacido con tu crónica, eres más real de lo que fuiste en tu tiempo. Carlos, eres eterno junto con Octavio y Sor Juana, con la Malinche y Moctezuma. Has sobrepasado las dimensiones del tiempo.

Zenaida hizo la cama, puso un incensario con hierba seca y resina. Le dio hongos alucinógenos a Rodrigo, se desnudó y se embadurnó el cuerpo con aceite de piñones, Rodrigo sintió la saciedad plena. Probo todas las carnosidades de la naturaleza y alcanzó las más grandes alturas. Su placer fue tan pleno que se quedó dormido mucho, mucho tiempo.
Cuando despertó llevaba veinte minutos con la mirada fija en su estilográfica Tibaldi plateada de imitación. Ya no le molestaba el chorro frío del aire acondicionado ni las voces de sus compañeros ni las órdenes del jefe, estaba decidido a cambiar su vida y la del país. Al ver la inscripción que había en la tapa de su pluma, su sentido común le hizo una pregunta que lo sumió en un laberinto de conceptos filosóficos. ¿Te das cuenta del tiempo que has perdido aquí? ¡Llevas quince años en este trabajo! Lo dice la inscripción, mírala: “A Rodrigo Gómez Palacios en su decimoquinto aniversario”. Se levantó, cogió su saco y avanzó por el corredor poniendo atención en todos los cubículos, que eran casetas de acrílico transparente semejantes a grandes peceras, y sin despedirse de nadie avanzó por el pasillo como si fuera atravesando un túnel lleno de humo gris y salió. En la calle hacía bastante calor y el cielo estaba despejado. Volteó a los lados para decidir adonde ir. Por lo común, después de su jornada, siempre iba hacía la Alameda y luego subía hasta La Zona Rosa, tomaba el metro y se iba a su casa. Se sintió muy alegre y le pareció que los rayos del sol le hacían explotar la sangre. Emprendió la marcha.




domingo, 7 de agosto de 2016

La venganza de Haraka Paa

Escuchó los gritos de unos cazadores que se aproximaban a su choza. A penas tuvo tiempo de vestirse y colocarse en la cabeza su viejo penacho de plumas de avestruz. Cuando se abrió la endeble puerta, ante él apareció un grupo de negros sosteniendo a un hombre. ¿Qué es eso? —preguntó al ver unos trapos de color beige manchados de sangre y una rala melena rubia—. ¿Es eso lo único que han podido cazar? No—le respondieron los hombres poniendo los ojos de rana, estirando los labios con gesto digno y señalando al amasijo que tenían en vilo—. Lo que pasa, es que es un mznungu (hombre blanco) que fue atacado por un león y lo traemos para que lo cures. ¡Está bien! —gritó enfadado el brujo. Al instante, lo colocaron sobre un lecho de paja y con rapidez salieron porque estaba prohibido permanecer en la casa del sacerdote sin la autorización del consejo de guerreros de la tribu.

El zahorí comenzó a remover los trozos de tela que se habían pegado a la carne del desafortunado cazador. Con paciencia fue dejando los trozos colgantes de pellejo libres de la tela y con un pequeño estropajo humedecido con una esencia de hierbas, comenzó a limpiar las heridas, acomodó los trozos de carne en su sitio y les puso encima una capa de grasa de serpiente y los cubrió con una venda de pelos de coco. Cubrió con una manta al desdichado. ¡Tiene que dormir y recuperarse! —gritó el escuálido negro cuando estuvo frente a todos los habitantes que con gran curiosidad deseaban saber cuál sería el destino del desconocido.
Esa noche no hubo bailes ni cánticos, se suspendieron las fiestas religiosas y se anunció el amri ya kuttoto kan je (toque de queda) hasta nuevo aviso. Pasaron tres días en los cuales, el brujo permaneció fumando bangi (marihuana), haciendo oraciones e invocando a los espíritus del más allá, hasta que escuchó un leve gemido humano y vio dos ojos azules como el cielo. Wo bin ich? —susurró el alemán—. No hubo respuesta. El negro y esquelético brujo se acercó y miro la cara del ser extraño que pronunciaba esas palabras tan raras. ¡Cállate—gritó poniéndose los dedos en los labios—y espera a que el espíritu del león te deje libre! En seguida, fue por agua y se la dio de beber al hombre que, al sentir su sed satisfecha se volvió a quedar dormido para despertar al día siguiente. Las cosas fueron mejorando y el visitante pronto vio cauterizadas sus heridas, se acostumbró a la comida de lugar y comenzó a caminar con lentitud porque no podía doblar las rodillas.

Durante el tiempo de su recuperación, el enfermo, había tenido la oportunidad de aprender palabras en swahili, de la misma forma, el brujo retuvo en su cabeza expresiones útiles como: Was möchten Sie zum frühstück, Wie wir in Deutsch sagen…? y muchas más. La memorización de las mismas frases en el idioma local por parte del hombre blanco facilitó la comunicación entre los dos sujetos y le proporcionó a Franz el respeto y cariño de todos los habitantes de clan. Cuando por fin salió de la choza y lo vio la multitud de curiosos que se habían reunido enfrente de la cabaña del brujo por orden de los jefes, Franz lloró de alegría. Al verlos desnudos y hambrientos sintió un compromiso moral. Su dicha era tal que gritaban y bailaban gustosos como si fueran niños, así que decidió corresponder a la hospitalidad de sus salvadores. Se giró hacia su amigo, lo cogió por los huesudos hombros, miró sus hundidas y amoratadas cuencas y al ver dos pequeños luceros intermitentes dijo:

 “Amigo, en agradecimiento a tus esfuerzos para salvarme la vida, prometo ante tu pueblo que les traeré el progreso, la riqueza y la comodidad”.

 Nadie entendió hasta el final el mensaje porque los conocimientos del hechicero no le permitían traducir por completo las palabras de Löwe o simba como llamaban al extranjero, pero con un abrazo se selló el pacto de amistad y el acuerdo de colaboración mutua.
Franz tenía algunos conocimientos de ingeniería y con la ayuda de los nativos construyó una cisterna para almacenar agua en los tiempos de lluvia. Levantó una casa de dos plantas hecha de adobe y maderas finas para su amigo y les enseñó a hacer tabiques para que ellos se construyeran mejores viviendas, luego empezó a sembrar algunos cereales, extrajo el jugo de las cañas de azúcar y repartió bebidas en las fiestas. Llegó un momento en que no quedó ni una sola choza, las calles tenían adoquín, estaban iluminadas por farolas de aceite de coco y había letrinas públicas para evitar los contagios y propagación de enfermedades.

La gente prosperó mucho y Franz decidió que había llegado el momento de volver a la civilización. Warlok, el brujo, le puso como condición que le enseñara el alemán antes de irse. Durante seis meses se dedicaron al estudio del idioma y cuando el apreciado Warlok ya podía comunicarse con soltura, Franz le dijo que se iba, pero que le mandaría desde su tierra unos cacharros electrónicos y libros para que pudiera aprender más secretos en su profesión. De esa forma los dos amigos mantuvieron una excelente comunicación a distancia. El brujo hizo reformas en su casa y vivía como el más importante de los reyes. En su salón había pieles de león y antílopes, sus muebles eran muy hermosos y su cama enorme con jardín y piscina. Tenía en el tejado una rejilla de celdillas que le proporcionaba la energía eléctrica necesaria para alimentar un aire acondicionado, una televisión de plasma y una conexión satelital de Internet. Todos los días entraba al chat y practicaba el alemán con su querido amigo. Se sentía feliz y la gente lo quería mucho porque gracias al alemán que había salvado, su pueblo prosperaba.
Un día Warlok kubwa (el gran brujo) leyó una noticia que lo desconcertó muchísimo.

“Una mujer nigeriana fue asesinada el día de ayer en Madrid. La policía encontró en un basurero su cuerpo desnudo, el cual mostraba heridas causadas por arma blanca. Según las investigaciones, no hay indicios del arma y del asesino. La mujer que fue identificada después por una de sus compañeras, la cual laboraba con ella en un prostíbulo en el que atendían a más de veinte clientes al día, quien confirmó la identidad de Haraka Paa (Gacela rápida) procedente de Tanzania y con antepasados en Nigeria”.

Warlok se quedó muy pensativo porque la noticia le despertó algunos recuerdos de su antigua vida cuando carecía de un lujoso mercedes, una casa de dos plantas, tres esposas, joyas, ropa de marca y poder político. Siguió leyendo todas las notas relacionadas con la chica asesinada. Supo que la joven de veintidós años había abandonado a su familia para ganar dinero en Europa, que antes de irse había visitado a un brujo vudú y había prometido ser obediente para que su familia no sufriera o muriera por su causa. Se enteró de que había trabajado sin descanso y que se acostaba a diario con los hombres que la visitaban; y que un día sus apoderados se habían cansado de ella y la habían eliminado por no tener sus papeles en regla. Después de haber leído todos los artículos relacionados con el cruel homicidio, Warlok buscó en su ordenador los escáneres de las tablas de ébano en las que estaban grabadas las normas de conducta de las tribus y se deprimió al comprender que el ritual de Haraka Paa, había sido completamente erróneo y en contra de las normas de su pueblo.

Se ha hecho todo sin respetar los mandamientos de Mungu mkuu (Dios supremo). En primer lugar, la ley decía que una mujer debía adquirir experiencia sexual acostándose con un gran número de hombres, pero debía ser complaciente y recibir de ellos sólo su aprobación al haber obtenido placer, ella no debía en ningún caso aceptar gratificaciones materiales; en segundo lugar, en el momento en que estuviera lista para la unión conyugal, debía volver al seno materno y buscar entre sus vecinos y amigos al hombre que la esposaría para vivir con él hasta el fin de sus días; en último lugar, para la celebración de la diosa de la fertilidad “Mungu Wa uzazi” Haraka Paa era demasiado vieja, pues para el rito, del comienzo de la primavera, se requería una joven virgen a la cual penetraban los guerreros del clan y luego se le desprendía la piel para danzar con el cuero durante toda la noche. Con cara de pocos amigos, el brujo salió a dar una vuelta para meditar y tranquilizarse, tenía tan mal aspecto que nadie lo quiso saludar. Warlok miró su pueblo y se decepcionó al notar que los jóvenes bailaban como monos al ritmo de una música incomprensible, que llevaban unas cadenas enormes en el pescuezo y usaban zapatillas deportivas en lugar de llevar las modestas viatu (sandalias), además no había rastro alguno de los doti (taparrabos) porque los habían cambiado por vaqueros negros y licras. Volvió a su casa y se duchó, se perfumó, se cubrió con sus costosas sábanas de seda, se tomó un whisky gran reserva y se durmió.

Tuvo, al principio, un sueño tranquilo, pero cuando entró en la fase más profunda de la modorra se vio dentro de una habitación sucia y pequeña que olía a sudor, perfume barato y esperma. Estaba acostado y desnudo, se miró el miembro y notó una gran erección, pero de pronto apareció Haraka y con sólo oír su voz, su tallo se marchitó de inmediato. ¡¿Pero qué te ha pasado, hija mía!?—preguntó preocupado al verla ensangrentada—. ¡Mira nada más en qué estado tan lamentable te encuentras! Haraka se sentó a su lado y le pidió que se calmara, luego, le contó la siguiente historia:

Hace tiempo, querido Warlok, unos hombres blancos me prometieron una vida muy cómoda en una gran ciudad. Antes de abandonar a mi familia me pidieron que jurara ante un sacerdote vudú que sería modosa y cumpliría con todas las ordenes que me dieran. Como puedes imaginar lo hice y emprendí el viaje, sin embargo, al llegar a la tierra prometida, me empezaron a meter un polvo blanco por la nariz. Cada vez que aspiraba esa sustancia me ponía como loca, perdía el control. Luego me ponían una ropa transparente e iba a servir a muchos hombres en la cama, pero, por más que me esmerara, nunca me dieron el reconocimiento para que pudiera casarme. Muchas veces me quedé sin comer y cuando exigía un bocado, me castigaban encerrándome en un cuarto oscuro o haciéndome trabajar doble jornada. Nunca quise escaparme, aunque tuve la oportunidad, porque sabía que si lo hacía matarían a alguno de mis familiares. Por último, me resigné y seguí haciendo las cosas como se me pedía, pero en una ocasión me dijeron que ya me encontraba en pésimas condiciones y que los hombres no me deseaban en absoluto por mis carnes magulladas, por lo que tenía que regresarme a casa. Me puse feliz y le di las gracias a Mungu mkuu por haber escuchado mis ruegos. Cogí mis cosas para marcharme, las cuales no eran muchas, y vino Marco, uno de los hombres que por lo regular nos custodiaban, y me pidió que lo esperara un minuto, después regresó con un cuchillo y se lanzó sobre mí. Sentí un dolor intenso en el vientre, en la espalda, en el corazón y vi como mi alma se separaba del cuerpo. Presencié el momento en que Marco y Peter me desnudaron y me arrastraron por las escaleras para echarme en un contenedor de basura. En cuanto se marcharon me vi rodeada de muchas mujeres negras que se lamentaban de su suerte, todas, decían, habían padecido la misma desgracia que yo y, que todo ese sufrimiento, había servido sólo para enriquecer a los dueños de una mafia de tráfico humano que las había usado como material desechable. ¡Tienes que ayudarnos, Warlok! Tú eres el único que tiene el poder suficiente para que podamos vengarnos y encontrar la paz en el Peponi (Paraíso). ¡No nos dejes desamparadas! ¡No nos dejes vagando por estás calles frías de hormigón y asfalto!

Warlok se despertó alarmado, le parecía que seguía a su lado el cuerpo ensangrentado, y ya en grado de descomposición, de Haraka Paa. Podía sentir su respiración y sus ojos penetrantes que no se separaban de él, lo ponían muy nervioso. ¡Está bien, está bien, Haraka! Lo haré—exclamó muy irritado—. Buscaré un medio para que tú y todas las mujeres que han sido condenadas encuentren la paz en el paraíso. Ella hizo un movimiento afirmativo con la cabeza sosteniéndose un ojo para que no se le saliera, le dio las gracias al viejo brujo, pero no desapareció. El nigromante la miró un instante y le dijo que buscaría una salida al problema meditando. Encendió un enorme cigarro de marihuana de primera calidad, le dio unas bocanadas y esperó a que surtiera efecto. Haraka Paa también fumó y se recostó enrollándose como un perro fiel al lado al lado del brujo, éste sintió de pronto que su cabeza se convertía en una mesa de billar en la que sus ideas chocaban unas contra otras haciendo sonidos huecos cada vez que algún pensamiento descabellado era descartado.

 ¡Zaz! ¡Zaz!—Era Warlok que se daba golpes en la frente porque lo había comprendido todo—. Era necesario que las mujeres muertas se aparecieran en todos los burdeles y en los momentos más excitantes de la relación sexual espantaran a los clientes. Le dio las instrucciones a Haraka Paa, quien lo había visto todo y estaba muy contenta por la genialidad del viejo brujo. Así, comenzó un período de horror en todas las ciudades donde había prostitución. El primer sitio que se quedó vacío fue Ámsterdam, luego Londres y París, después Berlín, Madrid, Lisboa, La Habana, Miami, Las Vegas, en fin, ya no había un sólo lugar en el que se pudiera comerciar el sexo con mujeres, pues los hombres habían escuchado tantas historias de horror, por causa de las cuales muchos se habían quedado impotentes, que lo último que se le podría ocurrir a un hombre era meterse en un prostíbulo.

Haraka Paa volvió muy agradecida a la casa de Warlok, quien se encontraba chateando con su amigo Franz en el momento en que ella entró por la ventana. Imagínate—le decía Franz a su viejo amigo africano—la sociedad ha entrado en crisis. Los hombres no son infieles ni de broma. Las familias se conservan por mucho tiempo unidas y nadie tiene amantes. Un sector de la economía se ha visto afectado porque nadie compra revistas de mujeres desnudas, nadie ve porno, nadie tiene amantes, no se consume droga ni alcohol. ¡¿Qué más va a pasar?!—En ese momento se escuchó un horrible grito. Era Haraka Paa que había reconocido al jefe de las mafias. Es él, es él—decía señalando con un dedo tembloroso al pequeño cuadrito de la pantalla del ordenador en el que se veía a un hombre un poco calvo y rubio con sonrisa de conejo—. !Eso no puede ser, Haraka! Este es mi amigo Franz. Gracias a él nuestro pueblo ha prosperado. Mira nada más qué grado de desarrollo tenemos aquí. Haraka no quiso hacerle caso a Warlok y lo amenazó con llamar a todas sus amigas para sembrar el terror en todo el continente. Warlok recapacitó un momento y llegó a la conclusión de que los grandes males en África habían sido ocasionados por los wannas, así que ordenó destruir todas las cosas que constataran la presencia del hombre blanco en la tierra negra. Se destruyeron las casas de adobe, se cambiaron los tractores por el estilo rudimentario de siembra, se quemó toda la ropa de marcas extranjeras y se volvió a usar el taparrabos. Se destruyeron los ordenadores y los móviles y se regresó a la cacería rudimentaria. Pasaron los años y nadie volvió a escuchar nada sobre la aparición de las negras fantasmas, pero por precaución no se volvió a abrir ningún burdel, ni se vendió droga, ni nada de las cosas que pudieran despertar la ira de las africanas ensangrentadas.

viernes, 5 de agosto de 2016

La vida de los pleonasmos

Salí para afuera de mi casa. Casi me atropella un coche y tuve que orillarme a la orilla de la acera para que no se repitiera el suceso. Luego vi que en el pabellón de en medio había algo que no coincidía con el panorama general. Era algo fuera de lo común en la gran metrópolis.
 En breve resumen, les diré que era una señora, con su hija mujer, pidiendo mendrugos de pan y monedas. Un funcionario público les decía que estaba prohibido por la ley pedir cosas completamente gratis en las calles. La mujer, aunque era ciega de los ojos, lloraba desconsolada. Los transeúntes, que pasaban por allí, hicieron un consenso general contra el policía, quien arrestó a la indigente pordiosera de inmediato. Lo anterior fue un ejemplo prototípico de la injusticia, aquí mismo, en México.

 Ahora les queda a ustedes emitir su juicio de valor porque eso sucedió ante una embajada extranjera y la mujer, sin poder resistir el hostigamiento, se adelantó hacía el frente y fue arrollada por un triller. Salió volando por los aires y exhaló su último suspiro. Murió por el golpe y de paro cardíaco. !Que infortunio tan desgraciado!

miércoles, 3 de agosto de 2016

Confesionario

Abro los ojos y veo esas dos manecillas severas, negras y afiladas que me piden que empiece a actuar. Como no he recibido la respuesta que esperaba, tendré que ir a provocar la muerte colectiva. ¡No, no, no soy un terrorista! Las sectas, con su fanatismo y esas tonterías de destrozar gente haciéndola volar por los aires por causa de unos principios religiosos o ideológicos, no me atraen en lo más mínimo. Mis conceptos son otros. Esto lo hago por mi sentido humano de justicia.

¿Alguno de ustedes ha perdido alguna facultad física o mental? Es decir, se ha tenido que resignar a no oír, a no caminar, a no ver. ¿Sí? Entonces, me pueden entender a la perfección. Miren, si un hombre pierde la capacidad de ver, su mundo se convierte en un infierno total. En primer lugar, siente que ha sido castigado por algún pecado, lo cual lo llena de resentimiento contra los demás; en segundo lugar, la pérdida de su valioso sentido de la vista lo hunde con una rapidez vertiginosa en un abismo del que no puede salir; en tercer lugar, si no tiene la voluntad suficiente para continuar, se irá dejando llevar por la apatía, la vejez y la degradación; por último, se convertirá en un peso para su familia y el estado.

¿Se han puesto a calcular cuál es el gasto económico y moral de un minusválido circunstancial? ¿Que qué significa circunstancial? Bueno, con eso quiero decir que hay personas que nacen con algún defecto físico y son minusválidos por origen, esas personas perciben el mundo a su manera y, a pesar de que saben cuáles son sus defectos, no los entienden por completo porque no pueden comparase, de forma objetiva, con los así llamados hombres normales. Por lo tanto, un invidente natal tomará la vida como la siente y no tendrá ni idea de lo que es pasarse una hora frente a un maravilloso cuadro de Nicolás Poussin u otro pintor que sea de su agrado, pero no lo lamentará en absoluto y tratará de sentir con la boca, los oídos o los dedos, otras sensaciones que le ofrezca el mundo. Sin embargo, el inválido “circunstancial” se lamentará de no poder seguir apreciando ese maravilloso cuadro del artista francés que le encantaba y se preguntará, de forma absurda, por qué de los seis mil millones de personas que existen, tenía que ser él quien tuviera que padecer ese mal. Con todo esto quiero decirles que la mejor forma de curarle el sufrimiento a ese tipo de personas es con la eutanasia asistida.

No soporto ver a esos pobres seres aferrados a una pequeña grieta en la roca para no caer en el abismo. Se agarran con todas sus fuerzas a algo inútil y, con su actitud, no saben que se llevan una cantidad enorme de dinero del presupuesto anual de un país, que generan una gran dosis de dolor y que el mundo que los rodea es tan gris como ellos mismos con sus lamentaciones. Estoy joven y he decidido que, si llego a encontrarme en una situación tan paupérrima, lo primero que haré será soltarme y dejarme caer por el acantilado. Con esa simple decisión liberaría al gobierno de una jugosa pensión que podría ser empleada en la formación de científicos y mis familiares y seres queridos descansarían y podrían gozar de la vida sin tener que llevar a cuestas un esqueleto cubierto de pellejos que es más parecido a una momia que a una persona. Está también, el pobre empleado que todos los días tiene que ser testigo de las rabietas y el empeoramiento de la salud de sus ancianos raquíticos. Cuando se es joven, hay un deseo intenso de seguir por el camino que se nos presenta en la vida, pero los que ya están de salida se encogen, se enrollan como orugas y es difícil arrastrarlos para que lleguen al final, se empeñan en no alcanzar a la meta.
Hace unos meses pedí la ayuda de los representantes del estado y no me hicieron caso, se burlaron de mi plan económico. Les conté sobre los días rutinarios en los asilos de ancianos donde trabajo y el sufrimiento de los vejetes desahuciados. Se me ignoró y en lugar de proporcionarme un medio para resolver el problema, me enviaron al psiquiatra. Allí, en el manicomio, tuve que fingir todo el tiempo y decir que mis ideas eran descabelladas y que compartía la filosofía absurda de mantener parásitos en un refugio de orugas arrugadas y desecadas. Me mandaron a mi casa y, días después, volví a mis actividades de siempre.

Pensé que mientras la tecnología no logre vencer el envejecimiento con métodos bio-robóticos o genéticos, lo más propio sería eliminar a los que estorban y sufren en contra de su voluntad. Fue entonces cuando empecé mi plan de liberación, tenía que reunir las armas suficientes y encontrar el momento más oportuno para realizarlo.
Sería de noche, inmovilizaría a los pocos enfermeros que hicieran la guardia nocturna y empezaría con la liquidación de los ancianos. No se salvaría casi nadie, quedarían sólo aquellos que pudieran valerse por sí mismos; aunque fuera por poco tiempo. Tenía que ejecutar con un sable a doscientos noventa vejetes. Me pondría una máscara de la diosa de la muerte y un traje negro de artes marciales, no les diría nada, simple y sencillamente oirían el grito de la grulla dejando caer su ala blanca sobre ellos para remontarlos en el gélido filo de mi sable y siguieran por la senda roja de una nueva vida hacia el sol, acompañados de su música espiritual relajante.
A la hora de la verdad, no pude enviar más que una treintena de lisiados, fue por el exceso de tiempo que empleé en cada paciente, además algunos incautos que al despertar se aterraron al verme frente a ellos gritaron como dementes, llamaron la atención de los vecinos. Acudió la policía y me detuvieron, me amenazaron con dispararme si no me detenía, con toda el alma deseaba continuar, pero no calculé bien mis fuerzas e hice una pausa precisamente cuando ellos irrumpieron en el asilo, así que me cogieron con facilidad, sólo pude deshacerme de la máscara y el traje negro que ya era de color violeta. La sangre desbordaba por el piso formando un hermoso camino de vida espiritual muy superior, así que mis zapatillas se coloraron de un tono marrón y después se formó una costra. No opuse resistencia, quería que mi mensaje llegara a la prensa y que más partidarios de mi filosofía cogieran la estafeta después de mi arresto. Por ahora nadie ha respondido a mi llamado, pero habrá quien ponga atención a mis súplicas de justicia. Se me recordará siempre y se rendirán honores en mi nombre, lo sé bien. Por fortuna, sé que no cumpliré cadena perpetua en la cárcel, tampoco me ejecutarán, sólo me iré colgando de un hermoso pañuelo de seda azul, el cual me guiará por las nubes hasta un jardín de cerezos con unos arbustos bien recortados y un riachuelo de corriente suave, transparente y musical. Entonces los pájaros ejecutarán su himno a mi vuelo, su memorial llamado a abandonar la tierra y se extenderá con sus hermosas alas por todos los confines del universo.

Sé que les habría encantado que contara con detalles todo lo que hice. Seguro que disfrutarían si les describiera con detalle cómo volaron las cabezas. Fue un espectáculo inolvidable, eran como calabazas lanzadas al aire en un aura roja, rebotaban por el piso y rodaban cual cometas. Podría ser más explícito, pero se los dejo a la imaginación. Si no son unos deficientes “circunstanciales” lo podrán hacer con maravillosos resultados.