viernes, 24 de junio de 2016

El viaje más corto en distancia y más largo hacia la iniciación.

Un viaje—decía mi padre—es la oportunidad de descubrir nuevas cosas y aprender de ellas, pero también es una muy buena ocasión para descubrirte a ti mismo bajo diferentes circunstancias. Puedes leer todos los libros sobre aventuras y viajes y descubrirás que el mismo autor, en cada una sus obras, se descubre a sí mismo en diferentes condiciones y lugares. Podrías ver, si fuera posible viajar en el tiempo, que Homero se soñó como Ulises en alguna de sus travesías, que el mismo Dante, en su barca junto a Virgilio, concibió “La Divina comedia” un fin de semana que remaba por Venecia, que Robert Louis Stevenson, en algún viaje en barco, imaginó su isla del tesoro. La lista es interminable, pero creo que lo más importante es que tú mismo encuentres alguna revelación en tus viajes. Sea cual sea el lugar de destino, lo importante es descubrir quién eres realmente y si eres capaz de comprender lo que tienes frente a tus ojos.

Gracias a esos sabios consejos, mis viajes siempre resultaron muy interesantes y siempre pude aprender algo que, sin lugar a dudas, sirvió para formarme como persona de mundo. Ayer, durante una reunión de amigos, me preguntaron por el mejor viaje de mi vida. La pregunta era muy tonta porque cada viaje tiene algo especial y la valoración depende de lo que hayamos querido obtener de él en el momento en el que lo realizamos. Pensé un momento la respuesta, pero me quedé completamente bloqueado. La razón fue un recuerdo que se enlazó con otro y después ya no pude salir de mis meditaciones, así que me quedé callado sin decir nada.

Para que comprendan la causa de mi silencio, queridos amigos, les diré que hace mucho tiempo, yo tendría unos diez u once años, hice con mi familia un viaje al mar. Llegamos al hotel en el que siempre nos hospedábamos porque mi padre tenía una membresía y era un cliente distinguido. Como siempre, mis hermanos y yo nos fuimos a la piscina en cuanto llegamos. Nadamos y jugamos todo el día y a la mañana siguiente nos levantamos muy temprano, salimos a pasear y como mis padres seguían dormidos y teníamos que esperarlos para irnos a desayunar nos fuimos a matar el tiempo a una placita donde había un arenal y unos columpios. Cuando llegamos encontramos a una señora con su hija. La niña era muy bonita y estaba muy alegre, le pedía con mucha insistencia a su madre que la impulsara cada vez más fuerte. La señora la empujaba moderando sus fuerzas para que la niña no saliera volando. Me llamó mucho la atención que la señora estuviera vestida con una camiseta no muy larga y en lugar del bikini, que era lo que se acostumbraba en esa época, llevara unas bragas muy transparentes de color verde. Yo no podía separar la mirada de esa prenda que me resultaba muy atractiva, no podía entender por qué lo que se transparentaba del cuerpo de la señora llamaba tanto mi atención. Estuve mirándola media hora hasta que mi hermana menor vio a mamá y nos fuimos corriendo. Al cabo de una semana se terminaron las vacaciones y volvimos a la ciudad.

No fue hasta 1987, año en el que se sucedieron los mayores cambios de mi vida, cuando esas bragas transparentes volvieron para revelarme lo importante de las palabras de mi padre. Había terminado el servicio militar y estaba estudiando en un instituto técnico. La horrible experiencia, de una relación rota en la adolescencia, me había mantenido casto hasta los diecinueve años. La nostalgia añeja de ese amor irrecuperable me había privado de la posibilidad de tener novias y me había sumergido en el estudio obsesivo de la física y las matemáticas. Estudiaba con mucho afán, lo confieso, no porque me gustara mucho, sino porque era la única forma de olvidar mi frustración del primer amor. Por fortuna, apareció Araceli, una ex compañera de la secundaria que al crecer se había puesto muy guapa y estaba sin novio. Nos encontramos en una fiesta y la reconocí con gran dificultad. Llevaba el pelo suelto y no recogido como acostumbraba antes, además sus piernas de fideo se habían puesto rechonchas y estaban muy bien formadas. Era más abierta ahora y su gesto reacio de niña caprichosa se había transformado en sensual y pícaro. Me miró con sus ojos glaucos y no rechazó el beso que le di.

 Unos días después entramos en un hotelito y al desnudarse me ofreció el mejor viaje que jamás había tenido. Apareció la línea blanca de la carretera moviéndose como serpiente, los arbustos y cactus corriendo erectos por las ventanas del coche, el ronroneo del motor del escarabajo VW, el mar en su plenitud, las olas golpeándose en la arena y el viento silbando un cántico dedicado al astro rey. El aire tibio llenando a reventar mis pulmones. Después, al final del trayecto, estaban unas piernas blancas y el eco de la sonrisa de una niña, los movimientos de las caderas de una mujer con bragas verdes transparentes y las protuberancias mágicas que en cada impulso crecían más y más. Araceli estaba de pie frente a mí, me miraba con perversidad y encanto, se acariciaba el cuerpo y bailaba como ninfa o como si estuviera en un harem y era entonces cuando las cosas cobraban sentido. Abría las piernas y yo veía las comisuras de su bella sonrisa. Me acercaba y la besaba. Sus labios eran más grandes, más húmedos, la línea divisoria entre la tierra y el paraíso era un dulce túnel de felicidad. Recorrí de nuevo esos cuatrocientos kilómetros de espera que se me habían hecho eternos y en ese instante, ya consagrado, me convertía en el personaje de los más asombrosos viajes. Veía a Penélope tejiendo y llamando a Ulises, había un capitán en un submarino explorando las profundidades del océano. El espíritu del viajero se había despertado y sentía una gran liberación. Por fin me había convertido en viajero. 

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