El crítico.
Estudió la carrera de letras porque había
sido rechazado en la facultad de ingeniería. Toda la vida había luchado contra
la voluntad de su padre, quien le impuso el arduo trabajo de dominar las
matemáticas. Sergio lo logró con mucha dificultad y sus notas fueron muy bajas,
pero suficientes para aprobar los cursos. Cuando llegó a la universidad no
soportó la presión de los profesores de las ciencias exactas y habló con su
padre para decirle que era inútil seguir por ese ilusorio camino y que tendría
que buscarse un mejor heredero para ser el director de su empresa. El padre muy
enfadado le dijo que no quería verlo más y lo echó de la casa con una pequeña
sustentación que le era entregada cada fin de mes. “Si no quieres estudiar
ingeniería —le reprochó—, búscate la vida como puedas”.
De esa forma Sergio empezó a dedicarse a
lo que siempre había querido: la literatura. Se leyó a todos los escritores
famosos que encontró, se puso retos y emprendió una cuidadosa búsqueda entre
los críticos literarios para amalgamar su estilo de análisis. Encontró a Bajtín
y descubrió la polifonía en las novelas de Dostoievski y lo carnavalesco,
Shklovski le abrió los ojos con los conceptos de estética, leyó a Barthes,
Engels y a muchos filósofos. Terminó su carrera presentando una tesis escrita
con el mismo método que Vargas Llosa había empleado para su historia de un deicidio.
Obtuvo un título honorífico y se fue a buscar empleo. Por desgracia, los
lugares donde podía trabajar escribiendo artículos periodísticos o de crítica
literaria estaban cerrados y nadie lo quiso aceptar en ninguna institución
educativa pública o privada. Vivía con dificultades y sólo unos allegados,
viejos amigos de juergas bohemias, le ofrecían trabajillos ocasionales y lo
invitaban a comer para que no se muriera de hambre. Sergio habría podido
pedirle a su padre dinero, pero el orgullo era mucho más fuerte que su
necesidad. Además, como él mismo se decía, para tranquilizarse y encontrar
fuerzas para sobrevivir el sufrimiento lo forjaría para ser en el futuro un
respetable crítico literario y, por qué no, el autor de unos libros como Hambre
de Knut Hamsun o Ante la ley de Franz Kafka.
La suerte quiso que encontrara trabajo
como ayudante en un taller de escritura donde laboraban licenciados en filosofía
y letras que tenían la particularidad de haber estudiado mucho y publicado poco.
Por alguna razón, los miembros de esa asociación tenían un carácter muy
parecido y compatibilizaban a la perfección. Les gustaba mucho tomar café,
fumar y hacer citas memorables, el único defecto, a parte del egocentrismo, era
que sentían un poco de rencor al encontrar entre sus concursantes personas con
verdadero talento que nunca habían estudiado literatura y sólo iban al taller
con la ilusión de poder escribir sus cuentos y soñar con convertirse algún día
en escritores.
Sergio enseñaba a escribir cuentos, tenía cien
modelos de las mejores historias cortas de la historia, consultaba su libro de
Vladimir Propp y les revelaba a sus alumnos los secretos de los cuentos populares
rusos, además les hablaba de Ray Bradbury y Steven King quienes decían que la
labor del escritor es ejercitarse diariamente describiendo personas, objetos,
situaciones, etc. Todos sus alumnos participaban en los concursos, que el mismo
taller organizaba y, por lo regular, todos ganaban con votaciones unánimes de
los miembros del jurado. En el taller estaban orgullosos del trabajo realizado
por todos sus miembros y el paso de los años les había dado la experiencia suficiente
para reconocer un escrito triunfador con la sola lectura del título. Se
celebraron muchos concursos en los que se invitó a organizaciones importantes,
editoriales y librerías de renombre. Todo habría salido bien y el taller se
habría mantenido por muchos años laborando, si no hubiera sido por la digresión
de criterios que surgió un día que habló Sergio sobre los métodos de evaluación
en los certámenes y un visitante notó que había algo raro a la hora de hacer
las críticas.
—Discúlpeme —interrumpió un hombre de
aspecto muy modesto—, ¿puedo preguntarle algo?
— Sí —contestó Sergio—. ¿Qué quiere saber?
Dígamelo.
—Pues, mire, he leído lo que está escrito
en la reseña que ha hecho el jurado y no corresponde a la historia y si
corresponde está demasiado ensalzada.
—¿Cómo se atreve a decir eso? ¿No sabe que
en nuestras reuniones leemos con mucha atención cada uno de los textos y
hacemos un consenso arduo para llegar a una resolución?
—Sí, señor Sergio, no lo dudo, pero si me
permite dar mi humilde opinión le diré que este cuento, premiado y ensalzado
por el jurado, está escrito por mí y lo hice de acuerdo a las instrucciones que
he recibido en el taller, pero lo ha leído un vecino mío que frecuenta una
cafetería en la Plaza Cataluña y como él es escritor renombrado, me ha dicho
que esto no sirve para nada y, que, si me han enseñado a escribir así, mejor
debería dejar de asistir a mis clases.
Sergio se enfadó mucho y abandonó el
estrado disculpándose por no poder continuar con su disertación. Entró en el
cubículo donde estaban tomando café los otros miembros del taller y les comentó
a sus compañeros el incidente, ellos lo único que dijeron fue que no se
preocupara, que siguiera dando sus clases, que proseguirían formando escritores
aficionados y que les darían los premios a quienes se los merecieran. Sergio se
fue a su casa y trató de olvidar el mal rato. Comió algo y se puso a ver el
fútbol. Olvidó muy pronto lo que había acontecido y volvió a sus labores
habituales.
Lo
que no sabía en aquel momento era que le habían disparado la alarma que lo llevaría
a realizar un cambio total de actitud en su trabajo. Pues como él y sus
compañeros nunca habían publicado nada y siempre se habían remitido a los
criterios, frases y opiniones de los críticos famosos a quienes tomaban como
dioses, ya no se cuestionaban nada y se habían encerrado en un círculo vicioso
en el que ya eran más dogmáticos que los miembros de la secta más conservadora.
La exagerada cantidad de incapacitados para la escritura que asistía a los
cursos los había obligado a contentarse con alguna que otra narración bien
escrita para darle el primer lugar y recuperar el dinero de la premiación
obligando al ganador a hacer una pequeña donación y matricularse de nuevo en los
cursos. Hacía mucho que se les había formado el hábito de hacer apuestas en
cada concurso, echando los dados y sacando cartas para determinar a los
triunfadores gracias a un golpe de suerte. La ludopatía resulto ser más fuerte
que el sentido común y, en muchas ocasiones, se tuvo que sacrificar la calidad
por la cruda e irresistible orden de un naipe o seis puntos en un dado.
Recostado con sus dos gatos, Teodoro
Adorno y Svetan Todorov, Sergio oyó una voz que le sonó como su la de su
conciencia, pero un poco más ronca, incluso les preguntó a los mininos quién
estaba hablando, pero los dos morroños se encogieron de patas y pusieron cara
de asombro.
—No te hagas el tonto, soy yo—repitió la
voz.
—¿Quién eres? No te pudo reconocer.
—Soy tú, pero cinco años más joven. El
mismo que entró a trabajar en ese tallercito donde lo único que has hecho es
aprender a jugar a los dados, las cartas y al dominó.
—¿Qué es lo que quieres?
—Sólo quería preguntarte si recuerdas
estas palabras: “…le diré que este cuento premiado está escrito por mí y lo
hice de acuerdo a las instrucciones que he recibido en el taller, pero lo ha
leído un vecino mío que en ocasiones frecuenta una cafetería en la Plaza
Cataluña y conversa conmigo. Pues, él, que es un escritor renombrado, me ha
dicho que este relato no sirve para nada y, que, si me han enseñado a narrar así,
mejor debería dejar de asistir a mis clases”.
—Sí, claro que las recuerdo. Las ha dicho
uno de los tontos que ganó el premio esta semana en nuestro taller. ¿Cuál es el
problema?
—En realidad ninguno, pero me ha quedado
el deseo de saber quién es ese famoso escritor que le ha recomendado a este
alumno que deje de asistir a clases.
—Y ¿para qué necesitarías saberlo?
—Pues, para nada, pero ya ves cómo es la
curiosidad. Primero te dice una cosa, luego te hace preguntas, después te acosa
con su persistencia y, al final, se pone tan pesada que no te deja ni dormir
para que la satisfagas. Lo que ahora me temo es que ya no podrás estar
tranquilo hasta que vayas a ver quién es ese escritor que habló con tu alumno.
Sergio no hizo caso de lo que había oído y
siguió con sus actividades normales. No notó ninguna alteración en su rutina,
hasta que se vio una mañana paseando cerca de la Plaza Cataluña buscando una
cara en particular. Entonces se dio cuenta de que la maldita conciencia lo
había estado atosigando durante las noches, le había quitado el sueño y lo
había obligado a levantarse, después de una mala noche, a recorrer las
cafeterías para descubrir quién era el escritorzuelo que había hecho una mala
crítica de su trabajo. No era exactamente así, pero el que le dijeran que el
cuento de uno de sus alumnos era malo, le había herido un poco. Buscó entre los
clientes a alguien que se distinguiera en la forma de comer su cruasán con
café, su forma de mirar y, sobre todo, su actitud ante las páginas de un diario
o un cuadernillo de notas. No tuvo que buscar mucho porque apareció la aplanada
cara de su alumno sonriéndole. El dueño de ese rostro de tipo chino estaba
acompañado de un hombre de unos cincuenta años que llevaba un pañuelo de seda
enrollado en el cuello, camisa de color carmesí y pantalones blancos que
cumplía con todas las características de intelectual refinado.
—Hola, señor Sergio. ¡Qué sorpresa!
—Hola Huang, ¿qué tal estás?
—Bien, mire, este es el escritor del que
le hablé —dijo el hombre con acento andaluz—, se llama Ebrody Sca Lanté.
—Encantado— exclamó el escritor
extendiendo la mano derecha y señalando con la izquierda un sitio libre para
que se sentara Sergio—. ¿Toma algo?
—Sí, un café con un cruasán por favor. Ah,
¿está leyendo el país? Entonces, otro para mí.
—Oiga, Sergio, mi amigo Juan me ha hablado
mucho de usted. Dice que es un buen profesor, que el cuento se le da muy bien y
que haría bien en escribir. Sin embargo, tengo la impresión de que en su taller
no se dedican a escribir en serio.
—Quizás sea porque desconozca el
funcionamiento de nuestras clases, las tareas con las que ayudamos a los
alumnos a superarse y los demás trabajos que hemos premiado.
—¿Sabe? Le voy a confesar una cosa. Yo
mismo he participado con un nombre falso en los certámenes de su escuelita y
estoy muy decepcionado. No entiendo cómo pueden pasar por alto algunos buenos trabajos.
Para que esté al tanto le diré que en el concurso de novela entré con la
historia, copiada con puntos y comas, de Tiempos de codicia de Mario Sueñas y
ocupé el penúltimo lugar. Al principio, creí que se habían dado cuenta los del
jurado y por cortesía no me habían llamado la atención, pero me arriesgué escribiendo
citas de ese autor tan famoso y todas pasaron desapercibidas, luego mandé
cartas haciendo observaciones y análisis de las pocas obras que valían la pena,
incluso en los comentarios y en los foros hablé de las aportaciones reveladoras
de los escritores noveles, subrayé el empleo de las voces en los relatos, las
bien logradas estructuras de las novelas, la importancia del tiempo en algunas
obras. Hice un trabajo titánico y al final ganó un desconocido que se había
copiado la serie de “Los muertos rotantes”, en partículas los capítulos tres,
cuatro y cinco de la segunda temporada. ¿Qué me puede decir al respecto?
—¿Cómo se atreve a decir eso? ¿No sabe que
en nuestras reuniones leemos con mucha atención cada uno de los textos y
hacemos un gran consenso para llegar a una resolución? —Entonces, por alguna
razón de las extrañas reglas del espacio real y la ficción, Sergio oyó que su
voz interior, esa que le había hablado de la curiosidad, le decía las
siguientes palabras: “Oye, cabrón, eso ya lo dijiste y siempre lo repites
cuando te enfadas”.
—¿Lo ha escuchado? —preguntó el escritor
acomodándose su hermoso pañuelo en el cuello y sin dirigirle la mirada.
—¿Qué es todo esto? ¡Explíqueme! ¿Cómo
sabe usted, quién me habla por dentro?
—No se ponga así, señor Sergio, ¿ha leído
el cuento de Enoch Soames? Seguro que sí, pero esto no va de eso. Aunque los
temas siempre se repiten y los escritores renacen en otros, un poco cambiados y
con otra apariencia, y yo podría ser Max Beerbohm pero…No lo soy, no se
preocupe, lo único que le pido es que
vaya a su trabajo y busque en su página de Internet lo que le he comentado
ahora.
Sergio se despidió de su alumno y del
escritor y se fue apresurado a las oficinas del taller. Entró en el cubículo
donde estaban tomando café los otros miembros del taller y les comentó a sus
compañeros el incidente, pero esta vez los vio diferentes cuando le dijeron que
no se preocupara, que siguiera dando sus clases, que proseguirían formando
escritores aficionados y que les darían los premios a quien se los mereciera.
Sergio reaccionó de forma violenta y les dijo que eran unos zánganos, que
habían dejado de trabajar hacía mucho tiempo y que les iba a demostrar que todo
lo despreciable de su trabajo. Abrió los foros de las participaciones de los certámenes,
les leyó en voz alta las críticas de algunos usuarios y apuntó sus nombres,
luego abrió la base de datos y revisó sus correos, con pasos seguros y certeras
búsquedas, que era ejecutadas como por arte de magia o por la dirección de un
ser experto en informática, fueron saliendo los perfiles falsos, las cuentas
duplicadas, las votaciones manipuladas con un programa especial, incluso las
palabras de ellos mismos se habían transformado en otras. El único que
reaccionaba ante el caos era él porque sus compañeros permanecían apacibles e
indiferentes.
—Pero ¿qué les pasa? —preguntaron los dos Sergios, el esbelto con
peinado de brillantina de hacía cinco años y el gordo, desaliñado y refunfuñón
de ahora.
—Nada, ¿qué habría de pasarnos?
—balbucearon sus colegas, mientras se retorcían por causa de un hábito añejo,
las barbas de chivo. Las mujeres, secretarias y profesoras, se levantaban los
sostenes masajeándose las tetas como si se dispusieran a salir de allí.
—¡¿Cómo es posible que hayamos llegado a
este grado de indiferencia y hastío?! ¡No es posible seguir así! —sus
compañeros lo miraron con indiferencia y agitaron las manos como si quisieran
matar unas moscas o se santiguaran.
Sergio se fue enfurecido y se olvidó de
regresar al trabajo. Luego se le vio conversando con dos hombres, uno de
aspecto refinado y otro de cara muy redonda. Había cambiado y su apariencia era
la de aquel Sergio que varios años atrás se había peinado el pelo con gomina,
se ponía trajes de pana y citaba las frases de sus escritores preferidos. Un
poco después comenzó a escribir un libro al que le dedicó muchos años de
trabajo y le puso el título de “Gato escamado” al culminarlo lo firmó con el
seudónimo de Guizazo Lam Pelusa.
La gente comenta la historia de Sergio
porque se reconcilió con su padre, se puso a estudiar cosas de provecho y se
casó con una extranjera muy guapa. Tuvo hijos mulatos de ojos verdes y pelo
liso que destacaron en el fútbol profesional. Se retiró no muy mayor y con las
buenas arcas que heredó de su padre se permitió vivir de forma holgada y leer a
sus escritores preferidos.
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