Está parado mirando el cielo. A pesar de que es otoño, el
firmamento está limpio de nubes y el sol ha salido con gran fuerza. Siente la
tibieza del aire que por momentos permanece estático. Ve con curiosidad la
extensa plaza en la que se encuentra y le asombra la semejanza con una pintura
realista, pero las cosas son de verdad. La gran iglesia que está frente a él no
le oculta nada, se le presenta como una gran construcción de piedra labrada,
curtida por los años con su majestuoso peso celestial. Suenan los cascos de
unos caballos que arrastran una carreta. El golpeteo de las grandes ruedas del
vehículo con el empedrado semeja un fondo musical para los relinchidos y
bufidos de los caballos que agotados de andar detienen su marcha.
Comienza a percibir los fuertes olores que lo enrollan como
serpentina. Le pica la nariz el aroma acre de sus vecinos que evitan mirar su
sonrisa boba y cruel. Levanta sus manos para verlas y mueve sus dedos macizos
como zanahorias. Es grande y fuerte, cobra conciencia de su ser. No recuerda
cómo ha llegado ni para qué está ahí, pero no le importa, prefiere deleitarse
con lo que ve. Hay una chica rubia, muy linda, con una cesta llena de flores.
El color rojo de las rosas y el rosa de las peonias le crean una sensación
rara. Es como si sintiera amor y se le despertara el apetito, las petunias lo
hipnotizan con el color lila, no puede despegar la mirada y, haciendo un esfuerzo
enorme por sentir el olor, no lo logra ni tampoco desprender la mirada de las
florecitas. Lo saca de su letargo un ruido de pasos precipitados. Una mujer de
aspecto aristocrático con una capa de terciopelo, sombrero y falda ampona ha
bajado del carruaje y avanza hasta el centro de la plaza dónde se encuentra un
armazón raro de madera.
Unas palomas revolotean haciendo torpes piruetas y aterrizan
para picotear el piso en busca de migajas o semillas. Se da cuenta de que le
gustan las palomas, a pesar de su simpleza. Las ve caminar como señoras gordas
pavoneándose y corriendo de un lugar a otro como si estuvieran en una fiesta de
bailes. Lo invade una felicidad infantil, cree que todas las cosas tienen un
nuevo color y aparentan ser nuevas. La oleada de voces que lleva unos minutos
moviéndose a su alrededor le trae un torrente de palabras revueltas, algunas
ásperas y otras molestas y finas, se siente como sí tuviera arena en los oídos.
No entiende mucho el significado de lo que se dice. Se serena y se pregunta
cómo ha podido aislarse tanto tiempo del insoportable barullo de su entorno.
Prueba de nuevo abstraerse pero le resulta imposible porque en ese momento ha
aparecido en el entablado, una jovencita de unos dieciséis años de edad.
Desde donde él se encuentra es imposible escucharla, pero ve
cómo entrelaza las manos, se inclina en pose de oración y dirige plegarias al
cielo. Luego, sale un hombre corpulento, casi tan alto como él mismo; algo le
dice en su interior que lo conoce pero no puede ver su rostro porque lleva una
máscara. Es el sayón que espera pacientemente a que la joven termine de berrear,
se ponga en postrado e incline la cabeza. Al final, algunas palabras de la
desgraciada han llegado hasta él gracias al eco de los curiosos que
continuamente repiten:
“Le pide a Dios que se apiade de ella, que es
creyente y cayó en la tentación. Que la guarde en su seno porque reconoce su
error, pero que nunca ha negado al Señor y quiere que la reciba en su reino, ya
que nunca le ha faltado con ningún pecado. !Dios, apiádate de ella, por favor,
pobre niña!”.
La muchedumbre repetía de forma desordenada el mensaje de la
joven y por eso era imposible saber qué había dicho exactamente. De pronto, el
hombre que tanto se parecía a él, levantaba una enorme hacha, esperaba a que la
adolescente pusiera la cabeza en un madero y con gran fuerza soltó un golpe
seco que hizo volar algunas astillas por el aire. Casi lo tumba la impresión
porque no entendía porque había decapitado a la pobre e indefensa jovencita.
Se
puso a llorar con amargura sin emitir ni un solo gemido y se agitó tratando de
buscar una respuesta. Los rostros despectivos que encontraba en su incesante
búsqueda, lo repudiaban. Vio a su lado a una decrépita mujer. Era muy bajita,
tenía la cabeza muy pequeña y una gran nariz en forma de gancho, su espalda estaba
muy arqueada y su cara era una careta de arrugas. Ella volteó de pronto y sonrió
mostrando su dentadura con hoyos y caries.
“Hola, te llamas Jean Baptiste, y yo soy tu esposa Antonieta—
le dijo con voz chillona y vibrante—. Tenemos un hijo, por eso hemos venido a
la plaza para verlo trabajar”. La mujer señaló hacia el armatoste de madera junto
al que había unos hombres con aspecto diplomático. “Mira —continuó con voz
tierna—. Esta es tu máscara”. Él la mira
con cara de bobo y no consigue articular ninguna palabra, entonces la vieja lo
coge de la mano y se lo lleva hacía una callejuela por la que se internan y
desaparecen.
“Tú eras el verdugo, Luego, por los años, perdiste la
memoria y dejaste de trabajar. Le has heredado a tu hijo el oficio y es un
excelente representante de la justicia. Ahora que has recordado quién eres
vamos a volver a la casa donde vendemos artesanías de madera”.
Hicieron el trayecto hasta que llegaron a una modesta casa
de una planta y muy vieja. Durante el trayecto Jean Baptiste trató sin
resultado alguno de recordar más detalles de su vida porque en cuanto trataba
de recapitular los pasajes de su vida, aparecía la vetusta mujer para contarle
cosas que sonaban a viles patrañas. Al final, llegaron a su hogar y se
dispusieron a comer. Después, por la tarde, estuvo analizando todas sus
pertenencias y unos cuadernillos en los que había escrito datos e información
que siempre había considerado importante.
Eran los nombres de los condenados y
las fechas en las que habían muerto. Junto a algunos nombres había pequeñas notitas
en las que se explicaba la causa del castigo. Por lo regular, se hacía hincapié
en aspectos como el motivo de la condena, que iban desde la traición a la
patria y la evasión de impuestos hasta la posesión diabólica o la resistencia a
convertirse a la religión. En realidad todos esos apuntes no le decían nada
porque no podía relacionar los nombres de las personas con algún rostro o voz
que le diera una pauta para materializar a los que supuestamente habían sido
sus víctimas.
Cayó la noche y después de cenar se acostó satisfecho por
haber podido reconocer a su hijo. Se durmió en cuanto cerró los ojos y fue
cuando su memoria se despertó. Estaba en un calabozo manejando algunos
instrumentos ensangrentados, frente a él estaba inerte una mujer a la que había
martirizado sin obtener su confesión. Enfadado se levantaba y llegaba a una
habitación húmeda en la que había cientos de cabezas que lo saludaban y le
decían quiénes eran. Después, aparecía un gran entarimado donde él se encargaba
de subir y descargar el hacha, con fuerza brutal, sobre los cuellos de los
inmolados. La sangre comenzaba a anegar todo el espacio y le era imposible
salir porque se lo impedía una reja. En el momento en que estaba a punto de
ahogarse en la tibia y medio coagulada sangre, se despertó.
“Hola, te llamas Jean Baptiste, y yo soy tu esposa Antonieta”—
le dijo con voz chillona y vibrante una mujer que tenía la cara como si fuera
una careta de arrugas.
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