Vivía en una sociedad de inadaptados en la que las personas
eran presas de la histeria, la psicosis, la angustia, la depresión y la
perversión. Había tratado muchísimos años de no cruzar esa línea de lo que
consideraba buen juicio o cordura, pero una mujer lo obligó a arriesgarse
porque se enamoró perdidamente de ella. La vio por primera vez en la sala de un
museo donde había una exposición de cuadros grises que reflejaban la angustia
de personas monstruosas de espíritu. Estaba apreciando un cuadro con el título
de “perro zambullido”, en el que
aparecía la cabeza de un perro en un fondo beige claro que no alcanzaba a
ocultar los dibujos que cubría, cuando ella apareció a su lado. Iba vestida de
forma modesta. Una blusa blanca muy holgada, una falda de estilo hippie de los años
setentas, su pelo castaño era muy volátil y ensortijado. Llevaba brazaletes de
madera y un collar de cuencas verdes enormes. Se le acercó con mucha precaución
y buscó la forma de entablar una conversación con ella. En verdad, le resultó
muy difícil porque la mujer pertenecía al grupo de los vesánicos. Tenía una
libretita donde iba apuntando datos, luego sacaba una grabadora y en voz muy
baja cuchicheaba algo como si fuera una avispa. Todo indicaba que era periodista
y que trabajaba para un diario.
Al principio, sintió un poco de rechazo, causa del fatídico descubrimiento,
pero después fue conciliándose con su propia desavenencia para aceptar la
realidad. La chica le gustó tanto que llegó a admitir que sería conveniente tolerarla.
Era una mujer que valía la pena y lo sabía. Echó todos sus principios por la
borda y se dio fuerzas para aparentar que estaba tan poco cuerdo como ella y
pronunció unas palabras.
-¿A usted también le parece que este cuadro encierra su
misterio?
-¡Hombre, lo que ha dicho suena muy lógico!
Ramiro se recriminó de inmediato por haber cometido un error
tan grave y se sonrojó. Decidió que si quería conquistar a la mujer tendría que
esforzarse en manifestar sus disparates de una forma contundente. Pensó en lo
que sería más descabellado decir y prosiguió.
-Disculpe, me refería a que debajo de cada capa de pintura,
puesto que el artista se despertaba por las noches y oscurecía sus cuadros,
debe encerrase algún misterio que por desgracia no podemos ver por completo,
pero si pone atención verá que detrás de este fondo amarillento hay monstruos.
Ella sonrió con verdadera alegría a pesar de que el
disparate había sido imperdonable.
-Pues, ahora que lo dice, creo que sí. Tiene razón. ¿Y qué
más piensa? –Ramiro se mordió los labios y lamentó, por un lado, tener que
sumergirse en una conversación estúpida y sin principios racionales.
-Bueno, a decir verdad se ha escrito mucho sobre esto y
usted debe saber mucho más que yo. ¿Es usted periodista?
-Sí, cómo lo adivinó.
-Por la grabadora que tiene en la mano y por su aspecto
intelectual.
-Gracias. Es usted muy amable.
-¿Cómo se llama?
-preguntó con dificultad porque en ese momento le habría encantado darle
rienda suelta a sus verdaderos sentimientos y saltar sobre ella para danzar,
pero tenía que actuar como un anormal y le estaba costando mucho trabajo.
-Beatriz.
-¡Que nombre tan bonito! ¿No había en una obra de Dante una
heroína con ese nombre?
-Pero qué desconcertante es usted. Por momentos me parece muy
lúcido e ingenioso y en otros un papanatas.
-¿Eso le molesta?
-No. Por el contrario. Me gusta mucho.
En realidad no estaba siendo sincera porque él le infligía
un poco de temor. No podía acostumbrarse a su mirada turbia y sus movimientos
nerviosos. Sabía que el hombre estaba completamente fuera de sí y que hacía
esfuerzos enormes por conquistarla y llamar su atención. Decidida a hacer una
excepción en su vida, trató de escuchar y entender a su interlocutor que no era
muy mal parecido, pero que gracias a su desaliño dejaba claro que era un poseído.
-¿Y cómo te llamas y a qué te dedicas? –Él se quedó con la vista
perdida y mudo por completo. No sabía qué contestar porque no sabía nada de
ninguna profesión. Jamás se había interesado por ninguna disciplina de los
perturbados y no se imaginaba sobre qué trataba el derecho, la medicina o la
economía. Vivía de lo que le habían dejado sus padres. Él no administraba sus
cuentas ni sus bienes porque se necesitaba ser un completo imbécil para
entender las funciones del dinero y eso a él le tenía sin cuidado. No
encontraba ninguna cosa que le sirviera en ese momento así que decidió decir lo
que le pareció lo más propio.
-Soy poeta de la vida.
-Pues entonces somos algo así como colegas. A mí me gusta
también la poesía pero se me da mal. No tengo mucha imaginación.
- Me alegra mucho que tengamos algo en común -dijo con una
hermosa sonrisa estúpida-. ¿Te gustaría ir a tomar una copa?
-Hoy, por desgracia no puedo, ya será en otra ocasión. Tengo
que volver al trabajo porque hay una reunión importante.
-Sí, lo entiendo. Bueno, pues dame tu teléfono y te llamo
durante la semana.
Se separaron con la promesa de encontrarse unos días después.
Ramiro estaba exhausto por el esfuerzo. Nunca se había puesto a pensar que
podría enamorarse de una persona sin juicio. Hizo una evaluación de los pros y
los contras de su situación y tomó la determinación de cruzar esa raya que lo
había mantenido en su mundo y ahora tendría que sacrificarlo todo por una
mujer. Le causaba terror trasladarse a ese medio que había evitado toda la vida
y al que sus familiares le habían obligado a entrar, sin resultado alguno, por
tanto tiempo con críticas severas y fuertes castigos. Cualquier condena habría
sido mejor que perder la cordura, sin embargo la imagen de Beatriz se le
aparecía para invocarlo como si él fuera un ánima y ella una visionaria
sensorial. Compró muchos libros y ensayó todo lo que se le recomendaba en los
manuales de buenas costumbres y maneras. Se compró un traje nuevo de marca que
le pareció lo más ridículo del mundo, se cortó la barba que había mantenido
intacta unos años, se lavó el pelo, se recortó las uñas y se compró un perfume.
Al final, le pareció que estaba fatal y que el sacrificio había sido excesivo.
Se prometió que si Beatriz lo rechazaba, jamás volvería a sacrificarse tanto y
dejaría de frecuentar para siempre la tierra de los locos.
Llegó el día esperado y con su ridícula apariencia se fue a
la cafetería en donde debía encontrarse con su bella periodista.
Cuando entró buscó en todas las mesas pero no la vio. Se
sentó y pidió un vaso de agua disculpándose con la excusa de que tenía que esperar
a alguien. De pronto, se abrió la puerta y entró ella. Iba un poco sucia y con
ropa ajada, con el pelo desordenado y una cinta en la cabeza. En bandolera un
bolso de percal y caminaba haciendo mucho ruido con sus guaraches. Al verse se
dieron cuenta de que habían recibido correctamente el mensaje y se sentían
torpes e inútiles, pero la sensación era muy placentera. Merecía la pena tal
sacrificio -se dijo en voz baja-, pero ya no pudo pensar más porque ella estaba
a su lado con los ojos inmóviles detrás de las gruesas gafas. Permanecieron un
instante apreciando los cambios que había les había generado el amor y hablaron
al unísono enmarañando sus pensamientos en una conversación que nadie entendió
y, sin embargo, los unió para siempre.
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