Cuando el camarada Peskov abrió el expediente del Ministerio de Seguridad para investigar el caso Von Manstein, se sorprendió al encontrar una moneda de oro de diez ducados del año 1611. Se quedó viendo un buen rato la imagen de Christian II con su armadura y su orgulloso rostro barbado. Era la cara de aquel sangriento rey que asesinó mujeres y niños sin compasión, pero el gran héroe de la batalla del hielo en Bogesund. ¿Qué hacía esa moneda en el bolsillo de Paulus? ¿Por qué rehusó cualquier tipo de salvación en aras de esa moneda? ¿Por qué había corrido el rumor de que tenía poderes? Pasó varias horas aclarando el acertijo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Svetlana a su marido Serguei.
—Estoy muy preocupado—le respondió Peskov.
—¡Cuéntamelo!
—Es que no le encuentro sentido a la misión que me han asignado y…!Creo que
es una trampa!!Me quieren eliminar!
—No entiendo nada. ¡Explícamelo por favor! ¿Estamos en peligro?
Peskov se quedó mirando a su mujer con la mirada vacía y agregó:
—Al arrestar a Paulus en Estalingrado, nuestros militares lo interrogaron y
escucharon una historia inverosímil, además de invenciones sin sentido. Solo
después de someterlo a un acoso psicológico lograron que desembuchara y el
único que sabe, o más bien, sabía toda la verdad era el general Kusnetzov, pero
murió de forma inexplicable.
—Sí, eso lo recuerdo bien. Yo también estaba allí.
—Sí, lo sé, pero como yo me encontraba en el cuartel en el momento del
registro a Paulus, el Comité Central ha decidido que se me teletransporte para
que cambie una moneda de diez ducados de Christian II, la que tiene esos
supuestos poderes mágicos, ya sabes…
—Pero, ¿para qué? ¿cuál moneda?
—Es que solo existen dos que se habían conservado hasta ese momento en
perfectas condiciones: la que tenía los poderes para vencer a la URSS o
cualquier otra nación, dados los conjuros de aquel maldito rey, y una falsa. Mis
superiores creen que en el expediente que tenemos está la moneda falsa y que la
meléfica fue cambiada justo después del interrogatorio del mariscal y cayó en
manos de un traidor.
—¡Dios mío!
—Sí, es una burrada. Porque de ser así, corremos el riesgo de que comience
una guerra con Europa y el ladrón, que se llevó la moneda que Von Manstein le
entregó a Paulus, caiga en manos de nuestros y nos venzan. El caso es que entre
los sospechosos están Ivanov, Beliaev, Makarov y hasta yo.
—Pero tú no tienes nada que ver con eso, ¿no? —preguntó muy alarmada
Svetlana.
—¡Claro que no! ¡Jamás me habría prestado a traicionar a la patria!
—Entonces, ¿quién pudo ser?
—Creo que fue Makarov, pero tendré que comprobarlo y será muy difícil
hacerlo. Recuerdo que aquella noche no me sentía muy bien. Algo me había
afectado, tal vez estaba enfermo o conmocionado. Si vuelvo al pasado y no logro
superar ese malestar y hacer lo correcto, estaremos perdidos y se me condenará
por incumplimiento del deber. Ya sabes cuales son las represalias.
—¡Dios santo! Y… ¿qué podemos hacer?
—Pues ahora mismo no se me ocurre nada, lo único que quiero pedirte es que
desaparezcas sin importar el resultado de la misión. Mañana te propondré un
plan.
Se fueron a dormir. Svetlana
no pudo conciliar el sueño y se levantó tres veces a fumar. Sentada en la
cocina recordó aquel día del interrogatorio. Ella estaba en la enfermería tratando
a los soldados heridos. Recordó que había atendido a un alemán de rango, pero
no sabía quién era. Trató de recordar con detalles aquella noche, pero habían
pasado más de diez años y todo se confundía en su memoria. No sabía si la había
ayudado Ivanov o Beliaev, estaba demasiado concentrada en su labor y se le
habían escapado los detalles. Trató de no pensar en aquel desafortunado día,
pero le zumbaban lo oídos y la atormentaba la conciencia.
Cuando Svetlana se levantó al mediodía encontró una nota en la mesa:
“Amada mía, estamos en peligro. Las cosas se me pueden ir de las manos. No
quiero que corras ningún riesgo, por eso te propongo el siguiente plan. La teletransportación
es hoy por la tarde. Apenas tienes tiempo de huir porque si fallo las
consecuencias serán graves. Te propongo que te escapes por la frontera con
Bielorrusia, es la más cercana y segura. Ponte una peluca, usa uno de los
pasaportes falsos que tengo en mi gaveta y llévate un volga rojo que estará en
la calle Poveda Nº 10 frente a una farmacia, las llaves están aquí. Cuídate
mucho y recuerda que siempre te he amado.”
Svetlana siguió las instrucciones y llegó al sitio indicado, vio el volga,
caminó con disimulo, abrió la puerta y al echar a andar el coche se oyó una
fuerte explosión.