El saxofón de Ben Webster sonaba romántico con destellos plateados que atravesaban la opaca nube formada por el humo de los cigarrillos. Fuera llovía con fuerza, pero allí hacía calor, la gente estaba encendida por las notas del excelente músico que había despertado ese instinto animal que llevamos todos dentro. Bajo una actitud mustia se escondían nuestras furtivas miradas de cazadores. Me fijé en Sarah que llevaba un vestido rosa. No era muy guapa, pero sus gestos eran obscenos e inocentes a la vez. De todas las que había allí era la única que se podía vanagloriar de ser erótica, seductora de verdad. Sus movimientos, ensayados en cientos de noches de juerga, se habían perfeccionado. Un guiño, un cruce de sus piernas haciendo una trayectoria curva en cámara lenta, su manera de sostener la boquilla en sus labios y las miradas de reojo que delataban su interés, pero disimulaban sus intenciones; la hacían única. Eso, además de un pelo negrísimo, unas pestañas muy embadurnadas de rímel y sus largos guantes blancos volvían locos a los clientes. A mí me gustaba y solo había tenido la oportunidad de hablar con ella una ocasión. No fue una conversación muy larga porque llegó uno de sus clientes habituales y se la llevó a una mesa. Pasé toda esa noche mirándola, pero ella se desentendió de mí. Desde aquella ocasión su interesante rostro me había quitado el sueño.
Hay una cierta fealdad bella en la gente que, en lugar de provocar rechazo,
atrae como un fruto prohibido. Sarah era así. A primera vista su rostro no
ofrecía nada, pero era cuestión de verla unos cuantos segundos para quedar bajo
el efecto de su atracción. Caminaba siempre como una celebridad y sabía
encontrar las palabras adecuadas para cualquier situación. No se juntaba con
nadie y Francesca, la encargada de controlar a las chicas en ese tugurio, ya
entrada en carnes y con un carácter muy fuerte, se dirigía a ella con mucho
respeto. Se podría decir que cuidaba de la joya del establecimiento. Frecuenté
el lugar varias veces y en ninguna ocasión acepté los servicios de ninguna
chica. Hablé con algunas sin un interés especial y esa noche había decidido
echar a suertes mi destino. Si Sarah me aceptaba la sacaría de esa pocilga costara
lo que costara, en caso contrario me alejaría para siempre de ese lugar de
perdición. La tenía frente a mí con su actitud de mujer que se sabe fértil y deseada.
Era seguro que como todas las mujeres añoraba casarse algún día y tener unos
críos. Su imagen para mí era bíblica, pero ni sagrada, ni maléfica, sino
humana. Tan humana como la de María Magdalena. Era, más bien, un arquetipo de
feminidad que invita al amor, parecía que se escondía detrás de una barda con
alambre de púas y se entregaba a quien lograba pasarla. Esa noche no había
llegado ningún ricachón y los tres gatos que estábamos allí no le despertábamos
el más mínimo interés.
De pronto salió de la penumbra gris el sonido de una tormenta de teclados y
la voz atractiva de las sordinas de trompeta. Cantaban por turnos los músicos:
“It don´t mean a thing”. Sarah se levantó de su sitio y se vino a mi mesa para
mirar mejor. Los primeros segundos fueron hipnóticos. No sabía que decirle, pero
ni siquiera se había fijado en mí. Era como si para ella la mesa estuviera
vacía. Le ofrecí encenderle el cigarrillo y solo inclinó un poco la cabeza. Su
perfume seco, mezclado con su aroma natural, parecía vino afrutado, embriagante
y mortífero. Miró con desgana a los músicos que cantaban sin mucha entrega. Se
terminó la melodía y después de unas palmas muy flojas sentí su mirada.
—Estás muy guapa hoy—le dije sin mucha decisión.
—¿No tienes otra cosa que decir? ¿En verdad crees que eso es un cumplido?
—Bueno…—le dije sonrojándome—Te puedo invitar algo y quizás pueda contarte
algo interesante.
No dijo nada y se volvió al escenario donde los músicos se ponían de
acuerdo para ejecutar la siguiente melodía. Llamé al camarero y esperé a que
ella pidiera, pero no habló. Pedí champagne y cuando nos sirvieron dos copas,
Sarah se apoyó en el respaldo de su silla, dio un pequeño sorbo y le dio una
bocanada a su cigarrillo.
—Vienes poco por aquí, ¿verdad?
—Sí, no frecuento mucho este tipo de sitios. No es mi ambiente…
—Y ¿qué buscas?
—Me gusta el jazz. Este grupo toca muy bien.
—¿A ti te lo parece? ¿Sabías que casi todos son unos borrachos y que ni
siquiera ensayan?
—Bueno, pero el jazz es así. Lo más importante es la improvisación.
—Pues a mi me parece que cada noche hacen lo mismo y han desmejorado.
—Es posible, sin embargo, tocan con el corazón.
—No me hagas reír. Si estos tocaran con el corazón no estarían en un
cuchitril como este.
—Y ¿Tú qué haces aquí entonces?
Me miró con odio, como si quisiera arrancarme los ojos, pero se contuvo.
Fumó dos cigarrillos sin hablar. La música seguía y algunas parejas se habían
levantado a bailar. No sabía qué hacer. Le había dicho algo inoportuno y la
ofensa me iba a costar muy cara. Sabía que ella estaba preparando su venganza,
era cuestión de tiempo. Siguió sin hablar y frustró todos mis intentos por
conversar. Cuando decidí que no merecía la pena permanecer con ella me cogió de
la mano.
—Creo que no tiene sentido seguir aquí esperando. ¿Nos vamos?
—Sí, de acuerdo. Como tú digas.
Fue por su abrigo y le dijo algo a Francesca. Salimos. La noche era fría.
Había llovido mucho y los charcos brillaban con la luz de las farolas como si
fueran espejos nocturnos. Caminamos unas cuadras y aproveché para disculparme
por mi falta de sentido común. “No te preocupes—me dijo con una sonrisa
infantil—. No pasa nada”. La vi, entonces de otra manera. Se había convertido
en una persona real. Se veía un poco meditabunda y triste. Le pregunté si le
gustaba pasear, si hacía como yo en las noches de luna llena. Respondió que no,
que a ella no le gustaba caminar por las noches y que por las mañanas le era
imposible porque siempre dormía hasta las cinco de la tarde. Entendí que
llevaba más de diez años en aquella atmósfera banal y sentí lástima. El corazón
me latió con fuerza y tuve que luchar contra la tentación de abrazarla.
Llegamos a un hotel. No era muy lujoso, pero se diferenciaba de esos hoteles de
mala muerte que servían de paso a los amantes ocasionales. Pedí alojamiento y
una botella de vino espumoso italiano. Entramos a la espaciosa habitación que
estaba decorada con buen gusto. Me quité el abrigo y me senté en un sillón.
Sarah me dijo que quería ducharse. Se tardó media hora en salir y cuando la vi
pensé que era otra persona. Estaba envuelta en la toalla y su pelo estaba
mojado. Se sentó frente a mí y me pidió que le sirviera vino. Puse atención en
su cuerpo. Tenía cerca de treinta años y toda ella estaba en el mejor momento
de la maduración. Me pidió que le hablara de mi trabajo.
—Soy periodista de segunda.
—Y ¿qué escribes?
—Bueno, no sé cómo explicártelo. Son artículos de opinión.
—¿Qué tipo de opinión?
—No, no es la opinión de nadie. Más bien son ensayos no muy depurados.
—Ah ¿Y qué quieres decir con eso?
—Pues que mi jefe me da un tema y durante la semana investigo y hago un
artículo. No es muy divertido.
—Y ¿qué temas te da?
—Nada importante. Cosas de política y otras chorradas. Oye, por qué no me
hablas de ti un poco.
—Prefiero no hacerlo. No te gustaría y a mi, menos.
Guardamos silencio y nuestras miradas cohibidas se cruzaron. Ella sentía
algo de incomodidad. No estaba a costumbrada a permanecer frente a un hombre
tanto tiempo. Me levanté y me acerqué a ella para servirle más vino. Me
disculpé y fui al aseo. Aproveché para ducharme. Ella estaba recostada en la
cama. Se había quitado la toalla y permanecía como La maja desnuda. Hasta ese
instante no la había visto como mujer, pero su piel blanca, sus bien formadas
piernas y sus pechos me volvieron loco. Me acerqué despacio. Me despojé de la
toalla y me recosté con ella. Quería hablar, pero ella me besó y mi cuerpo se
incendió. La noche nos hizo descender por una espiral vertiginosa. La sensación
de vértigo era tan placentera que la confundí con el amor. Me aferré a ella
como una sanguijuela. Besé todo su cuerpo sin poder contenerme. Sentí que me
clavaba los dientes y las uñas, su respiración agitada me destrozaba el corazón
y los oídos y la embestía para librarme de mi pasión. No sé cuanto duró el
goce, pero fue tan letal que me quedé dormido.
A la mañana siguiente no estaba. Habían quedado las huellas de su
presencia. Su olor seguía suspendido en el aire. Lo respiré para despertar los
recuerdos y cerré los ojos para escuchar de nuevo su voz áspera y sensual. Me
sentí muy afortunado. Tenía que verla de nuevo. Ya no podría vivir sin ella.
Los días siguientes fueron una tortura porque en el trabajo había mucho que
hacer. El jefe quería publicaciones para el aniversario del periódico. Tuve que
sentarme tres días completos sin salir a tomar el aire. Terminé hecho polvo. El
fin de semana traté de relajarme con un poco de deporte. Medité mucho durante
la carrera y llegué a la conclusión de que estaba siendo víctima de un deseo
bestial. Era la lívido que había podido dominar durante mucho tiempo, pero con el
encuentro de Sarah todo se había estropeado. Teníamos casi la misma edad. Ella
era una Mesalina, una Aspasia experta en proporcionarle placer a los hombres,
yo, en cambio, un asceta ingenuo que se había enamorado perdidamente. Las
noches fueron insoportables y el insomnio se metió en mi cama para dar saltos
cada vez que estaba por conciliar el sueño. Llegó el viernes y entregué mis
artículos. El jefe de redacción no me puso muchas trabas, no hizo más que
aconsejarme algunos cambios de estilo y se quedó con mi trabajo. Tenía tiempo
libre. Salí a las cinco de la tarde, comí un poco y descansé. Pude dormir unas
horas y cuando desperté eran las nueve de la noche. Me duché, me puse un buen
traje y salí en busca de Sarah.
El manto oscuro del cielo era tibio, no había llovido y la primavera estaba
en botón. Vi el anuncio luminoso del bar. Respiré con decisión y apreté el
paso. Preparé mentalmente un discurso para Sarah. Tenía que convencerla de
fugarse conmigo. Estaba dispuesto a todo. No solo me sentía capaz de olvidar su
pasado, sino que estaba seguro de poder facilitarle un futuro luminoso y
pródigo. Seguro que su liberación costaría un pastón, pero estaba listo para
aceptar el compromiso. Llegué a la entrada y vi a los guardias de siempre. Los
saludé, pero en lugar de obtener una respuesta cordial como las veces
anteriores me comenzaron a golpear. Me molieron a palos y me amenazaron.
Dijeron que yo era culpable de algo que no entendí y, al final, por el efecto
de la paliza perdí el conocimiento.
Amanecí en un hospital. Era mediodía
y tenía dolor en la nariz y no podía moverme. Al notar que me quejaba, se
acercó una enfermera. Era una mujer delgada de unos cincuenta años. Me preguntó
si me sentía bien. Le pregunté sobre el lugar en el que estaba y el tiempo que
llevaba allí. “Tres días—dijo como si eso no significara nada—. Lo trajeron el
viernes de madrugada y hoy es lunes. Le han roto la nariz y tiene unas
fracturas”. No me dijo nada más. Era muy seca, solo me daba instrucciones y no
respondía a las preguntas que le hacía. Más tarde vino un compañero del
trabajo. Me deseo que me recuperara y dijo que el jefe estaba muy satisfecho
con mis artículos, que me dirigiera a él si necesitaba algo y que me daría unas
semanas para que me recuperara. Tenía un vendaje en la nariz, una escayola en
la pierna izquierda y la clavícula. Por la noche me dijo el doctor que en una
semana podría volver a mi casa o, si lo prefería, podía quedarme allí hasta mi
recuperación total. Decidí permanecer allí una semana y después irme a mi casa.
Pasaron los días como gotas por un embudo de decantación. Faltaban dos días
para que me marchara, pero tuve una visita muy extraña. Era un inspector de la
policía. “Soy de homicidios, querido Alfred—dijo sentándose a mi lado en una
silla metálica que estaba cerca—. Le quiero hacer unas cuantas preguntas”.
Primero se interesó por mi estado, me hizo preguntas personales y después sacó
una fotografía.
—¿Conoce a esta mujer, Alfred?
Era la foto de Sarah. Estaba junto a un hombre trajeado y gordo. No lo
conocía. Ella llevaba un vestido rojo y el pelo suelto, se veía muy alegre y su
cintura estaba rodeada por el brazo del hombre.
—Sí, por supuesto que sí. Se llama Sarah y trabaja en “El crepúsculo
naranja”.
–¿Hace cuánto que la conoce?
—Pues, cerca de medio año. La he tratado muy poco y solo una vez…Bueno, ya
sabe lo que hacen las personas en ese sitio, ¿no?
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Hace unas dos semanas. Fue un viernes en el que no había clientes y el
trabajo era muy flojo…
—¿Sabe que está muerta?
Salté de la cama y estuve a punto de estamparme contra el suelo. La
sensación que tenía era horrible. Mis ilusiones se habían resquebrajado y la
incredulidad me instigaba a comprobar que lo que me decía el inspector era
verdad. No tuve que esperar mucho porque después sacó otra fotografía. Era un
recorte de periódico en el que había una mujer desnuda con la cara un poco
deformada. A pesar de eso sentí que era ella. El mismo pelo, el bello púbico,
los senos y las hermosas piernas que me habían vuelto loco aquella noche, eran
de un cadáver. No se si lloré, pero el inspector Crawford me dio un pañuelo.
—Sé que el último hombre con quien estuvo ella, fue usted Alfred. ¿Por qué
no me cuenta lo que sabe?
Quise hablar, pero no me salía la voz. La noticia me había bloqueado la
lengua y mis ideas se mezclaban como hilos de madeja. Tardé unos diez minutos
para recuperar las fuerzas y le conté todo lo que sabía. Le confesé mis planes
y la intención de liberarla de su yugo. Crawford me compadeció y me dijo que le
sería muy útil en la investigación. Se fue y me quedé inmóvil en la cama.
Permanecí abstraído varias horas. En la noche dormí gracias a los somníferos
que me dieron. A la mañana siguiente volvió el recuerdo del cuerpo de Sarah.
Podía escuchar sus jadeos y sentía su piel ardiente, sus labios adheridos a los
míos y su olor. No podía cerrar los ojos porque las sensaciones se acentuaban y
me oprimían con tanta fuerza que deseaba gritar. Me llevaron a dar un paseo y
para distraerme hablé con la enfermera. Supe de ella toda su vida y traté de
escucharla con atención para no caer otra vez en aquel pozo horrible del que no
podía salir. El tiempo no fue un remedio para curarme y el mes que permanecí en
el hospital me ayudó a no volverme loco. Pasé la rehabilitación y salí por mi
propio pie. Me integré de nuevo al trabajo. Parecía un espécimen raro. Mis
compañeros se burlaban diciéndome que por el accidente que había tenido se me
había botado una tuerca. Me dediqué a los artículos que me pidieron y trabajé
día y noche para librarme de mis recuerdos. Decidí visitar al inspector
Crawford. Nos encontramos en una cafetería que estaba cerca del periódico. Nos
sentamos cerca de la ventana, pedimos un café y comencé a preguntarle sobre las
pesquisas.
“Hay algo que tiene que saber, Alfred. Su amiga Sarah, era en realidad una
serbia que desde los quince años se había dedicado a complacer a los hombres y
se llamaba Srebrenka. Un tal Marko, serbio también, la obligaba a hacer lo que
le pedían los clientes. Como era una mujer con un atractivo especial pudo
relacionarse con hombres influyentes. Un día Marko le pidió que buscara
información sobre un empresario y ella encontró algo muy comprometedor. Empezó
el chantaje y esas cosas. Ya sabe cómo es la gente cuando quiere ganar dinero
fácil. Al principio creímos que él había sido el responsable de su muerte, pero
no encontramos nada de donde tirar y al parecer Marko ya estaba saciado y no le
molestaba más. Nos quedaron varios sospechosos, entre ellos usted y Marko, pero
ese cabrón no sería tan imbécil como para matar a la gallina de los huevos de
oro, así que, si usted tampoco fue, lo habrá hecho un borracho de la calle o
cualquier asaltante de esos que pillan lo que la suerte les ofrezca”.
Terminamos nuestra conversación y Crawford me dijo que lamentaba que todo hubiera terminado así. Era una situación estúpida. Me resigné y afronté la verdad. Con el tiempo me fui desprendiendo de mis recuerdos y hasta encontré una chica con la que comencé a salir. Se llamaba Larisa y era muy divertida. No tomaba la relación muy enserio y lo pasábamos bien. Me ayudó mucho y le propuse formalizar nuestra relación, pero me rechazó diciendo que estaba enamorada de otro hombre. Un día su sueño se hizo realidad y se marchó. No me afectó mucho su partida y decidí emplearme a fondo en el trabajo. Pedí que me cambiaran de departamento y comencé a hacer entrevistas. Un día me pidieron hacerle una a un autor de novela negra. Estaba de paso y nos había concedido tres horas. Preparé mis preguntas y fui al lujoso hotel en el que se encontraba. Llegué a recepción y me dieron un recado. El escritor había reservado una mesa en el restaurante. Me indicaron el sitio y fui a sentarme. Desde mi sitio se veía todo el salón. Los candiles eran muy grandes y antiguos, las paredes eran de mármol y el mobiliario de estilo clásico, había unos grandes espejos enmarcados en las paredes y el lugar se veía muy amplio. Transmitía una sensación de bastedad. De pronto, el camarero se acercó y me puso una botella de champaña en una cuba con hielo, me preguntó si deseaba beber y al notar mi indecisión señaló a una mujer que estaba tres mesas más allá. Vi a Sarah. Estaba esplendorosa, llevaba un vestido muy elegante y joyas, su rostro se había rejuvenecido y cambiado un poco por la falta de maquillaje, pero la reconocí. Fingió distracción, pero yo sabía que me vigilaba. Quise levantarme para hablar con ella, pero llegó mi invitado. Lo saludé con mucha cordialidad y me correspondió con una retahíla de halagos, luego se disculpó por su retraso. Antes de empezar con las preguntas me dijo que su compañera se uniría en unos segundos. Entonces Sarah se levantó de su sitio y vino a nuestra mesa. Me ofreció la mano y me dijo su nombre. “Buenas tardes, señor Alfred, soy Ekaterina James.
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