I
Hacía unos días que me habían dado de alta en el hospital. Era uno de los
sobrevivientes que no fueron arrestados por los ingleses el 5 de octubre de
1804. Éramos en total cincuenta náufragos incluido el teniente de navío Pedro
afán de Rivera. Quedé enganchado a unos maderas de la proa. La corriente me
llevó en dirección Este y permanecí a la deriva varios días. Luego perdí el
sentido, pero como me contaron después. Una embarcación portuguesa me rescató.
Cuando me recuperé supe que habían mandado a unos soldados para que me llevaran
de nuevo Castilla. En esos días había pospuesto las salidas porque el temporal
era muy malo. Pasé los días bebiendo en una taberna que estaba cerca del mesón
en el que, gracias a la intercesión del alcalde, me habían dejado pasar las
noches con una pensión completa. Gané unos cuantos escudos de plata que obtuve
por mis labores de escribiente. Aprovechando la tranquilidad de una ciudad
pequeña me dejé llevar por los placeres nocturnos. Había un sitio en el que se
servía buen vino por las noches y las mujeres alegraban las veladas con bailes
y caricias.
Tenía una conocida que me había hecho reducir mis ganancias a la mitad,
pero estaba muy agradecido de poder gozar de su compañía. Me hablaba en su
portugués costeño haciendo caso omiso de mi desconocimiento de algunas palabras
y expresiones. Un día, antes de partir, fui a buscarla, pero no apareció en
toda la noche. No quise amansar mis necesidades con otra mujer y bebí gozando
de los cánticos y las danzas. Entrada la madrugada cuando la gente se comenzó a
dispersar por las habitaciones y la música se hizo más lenta, vi a un hombre
que me miraba con persistencia. Llevaba una camisa de olanes con un cordón
desatado. Tenía un aspecto raro y en un principio estuve arisco a sus palabras,
pero al preguntarle sobre su empleo me contestó que era comerciante y
amanuense. Habló sobre sus viajes y las ciudades que frecuentaba. Me quedó la
impresión de que el país era muy rico en vegetación. Hablamos un poco de las
mujeres que ahí trabajaban, le comenté que me encantaba la Terezinha. El dijo
conocerla, que era buena hembra. Apasionada y con mezcla de esclava y reina.
Sabía obedecer y subordinar según lo requiriera la ocasión. La imaginamos
juntos con sus grandes escotes y su pelo rizado, con esa sonrisa de zorra que
armonizaba con su perfil fino y aojado. Su mirada era la desgracia de los
hombres que veían como sus glaucos ojos herían el corazón tirándose a matar.
“Prendado está usted, amigo—dijo acariciándose el bigote—. Esa mujer es la
condena del alma”. Era verdad porque estaba dispuesto a no volver al servicio a
mi patria por aquellas piernas prietas de la aromática Terezinha que me había
enseñado a pronunciar correctamente su nombre en su idioma y yo lo repetía en
mis sueños.
Al final resultó mejor no verla esa noche o, al menos eso creía en aquel momento,
porque después tuve un mal presentimiento y, es por eso, que muchos años
después vuelvo a esta ciudad para saber su paradero. No me gustaría recibir una
mala noticia y su imagen de señora envejecida, tal vez sin algunos dientes,
canosa y descompuesta, es mucho mejor que la confirmación de mis miedos. He
traído conmigo los cuadernillos que me dio Vitor Agostinho aquel que me diera atareada
conversación. Ni siquiera llegué a sospechar lo que tramaba aquel desdichado
ser. “Soy escritor de cosas de la vida, ¿sabe? —me dijo ya muy ahogado en
alcohol—. Lo malo es que publicar un libro en nuestro tiempo es muy caro.
Quizás usted podría ayudarme. Mis historias son para la posteridad. Es usted un
hombre de bien, influyente y podrá con toda seguridad hacer que se cumpla mi
ultimo deseo”. Traté de darle consuelo a sus penas y hasta lo encaminé a su
casa. Nos despedimos con un abrazo sincero y me quedó grabada su mirada de
crueldad que no sé si fue porque quería vomitar y se contenía o porque se
imaginaba el final de la historia con mucho trecho de anterioridad. Cogí los
cuadernos y me los metí en el jubón pensando seriamente en que los llevaría a
la imprenta. Vi su capa alejarse. Llevaba en la mano su sombrero y su sombra
parecía una serpiente avanzando dudosa. Ya compuesto de salud y espíritu volví
a mis labores. Primero fui llamado a dar informe y luego asignado para viajar
junto con Carlos María de Alvear, único sobreviviente de la familia de Diego de
Alvear, a la Argentina. Toda la familia había naufragado conmigo y muchas veces
me pregunté como había sido posible su desaparición. Mis labores y compromisos
me alejaron de los cuadernos que permanecieron muchos años en un baúl, pero era
mi destino leerlos finalmente y lamento mucho haberlo hecho. Esto fue lo que
encontré:
II
Capitulo primero
Nací en el año 1774 en un pequeño pueblo cerca de Braganꞔa. Viajé desde
pequeño a Meixedo y conocí la gran vegetación de los bosques del norte. Supe de
los animales salvajes que habitaban allí. Tenía siempre miedo de los lobos que
merodeaban por nuestro coche. Oía sus narices olisqueando, los mordiscos en la
madera. A veces aullaban sin fuerza como amenazándonos con sarcasmo. Un día
tuve la desgracia de salir por la noche a orinar. Tendría once años y al darme
la vuelta, ya para volver a mi cama vi un lobo. Estaba frente a mí. Me miró sin
furia, sin parpadeos. Sus brillantes ojos me comunicaron sus palabras: “Eres mi
hermano gemelo. No somos dos contrarios y nos separaron para siempre, sin
embargo, debes reunirte conmigo a través de un ritual. Tendrás que hacer un
sacrificio en las noches sin luna. Ningún alma humana debe mirarte para que
puedas retornar al bosque y yo esté en ti y tú en mí”. Me dio las instrucciones
exactas de la ceremonia y me fui a dormir. A la mañana siguiente no recordaba
nada. Estaba de buen humor y mi apetito fue el de un hombre mayor. Estás
creciendo Víctor, me dijo mi padre limpiando los platos. Era cierto, me había
salido un bigotillo de terciopelo bajo la nariz. Me sentía vigoroso y dispuesto
a conquistar las tierras que veía en el horizonte.
Capitulo segundo
Habían pasado ya varios años. Me había hecho un experto en plantas
medicinales. Ponía en bolsos de tela de lino mis hojas secas. Tenía
clasificados los tipos de té, los ungüentos y las grasas de reptiles. Mezclaba
algunas sustancias con aguardiente y se las vendía a los hombres para sanar los
dolores de riñón o hígado. Tenía infusiones para los cólicos y jarabes para que
las mujeres dejaran de ser lascivas. Mi padre estaba orgulloso. Recorríamos
toda la costa del Atlántico, nos internábamos por los bosques. Teníamos una
ruta de norte a sur que duraba un año. Hacíamos paradas en todas las
poblaciones y nos relacionábamos con la gente. Nos pagaban bien y podíamos
disfrutar de los espectáculos que nos ofrecían los cirqueros y magos. Mi padre
siempre tenía monedas para cerveza o vino y como se desentendía del negocio
sabiendo que yo podía con toda la carga, se llevaba al coche mujeres con las
que reía y mugía como un buey feliz.
Capitulo tercero.
Una noche en que estábamos cerca de Vila Nova de Serveira cerca del río
Minio. Mi padre llegó con una mujer gorda de unos cuarenta años. Me llamó y al
acercarme vi a una joven que venía con ella. Tenía un vestido limpio y olía a
aceite rancio y flores. Llevaba una diadema de metal un poco oxidada y su piel
era muy pálida, sin embargo, tenía unos pechos redondos como naranjas y su
rostro era el de una hembra canina en espera del ataque. Me miró con la cabeza
baja. Mi padre abrió la puerta del carro y me ordenó subir. Entré y sentí que
detrás venía la chica. Se cerraron las puertas y el espacio desfalleció de luz.
Se me echó encima como quien quiere pelea, pero al tenerla sobre mí, me pidió
que la desnudara despacio. Me ofreció su espalda y desaté los cordones que
sujetaban su vestido azul. Quedó semidesnuda y se despojó del camisón
amarillento. Me quité la ropa sin saber lo que hacían mis manos y, cuando
estábamos en cueros, ella se echó boca arriba. Me miró retadora y me llamó.
Sentí su cuerpo tibio y salado. Tenía poco bello en los sobacos y su vientre
mostraba una barbita rala con unos labios rosados y regordetes. La monté con
fuerza y sentí sus uñas traspasarme la piel, el placer por la unión me puso
salvaje y la aferré con fuerza. Ella se retorcía debajo de mí. Reía de su
ocupación pervertida, me empujaba para que tomara vuelo y después descendiera
para traspasarla. No sé cuánto duramos así, pero de pronto noté los dientes más
chirriantes, la piel más peluda. Me estaban poseyendo el deseo y la locura. Se
me nubló la vista y sé que la mordí y me llené los pulmones con el olor de su
carne fresca. Vi de nuevo al lobo que años atrás me había dicho que era mi
hermano. Temblé de horror, pero ya no era yo, sino él, que aullaba con la
potencia de un fuelle.
Capitulo cuarto
Los encuentros con mujeres se fueron repitiendo y mi padre fue perdiendo
fuerzas. Parecía que cada vez que yo complacía mi cuerpo con un encuentro
sexual, era él quien perdía el vigor que yo empleaba en el amor. Comencé a ver
cada vez más cuajada la imagen de mi hermano. Una tarde de invierno muy fría
tuve la revelación. Estaba con una campesina que se había ofrecido por unas
cuantas medicinas para su madre. Era muy corpulenta y generosa en el amor. Se
encendía como una hoguera y su calor duraba muchas horas. Parecía que tenía la
fertilidad de la primavera. Habíamos quedado que primero curaría a su madre y
después, para que pudiera entregarse sin recato. Haríamos el amor. No sabía
entonces que se conjuntarían todos los elementos de la tragedia, pues como ya
había contado antes. Mi progenitor perdía fuerzas con mis andadas y esa noche
no tenía las suficientes para soportar el fuego de Fillipa que parecía una
yegua en brama. La madre se recuperó a la mañana siguiente. La lusa floreció y
tenía un encanto envidiable. Mi padre, por desgracia, amaneció tieso frente a
las cenizas de la hoguera que había hecho. Lo sepultamos y me vi solo
conduciendo el negocio familiar.
Capitulo quinto
Ya huérfano por doble partida, primero mi madre en la infancia y, ahora mi
padre en la juventud, decidí seguir adelante sin mirar atrás. Los buenos
consejos de mi procreador quedarían para siempre mientras él se iba integrando
más a la tierra y transformándose en parte del universo. Lo eché de menos los
primeros meses, incluso hablé muchas tardes con él. Así como lo solíamos hacer.
Sentados frente a la hoguera hablando de nuestros planes futuros. Seguí
elaborando los remedios con plantas, grasas de animales y algunas sustancias
químicas. No se incrementaron mucho mis ganancias porque me faltaba el poder de
convencimiento que mi padre sí tenía. Era un verdadero actor que entonaba,
gesticulaba y lloraba como si de verdad estuviera convencido de lo que decía.
Para mí era mucho más difícil, sin embargo, comencé a imitarlo y las cosas
resultaron mejor. La gente me preguntaba por él y les contaba el triste final
de su vida. Seguí haciendo mi ruta cada año, pero en uno de esos viajes pasó
algo terrible.
III
Lo que Víctor Agostinho cuenta en adelante es fruto de una mente de sesos
retorcidos o de la transformación, por causa de alguna pócima o un embrujo, de
un hombre normal en algo bestial. Habían pasado diez años desde aquel
infortunado día en que lo conocí. Era el año catorce y supongo que tendría unos
cuarenta o cuarenta y cinco años. Volví a Garganta que estaba en una gran
planicie árida. Busqué el Ana da Eira donde me había encontrado Terezinha. El
lugar había cambiado un poco, era más pequeño de lo que lo recordaba. Por
suerte estaba la encargada que ya era una anciana. Los años se le habían
quedado encima y su carga era muy fastidiosa por las enfermedades que la
comenzaron a afectar de forma demoledora. Andreia de Santos que sobresalía por
carácter antes, ahora estaba relegada a su habitación mientras alguna de sus
pupilas se encargaba de organizar las habitaciones, controlar a las mujeres y
poner detrás de la línea a los hombres. No me reconoció. Le dije que había
asistido a su burdel hacía diez años y que entonces era un joven marinero español
muy atractivo. No podía comprobarlo y mi gruesa figura, mi calvicie prematura y
mi perilla un poco canosa parecían contradecir mis palabras. La señora de
Santos ya no veía muy bien y la artritis le producía un dolor tan intenso que no
se podía concentrar en nada. Le pregunté por Víctor Agostinho y me contó que
había sucedido una gran tragedia. No fue muy clara al contarlo y me quedaron
muchas dudas. La historia que ella me había relatado era inverosímil y no pudo
o, no quiso darme detalles. Lo que saque en conclusión es que había muerto
mientras estaba con una de las chicas, pero su muerte había sido tan extraña y
horrorosa que nadie deseaba comentarla.
Fue necesario dirigirme a la policía. No pudieron atenderme ese día y me
alojé en el Flor de sal. Era muy pequeño y tenía un olor rancio. Deseé que mi
estancia fuera corta y decidí que en cuanto aclarara lo de Agostinho volvería
de inmediato a Argentina para no regresar jamás a Europa. Tomé una botella de
vino y me venció el sueño. Era lo que necesitaba para poder estar tranquilo. La
imagen de Terezinha se había ido haciendo más clara y creía verla en las
mujeres morenas con vestido azul, que no faltaban. Desperté por la mañana con
el estómago torcido. No pude desayunar y al mediodía fui otra vez a la comisaría.
Hablé con Rui Antunes el encargado de homicidios que me atendió guiado más por
la curiosidad que por la cortesía. Le manifesté mi temor de que Terezinha
hubiera sido asesinada por Agostinho. Creí que Antunes me contaría todo de
principio a fin sobre su muerte, pero no fue así. Me fue escrutando hasta
sacarme la última referencia que tenía de Víctor. No reveló su interés de
inmediato y me fue haciendo preguntas tan bien elegidas que no podía evitar
hablar de Agostinho. Le conté lo de los cuadernillos, la forma en que nos
conocimos y las sospechas que despertó en mi su conducta. Más tarde fui
presentando la historia a partir del temor que tuve al volver a Castilla. Fue
por su mirada—le dije al comisario—, por lo que sentí un escalofrío y un miedo
jamás experimentado. Era como hablar con un ser de ultratumba. Me vi obligado a
mostrar los cuadernos e incluso leer pasajes desagradables. Cuando hablé del
segundo cuadernillo que era donde se encontraban las descripciones más
aberrantes de las vejaciones de Agostinho, el comisario no se inmutó. Parecía
que estaba buscando algún dato o información que le diera una respuesta a sus
hipótesis. Por ratos se le iluminaban los ojos y cuando terminé de hablar
salió. Volvió con una cubierta de cuero grueso y sacó unos papeles
amarillentos. Eran unas actas.
“20 de noviembre de 1804. Se ha presentado el cadáver de una mujer de unos
veinticinco años. Mulata con el pelo negro largo y rizado. Su cuerpo presenta
fuertes mordidas en las piernas, los brazos y las nalgas. Al parecer las marcas
de los dientes son humanas. Le fueron mutilados los pezones y los labios tanto
de la boca como vaginales…”
No pude escuchar hasta el final lo que leía Rui Antunes. Le pregunté si
había encontrado más víctimas torturadas de la misma forma. Me dijo que sí, que
tenía conocimiento de unos quince casos más. Fue entonces cuando cogí el
segundo cuaderno de Víctor y busqué los capítulos diez, once y doce. El
comisario perdió el habla. Repasó letra por letra lo escrito y después con el
rostro descompuesto me dijo:
—Tendrá que dejarme esos manuscritos, señor Samuel Castro
—Sin duda alguna, comisario. Creo que están malditos. Cójalos, por favor.
—Muchas gracias. Mire, el caso de Agostinho, es algo fuera de la lógica.
¿Sabe? Murió en el Ana de Eira. Donde conoció usted a Terezinha. Él la pudo
haber matado el mismo día que usted lo conoció. Esos escritos que me ha dado
son como una confesión póstuma y ahora se le podría inculpar por esos
homicidios.
—Espero que así sea, comisario. Por cierto, le pregunté a la señora Andreia
de Santos los detalles de la muerte de Víctor, pero como está en malas
condiciones no me dijo nada. Las demás mujeres me comentaron que era tan
desagradable el suceso que lo único que les producía era vómito y nadie quiso
contármelo. Así que, si fuera tan amable de no dejarme ir con la duda, se lo
agradecería muchísimo.
—Pues, es en verdad horrible y de ser otra persona usted, jamás se lo
contaría, pero supongo que algo debe estar plasmado en estos cuadernos y lo que
le narraré no le sorprenderá mucho. Vea, dicen que sucedió así:
“Víctor llegó cerca de la medianoche al burdel y pidió bebida. Se tomó
media botella de aguardiente de un trago y comenzó a buscar una muchacha para
acostarse con ella. Olía a perro según dice el informe, por eso nadie se le
quería acercar. Eligió a una chica y ella le puso como condición que se bañara
y una cuota muy alta. Agostinho dijo que el dinero no era problema y sacó un
saquito con monedas de plata. A todos se les despertó la curiosidad porque era
bastante y si se lo iba a gastar en una noche, bien merecía la pena prepararle
un baño y una buena cama. Se limpió y quedó listo para el amor. Le dieron su
habitación y empezó a revolcarse con la mujer, pero en unos minutos se oyeron
unos gritos de dolor. Por el barullo y la música los clientes no oyeron nada y
confundieron los alaridos con gritos de placer. Por casualidad, el guardia de
la casa lo notó y entró precipitado tumbando la puerta. El espectáculo era tétrico.
Había sangre esparcida por todos lados. El cuerpo de la mujer yacía inmóvil. No
tenía pezones y sobre ella estaba una bestia peluda. Al notar al negro guardián
se le abalanzó y comenzó a morderlo con una fuerza sobrehumana. Por suerte,
pasó alguien de la cocina con utensilios. El negro pidió ayuda y le
proporcionaron un cuchillo. Agostinho se enfureció y las cuchilladas parecían
darle fuerza. Mordía el aire y aullaba. Fue muy difícil aplacarlo. Al final
perdió tanta sangre que ya no pudo seguir moviéndose. Y aquí viene lo
inverosímil, estimado don Samuel. Dicen que el cuerpo peludo de Víctor se
dividió en dos partes. De un lado, quedó un cuerpo humano y, del otro, la piel
de un lobo. Nadie pudo decir si eran dos cuerpos o un hombre y una piel. El
caso es que desde entonces dicen que Agostinho era el hombre lobo”.
Me quedé mudo. No pude más que levantarme y salir despacio de la comisaría. Rui Antunes no reaccionó. Noté al verlo de reojo que tenía mucho interés en los cuadernillos. Sé que encontró lo que buscaba. La confesión estaba escrita de forma indirecta con letra burda y mal hilada.