Era una época en la que los recuerdos eran en blanco y negro, aunque la
vida nos diera la alegría del color, las películas, las fotos y hasta las
transmisiones de radio eran en blanco y negro. Era por eso que me desconcertaban
algunas cosas que mantenía en la memoria de una forma y las evidencias de la
vida real empañaban mis recuerdos. Solo una remembranza tenía aspecto carmesí.
Un rojo muy subido y líquido, diría. En aquellos años estaba relacionado con un
grupo de escritorzuelos que llegaron a ser famosos muchos años después, pero de
los treinta que empezaron solo dos alcanzaron el éxito. A mí me invitó Joe Jackson
un joven de descendencia irlandesa que creía que yo podría convertirme en
escritor algún día. Para mi suerte en aquella época no se me daba nada la
poesía y mi prosa era muy desagradable. Me faltaba imaginación y no podía hilar
una historia completa.
Nos reuníamos casi cada noche para competir con nuestros escritos y el
perdedor de siempre era yo. Por eso, cuando a Charles se le ocurrió la idea de
hacer un concurso, quedé excluido el primer día. En realidad, tuve mucha suerte
porque de no haberme resignado a esa suerte ya no estaría aquí para contarlo. Se
decidió que los cuentos se les enviarían a unos profesores de talleres de
literatura, catedráticos o escritores reales. Quien ganara saldría premiado. No
fue tan sencillo contactarlos porque siempre estaban ocupados o se negaban a
dar su opinión sabiendo que éramos unos donnadies. Estuvimos a punto de
olvidarnos de ese plan y seguimos muchas semanas escribiendo y analizando todo
lo que creábamos, es un decir porque a mí solo se me permitía escuchar. James,
un chico con carácter bohemio tenía una facilidad como la de Thomas Wolf para
escribir kilómetros de papel, pero sus descripciones eran tan largas que
habrían faltado diez rollos de diez metros para escribirlas completas. Había
muchos chicos muy ilusionados, pero a los que más recuerdo son Joe, Charles,
James, Roger y Mike, los demás se fueron desvaneciendo en mi memoria y, por
fortuna, no los recuerdo en absoluto.
Casi nadie tenía novia. James era guapo y podría haber conquistado a
cualquier mujer con su natural encanto narrativo, pero fue el primero en desaparecer.
Para mí, él, era como uno de esos poetas de la antigüedad que podía armar en su
mente una costura de versos como si se tratara de tejer una bufanda con
palabras bien alternadas y colocadas en el lugar preciso. Charles era otra
cosa, a él le gustaba la brevedad. Tenía una capacidad de razonamiento
increíble, lo malo es que su talento solo servía para hacer historias muy
cortas y entre más se extendiera, más difícil le resultaba escribir. Se
encontraba a gusto con los cuentos de una cuartilla, pero en cuanto pasaba
cierta línea, el cuello de su botella narrativa se hacía tan estrecho que
lloraba para que le salieran las palabras. Roger era un fotógrafo, hacía unas
descripciones como Virginia Wolf o Turgueniev. Daba mucho gusto escucharlo,
pero sus historias eran como un álbum de imágenes preciosas yuxtapuestas que
dejaban un encantador sonido en la cabeza, pero nada más. Mike era la fuerza
destructora, cogía los temas para sus distopías, adoptaba cualquier tema para
darle la vuelta y mostrarnos un mundo horrible de degradación total. Fumaba
marihuana y se inspiraba de verdad con un solo porro. Tenía una prosa que todos
llamábamos “física”, pues usaba los tres estados de la materia para describir.
Lo sólido lo hacía gaseoso o líquido y sus historias hipnotizaban de verdad. No
por nada ha llegado a ser uno de los autores más reconocido de nuestro tiempo.
Tal vez su maldad se alimentó de las víctimas de nuestro club.
Había dos amigos inseparables: Martin y Ricky. Escribían juntos y eran tan
banales que daba pena escucharlos. Eran vanidosos y en su afán de impresionar
estaban dispuestos a copiar textos de Dostoievski, Kafka o Poe y adaptarlos a
la época. En una ocasión contactaron a unos profesores de un taller literario y
les comentaron sobre la idea de Charles. Estuvieron de acuerdo en aceptar los
escritos en los concursos. Al principio todo mundo se puso feliz. A la primera
convocatoria se enviaron los mejores textos de cada uno, pero la desilusión
llegó muy pronto. Cada vez que en nuestras discusiones se debatía sobre la
historia que debía ganar, los encargados la omitían o la incluían, por
equivocación o casualidad, en las finalistas. Martin y Ricky dijeron que no
merecía la pena hacer esfuerzos inútiles. Se habló mucho, pero Charles hizo una
de sus bromas y al ser tan parco en explicaciones dio lugar a que se
malinterpretara lo que deseaba y entonces comenzó la bulla, los insultos y las
agresiones directas. Se hizo un pacto y en una hoja todos firmaron con sangre
del pulgar.
En la fecha establecida, el 27 de febrero, de cada año se presentaban los
escritos y se enviaban a un grupo de especialistas. Todos estaban convencidos
de que ganarían los mejores, pero sería por las demandas del público, las ideas
viciosas de los miembros del jurado u otra razón, por lo que ganaban los
escritos que se habían considerado entre nosotros como los más pésimos. En un
arranque de ira Mike dijo que tal parecía que el premio se lo daban a los
peores y que se merecían una bala por estúpidos. Alguien secundó sus palabras y
después sin saber por qué se dejaron arrastrar por la demencia. Se acordó algo
que sonó a broma, pero se cumplió después de cada premiación. Se presentaron
los textos y ganó James. La noche que le esperábamos para felicitarlo y llevar
a cabo el ritual del club, no llegó. Supe años después que había sido asesinado
en extrañas circunstancias. Al siguiente año no asistí porque me dieron un
trabajo en un periódico y me alejé de aquellos locos. Llegué a encontrar a Mike
algunas veces, pero nunca me contó nada. Hablaba de forma muy general de los
chicos. Nuestra vida cambió por completo, me enteré de los éxitos de Mike y
Charles por casualidad y siempre quise encontrarme con ellos para que me
firmaran sus libros, pero nunca tuve tiempo para asistir a sus presentaciones.
Después se abrió un hueco insuperable en nuestras vidas y lleno de olvido.
Hace unos días me pidieron hacerle una entrevista a Mickey Malcolm, que es
nada menos que Mike con una lista considerable de novelas y ensayos sobre
literatura. Tiene varios premios importantes y me ha sorprendido que lo haya
olvidado por completo. Soy un asiduo lector, pero siempre investigo sobre lo
que me piden en el periódico y nunca tengo oportunidad de publicar en la
sección cultural. Cuando me sobran algunas horas busco los libros de Tolstoi,
Dostoievski, Dickens, Kafka, J Roth, Faulkner entre otros. La literatura actual
me parece muy decadente y cada vez aumenta la cantidad de autores que después
de sus cursillos de literatura comienzan una prolífica carrera llenando las
estanterías de historias en gordos volúmenes que se venden como Best Sellers y
no me atraen nada. Malcolm no es de esos. Él sí que cuenta historias de verdad.
Tiene algo de Roberto Louis Stevenson y Andrei Platonov. Es una combinación
extraordinaria porque el primero es un maestro de la aventura y el suspenso se
mantiene en cada capítulo, del segundo tiene esa prosa mágica que usaba también
James. Leí con interés la novela “Los suicidas intelectuales” y me quedé de
piedra porque mis empolvados recuerdos se despertaron causándome una sensación
nauseabunda.
Cada página me enroscaba el estómago y me revivía imágenes de
aquella época en la que murieron James, Martin y Ricky. No sé por qué razón mi
curiosidad me llevó a investigar el paradero de aquellos pobres muchachos y al
dirigirme al departamento de policía supe que habían muerto asesinados y que
nunca se había podido encontrar a los criminales. El investigador Carlson,
quien me explicó sobre esos casos me dijo que entre esos expedientes abiertos
había otros más, que eran unos veintisiete. Esas cifras no me dijeron nada,
pero al leer el libro fui reconociendo a los personajes, luego aquel juego
absurdo de enviar textos a una comisión formada por escritores de talla media y
profesores de talleres literarios. El club de los suicidas condenaba a los
miembros que fueran elegidos el 27 de febrero. Me dirigí a al inspector y le
pedí que me diera una lista de los crímenes que se habían cometido en la noche
de cada 27 de febrero hasta la fecha. Lo que encontré fue una serie de nombres
conocidos. En el libro no se mencionaba la fecha, pero se seguían las mismas
reglas. Según el narrador del libro a los concursantes que recibieran premios
por parte de los que consideraba escritores de poca talla, los mataban. Eso
creaba un ambiente tenso en el club, pues cada año escribían un libro y quien
escribiera el peor, que era el que por lo regular ganaba, recibía un premio que
lo condenaba irremediablemente. Eso era la motivación para convertirse en un
escritor de mucha talla, pues cualquier desliz o error podía hacerlo terminar en
el fondo de un río. La coincidencia era enorme y no sabía qué preguntas hacerle
a Malcolm. Soñé que le cogía la entrevista y me revelaba, o más bien confesaba,
que él y Charles, que tampoco se llamaba así, sino Chaterley Yan, se habían
ocupado de aquellos ingenuos soñadores.
El día de la entrevista me levanté sin ánimo, fui a la oficina de Thomas
Walk y le dije que no podía hacer lo que me pedía. Discutimos más de media hora
y, al final, me sustituyó por Andreu, un chico listo que estaba en el mejor
momento de su carrera. Había sido finalista varias veces en el Pulitzer y
sabíamos que pronto lo ganaría. Conversé con él, le dije el tipo de preguntas
que debía hacer. Con mucho ingenio y certeza garrapateó lo más importante y
salió a hacer mi trabajo. Me encerré en mi pequeño gabinete y saqué una botella
de whisky. El agitado ritmo de trabajo del periódico ese día brillaba por su
ausencia y el silencio era tétrico. Salí a las seis de la tarde y me crucé con
Andreu que iba muy contento. No le quise preguntar nada y me fui a un bar a
ahogar mis recuerdos. No lo logré. Ni ese día ni los que vinieron después.