Ricardo Campanilla era descendiente directo de aquel famoso payaso que a
finales del siglo pasado había hecho reír a carcajadas al hombre más amargo de
la historia del país. En la familia todos habían oído, generación tras
generación, la bella historia de aquel irlandés romántico que atravesó el enorme
Océano Atlántico para ganarse la vida con su buen sentido del humor. En el
Viejo Mundo su viveza era una especie de novedad mal apreciada. Siempre que Richard
Handbell montó su espectáculo para los flemáticos ingleses, fracasó. Llegó a
América con la ilusión de convertirse en un actor de cine famoso y, en cierto
grado lo logró, pero su éxito fue tan rotundo que decidió vivir de los
beneficios de la fortuna que acumuló después del mentado suceso con el
presidente de la nación.
Estaba de paso y conoció al embajador británico que, al notar los dotes del
cómico, lo invitó a participar en una recepción oficial que tendría lugar unos
días después. Para asombro del embajador, Handbell llegó de frac y no de payaso.
Iba muy elegante y con el aspecto de un gran Lord. El presidente lo saludó con
respeto y admiración y en ese momento comenzó el espectáculo. Con una voz muy
aguda, Richard dijo que iba en representación de su amo porque éste se
encontraba atendiendo unos asuntos personales que le incumbían a su amante. El
presidente se sorprendió mucho y le preguntó el nombre de su amo y el tipo de
problema que tenía.
“Son problemas de faldas, señor presidente—dijo con mucho ánimo el
payaso—con las ajenas y las propias”. “¿Con las propias?” —inquirió el
mandatario sin entender. “Sí—contestó Richard— ha de saber usted que los irlandeses
usan faldas en las celebraciones como la de San Patricio, así que mi amo tuvo
un problema con su falda y con la de su amante porque…¿Sabe?—agregó giñándole
el ojo al presidente como si le fuera a confesar un gran secreto político— El
problema fue que su esposa lo sorprendió con una mujer, mi amo se levantó y por
las prisas se puso la falda equivocada, así que su amante se quedó con la de
cuadros y al responder a las insistentes preguntas de su mujer, mi amo dijo que
se había puesto esa falda porque era aficionado a lucir prendas femeninas en
secreto, la esposa quedó complacida; pero la amante, que tenía unas piernas que
no daban pie a las bromas, lo agredió revelando su relación”.
El ingenio del hombre, así como sus ademanes y voz, despertaron en los
invitados una risa contagiosa y difícil de mitigar. El mandatario que, se creía
que era inmune al buen humor y la picardía, se contagió del buen ánimo y se rio
con gran felicidad. La gente pensó que el irlandés lo había curado de la eterna
bilis que iluminaba su rostro, luego el mandatario decidió que ese hombre tan
risible sería un buen bufón para sus fiestas y lo contrató. No les duró mucho
el gusto porque empezó un movimiento armado que derrocó al gobierno. Richard
Handbell fue capturado por los federales, es decir, por los soldados de un
dictador usurpador y luego fue liberado para ser usado como espía para saber la
ubicación de los revolucionarios, pero como era de esperarse sólo se burló de todos.
Anduvo a lo largo del país desencadenando grandes mareas de risa y cuando la revuelta
finalizó, se asentó en la capital y consiguió que lo contrataran en el cine.
Con sólo tres películas se hizo millonario y se dedicó a llevar una vida
voluptuosa que lo condujo con prontitud a la tumba. Dejó muchos hijos
desperdigados, pero sólo uno de ellos heredó las cualidades de su padre y
procreó payasos con unas aptitudes extraordinarias. Ricardo Campanilla era, lo
que se podría denominar como, el grado álgido del desarrollo de los genomas que
transmitían el humor a los payasos Handbell. Su padre, su abuelo, su bisabuelo,
su tatarabuelo y, hasta, su penta-abuelo, tuvieron a sus hijos en la adolescencia.
Todos destacaron. Tuvieron éxito en los circos americanos y europeos. Gozaban de
una apariencia hecha especialmente para la comicidad: la cara pálida, la voz
chillona o muy grave, los movimientos burdos o afeminados, el gusto para
pintarse con colores muy bien combinados, un sentido muy desarrollado de lo
absurdo y lo ridículo, y todo lo que le hace falta a un cómico para trabajar.
Desde que Ricardo nació hizo reír a la gente. El doctor que lo ayudó a
nacer dijo que tenía los rasgos de su padre, pero que éstos, en el vástago, se
habían desarrollado tan bien que la nariz roja, las cejas anchas y largas, la enorme
boca de labios voluptuosos y los pies, ya no necesitaban ningún arreglo para
provocar la más deliciosa de las risas. Más tarde, resulto que el pelo también
era el adecuado, muy parecido a una gorra de estambre cobrizo. A los seis años,
Ricardo, ya era toda una estrella en el circo y sus padres se sentían, por un
lado, orgullosos y, por otro, apartados a una segunda categoría de payasos
torpes, pues su hijo con sólo decir unas palabras dejaba a la gente con un
dolor intenso en el estómago por causa de las puntadas que tenía.
Hubo un grave problema cuando llegó a la adolescencia. Ricardo decidió
cambiar el rumbo de la vida. Un mal día decidió que las cosas no podían seguir
así, que él enderezaría el camino torcido de su tradición familiar. Se le metió
en la cabeza que tenía que ser un empresario o, al menos, un profesionista. Era
inteligente y se metió a estudiar. Tuvo la suerte de poseer una actitud
agradable que confundía a los profesores. Cuando no sabía con exactitud los
temas de las disciplinas y titubeaba, los maestros decidían que por la forma de
decir las cosas el estudiante Campanilla ironizaba, por eso le ponían unas
notas muy buenas. Cuando pasaba lo contrario, es decir, cuando sabía muy bien
de lo que hablaba, los examinadores disfrutaban de su forma de expresarse, se
reían con él, aunque trataran de mostrar la mayor seriedad posible. En pocas
ocasiones le tocaron profesores coléricos o flemáticos y, por eso, terminó muy
bien sus estudios.
Cuando entró a la universidad se enamoró locamente de una joven extranjera
que no entendía ni sus bromas ni sus declaraciones de amor. La decepción fue
tan grande que estuvo a punto de volver al circo, pero cuando se enteró de que
la chica francesa tenía parientes mimos de la familia de los Marceau no le volvió
a hablar por temor a engendrar más actores grotescos. Ricardo trató de llevar
una existencia muy alejada de la comicidad, lo ridículo y absurdo de la vida
errante, pero sus amigos, conocidos y compañeros le recordaban siempre que
tenía un parecido extraordinario con Handbell. No se recordaban mucho sus
películas, pero al ver a Ricardo Campanilla a toda la gente le venía a la
cabeza la cara del famoso irlandés que hizo reír al más agrio de los
mandatarios del país.
En general su vida era muy habitual, no tuvo grandes contratiempos y no
sufrió ni trágicos desengaños ni accidentes considerables. La única
perturbación que a menudo le quitaba el sueño eran las visiones u horrores
nocturnos. Para cualquier otra persona hubieran sido sueños dulces porque eran
cómicos. En ellos aparecían payasos divertidos, música de banda, días soleados
y niños con nubes de azúcar color rosa y globos. En estado onírico Ricardo se
veía parado en medio de la arena recibiendo los aplausos que el presentador
pedía para él, luego contaba infinidad de cosas ridículas que rompían de una
forma asombrosa la visión normal de la realidad que tenía el público, había
quien entendía las bromas a la primera y soltaba una fuerte carcajada, había
también lentos y se les tenía que explicar el sentido de las palabras del
payaso, pero una vez entendida la caricatura era difícil que se les olvidara y
la pedían con persistencia cada vez que Campanilla salía al escenario. Aprendió
a controlar sus pesadillas y se resignó a pasar, algunas veces por semana, las
noches en blanco. Terminó la carrera de diseñador gráfico, pero con un
resultado mediocre. Sus notas no eran las mejores y sus cualidades de payaso
sobrepasaban por mucho margen las gráficas, pero a él no le importaba. Por otro
lado, al recibir su título profesional se convirtió en el único descendiente de
Handbell que obtenía una licenciatura porque todos los demás retoños se
dedicaron a la comedia, los espectáculos y las variedades. Ninguno alcanzó la
fama y el único que podía haber sido un payaso de culto en la historia de la
humanidad, ahora se empleaba en una pequeña oficina de anuncios comerciales. A
Ricardo le solicitaban pequeños carteles para publicitar fruterías, zapaterías
y todo tipo de mercaderías de primera o segunda necesidad. No ganaba mucho y se
rompía la cabeza manejando con torpeza su estilógrafo y las plumas
aero-gráficas. A veces, se quedaba trabajando hasta la madrugada para lograr el
efecto visual que le pedían los clientes. Sus compañeros admiraban su
persistencia, pero no se ofrecían a ayudarle porque tenían la impresión de que
Ricardo o “El Campanilla”, como le decían todos, se burlaba de ellos con su
ironía tan particular de payaso serio.
Pasaron los años y El Campanilla llegó a jefe, la empresa creció un poco y
a la edad de cincuenta años se pudo comprar un pequeño piso de una habitación y
dejó de sufrir con los caseros que le gritaban que era un payaso, un cómico que
con su risa irónica les decía que no tenía con qué pagarles. Las mujeres se
alejaron de él y ninguna tuvo la oportunidad de recibir una propuesta de matrimonio,
ya que sus novias tenían el horrible presentimiento de que les estaba tomando
el pelo al pedirles la mano. Perdió fortaleza física y moral y se dedicó a
armar aviones a escala, también se puso a reconstruir batallas de la
antigüedad, se compró soldaditos de juguete, pinturas y maquetas y, en un
rincón, armó un escenario de la II Guerra Mundial. Admiraba la ocupación de la
costa de Normandía en el día D, incluso se la había contado muchas veces a sus
empleados, pero ellos se lo habían tomado como unos chistes de buen gusto. Eso
le pasaba con todo lo que narraba. Era suficiente que rememorara un suceso de
la historia, transmitiera una información o diera una opinión seria de las
cosas para que las personas, sobre todo los más allegados, se murieran de la
risa.
Una mañana se levantó con un gran pesar, se sentía enfermo, estaba cansado
de luchar todas las noches contra las voces de sus antepasados que le
reprochaban haber desperdiciado su tiempo. Pensó que era único, que había
logrado lo que se había propuesto, pero no era feliz. Su nombre quedaría en la
historia familiar como el único descendiente de Handbell que había terminado
una carrera profesional, sin embargo, como diseñador gráfico era mediocre y esa
mediocridad le estorbaba, le dolía como una piedra en el zapato. Era una
incomodidad que durante años le había desecho la planta de los pies y lo
obligaba a renquear por el camino de la vida.
“¿Y para esto desperdiciaste el talento familiar? —se preguntó frente al
espejo mirando sus enormes cejas rojas y su enorme boca de labios protuberantes.
Se tocó la redonda nariz carmesí y se removió el rizado pelo de tonos caoba—¿No
sabes que contigo se termina la estirpe? ¡Jamás habrá un payaso como tú! O, al
menos, en lo que resta de este siglo. ¿Qué habrían dicho Los payasos de la
tele, Bozo, Cepillín, Pagliacci, Krusty, Charlie Rivel o Ronald Mc? Deberías
desaparecer y morir en el olvido, vete a morir como los payasos viejos, igual
que los elefantes sin muelas o cojos. ¿Has pensado alguna vez cuántos payasos
malos fue necesario sacrificar por selección natural para crearte a ti? ¿Sabes
cuántos de tus primos, primos carnales o segundos, nietos y biznietos del gran
Richard murieron sacrificados para formarte? Serás por siempre la gran
vergüenza Handbell. Mira—dirán todos nuestros descendientes—nació el mejor
payaso del mundo, pero por su necedad de terminar con los convencionalismos,
los designios y la tradición de una gran familia, se hizo dibujante y ¿sabes?
Fue el más mediocre de los ilustradores y diseñadores gráficos. Te imitarán
poniéndose de cuclillas y se cagarán en la historia familiar, harán leña con
nuestro árbol genealógico y tirarán las brasas a un pantano. ¿Cuántos decenios
más tendremos que esperar para que las páginas de la historia reluzcan por las
brillantes letras del nombre de un payaso semejante?”.
Ricardo Campanilla no pudo soportar el peso de la conciencia y sufrió una
conmoción cerebral. No tuvo graves consecuencias, pero se le prohibió que
dibujara o se preocupara por cosas tan superfluas como sus pesadillas, que ya
eran un mal menor después de la crisis. En el hospital no recibió la visita de
sus familiares, los cuales no podían perdonarle su ultraje. Lo dieron de alta un
domingo por la mañana. En el trayecto a su casa pasó por una feria que estaba a
reventar de gente, era mediodía. Había un espectáculo de caricatos en el centro
de la plaza. Los payasos eran muy malos y, a pesar de que se esforzaban al
máximo, la gente sólo agitaba las manos sin decir nada. Ricardo se paró
enfrente de ellos y, al verlo, los cómicos se dieron cuenta de que era un buen
recurso para salir del mal momento por el que estaban pasando. “Usted es el
Augusto más original que hemos visto—dijeron al unísono, uno que iba disfrazado
de vagabundo, y el otro, un mimo clown que se suponía que no hablaba y asentía
con largos movimientos de cabeza—Mire nada más qué cejas, qué nariz, qué boca. Seguro
que el mismo Handbell se la envidiaría”. Ricardo ya no pudo resistir y,
dejándose llevar por un instinto natural reprimido por muchos años, comenzó a
interpretar el aria de la Flauta mágica de Mozart: La reina de la noche. El
efecto fue impresionante, la gente no dejaba de sacar dinero y seguir con ojos
saltones los movimientos que hacía Campanilla, parecía que oían la flauta del
músico de Hamelin, pues todos, como ratones, reían y tiraban el dinero por
causa de la dicha que experimentaban. De pie con la mirada fija en el cielo,
Ricardo Campanilla comenzó a entonar, cada vez más alto, su versión del aria.
La venganza de mi infierno bulle en el corazón, ah,ah,ah, vi muerte y dolor
a mi alrededor, se alzarán y arderán llamas incandescentes, ah,ah,ah. ¡Payaso!
¡Le darás muerte y por ti sufrirá! ah,ah,ah. El fracaso hoy terminará, ah,ah,ah
. Nunca serás mi hijo, te dirán. Ah,ah,ah. Por siempre odiado y repudiado
quedarás. Ah,ah,ah. Solo quedará por toda la eternidad. Ah,ah,ah. Los lazos se
romperán, los gritos de una madre te salvarán. Ah,ah,ah. Oh, dioses, la
venganza llegará.
La gente no entendía el alemán y sólo percibía los sentimientos del payaso que
con una extraordinaria voz cantaba como en el mismo Teatro de La Scala o El
Bolshoi. Campanilla tenía una montaña de dinero a sus pies y al verla comenzó a
llorar y entre más lloraba, más crecía el monte de billetes y monedas, parecía
que se le estaba construyendo un pedestal. La amargura lo hizo cantar con más
sentimiento y los brazos cruzados sobre el pecho le daban un aspecto cómico de
payaso desolado que mirando al cielo imploraba con voz de ave fénix que se le
devolviera la vida que había desperdiciado. Todos estaban dispuestos a ayudarle
a recuperarla con sus risas francas y lágrimas de satisfacción. Tenía a todas
las personas de la feria a su alrededor y cuando ejecutó el ultimo fragmento de
la composición, se puso de rodillas y derramó las últimas lágrimas que le
quedaban. Hubo un estruendo de aplausos y risas, hubo quien cayó fulminado por
el efecto de la comicidad. Ricardo quedó tieso en su posición de santo mártir y
se conservó el suceso en una fotografía, que hizo un periodista que se
encontraba allí por casualidad. Luego, se le dedicó a Ricardo Campanilla un
monumento con su nombre y la leyenda que decía:
“Al payaso Ricardo Campanilla que
logró matar de risa a un centenar de mudos”.