Soy el Justiciero Solitario.
Siempre he tratado de seguir mis principios y lo haré hasta que me llegue el
momento del final, el cual no está muy lejos, además he de aclarar que es una
cuestión de ética. Para que me entiendan mejor les diré que si leemos la
definición de bondad en algún libro o diccionario, veremos que la bondad es
hacerle un bien a alguien, o sea liberarlos de su mal. ¿La eutanasia se podría
considerar una cosa buena? Pues…, desde mi punto de vista, lo es, porque si una
persona no puede gozar de la vida a causa de los dolores que le infringe una
enfermedad terminal y, la existencia deja de representar algo para dicho sujeto,
entonces la mejor opción es liberarlo, ofrecerle lo que tanto necesita pues,
tal vez, no tenga la fuerza para realizarlo él mismo.
Muchas personas se van rodeando
de condiciones imposibles de soportar y terminan envueltos en un infierno que
los hace ponerse de mal humor, incluso, germina en ellos el sentimiento del mal,
éste les obliga a cometer locuras como asesinar a sus hijos, quemarlos, o descuartizar
a su esposa, lo ideal sería que lo incitara al suicidio, pero eso pasa pocas
veces. Estoy convencido de que la mejor manera de evitar todo ese tipo de cosas
sería ofreciéndoles unas nuevas condiciones para que se salgan de su claustro
infernal y conozcan la vida sin martirios y de forma plena. Parece muy sencillo
hacerlo, ¿Pero lo es en realidad? Seguramente que todos me contestarán que no
lo es y tienen razón. Un golpeador de mujeres, por citar algún ejemplo burdo,
podría obtener un buen empleo, dedicarse a practicar algún deporte y salir de
vacaciones a la playa con sus hijos, además de realizar todos sus sueños
gracias a su solvencia económica, pero aun dándole todo eso, el hombre sentirá
la necesidad de seguir golpeando a su mujer porque el problema está enraizado,
es decir, que hay que buscar los antecedentes de su conducta en la infancia.
Hay que volver al momento en que su padre lo empezó a golpear y humillar, al
instante en que lo violaron y le dieron una paliza para destrozarle su
integridad psíquica, sólo de esa forma se podría impedir que creciera odiando a
la gente y dejara de buscar la venganza por lo sufrido en los primeros años de
su vida.
Creo que todos
entendemos en un alto grado los problemas de los demás, pero nunca estamos
dispuestos a perder nuestra energía, tiempo y dinero por una causa que
consideramos, de antemano, ya perdida. Es por eso que nos encogemos de hombros
y decimos que la persona no quiere cambiar. Se lo repetimos constantemente a
los pordioseros: “!Hombre, tío, ponte a trabajar!” ¿Pero quién podría darle un
empleo? Seguro que nadie. Así, en esa misma situación, está el drogadicto, el
psicópata, el alcohólico y muchos seres endebles más.
Podríamos pedirle al gobierno que pusiera
manos en el asunto y resolviera el problema, pero entramos en política y esa
disciplina ha demostrado que sirve sólo para complicar más las cosas y defender
los derechos de los que tienen el poder. Lo vemos día a día en las películas,
lo leemos en los diarios y lo sufrimos en la vida cotidiana. “No hay
presupuesto—nos dirán con cara de payasos fingiendo pena—, mejor, ¿qué les
parece si cambiamos un poco la ley y permitimos cosas como la tolerancia o la
ayuda económica a los emigrantes y abolimos la pena de muerte? —Sí, sí, de
acuerdo—respondemos con credulidad, pero lo único que logramos con eso es evitar
que contraten psicólogos para determinar quién es pederasta y no debería
trabajar como educador en un jardín de infancia o en una primaria, ellos mismos
tendrían que pasar por una consulta y, tal vez, algunos políticos tendrían que
dejar su puesto por problemas de conducta, tendencias a la violencia o demencia
en primer grado. Voy a ir al grano porque me queda poco tiempo y no quiero que
se queden sin saber el motivo de mi perorata. Hay cosas, que los otros nos
hacen creer que son buenas, pero son mentiras que usan para controlarnos y
someternos como ovejas mansas, es por eso que un día decidí hacer el bien. Sí,
sí, ríanse, piensen en mí como en un tío loco que se siente el llanero
solitario o un héroe justiciero de los cómics como Batman o El Capitán América.
Eso no me importa, sé reírme y sé, también, compartir la alegría de los demás.
No hay mejor cosa en el mundo que una sonrisa sincera como la de los niños.
Empecé a ayudar a la gente hace mucho tiempo. El primer afortunado que recibió
mi ayuda fue mi mismo padre. Tenía deudas por nuestra culpa, éramos una familia
de siete personas contando a dos abuelos que vivían con nosotros, pero su sueldo
no alcanzaba para nada, trabajaba de sol a sol en una fábrica, su sueño dorado
era tener dinero para irse con las prostitutas, beber una copa de whisky y
fumarse un puro, pero no conoció a ninguna puta, según sé, y nunca compró su
botella de Chivas Regal cuando estaba en oferta y fumaba sólo de gorra. Su vida
era un infierno. No nos levantaba la mano, pero discutía con mi madre, por
cualquier fuga de dinero que había en la casa, mientras ella le decía que era
un tacaño empedernido. A parte, estaban los celos y la incompatibilidad de
caracteres en el matrimonio. Padre era delgado, pero bastante fuerte, un poco
introvertido, honesto y muy serio, es decir, responsable. Mi madre, por el
contrario, era parlanchina, locuaz, olvidadiza y optimista. A lo largo de unos
años de convivencia mis padres tenían el infierno ideal, reñían a diario, mi
madre lo celaba y él perdía todo deseo sexual por ella y le crecía la apatía.
Mi padre estaba encadenado a la casa por unos eslabones llamados principios,
atado sin poder coger unos cuantos billetes y comprar su botella de alcohol y la
entrada al burdel. Mi madre tenía su autoestima por los suelos, sentía que su
belleza se marchitaba y, que pudiendo ser la reina de un palacio, tenía que
vivir con el más pobre de los plebeyos en una pocilga. Cuando cumplí los quince
años encontré a mi padre solo, parado en un puente con las firmes intenciones
de tirarse. Le pregunté qué le pasaba, no se sorprendió al verme y no me dijo
nada, su mirada era impasible, parecía que ya estaba muerto antes de saltar. Me
dijo que fuera bueno y que lo perdonara, que me tocaría a mí ser un aguamanil
donde muchas personas lavarían sus desgracias y encontrarían la felicidad.
“Frente a ti, las personas harán borrón y cuenta nueva—me dijo pidiéndome que
lo empujara al precipicio—ayudarás a quien te lo pida y serás compensado por
eso”.
Sí, lo empujé, no me
arrepiento, papá me dijo que con ese empujón me convertía en el portador de las
desgracias de los demás; que adquiriría los compromisos de las personas en
cuanto las ayudara, pero que era mi sino, el destino que me había preparado el
cielo. Vi en sus ojos el agradecimiento de la liberación, noté en su mirada las
alas de los arcángeles y supe que descansaría en paz. Cuando nos comunicaron
que padre había muerto yo estaba en la casa estudiando filosofía. !El tema de
ese día era sobre el mal! ¿Sorprendente? Sí, creo que fueron las palabras de mi
padre diciéndome: “Recuérdalo, hijo mío, harás valer la justicia y la bondad
sobre todas las cosas, tendrás que cargar con el peso de las penas que te
herede la gente a la que ayudarás”. Esas palabras siempre están presentes en
todos mis actos. Soy consciente de que debo liberar de su carga a los débiles.
Pronto llegará el momento en el que tenga que heredarle yo mismo mis penas, mi
infierno, a alguien que lo merezca. Creo que será el inspector Johnson, Steven
Johnson. Él y yo llevamos varios años
siguiéndonos el rastro, al parecer yo sé más de él, que él de mí. Eso se lo debo
a mi capacidad de camuflarme, puesto que, cuando el inspector todavía no me
conocía yo iba a la policía, le llevaba pizzas, les preguntaba a sus colegas
por su vida personal, conocí a sus amigos y me relacioné con ellos, incluso le
envié un regalo a su esposa, por el día de su cumpleaños, antes de que se divorciaran.
He permanecido a su lado como una sombra y estoy seguro de que es el hombre más
capacitado que podría elegir, sin embargo, no está convencido por completo,
tendrá que combatir contra locos dementes como yo y nunca castigará a los, supuestamente,
buenos hombres que deberían ser condenados.
El paso por la vida es muy corto y
hay que ponerse un objetivo. Ese fin debe ser conseguido a toda costa porque en
caso contrario se pierde la vida en inutilidades. Johnson tiene un infierno
cómodo. Le satisface su sueldo, su mujer no lo molesta porque no tienen hijos,
carece de tiempo para las relaciones sentimentales, es apático en el sexo y le
interesa más su trabajo que cualquier otra cosa. Lucha contra las injusticias y
castiga a los malhechores. Lo único que lo atormenta es que, en realidad,
habría querido tener una vida diferente. Si hubiera optado por las carreras de
contaduría o abogacía, como era su deseo, ahora sería muy buen especialista en
cualquiera de las dos, pero, por necesidad, se metió a trabajar de ayudante en
una comisaría para colaborar en su casa con el sustento; luego, ya en
departamento de homicidios, en un caso complicado dio una opinión y relucieron
sus aptitudes de investigador, así que le fueron dando tareas, al principio muy
sencillas, después más complejas. Como resultado, el gusano de la curiosidad le
fue engrandeciendo la necesidad de saber más sobre las causas del crimen y
terminó con un ayudante a su lado y como jefe del departamento de homicidios.
Me cae muy bien y siento que es para mí como un primo o un amigo con el que
convivo continuamente y riño, río, discrepo. La primera vez que me vio, fue
cuando maté o, mejor dicho, ayudé a un estafador a librarse de su infierno. El
amparado era un hombre que había creado unas condiciones muy favorables para
vivir con lujo y confort. El único problema era que su esposa lo satisfacía
cada vez menos y su amante lo chantajeaba, por lo que empezó a fallar en el
trabajo y comenzó a endeudarse. Se llamaba Christopher Lee, no era muy alto, ni
fuerte a pesar de practicar deportes, su carácter era un poco voluble y padecía
a menudo de estreñimiento. Lo vi por primera vez en un café y al verme no pudo
controlar su risa que, por franca, me pareció como un llamado de ayuda. Le
pregunté a la camarera por el hombre y me proporcionó sus datos.
“Es abogado,
señor—me dijo con una sonrisa amarillenta—, trabaja cerca de aquí y viene por
las tardes a almorzar”. Desde ese día comencé a seguirlo a discreción, pero mi
uniforme de vaquero, con mis pistolitas de juguete y mi sombrero me impedían
esconderme por eso siempre me hacía el loco, fingía que estaba jugando a los
indios y vaqueros. Un día, cansado de verme cerca de él a menudo, me enfrentó
con algunas preguntas tontas y le dije que no se preocupara, que le quería
hacer una consulta jurídica. Lee no quiso atenderme y me tomó como un payaso.
Me recomendó que fuera al psiquiatra y se marchó.
A Lee no le habría sido
difícil resolver su problema, pero tenía un fuerte compromiso moral con su
esposa y una confrontación sentimental con su querida, las dos cosas juntas lo estaban
hundiendo con rapidez, era como una barca a la que se le ha hecho un hueco al
chocar contra una afilada roca. Empezó a beber y el alcohol entorpeció a
Christopher. Una afortunada noche, cuando él iba saliendo de un bar, chocamos. Como
siempre se burló de mí y yo le seguí el juego motivando su risa con frases
ingeniosas, por desgracia para Lee, yo llevaba una pistola de verdad de bajo
calibre y la saqué en el momento en que entramos en un callejón oscuro y
solitario. En la oscuridad cambié mi tono de voz y le dije a mi protegido que
por fin se liberaría de su martirio y de su estúpida amante. Sonrió por la
incredulidad, pero los tiros le demostraron que era verdad, que todo iba en
serio. No sufrió mucho y se fue feliz al otro mundo. Llamé en busca de ayuda a
un hombre que vi, después de haberme deshecho de mi sombrero y mi canana con
una pistola de juguete y balas de plástico.
Minutos más tarde llegó Johnson, me
encantó desde el primer momento y decidí que seríamos colegas. Él haría el
papel de clérigo tratando de demostrar la santidad de los asesinados y yo como
una especie de abogado del diablo demostrando su dependencia infernal y
culpabilidad. Declaré lo mismo que el hombre al que había acudido, Steven
Johnson nos creyó y lo empecé a seguir para saber si algún día podría servirme
para liberarme de mi propio infierno. ¿Qué? ¿Qué les pasa, queridos amigos? ¿A
caso pensaban que yo estaba exento de mi propio paraíso infiernal? Pues, no. Yo
como todo ser humano, sin excepción, tengo las condiciones de mi averno y
requeriré la ayuda de mi estimado amigo Johnson, de hecho, les he invitado el
día de hoy para que presencien mi final. He santiguado a muchos fieles que
siguieron al pie de la letra sus normas para caer en el más horripilante de los
precipicios morales. Aclaro que he asesinado sólo a las personas que no tenían
salida en su laberinto de tinieblas y la única solución era la muerte.
A todos
los que pudieron encontrar una salida los perdoné, incluso les di pistas para
que encontraran la luz y el sentido de la vida. Únicamente me he ocupado de los
casos irresolutos, así que no me juzguen injustamente. Sé cuáles son las
consecuencias de mis actos y estoy dispuesto a pagar con mi propia vida. Esta
tarde he cometido…, es decir, he asistido a mi última paciente. Es, bueno, era
una mujer de mediana edad, siempre luchó contra sus demonios y nunca se pudo
recuperar de los abusos de su padre. Fue derrotada por su carácter
contradictorio, heredado de una de sus parientas esquizofrénicas lejanas, y por
la lucha constante con los hombres que no podían satisfacerla. La he liquidado
desnuda y despatarrada. Se encabritó cuando le dije que no me apetecía
follármela de forma tradicional y comenzó a insultarme cuando me negué a salirme
de la habitación. Le expliqué el motivo de su muerte, es decir, de su
liberación, pero se rió de mí, me insultó, dijo que no había visto nunca en su
vida un tipo más infantil y ridículo, que mi pene era de niño y yo me
avergonzaba de mostrárselo a las mujeres porque al verlo les daba un ataque de
risa. Le di toda la razón y le ayudé a encontrar palabras ingeniosas que la
motivaran más en su burla. Logró carcajearse por el fino sarcasmo y cuando se
privó por la falta de aire. Saqué, desabrochándome la bragueta, la pistolita
hswn 1180 que es pequeñita y, como es dorada, ella creyó que era un encendedor.
Se revive la imagen y veo como le disparo y cae tendida sobre la cama, su carne
holgada y sus gordas piernas rebotan en el colchón. Aprieto el gatillo dos
veces más para llamar la atención de las otras putas del burdel, llega
corriendo el padrote al cual no tengo motivo para matar porque se merece su
infierno, pero le meto dos plomos vengando a las mujeres que ha martirizado. Le
ordeno a la matrona que llame a la policía.
Me queda sólo una bala en el
cargador y no sé qué hacer porque tengo dos personas que bien podrían
merecérsela, la primera es la desagradable madame que se ha ido a llamar a
Johnson, y la segunda, como podrán adivinar soy yo. Podría bajar y terminar con
la maldita madama que apesta a tabaco y alcohol, pero eso me quitaría la
posibilidad de amenazar a Steve con un tiro fallido y me apresarían. No quiero
ir a la cárcel, ni ser sentenciado, tampoco soy partidario de contar
públicamente mis actos de buena voluntad, ni quiero que una tipógrafa inútil
tome mis declaraciones. Es mejor que venga mi héroe Steve Johnson y me ordene
tirar el arma, que se prepare en el momento en que lo tenga en la mira y que
dispare mientras yo desvío el cañón de mi dorada mini Veretta y acierto al
techo. Él no fallará, me dará en el pecho o en la frente. Eso dependerá del
tiempo que tenga para apuntar. Le daré todo el tiempo del mundo. ¡Chissst!!Chisst!
Ahí viene.
Hola, Steve, ¿qué tal? Ja,ja,ja..No me
esperabas aquí, ¿verdad? Ah, ¿no te sorprendes? Perdona que te haya hecho venir
a esta hora, pero necesito confesarte algo. No, no es para atestiguar, eso ya
lo he hecho dos veces, ¿recuerdas?!Espera! !No, no te muevas! ¡Si avanzas un
paso más te disparo! ¿Que me calme, dices? Oye, ya nos conocemos y lo único que
te pido es que me escuches. ¡Así está mejor! Seré breve. Te apunto sólo para
que no te muevas mientras hablo, no voy a dispararte, tu mantén el arma lista
por si cambio de opinión, ¿vale? Bien así está bien. Bueno, pues soy el asesino
de Christopher Lee, de John Adams, de Louisa May y todos los que tienes en tu
archivo de casos abiertos. No era tan difícil encontrarme, Steve, no te dejé
muchos rastros porque tenía que cumplir mi misión, seguro que sabes cuál es,
¿no? Me sorprendes, Steve, eres muy perspicaz, es por eso que te escogí. Mira,
no me culpes, esas personas tenían que morir para ser libres, yo sólo les ayudé
a salir de su infierno en vida y les mostré la salida. Fui su mesías, su
salvador. Ahora descansan en paz, ya no sufren. Ahora, ha llegado tu turno
Steve, tú también debes salir de tu penumbra inmisericorde, prepárate, Steve,
vas a morir…!Bang! ¡Bang! ¡Oh, dios, gracias al cielo…! ¡Aghggg! !Adiós, Steve!
Purgatorio
Cuando te enfrentas a este tipo de locos no
sabes qué hacer. Al principio se te aparece para desconcertarte, como lo hizo
cuando fungió de testigo en el hallazgo de la víctima que él mismo había
matado. Luego su constante rondar por la comisaría preguntando si puede ayudar
en el caso de Lee, lo ves con su sombrero texano, sus pistolitas de juguete y
su placa de sheriff robada a uno de sus nietos y te dices que está más loco que
una cabra, pero que jamás le haría daño alguno a la gente por causa de su
infantilismo. Prosigues con las investigaciones de los asesinatos y, aunque vas
descubriendo al anciano cowboy con cada pista y en cada rastro, te dices a ti
mismo que es imposible que una persona tan carente de maldad asesine a
empresarios, obreros, borrachos perdidos, mujeres desconsoladas y enfermos
mentales. Aplicas el método deductivo y no encuentras un móvil definido para
los crímenes. Razonas todas las tardes, te pasas horas enteras cotejando las
estrategias del homicida y no sabes por qué ha matado a hombres con un estatus
económico, a borrachos perdidos, a mujeres fieles a su marido y ahora a una
prostituta. Se te va metiendo el gusano de la curiosidad y lo investigas.
Interrogas a sus conocidos que sólo critican su aspecto exterior y nunca han
convivido con él de forma seria. Te da lástima que lo tomen por un payaso,
sobre todo, cuando sabes que lee libros muy complejos de filosofía, de
inmediato saltan como un resorte las palabras del dependiente de la librería:
“Ah, se refiere al Justiciero Solitario. Sí, sí que viene por libros, que qué
compra, pues no lo va a creer, pero se ha leído “Crimen y castigo”, “Los
hermanos Karamazov”, “A puerta cerrada”, “El complejo de Sísifo” y un montón de
libros sobre el bien y el mal, por cierto, él mismo dice que es el emisario de
la libertad”. Después de esa noticia no sabes qué hacer porque tienes al
sospechoso e intuyes la razón de sus crímenes, sin embargo, su aspecto exterior
de niño con cuerpo de viejo te bloquea y descartas la posibilidad de que esté
inmiscuido en los aberrantes actos de los cuales lo culpas. Empiezas a seguir
sus pasos y algo dentro de ti te dice que estás haciendo el ridículo
persiguiendo a un hombre inofensivo que a lo único que se dedica es a
transportar costales de cemento y todo tipo de materiales de construcción. Lo
ves sonriente con una paleta recubriendo con yeso los muros, te saluda con una
sonrisa franca.
Al final de la jornada te ocultas y lo persigues hasta su casa
sólo para constatar que se pondrá a ver la tele o leerá alguno de sus libros de
filosofía. Por un lado, comprendes que bien podría ser un criminal, pero si lo
comparas con los dementes homicidas su cuadro psicológico no encaja y empiezas
a romperte la cabeza buscando un fantasma. Por último, dejas todos los
prejuicios a un lado y te pones a seguir sus huellas como un verdadero sabueso,
olfateas todo, metes las narices en todos lados y descubres lo que está debajo
del disfraz. Hay un hombre que se siente libertador, es un idealista tonto al
que la economía ha quebrado. Está roto por el peso de las deudas y sus
principios no le permiten soportar tal humillación. No culpa a nadie de su
desgracia porque la comparten todos a su manera; todos somos víctimas de la
mala administración pública y de la economía global. Aparecen día a día
personas que no pueden satisfacer sus necesidades y, mucho menos, sus sueños.
Te parece escuchar sus palabras cuando te decía que él era una víctima de la mala
economía, que le había tocado el penúltimo escalón y que cuando bajara el
peldaño que le faltaba se mataría sin remedio, que se quitaría el uniforme de
vaquerito que se había inventado en el momento en que dejara de ser un pobre
diablo pidiéndole limosnas a sus jefes y suplicándole a los banqueros que le
perdonaran su deuda. Y, ahora, ya lo ves está ahí tendido, inerte, con sus
botas viejas, su sombrero aplastado y su estrella de sheriff agujerada por el
disparo que le diste. Al verlo así te remuerde un poco la conciencia y piensas
que tal vez habría sido mejor que él acertara y siguiera matando gente muerta
en vida. ¿Qué a que me refiero? Pues a sus palabras. A eso que decía el librero
cuando me contó sobre sus conversaciones con el solitario justiciero. ——¿Sabe? —decía
el encargado con acento cubano— ese hombre sería un buen profesor de filosofía
en la Habana. Yo se lo propuse un día, pero me dijo que su misión la tenía que
cumplir aquí. Un día me citó a Kierkegaard, dijo esa frase de que el tirano muere
y su reino termina; el mártir muere y su reino comienza—. Después de escuchar
algo así lo único que puede suceder es que empieces a atar cabos y sepas a la
perfección lo que quería decir ese hombre. Te preguntas a ti mismo si no serían
los mártires de su propio infierno esos seres asesinados que alcanzan la paz
con una bala minúscula de pistola de “juguete”. Entonces lo sigues y cuando ya
lo vas a capturar te llega una llamada para que acudas urgentemente a un
prostíbulo donde el anciano te espera para morir. Comprendes que has sido usado
como una pieza de su tablero de ajedrez y que te toca aceptar el mate haciendo
el reporte judicial en el que sólo exhibes tu ineficiencia y tu falta de
sentido común.
Conciencia.
Siempre estuve a su
lado y traté de inculcarle los mejores principios, eso no quiere decir que
tratara de imponérmele, más bien fui yo quien siempre tuve que recluirme a la
soledad para meditar sobre las cosas que él me planteaba. El Justiciero Solitario,
como lo llaman, era mi mejor interlocutor, conversé con él toda la vida, estuve
presente hasta el último momento cuando me preguntó que qué pasaría si en lugar
de fallar el tiro lo dirigiera al pecho de Johnson. Vino en nuestra ayuda el
sentido común quien nos dijo que eso era absurdo y que el juego terminaba de
esa forma, eran las reglas. Así que convencidos acordamos hacerlo de esa manera.
Yo no tengo ninguna queja contra el al principio le ponía muchas trabas para
que no hiciera lo que quería, pero de inmediato me echaba un rollo filosófico
que me tranquilizaba. Luego empecé a mirar las cosas como él, hablé con todos
los sentidos, el alma, la justicia y la fe. Todos me dijeron que hacía lo
correcto, por esa razón pasé a segundo plano y en lugar de gritar cuando algo
no me gustaba, me ponía a meditar sobre el bien y el mal y comprendía lo
profundo de sus actos, así que con toda razón puedo decir que estoy tranquila y
libre de remordimientos.
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