Los liberaron en el 58 el día diez del décimo mes. Volvieron
juntos, anhelantes por recuperar esa primera imagen de su amistad. La
encontraron.
Cuatro de noviembre
Veintisiete nombres de Hokusai.
Está hincado, mantiene las manos apoyadas en los muslos y
espera con paciencia el momento adecuado para empezar a crear su obra. Siempre
lo hace de la misma forma. Primero, coloca sus acuarelas en la escala de tonos
adecuada, después pone un lienzo limpísimo perfectamente doblado sobre el que
descansa el pincel, a continuación su tintero y sus pequeñas plumas de faisán
afiladas con esmero. Repite en su mente los movimientos de cada línea, repasa
los colores y compara las variantes de contraste que expresen mejor su estado
espiritual.
Desde que ejecutó su primer trabajo se puso como objetivo
principal verter un poco de su esencia en cada trozo de tela, en cada hoja de papel
de arroz. Tuvo que desdoblarse en más de veinte formas. Era por eso que toda la
gente se admiraba al ver los dibujos que el maestro hacía. Para él, era muy importante
desplegar su alma en el trabajo:
“Una obra sin un
pedacito de espíritu, no es más que un bello cascajo. Bien adornado, quizás
bello, pero al fin: cascajo”.
Ahora estaba calvo y su figura se había encorvado, la piel
le colgaba como si se le hubiera holgado. Conservaba sólo el brillo intenso de
sus ojos de lince y la mirada sabía, permanecía expectante de la inmortalidad.
Sus ojos indagaban el horizonte, el monte Fuji lo arrastraba con una fuerza
avasalladora.
Podía permanecer contemplando los detalles de los objetos
para ornamentarlos en su memoria. Tenía a unos pasos su bello estanque, que había
hecho con gran escrupulosidad, en el que las carpas azules y rojiblancas lo
miraban con aprecio, de vez en cuando daban un fuerte coletazo para apresurarlo
en su meditación, sin embargo el hombre era inmutable, seguía inmerso en sus
técnicas de dibujo y los movimientos de su mano, parecía que practicaba una
gimnasia mental y mientras no lograra la condición adecuada no se arriesgaría a
pintar.
“Ya has llegado al límite
—le dijo el dios nipón desde su atalaya—, no queda nada más que descubrir. Haz
tu último dibujo con lo que te queda de alma y te descubriré los secretos de la
eternidad. Verás al cortador de bambú, la luz de La Luna Kagulya y echarás
retoños igual que los ancianos de la leyenda milenaria. Nacerás en las azaleas,
vivirás en los crisantemos y madurarás en los cerezos”.
Cogió con determinación sus afiladas péndulas de ave y trazó
dos líneas que se unían en el horizonte. Luego dibujó un monte hermoso con la
nieve hasta las faldas. Decoró el cielo con un azul milagroso, las hojas de los
cerezos eran blancas con polen rosa, la hierba y las piedras parecían más reales
que las de verdad. El anciano maestro, al terminar su obra, se levantó y avanzó
por la vereda dibujada.
Una voz lo acompañaba en su viaje. Sentía un viento
tibio, la seda de su bata le acariciaba la piel, sus pies pisaban los pétalos
de las azaleas que formaban a su paso una alfombra natural, una música suave de
flauta de bambú lo arrullaba con su propia meditación y se dirigió hacía el
hermoso destello que lo guiaba. Vio desde arriba toda su fecunda obra. Es magnífica—Pensó—,
llena de espiritualidad y armonía. Decidió que había valido la pena poner tanto
amor en su trabajo, llegó a la cima de la montaña y recibió el abrazo esperado
de su desperdigada alma. Sonrió y, transformado en grulla, voló hacia el sol.
Cinco de noviembre
Sin respuesta.
Hace muy buen tiempo. La temperatura ha subido y el
frescor de la hierba con su rocío matutino es reconfortante. El aire alimenta
el espíritu y llena de regocijo. A la sombra de un manzano descanso para
recuperar las fuerzas que exige mi trabajo. El agotamiento más que físico, es
psicológico. El mediodía ha quedado atrás hace poco y en este sitio el silencio
es absoluto. Nadie parece moverse ni respirar y el tiempo parece que se ha
detenido. Sólo las abejas y las hormigas violan esta inmovilidad, perturban esa
quietud que podría ser absoluta, algunas flores se balancean como si fueran campanillas invertidas tratando de equilibrarse bajo el peso de los pesados
zánganos que se ven inútiles para transportar el polen de las amapolas y azucenas,
quizá por eso dan tantas vueltas y están impacientes y zumbones.
Se ha caído de pronto una manzana y en lugar de pensar
en la teoría de Newton, aparece la bella espalda de mi esposa. Surge de forma
milagrosa esa noche en la que conocí a Karen. Ella estaba conversando con una
de sus amigas mientras yo le acariciaba la espalda con la mirada. Ella sintió
el roce de mi persistencia y volteó. Sus hermosos ojos parpadeaban sin cesar y
quise quedarme estático pero mis pies avanzaron solos, así que llegué hasta
ella y tuve que inventar algo. ¡No sabía qué preguntar! Estaba frente a ella
pero tenía la mirada todavía en su fino dorso semidesnudo.
—Me llamo Karen, ¿Y tú?— preguntó de forma natural.
A partir de ese día fuimos inseparables. Ella avanzó
en el área de la medicina y yo en la metalurgia y la arquitectura. Nacieron
nuestros dos hijos y el camino del patriotismo nos guió por la senda de la
guerra. He podido salir avante de todas las adversidades. Ahora colaboro en la
construcción de hornos, mi esposa es especialista en genética y ha obtenido
excelentes resultados gracias a su empeño en una clínica experimental. Quisiera
creer en un futuro más pródigo. Quizás, si nuestro ejército logra triunfar, la
humanidad cambiará y habrá armonía. Las personas podrán dejar de preocuparse
por las diferencias étnicas y un solo dirigente nos indicará cómo hay que
vivir.
Ahora es momento de volver, me produce náuseas el olor
a cenizas, a carne chamuscada. ¿Cuántos cuerpos tendremos que incinerar para
acabar de una vez con este martirio? ¿Qué pasaría si los rusos lograran llegar
a Berlín? ¿Cómo podríamos justificar ese odio que sentimos contra los hebreos,
gitanos y personas con retraso en la evolución? ¿Será suficiente con
justificarnos diciendo que sólo recibíamos órdenes? ¿Creerán alguna vez que hay
una psicología de masas y que nos habían metido hasta la médula que los
culpables de la desgracia económica eran los usureros y astutos mercaderes
judíos?
No me corresponde a mí dar la respuesta. Es un
problema filosófico. El mal es la naturaleza, el león se come a las gacelas y
es lo normal, es su supervivencia. Somos nosotros los que descomponemos las
cosas pensando que el bien existe, pero eso sólo es nuestra percepción propia e
infundada. Acaso Dios puede detener su propia obra, por qué no lo hace. Qué
lección nos quiere dar con este Holocausto. Para qué ha pedido que en lugar de
corderos le ofrezcamos a su pueblo asado. Por qué se ha puesto a jugar de esta
forma tan cruel. No podía buscar otra forma de exterminio, como lo hizo con
Sodoma y Gomorra, por decir algo, o con un diluvio, por ejemplo.
¿Por qué lo
puso en nuestras manos? ¿Qué pecado cometimos nosotros? Eso sólo el tiempo nos
lo dirá. En este momento sólo puedo cumplir con lo que se me ha mandado. ¿No es
para eso para lo que me han educado? ¿Quién juzgó a los soldados romanos por
matar cristianos? ¿Quién sentenció a Israel por destruir a las tribus paganas
que no lo dejaron pasar por su territorio? No tengo respuestas para esas interrogantes.
Alguien podría dármelas. ¿Será posible que el hombre sea un ser tan imperfecto,
que no merece la pena tratar de cambiarlo?
Por desgracia, todo se ha repetido y, sin lugar a
duda, se repetirá. Ojo por ojo, diente por diente. Hoy a ti, mañana a mí.
Seis de noviembre
Erase una vez un león que se propuso dominar a todos los
seres existentes en su selva. Llamó a sus allegados y les propuso crear un
grupo organizado que tendría el poder de acatar las decisiones más propicias
para cada conflicto. Fiero y sabio por naturaleza el león decidió que lo mejor
que podía hacer era reunir en el gobierno su poder felino. Por lo tanto, nombró
al tigre como secretario general de la organización para repartición de
recursos, a la pantera como jefe del ejército, al lince como ministro de
economía, al puma como ministro de finanzas y fue poniendo en lugares
estratégicos a sus compañeros afines.
Cuando se hubo organizado todo el sistema del estado y la
estrategia de expansión, el león mandó llamar al gato para que hiciera una gira
política. Su objetivo principal era el de convencer a todos los animales de
formar una zona económica conjunta en la que habría libre tránsito de alimentos
para todos. De tal forma, que el pequeño minino se vistió muy elegante y se fue
a ver a los animales con un rollo de papeles bajo la pata.
“Queridos amigos y miembros de todas las secciones de la
selva, les comunico que nuestro rey les envía un cordial saludo y les propone
el siguiente plan”. — El gato fue tan elocuente en su discurso que todos los
animales le depositaron su absoluta confianza y comenzaron a firmar los
tratados que el cuerpo de elegantes micifuces les extendía con prudencia y
gusto.
Pasaron algunos meses y los habitantes de la sabana
comenzaron a notar ciertos aspectos anómalos porque ya no les alcanzaba el
terreno para pastar, la población había empeorado en su aspecto y todos se
encontraban muy ocupados buscando las mejores zonas verdes para alimentarse.
“¿Qué está sucediendo?—se preguntaban las cebras, las
gacelas, los ñus y los antílopes. “Nada, Sólo que por orden del león hemos
tenido que acoger a muchas ovejas, cabras, vacas y toros que antes ocupaban la
región aledaña”.
Era que los felinos al tener más carne, se empezaron a
reproducir con rapidez. Habían hecho un plan de cacería nocturna que les dotaba
del alimento suficiente para saciarse y prosperar. Hubo protestas y mandaron
llamar al gato para presentarle sus quejas. El pequeño bicho llegó, pero para
sorpresa de los presentes venía con un enorme cuerpo de gatos diestros en cacería.
Los más intimidados fueron los cuadrúpedos que empezaron a sudar por causa de
un mal presentimiento. Los monos y los osos permanecían tranquilos porque no
habían sido tan afectados y no sabían de los problemas de los demás ya que se
la pasaban en los árboles, ríos y montañas.
Por casualidad pasó un perro dingo y levantó la oreja para
escuchar con detalle las causas del problema. Al terminar la reunión el perro
se fue a buscar a los lobos, hienas, zorros, chacales y coyotes, además de
todos los chuchos domesticados.
“Amigos, hay un problema en el país vecino— les dijo
preocupado—. El león y todos los gatos habidos y por haber, se están expandiendo
muy rápido y vienen hacia acá”.
No pasaron ni dos días cuando se presentó frente a los lobos
un vocero del león, era un leopardo que les dijo que ahora tendrían que
respetar las presas de los felinos y que tenían que bajar el consumo de carne
para que la gran nación gatuna pudiera prosperar y vigilar la seguridad en
cualquier parte del planeta. Los caninos se preocuparon mucho porque el zorro
les planteó con mucha lógica las acciones futuras de los vecinos.
“Ya los conocen, queridos amigos, primero te encandilan en
un proyecto y luego te saquean, después te dejan pagar el pato y una deuda
enorme. Recuerden lo que pasó cuando nos prohibieron cazar gacelas. Nos tuvimos
que alimentar de conejos y nuestro territorio se redujo casi a la mitad. Vean
cómo ha bajado la población de canes”.
“¿Y qué propones que hagamos?”—preguntó la hiena. “Pues,
primero hay que pensar en algo que distraiga la atención de los morroños. No
sé, algo de comer, o una diversión a la que no se puedan resistir”. “Ya está—
exclamó el chacal. “A los gatunos les gusta jugar con los roedores, ¿No es
verdad?”
“Cierto— repuso el zorro— ¿Pero cómo podemos emplear a los
roedores?” “Muy fácil— bisbiseó el lobo, pero alguien lo escuchó y lo repitió
en voz alta—.
“Bien, y ¿Cuál sería el plan?” “Yo diría que si reproducimos
muchos roedores y ,se los infiltramos en su territorio, unos se los comerán,
otros los usarán para sus juegos y al final se acostumbrarán tanto a ellos que
perderán decisión y fuerza”—bramó el lobo con rabia.
Se puso en plan el ataque a los vecinos y se hicieron miles
de túneles para que los roedores pasaran sin ser vistos. Fue un gran éxito la
infiltración porque los mismos gatos, linces y todo tipo de felinos pequeños
comenzaron a comerciar y distribuir el tráfico de ratas, ratones, cobayas,
comadrejas y roedores mayores.
El leopardo volvió al país de los perros para crear unos
ataques estratégicos con un ejército que pudiera terminar con el descontrolado
crecimiento de roedores. El plan era usar veneno y gatos especializados en la
caza de ratas que actuarían conjuntamente con los perros de caza. Cuando el
mismo león visitó los campos donde se había exterminado a los roedores, mostró
su satisfacción y volvió a su tierra, sin embargo las cosas no habían cambiado
mucho porque entre las ratas que había fotografiado había una cantidad enorme
de ratones de mentiras hechos de tela y elaborados por el cártel de perros
traficantes y hienas mafiosas que se las habían ingeniado para engañar a los
felinos.
El león no era tonto y se dio cuenta de que tenía sólo dos
caminos para seguir con su expansión. Uno, era continuar con su política de
opresión con los animales de la selva y, dos, tolerar las condiciones internas de
su patria que complacían a los bichitos de los que él era responsable. Antes de
dejar el poder a su hijo, le recomendó que siguiera al pie de la letra esos dos
consejos. La situación no cambió por más que se emplearan recursos contra la
guerra roedora, pero con otras estrategias logró desestabilizar a los
cuadrúpedos que seguían recibiendo refugiados de las tierras con pocos
pastizales.
Por otro lado, el gato siempre siguió colaborando con sus socios
que traficaban con ratones, el leopardo siempre creyó que las culpables del
problema interno de la sociedad eran las hienas, el tigre nunca pudo llegar al
poder por más campañas que hizo, la pantera siguió sometiendo los movimientos
insurgentes en toda la selva y el puma llegó a pensar un sistema muy complicado
de distribución de carne y pastizales que no necesitaba de acreditación real
para llevarse a efecto. Así pasaron muchos años.
Moraleja para el león: Si no eres como te pintan, haz al
menos un retrato muy parecido.
Moraleja para los perros: Aunque la vida es perra, hay que
hacer todo lo posible para roer el hueso.
Moraleja para el gato: Sí tienes siete vidas, aprovéchalas y
siempre está pendiente de quien es tu superior.
Moraleja para los ratones: la vida de rata es corta,
disfrútenla mientras puedan y cuando les toque lo malo, apechúguenlo.
Moraleja para los demás animales: Cuando un pequeño y
simpático ser venga a proponerles una buena idea, escúchenlo con atención y
luego investiguen quién está detrás de él.
Siete de noviembre
Homicidio del revés.
En medio de un bosque, un hombre se pregunta cómo ha podido
llegar hasta allí. Hace frío y no recuerda absolutamente nada. Vagamente, una
imagen brilla como una pequeña chispa en su memoria. Está lleno de barro seco y,
al parecer, un golpe lo dejó inconsciente por algún tiempo. Tiene una gran
herida en la frente y respira con dificultad. No lleva nada que lo ayude a iluminarse,
así que comienza a avanzar arrastrando los pies y estirando los brazos para no
chocar contra ningún árbol.
Hay un silencio absoluto,
pero aparte del roce de sus pasos logra oír, de vez en cuando, un pequeño
crujido de hojas y hierba seca, se detiene para calcular a qué distancia está
el ser que produce ese ruido, pero no obtiene ningún resultado. Se resigna a seguir
acompañado de esas pequeñas trituraciones de hierba seca ocasionados tal vez
por una comadreja o un zorro. El olor rancio de piel sucia le indica que se
trata de un animal voraz. Sigue su camino y llega hasta un lugar donde hay una
pequeña cabaña.
Abre la puerta y busca con paciencia la cocina, descubre una
sartén vieja, no hay fósforos y si los hay no puede verlos. Si hubiera Luna
llena—piensa—, podría ver algo pero la oscuridad es absoluta. Encuentra una
silla y una mesa. Se sienta y siente dolor en la nuca. Se soba y se da cuenta
de que tiene un chichón bastante grande. Se queda pensativo y comienza a
parecer una imagen. Es una anciana que le implora compasión, él tiene una soga
en la mano y golpea el rostro de la indefensa mujer hasta desfigurárselo.
Se ríe con alegría, nota una fuerza descomunal en sus manos.
Empieza a destazar el cuerpo inerte de la anciana. —No puede ser— se dice a sí
mismo—, no sería capaz de hacer cosa semejante.
“Sí que lo serías”—
le responde una voz que él no sabe de dónde viene si de su cabeza o del lado
donde todavía crujen alguna varitas de árbol. — ¿Quién eres? “¿No me recuerdas?
Soy tu memoria. Me acabo de despertar. ¿Quieres que te cuente lo que ha pasado?—No.
Es suficiente con lo que me has dicho sobre la anciana. “Pero podría estar en
riesgo tu propia vida. Si no me escuchas no sabrás qué hacer o cómo actuar
cuando te atrapen”. — ¿Quién? ¿A caso alguien me persigue? “Por supuesto. Mira,
en cuanto enterraste los restos de la pobre vieja, unos hombres te
descubrieron. Trataron de detenerte pero tú les tendiste una trampa. A uno
lograste degollarlo con el machete que siempre llevas en tu mochila. Al otro lo
ahorcaste pero en la lucha que mantuviste con él recibiste un golpe muy fuerte
en la frente y caíste en una pendiente por la que ya habías subido, así que si
no me equivoco has vuelto al lugar del crimen. Revisa la cama, ¿Lo ves?
¿Sientes la sangre coagulada? —Sí, ahora puedo orientarme. Aquí está el espejo roto
de la cómoda. En el piso se siente lo resbaloso de la sangre que no se alcanzó
a secar.
El hombre coge un quinqué y lo enciende. Ve un cuarto muy
pequeño. Una cama manchada de rojo. Va al baño. Ve una palangana con agua y
comienza a limpiarse la cara. Se lava lo mejor que puede. Cuando está más o
menos listo. Sale de la cabaña con una linterna en la mano. Se va por la vereda
que lo llevó hasta allí. Encuentra su mochila. La recoge y sigue su camino. Comienza amanecer. Llega a una estación de trenes, busca ropa limpia en su
mochila. Sólo hay una chaqueta. Se la pone y va a la taquilla a comprar un
billete a la ciudad. Se sienta en una banca a esperar el tren. Llega a su casa
y tira a la basura su ropa sucia. Se ducha. Limpia sus instrumentos criminales.
Los ordena en su armario y desayuna con mucha satisfacción por el éxito de su
empresa del día anterior. Enciende su ordenador y se pone a leer las noticias
criminales. Lee una noticia que dice:
En una cabaña del
bosque ha sido asesinada brutalmente una persona. El paradero del criminal es
desconocido. Se encontraron dos cadáveres más de dos hombres que intentaron
impedir que el criminal escapara. La policía ha desplegado un equipo
especializado en homicidios para seguirle el rastro al causante de una acción
tan horrorizante.
De pronto suena el teléfono. El hombre levanta el auricular.
— ¿Sí? ¿Dígame? “¿Inspector Lobera?” —Sí, soy yo, ¿En qué puedo servirle? “Mire,
soy el guardabosques, estamos buscando a una vieja de unos setenta años que
asesinó a un inspector de homicidios y dos hombres más en el bosque. Es una
anciana muy peligrosa y sólo con su colaboración podremos detenerla. ¿Podría
venir a inspeccionar los cadáveres?
Ocho de noviembre
—Ya no llore doña Chonita, ya verá como todo se arregla. A
esos pinches pitufos se los va a llevar la chingada por culeros— le dijo doña
Paca a su vecina, la del quinto.
—Pues, qué más quisiera yo. Son unos malparidos que solo le
hacen la barba al pinche delegado. Ah, pero, ¿Se acuerda cuando vino el muy
cabrón del Solórzano, con su cara de mustio a prometernos el oro y el moro? ¿No
nos dijo que tendríamos medios para vivir, escuelas, hospitales, tienditas, hasta
un mercado para vender, y que se crearían fuentes de trabajo para todos?
—Cómo no me voy a acordar, si mi Pancho anduvo cargando las
pinches pancartas con la jeta del candidato, las banderolas y hasta le
prometieron un puesto en la delegación por chambeador. Pero, ya sabe, cuando la
cosa está caliente puras promesas y a la hora de la hora, puro camote nos
dieron. Y peor aún, le quedaron a deber la mitad de su lana a mi viejo. Y hasta hora no le
han pagado ni un quinto. Ya ni llorar es bueno.
—Pinches vividores. ¿Hasta cuándo se va a compadecer de
nosotros diosito? Mire, hoy por la mañana, cuando estaba en la esquina donde siempre
me pongo a vender mis cocteles de fruta, El Pecoso y su ayudante, El Marrano,
llegaron en su camioneta y me tiraron todo al suelo.
“Está infringiendo la ley, señora. Le vamos a decomisar su
carrito y le vamos a poner la multa”.
Así me lo dijo el panzón. Yo le contesté: No mames pinche
gordo, cómo me vas a decomisar mis frutas, si siempre he vendido aquí. Además
yo conozco a tu mamá, cabrón. ¿Ya se te olvidó cuando la estuve cuidando de su
hernia? !Que desagradecido eres, puto gordo cabrón!
“Lo siento, señora, son órdenes del delegado —me contestó
como si fuera una desconocida—. Tenemos que limpiar la zona de ambulantes”.
¿Pero cómo voy a sobrevivir, cabrón. Mi Pedrito está terminando
la primaria y apenas nos alcanza para medio comer. Si me quitas el sustento,
nos vamos a morir de hambre, culero. ¡No seas hijo de la chingada!
“Pues, me vale madres lo que le pase. Yo sólo cumplo con mi
trabajo. Así que se me chinga y se calla”.
—Ya le digo, doña Paca, así me trataron. Como si nunca me
hubieran visto en la vida. Qué rápido se les olvidó que en los días que andaban
de pinches merolicos, les fiaba los mangos y las piñas. Hasta lana me debían
los dos pinches maricones. Pero la culpa la tengo yo, por ser tan buena.
—Ya déjelo por la paz. Tarde o temprano nos veremos las
caras. Ya sabe que arrieros somos…
—Sí, pero cómo voy a mantener a mi Pedrito, ya ve que
estudioso es. No se parece en nada al zángano de su padre, que nomás se enteró
de que estaba panzona y no paró hasta que se fue al otro lado. Ahora debe andar
con una pinche gringa desabrida, el muy ojete. Además, no quiero que mi chavo
ande de payaso en las calles, ni que venda chicles ni nada de eso.
—Bueno, cálmese y vámonos a comer unos tacos con doña
Concha. Por cierto, ya sabe que su hija Meche cumple quince años este mes. Ya
tienen las invitaciones y todo. ¿No se lo han dicho?
—Sí, ayer me trajo la invitación.
Las dos ñoras se fueron
a comerse los tacos, pero qué crees, guey. ¿No sabes? ¡Uta! Pues la
señora Chonita vio en el puesto de los de cochinita a los dos polis. No se pudo
controlar y les metió una madriza de aquellas, les arrancó los pelos y al Marrano le estrelló un molcajete de salsa en la jeta. No mames, el cuino se
puso a gritar como loco y si no hubiera sido por don Francisco, ahí mismo
hubieran matado a la señora. Luego se la llevaron a la delegación y la enfrascaron.
Oye, vamos a buscar al Naco para darle una lana, a ver si saca a su jefa del
tambo, ¿no, guey?
Nueve de noviembre
Era un hombre muy escrupuloso, tranquilo y
perseverante. Se levantaba todas las mañanas a la misma hora, fuera el día que
fuera y se encontrara donde se encontrara. Para él su trabajo era su vida porque,
a diferencia de muchos empleos, el suyo era muy agradable y le había
proporcionado las más grandes satisfacciones y un gran éxito. Era delgado y atractivo,
en ocasiones se veía muy alto a causa de su inconfundible copete galliforme que
él portaba con arrogancia, como si se tratara de una cresta, además caminaba
con paso presuntuoso y altivo. A pesar de todo eso, una de sus características
era la de ser una persona muy comunicativa y comprensiva. Más que nada le
gustaba hablar de sus hábitos y sus aficiones, las cuales se remitían al profundo
estudio del sabor natural de las cosas. Quien hubiera buscado en su frigorífico
algún alimento estropeado, se habría llevado un chasco enorme porque el
meticuloso Jean Claude Champfleury marcaba con un rotulador ecológico los
envases de los productos en los que indicaba el sabor inicial del alimento y
sus transformaciones en su proceso de descomposición. Así, la leche podía pasar
de fresca a cortada, pero con las indicaciones de las etapas de su
transformación.
“Leche de vaca de raza Jersey o Guernesey,
grasosa, ordeñada el día tal, periodo de conservación óptima, tres días, al
cuarto comenzará la primera etapa de suspensión de la caseína ocasionada por el
calcio, dentro de una semana el Hp cambiará y la caseína habrá unido el suero,
así que este producto debe ser consumido en los próximos dos días para
aprovechar sus mejores cualidades”.
Jean era un hombre que distinguía cualquier sabor y
podía determinar sus características y grado de alteración conforme pasaba el
tiempo. Desde muy pequeño había notado que su lengua reaccionaba a los
productos estropeados y podía determinar cuándo una tarta estaba hecha con los
ingredientes frescos y cuando no.
Su padre, el señor Gerard de Champfleury decidió
pagarle a un tutor para que su hijo pudiera desarrollar las facultades de experto
catador. “Con esa profesión, no necesitarás otra cosa que cuidar de tu lengua,
digo, en sentido directo. Porque en el figurado, podrás decir lo que se te dé
la gana—le comentó el padre en forma de chascarrillo—!Ah!, y además perfeccionarás
la cocina de esta casa sabores selectos”.
De esa forma el señor Gerard, Jean Claude y el contratado
catador Paul Baptiste se pusieron a hacer las anotaciones correspondientes cada
vez que descubrían una nueva calidad en el pupilo, que por su parte encontró la
tarea muy divertida y gozaba dictándoles a sus colaboradores sus conclusiones.
Desde aquella época de infante se dejó crecer el basto tupé de pelo negro que
lo haría tan distinguido en el mercado de productos alimenticios. La nariz de
Jean Claude aparte de ser enorme provocaba curiosidad en las mujeres, así que
cuando el joven catador empezó a perseguir el aroma de las jóvenes más fecundas,
inventaba todo tipo de argucias para conquistarlas.
“Es
usted—decía— como una flor, amada mía, siento el sabor de sus labios como los
pétalos de una flor lista para reproducirse, la bondad de la naturaleza llenaría
de pimpollos los campos con sólo beso suyo, cualquiera estaría dispuesto a
morir por una caricia de su tierna lengua. Me siento indefenso ante tal olor de
miel, ante tanta frescura virginal”.
Las mujeres que ya por su condición sensible estaban
predispuestas al amor, sentían el efecto de esas palabras en el lugar más intrínseco
de su cuerpo. Cuando veían alagado su ego, se confundían pensando que el
galante Jean Claude las amaba. Ninguna se negó jamás a las exigencias del
talentoso perito en sabores y olores. Cuando maduró Jean y se hizo más exigente
en todos los sentidos, decidió que lo mejor sería dedicarse por completo a la
diferenciación de consistencias de todas las frutas, lácteos y demás alimentos.
Así que se puso a trabajar día y noche. Por supuesto, ese esfuerzo le trajo un
dineral inimaginable. Era asesor de las mejores fábricas de chocolate y las empresas
vinateras le pagaban muchísimo por la degustación de algún nuevo y prometedor
producto. Jean era casi el héroe nacional que había llevado a la industria vinícola
a la gloria mundial. Jean Claude Champfleury era completamente feliz.
Un día en un laboratorio, en el que se estaba
analizando un vino que él ya había catado, escuchó una conversación.
—Te lo digo en serio, Mane, estás cien pruebas se
llevaron a cabo en una semana y Jean Claude Champfleury indicó los mismos parámetros
de la consistencia del vino, arrojó los resultados con la misma exactitud.
—No lo puedo creer. ¿Cómo es posible que lo determine
con sólo probar un pequeño sorbo?
—Pues no sé cómo lo hace, pero cuando Jean dijo que el
vino tenía un alto sabor amargo ocasionado por el Hp y dijo la cantidad, la
máquina echó el mismo resultado. Y cuando exclamó con gran satisfacción que el
vino estaba en su punto, la máquina mostró todos los estándares ideales. Así
que ese Jean Claude es un fenómeno y se merece sus millones.
El par de jóvenes se fue a otra área del laboratorio y
Jean Claude vio la máquina que habían estado usando para comprobar sus
resultados. Nunca se había puesto a pensar en algo semejante, pero ahora tenía
un aparatejo creado por unos hombres que quizás ni siquiera pudieran distinguir
el aroma de un caño. Decidió escribir el nombre de la marca del equipo y
comprarse uno para usarlo en su casa.
Cuando se lo montaron los especialistas en su salón anduvo
dando vueltas, mirándolo como si se tratara de un contrincante. Levantaba la
cabeza con orgullo, como tratando de demostrar que él era superior en
cualidades al cacharro de tubos de probeta, matraces y catalizadores. Al
principio le pareció muy divertido comparar sus resultados con la máquina, pero
un día hubo una confusión y los datos no checaron.
“No puede ser —Pensó— ¿Cómo puedo demostrar que la
máquina está mal? —Sin embargo, una duda lo hizo temblar—. Pero, por otro lado,
si he errado yo, ¿Qué pasará con mi reputación?”
Llamó a un técnico para que le regulara el aparato y
se puso a hacer las pruebas con él para determinar quién estaba fallando. De
nuevo estaba bien todo. El joven especialista de bata blanca le reparó el aparato
y lo calibró a la perfección. El sobresalto pasó y Jean Claude siguió con sus
actividades habituales, no por que necesitara dinero, sino por que toda su vida
la había pasado comparando sabores y nunca dejaría de hacerlo.
Le sorprendió que en una ocasión llegó a su casa con
una pequeña probeta herméticamente cerrada en la que había una prueba de vino. Sin
pensarlo, se había traído el morapio para meterlo a la máquina y sacar la
evaluación. Todo estaba dentro de los márgenes. Ese día adoptó la costumbre de
pedir pequeñas pruebas de los productos que degustaba y en su mini salón
comprobaba sus resultados cotejándolos con los del artefacto.
Un día hubo otro fallo y Jean Claude se sorprendió al
oír que el técnico le decía que el aparato estaba en condiciones perfectas.
Influido por sus temores se estresó tanto que ya no pudo determinar con
seguridad ningún sabor. Era como si le hubieran borrado todos los registros que
tenía acumulados en su memoria y cada vez que probaba algo tenía que empezar de
nuevo, pero sin ningún punto de referencia. Se sentía fatal.
Jean Claude empezó a usar su consistómetro de
alimentos. Primero por curiosidad, luego por hábito, después por ocio, y al
final por vicio. No había un solo momento en que no quisiera comprobar el
estado de sus papilas gustativas, pero como siempre, el abuso de la técnica
afecta la psique de la persona y Jean se vio sumido en un dilema irresoluble
porque, en ocasiones, él acertaba en cinco intentos y la máquina fallaba en uno
o dos. Lo malo era cuando la máquina atinaba todas y Jean Claude no acertaba ni
una sola vez. Lo acometió el terror y decidió dejar de aceptar las propuestas
que le hacían a diario sus clientes. Después, perdió la razón porque hacía más
de mil pruebas al día y no llegaba a un consenso con su aparato, fuera por sus
propios errores o los del consistómetro.
“El problema soy yo—gritó desesperado—. ¿Es que acaso
mi carrera se ha terminado? ¿Qué puedo hacer?”
Se negó definitivamente a asistir a las citas que le
daban sus antiguos colaboradores, luego ya no quiso aparecer en lugares
públicos donde se le pudiera proponer alguna opinión sobre un producto. Al
final ya no quiso salir de su casa y por último se fue a vivir a un lugar
lejano y desconocido, incluso por sus amigos y familiares. No se sabe nada de
su paradero.
Diez de noviembre
19 de septiembre del 85
Eran las siete de la mañana y nos encontrábamos
comprobando el funcionamiento de los trenes en el taller de Taxqueña. Como era
habitual, los técnicos nos encargábamos de verificar que las puertas cerraran
bien, que los asientos estuvieran sujetos, que las escobillas estuvieran en
buenas condiciones, que las carretillas no tuvieran desperfectos, que las
ruedas estuvieran en buen estado y que los sistemas mecánico, eléctrico y
neumático funcionaran bien, ya que de ellos dependía la seguridad de los
usuarios. El jefe del taller nos indicaba por los altavoces la secuencia de las
operaciones que se realizaban en cada etapa. Era jueves y la fiesta de la
independencia se había celebrado tres días antes, por lo que muchos compañeros todavía
seguían sufriendo los estragos del festejo. Habían pasado menos de veinte
minutos desde el inicio de las pruebas, cuando un balanceo comenzó a zangolotear
los vagones de la oruga enorme de nueve carros. Heraclio nos recriminó que
estuviéramos jugando en lugar de trabajar, pero el vaivén empezó a acelerarse y
pronto quedó claro que no éramos nosotros. De pronto, una voz pronunció las
palabras que causarían en muchas personas el peor trauma de su vida. “Está temblando”. Entonces como por arte
de magia nos desparramamos por las puertas de los vagones y algunos salieron de
los canales en los cuales se metían para revisar las barrigas de los pesados
convoyes, corrían como si se tratara de ratas espantadas por una inundación o
incendio.
Salimos en estampida de la nave circular, bajo la que
nos encontrábamos, y en nuestra fuga se cayeron los rines de las enormes
michelines que se habían cambiado el día anterior y los encargados del
departamento de neumáticos habían dejado en una pila de unos cuantos metros de
alto, a algunos les golpearon las piernas, pero el pánico era tanto que nadie
se detuvo a lamentarse de los golpes de las ruedas metálicas. Cuando salimos a
la calle nos encontramos con una vía desierta poco habitual. Había un silencio
aterrador pero nadie lo notó hasta que nuestro compañero Matus, quien se había
quedado dormido y había llegado corriendo al trabajo, nos dijo que la ciudad se
había desmoronado en cuestión de segundos. Nadie dio crédito a sus palabras
porque la ciudad siempre había sido sacudida por los temblores de tierra y
nunca se había registrado una tragedia como la que quería hacernos creer. “Es
verdad, si quieren vayan a ver los edificios de la avenida central, se cayeron,
sin más, así porque sí”.
Poco a poco se nos fueron acercando más compañeros y
uno encendió una radio para saber si se anunciaba la noticia en algún programa.
No había información exacta de los daños y la intensidad del terremoto pero la
gente decía que pasaba de los ocho grados en la escala de Richter. Cuando nos
comunicaron que el teléfono de la oficina del ingeniero Fuentes funcionaba
corrimos para hacer una llamada rápida y saber en qué condiciones estaban
nuestras familias. En ese momento los que pudimos comunicarnos ni siquiera nos
imaginábamos que habíamos tenido la mayor suerte del mundo.
“Madre, estoy bien, no te preocupes por mí, llego
después a la casa”. Era lo único que se atrevía uno a decir, ya que los demás
compañeros estaban en tensión esperando su turno.
Se formaron brigadas de ayuda. Reunimos cascos,
martillos, mazos, guantes de carnaza, linternas, ropa y todo tipo de
herramientas que, consideramos, podrían servir para retirar escombros y salvar
a quien lo pudiera necesitar. Salimos en grupo a la avenida de Tlalpan y no
vimos el hotel Finisterre, tampoco estaba un colegio de monjas de cinco
plantas. Lo primero que hicimos fue dirigirnos hacia los escombros para ayudar
a la gente que ya se había organizado y había formado una fila y se pasaban
unos a otros trozos de ladrillos, piedras, varillas y todo lo que les impedía
acercarse a los lugares de dónde salían voces. La ciudad siempre había sido muy
ruidosa pero en ese momento no se notaba sonido alguno. No había ni
ambulancias, ni coches de bomberos, ni patrullas, los carros habían quedado
abandonados. La sonoridad se registraba con los ojos y la piel se erizaba
reaccionando a cada imagen trágica. La gente trabajaba con esmero y se animaban
unos a otros colaborando como si fueran hermanos. Jamás olvidaré esa sensación
de solidaridad en la gente. Ese estado de emergencia nos había unido en un solo
brazo, en dos manos que se apresuraban para sacar gente de las ruinas que
abundaban por todos lados. Por desgracia, del cascajo salían más cadáveres que
personas vivas.
Lo peor era saber a través de los familiares de los
desafortunados lo que se estaba buscando bajo los demolidos edificios. “Mi hija
estaba en clase de biología, ayúdenme a buscarla, por favor”—Señora —le dice alguien—,
el laboratorio estaba en la planta baja, mire como se hundió todo el edificio,
vamos a tardar días en llegar hasta allí.
Lágrimas, lamentos. Hay alguien que implora la ayuda
del gobierno, luego la de Dios. De inmediato reviven en mi cabeza las imágenes
previas al festejo de la fiesta nacional en las que se mostró al ejército
mexicano por televisión aplicando el plan de emergencia DN-III, que en caso de
desastre, entra en acción de inmediato. Sí, sí los había visto descendiendo de
edificios, pasando ríos caudalosos con sogas, asistiendo a la gente en los
incendios, todo lo recordaba de memoria pero cuando miraba hacia las moles
destruidas solo había civiles, pura gente de a pie. Taxistas, estudiantes,
barrenderos, electricistas, abogados, doctores, hasta las señoras de los mercados
y adolescentes, casi niños, pero ni la cruz roja, ni la policía, ni los
militares. Ya llegarán —me decía a mí mismo—, mientras seguía tirando piedras a
los lados. Pasó mucho tiempo y nadie apareció.
La única orden de emergencia fue la que recibimos Leo
y yo, que fue la de que teníamos que irnos a revisar los durmientes de las vías
porque se había caído el edificio de los juzgados en la estación Pino Suarez.
Supimos días después que algunos de nuestros compañeros habían muerto en el
derrumbe porque se encontraban trabajando en esa área en el momento del
movimiento telúrico. Más nos valdría habernos quedado a un lado del taller
donde sólo había unos cuantos edificios derrumbados porque conforme íbamos
avanzando por el camino de maderos y rieles, se nos presentaban las imágenes
aterradoras de la magnitud de la tragedia. Era como si nos hubieran bombardeado
y los edificios menos resistentes se hubieran demolido por el estruendo de los
que si habían recibido impactos de bomba. Ahora la magnífica y enorme ciudad de
México estaba llena de hormigas laboriosas buscando gente, pero no había
uniformes, salvo los de los trabajadores del metro, los electricistas,
barrenderos y los pocos rescatistas de la cruz roja que ya se estaban
incorporando. Los lamentos empezaron a herir el corazón y la fortaleza que
muchos habíamos mostrado al principio se empezó a condensar, se convirtió en
lágrimas agrias. Fue atardeciendo y las noticias nos fueron pintando la
horrible cara de la muerte. Las costureras de Viaducto, los edificios de
Tlatelolco, el hotel Regis, el hospital general y una lista enorme de
construcciones que no resistieron.
Las personas no paraban de trabajar, nadie pensaba en
la comida, ni siquiera en el agua. Con actos de heroísmo les devolvieron la
vida a niños pequeños, mujeres y ancianos. La noche de ese jueves fue una de
las peores que los mexicanos hemos pasado en toda nuestra vida. Después hubo
una réplica de siete grados el día veinte de septiembre, pero solo agitó las
demoliciones. Los dos primeros días de la tragedia se los dejó el gobierno a
los ciudadanos. No se sabe si fue porque no se pudo organizar a tiempo, o si se
quedaron a la espera de una orden superior, o si simplemente no estaban
preparados. No me gustaría que tuviera que ocurrir una tragedia tan grande para
que los mexicanos recordemos nuestra hermandad. Sería bueno que las horribles
imágenes de ese suceso aparecieran cuando muchos roban, engañan o matan en aras
de algo superfluo como lo es el poder, el cual no existe ni existirá, si no hay
unidad y buena voluntad.
Once de noviembre
El perrito más lindo de todos.
Hoy es el día más feliz de mi vida porque Puppy ha
vuelto a casa. Mi cachorrito no es un labrador, ni un pastor, ni un cocker, es
un pequeño dóberman negro y me lo regaló hace tres meses mi papá. Lo trajo para
mi cumpleaños y me lo dieron después de haber apagado las velas del pastel. Me
gustó tanto que me puse a llorar de alegría. Mi mamá y mi abue, también lloraron
y nos abrazamos todos. Luego mis amiguitos empezaron a jugar con él y me
preguntaron qué nombre le iba a poner. Yo no sabía y me quedé callado pensando
en un nombre bonito, pero mi prima Flor, que siempre jugaba con sus Pet shops,
empezó a gritar: “Puppy, Puppy”. A mi perrito le gustó el nombre y decidimos ponerle así. A mí también me gustaba llamarlo así, no sé por qué, pero el
nombre de Puppy me parecía que significaba cachorro. Así que todos corríamos y jugábamos
con él y le decíamos Puppy y reaccionaba de inmediato.
Todos los días tengo que ir a la escuela y mi cachorro
me espera siempre para abrazarme con sus patitas y lamerme los cachetes. Es un
perrito muy cariñoso y lo quiero mucho. En las tardes cuando mi mamá me deja
salir a la placita correteo a mis amigos y Puppy siempre trata de mordernos los
pantalones, bueno, pero sólo de mentiras porque es muy noble, cariñoso y se
cansa rápido.
Lo que más me gusta de mi perrito es que siempre me
hace olvidar las cosas malas que me pasan en la escuela. Como el Rodolfo es un
gordinflón que siempre me molesta, a veces llego de mal humor a mi casa. En una
ocasión, llegué lleno de las porquerías que me habían aventado el gordo y sus
amigotes, olía horrible y mi mamá hasta se espantó, pero Puppy no puso atención
en el olor tan feo y como siempre se me echó encima y del empujón que me dio se
me volaron mis gordas gafas. Sin ellas no veo nada y las estuve buscando a
gatas, luego sentí la boquita peluda de Puppy que me dio los lentes para que me
los pusiera. Es un perrito muy inteligente y aprende muy rápido. En ocasiones
se precipita tanto que se tropieza y se cae pero se levanta de inmediato y no
es verdad lo que dice mi papá:
“Se me hace que
ese perrito anda mal del corazón, ¿No crees María?” —Mi mamá se encoge de
hombros y no le hace caso nunca.
Cuando mi cachorrito cumplió tres meses un amigo de mi
papá le dijo que teníamos que recortarle las orejas y la cola para que cuando
creciera se viera como un perro alemán de verdad. A mí no me gustó la idea
porque no quería que Puppy sufriera con la operación, pero vino el señor Álvarez
y se llevó a mi perro a la clínica. Mi papá le dio dinero y al día siguiente mi
mamá estaba de muy mal humor y mi papá un poco cabizbajo. Les pregunté por
Puppy y me dijeron que le estaban arreglando sus orejitas y la colita para que creciera
muy sano y bonito.
Lo han traído por la mañana y se ve más alegre, creció un
poquito y está más activo que nunca. Parece que la anestesia le afectó un poco
porque no entiende su nombre. Tengo que llamarlo muchas veces para que venga,
pero ya se está acostumbrando de nuevo a la casa.
Parece algo asombroso, pero
en la clínica le dieron unas vitaminas que lo hicieron crecer o engordar porque
lo veo más fornido que antes, ahora es más atrabancado y en ocasiones me muerde
con más fuerza, pero yo lo sigo queriendo como antes. Tendré que esforzarme
mucho para que vuelva a ser el Puppy de antes. Por eso no quería que se lo
llevaran, aunque sigue siendo muy divertido. Ahora hace cosas que antes ni
soñando hacía. Salta, corretea los balones y siempre me pide que le esté
lanzando cosas para traerlas. Bueno, seguiré escribiendo después porque Puppy
me está jalando del pantalón para que lo lleve a pasear.
Doce de noviembre
El guardián de los recuerdos.
Tenía la
mente desgastada por los recuerdos. A diferencia de Borges, quien era capaz de
recordarlo todo, este modesto hombre necesitaba rescatar constantemente sus
remembranzas para que no desaparecieran por completo. A su avanzada edad el
hábito de reconstruir los sucesos del pasado le había mermado las fuerzas.
Era
un especialista en la clasificación y distribución de los acontecimientos más
trascendentales e insignificantes de su vida. Todo empezó el día en el que lo
llevaron a la clínica de natalidad para ver a su hermano menor y su madre lo
llamó desde alta litera para que viera el rostro de su nuevo análogo en la
familia. A Leonel le pareció un amasijo de carne rosada con dos pequeños
cristales de un verde brillante y un hoyo con una lengua y chimuelo cerca del
pecho, no se cayó de la escalerilla por la que había subido, por puro milagro.
Su madre le preguntó si estaba bien que le pusieran el nombre de Ricardo a la
bola de carne y Leo asintió con un movimiento de la cabeza. Luego dejó las
flores, que su padre le había encomendado, sobre el colchón y bajó con rapidez.
Cuando Ricardo cumplió un año le preguntaron a Leo si se acordaba del día en
que vio por primera vez a su hermanito y éste en lugar de responder salió
corriendo al jardín para esconderse.
¡Qué niño
tan tímido!- dijo la tía Lola cuando vio lo ocurrido.-Él es así, muy
impredecible, nunca sabes cómo va a reaccionar.
Lo que no
sabía la familia era que Leonel se había dado cuenta de que los recuerdos se
podían revivir y eran tan agradables que valía la pena disfrutarlos en la
intimidad dejándose llevar por esa tibia ola de la memoria que lo arrastraba a
uno por el espacio y el tiempo para dejarlo en el momento en que había nacido
la semilla del acontecimiento evocado. A partir de ese día se dio a la tarea de
inventar un sistema que le permitiera conservar los recuerdos, así que cada vez
que había algo que él consideraba digno de conservar en su memoria, cerraba los
ojos y se decía en voz baja:
“Esto es
muy importante, ponlo en la balda de los recuerdos agradables”.
Luego,
aprendió a ordenar los recuerdos por su calidad: los agradables en la parte
izquierda del cajón de la memoria, los desagradables en la derecha y los
neutros en el centro. Sin embrago, surgieron sub clasificaciones y hubo que
acrecentar el espacio de la memoria para los recuerdos individuales y
colectivos, los de la infancia y la adolescencia, la juventud, la madurez y la
vejez; los propios y los ajenos, los robados, los amorosos y de desengaño,
hasta había una parte dedicada a los recuerdos ocultos o prohibidos. También,
había una parte dedicada a los objetos que se relacionaban con alguna
remembranza.
Leo tenía
una estantería muy grande llena de postales, juguetes, fotos y una gran
cantidad de objetos variopintos que le permitían hacer sus viajes cotidianos al
país de sus reminiscencias.
Leonel
terminó la escuela, el bachillerato, la universidad y obtuvo varias
especializaciones de posgrado. Tenía un buen empleo y ganaba lo suficiente para
llevar una vida holgada. Cuando le preguntaban por qué un hombre con tan buena
posición social y tan atractivo como él no se casaba, respondía que no quería
que las obligaciones maritales le quitaran el placer de vivir para sus
recuerdos. Se le ponía la piel de gallina al pensar que tendría que pasar horas
enteras conversando con su mujer o cumpliendo sus caprichos, además no
soportaba la idea de tener que dedicarles infinidad de tiempo a los niños
cambiándoles los pañales, llevándolos a la escuela, leyéndoles libros antes de
dormir, discutiendo con ellos en cuanto llegaran a la adolescencia y, sobre
todo, que le quitaran el preciado tiempo que le dedicaba a sus archivos de la
rememorización.
Un día
que estaba limpiando su habitación cogió un pequeño elefante de color naranja
comprado por él en Delhi y trató de encontrar en su almacén mental de
carpetas de los viajes memorables, el sitio, la persona y el lugar exacto
donde había adquirido dicho suvenir. El resultado lo dejó frío porque no solo
no recordó lo que deseaba, sino que tuvo un problema con el espacio del pasado
y la concepción del tiempo de su memoria, fue un patinazo que se conoce como
deja viu. Tenía la impresión de que ese acontecimiento lo había vivido ya, pero
qué instante era real, el de limpiar el elefante o el de no poder recordar con
exactitud el sitio, el día y la persona a quién le había comprado el pequeño
paquidermo naranja.
Se fue a
la cocina y se preparó un café. Dejo de pensar dándole oportunidad a su mente
de recuperar el camino correcto. Se tomó su bebida a pequeños sorbos y miró por
la ventana sin pensar ni concentrarse en las imágenes que había detrás del
cristal.
Volvió
a su repisa, cogió el elefante y lo miró como si tratara de hipnotizarlo, de
nuevo el resultado fue erróneo. Se sentó en su butaca y sacó de la gaveta de su
escritorio una caja con algunos diarios. Hojeó un cuaderno muy viejo y encontró
la fecha del viaje a la India que había hecho en 1952, hacia más de medio siglo
que había ido a visitar a un amigo de su universidad. En cuanto tuvo el hilillo
para seguir la guía del viaje comenzaron a aparecer algunas escenas agradables,
una de ellas era la conversación sobre la divinidad de las vacas y el momento
en que su amigo le había dado una estatuilla, una reproducción de la diosa
Kamadhenu o Lakshmi, que según decía, le traería buena suerte en el futuro,
pero Leo la olvidó en el hotel y lo único que había conservado era ese elefante
naranja.
Leonel
llegó a la conclusión de que era por esa confusión por la que había olvidado
ese detalle. La duda lo sobrecogió y se fue a comprobar si no habría pasado lo
mismo con otros recuerdos. Empezó a comparar las escenas grabadas en su cerebro
con las notas que tenía acumuladas en su gran biblioteca de memorias. Notó
rápidamente que algunas cosas habían sido alteradas y que de tanto recordarlas
se habían convertido en otras cosas o se habían magnificado demasiado. ¿Cómo
solucionar el problema? - se preguntaba.
Pasó
varios meses poniendo orden los recuerdos en su cabeza pero el trabajo fue
inútil. Cuando hubo terminado de revisar el uno por ciento de todo el contenido
de su bagaje memorial, tiró todos los objetos al piso. Los nervios le
ahuyentaron el sueño y la desesperación arrebatadora que lo había obligado a
trabajar al principio, lo sumió en una profunda apatía. Trató de liberarse poco
a poco de los recuerdos. Se fue quedando sin nada qué recordar, incluso los
momentos más importantes de su vida se borraron con rapidez, su cuerpo fue
olvidando sus funciones y cada vez le fue más difícil realizar las tareas más
elementales. Cuando se quedó completamente inmóvil, unos doctores se acercaron
a él y dijeron a modo de comentario:
“Pobre
hombre cómo ha quedado, primero el Alzheimer y luego la esclerosis múltiple”.
-Qué le vamos a hacer, querido colega, ¿le parecen pocos noventa años?- Y se
fueron al patio a fumar un cigarrillo y comentar los chismes y bulos más
importantes de los últimos días.
Trece de noviembre
Viernes trece y domingo siete
Inocencio Paw Cornejo era un actor muy arrogante.
Guapo, alto, con aspecto aristocrático y con una voz excepcional. Gozaba de
mucha popularidad en México y siempre que se necesitaba un actor que saliera de
galán o conquistador lo llamaban para interpretar el papel. Sus padres eran
españoles pero su abuelo paterno era descendiente directo de un Lord inglés y
como había heredado de él, su enorme nariz, el negrísimo pelo y los ojos
azules, le habían puesto el mote de La Corneja ojizarco.
Chencho era muy talentoso y poseía una memoria
excepcional. Podía improvisar con una naturalidad envidiable, por eso todos los
directores y dramaturgos lo amaban.
“Si se le olvida algo, ya sabrá qué decir,
además no estaría mal grabarlo porque en muchas ocasiones ya nos ha sorprendido
corrigiendo los diálogos que le damos. Es todo un Eurípides”.
El único defecto que tenía era ser supersticioso.
Desde pequeño tuvo cierto recelo de Moliere porque un día oyó que su padre
había dicho que el famoso dramaturgo había muerto en el escenario vestido de
color amarillo, por lo que Inocencio no se ponía ni de chiste ninguna prenda de
ese color. Después su madre temiendo que le hicieran mal de ojo al atractivo Chenchito,
le compró una semilla de Mucuna Muticiana, vulgarmente llamada Ojo de venado
para prevenir que alguien se lo embrujara. Inocencio era un estudiante muy
disciplinado y aventajado. Le gustaba la filosofía y la ciencia. Cuando leyó a Marx
y a Engels decidió que nunca adoptaría religión alguna y que se guiaría por los
principios del materialismo dialéctico. Cuando le preguntaban si creía en Dios,
él contestaba que no, que gracias al Señor, era ateo y, con una sonrisa
encantadora, finalizaba con una alusión a la Virgen de Guadalupe.
Conforme fue creciendo, en su inconsciente se fueron acumulando
esas aberraciones que calificaba de tontas e infundadas pero que dada su
profesión se veía en la necesidad de seguir porque, ciertos ritos ejecutados
por sus colegas, terminaron convirtiéndolo en un habitual agorero.
Lo que más temía era entrar en el escenario con el pie
izquierdo. Usaba el pie derecho sobre todo en las fechas fatídicas como el
martes trece o viernes trece. “Ni te cases ni te embarques”—se decía a sí mismo
para consolarse de sus temores. Había cancelado en sus contratos las presentaciones
en dichas fechas. Su promotor antes de entablar conversación con las compañías
de teatro y televisión era lo primero que decía: “Mi cliente no trabaja en los
días martes y viernes trece” —. Afortunadamente a nadie le importaba dicho
desajuste y lo consideraban como una excentricidad del fabuloso actor.
Inocencio sabía muchas cosas de física y su
pensamiento lógico era insuperable. No obstante, los días de fecha fatídicas se
desmoronaba como una anciana temerosa y seguía una rutina descrita a la perfección
en su cuadernillo de anotaciones. En las paredes tenía pegadas listas de
supersticiones y sus correspondientes remedios. Así que si se le cruzaba un
gato negro, incluso si era viendo la televisión, tenía que escupir tres veces
por encima del hombro izquierdo, tocar madera o sobar su pata de conejo o la
herradura que siempre llevaba en el bolsillo. En sus giras había viajado por
muchos países y había ido coleccionando supersticiones que después adoptó como
propias.
En la cabecera de su cama había una lista de
fetichismos que le servían para estar prevenido en cualquier momento. Estaban las
creencias clasificadas como fatídicas y como benignas:
derramar la sal-
mala suerte, derramar el vino- buena suerte, abrir un paraguas en la casa- mala
suerte, encender tres cigarrillos con la misma cerilla- mala suerte, etc.
También tenía otra lista con los fetichismos de otros
países como: Brasil, dejar caer el bolso al piso- mala suerte, China, mencionar
el número cuatro- mala suerte, Dinamarca, guardar los añicos de la vajilla y al
final del año arrojárselos a los amigos- buena suerte, Egipto, no dejar las
tijeras abiertas- mala suerte, Haití, no caminar con el pie izquierdo descalzo-
mala suerte, India, no cortarse el pelo o las uñas en jueves o sábado- mala suerte.
En una ocasión fue invitado por el Ministerio
ruso a participar en un festival dedicado a Anton Chejov en un teatro céntrico
muy popular de nombre Chaika (Gaviota). Después de su brillante actuación lo
invitaron a cenar en un restaurante de comida tradicional. Cuando empezó a
brindar con sus colegas les preguntó si los rusos eran supersticiosos. Sus
comensales lo miraron con los ojos muy abiertos y contestaron que no. Se alegró
muchísimo y se quedó pensando si no era el momento de trasladarse a Moscú para
deshacerse de sus horribles listas que ya lo tenían harto. Se relajó tanto que
comenzó a verse con un gorro de piel de visón, un hermoso abrigo de mink y a su
lado una de las actrices rusas más hermosas del mundo y una familia
maravillosa. También pasó por su cabeza la imagen de un triunfador dirigiendo a
su propia compañía teatral en el MXAT. Lo sacó de su ensueño un suceso poco
habitual. A una señora que estaba comiendo ensalada se le cayó un cuchillo al
piso y de inmediato gritó:
"Va a venir un hombre".
Muy asombrado Inocencio preguntó qué significaba la frase. "Muzhina
pridet". Su vecino de al lado le dijo que era una vieja creencia de los
rusos. Presintiendo que esa costumbre antigua podría ser una superchería se
interesó por más conductas parecidas y preguntó si había entre ellas algunas
negativas que fuera necesario evitar. "Claro que si las hay. Mire, Kesha,
de las malas está por ejemplo la de la mujer con dos baldes vacíos" ¿Y eso
qué significa? "Significa—le dijo el hombre persignándose —que esa mujer
puede llevarse la felicidad. No me lo va a creer querido amigo, pero en una
ocasión vi cómo una señora entraba en el metro con un espejo bajo el brazo
izquierdo y un cubo en la mano derecha. La gente se alejó lo más posible de
ella”.
¡Ah! ¿Y hay algún remedio para evitar los males provocados por esas
situaciones?
“Sí, puede tocarse la cabeza,
escupir tres veces por encima del hombro o tocar madera”. Seguidamente le dijo
que si una persona salía de su casa y se le olvidada algo, tenía que mirarse en
el espejo para que su camino fuera exitoso; que si no se sentaba, antes de
viajar unos cuantos minutos, su trayecto sería más largo; que si le regalaban
un monedero o un reloj tenía que dar a cambio una suma simbólica; que si
silbaba en casa podía perder dinero; que si se le acababa la sal se le acabaría
el dinero; que si se ponía la ropa del revés lo golpearían en la calle; y así
una cantidad bastante larga de supersticiones. Se le quitó el deseo de quedarse
en Rusia presintiendo que su lista podría agrandarse mucho y aprovechó para
estropearle más la vida a los rusos aportando algunas creencias.
¿Saben que si estando en un bar en Brasil se les cae el bolso, correrán el riesgo
de perder el dinero? "Esa la tenemos también —dijo una actriz muy vieja. Y
que si te despides o saludas a alguien debajo del umbral, podrías morir?
“Nosotros creemos en eso”.
Al final Inocencio quedó convencido de que los rusos eran los seres más supersticiosos
que jamás había visto. No se imaginaba por qué razón los hijos de Lenin se
habían dejado llevar por tantas trivialidades.
¿Qué raro que sean, en su mayoría,
ateos y teman tanto esas tonterías?
A su regreso sus amigos le dijeron que tenía muy buen semblante pero que le
notaban algo raro porque ya no saludaba a nadie debajo de un umbral, no salía a
tirar la basura después de las seis de la tarde, tampoco dejaba las botellas
vacías sobre la mesa y se tomaba una copa completa de alcohol en cada brindis.
Pasó el tiempo y llegó su cumpleaños cuarenta y nueve. De forma
inconsciente Chencho sumó las cifras cuatro y nueve y al obtener el trece pensó
que ese año tendría que ser en especial cuidadoso con todas sus decisiones, así
que ordenó que en los escenarios donde actuaba no hubiera nunca escaleras en la
decoración. Pidió que pusieran herraduras en el baño, la cocina, el salón, su
camerino, incluso en el coche dónde su chofer lo transportaba.
El viernes trece de julio de mil novecientos setenta y nueve, a los
cuarenta y nueve años de edad Inocencio Paw Corneja, no murió y se alegró mucho
de que el resto del año estuviera libre de viernes trece y el calendario sólo
le preparara un día martes trece en el mes de noviembre, en el que tendría que
cuidarse. Tal conocimiento lo anegó de felicidad, se dejó llevar por la
temeridad y parecía que nunca había sentido ningún estremecimiento por causa de
las supersticiones.
Por la mañana del día sábado
catorce, Inocencio se preparó su desayuno, se duchó, leyó el periódico, se puso
su mejor ropa y salió a dar un paseo por el bosque. Cuando iba caminando por
una vereda se le apareció un gato negro, por hábito Chencho buscó su pata de
conejo en el bolsillo del pantalón y no la encontró, entonces fue hacía un
árbol para tocar el tronco y al acercarse al abeto resbaló con las hojas secas
de la conífera que por ser como pequeñas agujas sueltas lo arrastraron por una
pendiente, para su desgracia en ese momento se quebró una rama de roble y
recibió un fuerte impacto en la cabeza que lo mató.
Catorce de noviembre
Uniforme de inmigrante.
Estoy metido en una lucha absurda, cruel, en ocasiones
inútil, pero es mi laberinto compartido. No soy el único que la padece porque
somos miles los que luchamos en este campo de batalla injusto. No tenemos
abastecimiento, cada quien se rasca con sus propias uñas y, en ocasiones, los
enemigos están sentados a tu lado o a lo largo del camino. Nadie duda en
quitarte el pan de la boca y en la primera oportunidad te delatan para eliminarte
como competidor en el camino.
La mayoría nacimos pobres, sin derecho al seguro
social, sin posibilidad de educarnos y recibir un título profesional, sin
esperanza en el futuro. A pesar de que todos somos personas estamos
subvaluados, para los demás, es decir, los ricos, somos como chimpancés o
gorilas que sirven sólo para el trabajo, para ellos no tenemos alma ni sufrimos
dolor, no ven más allá de nuestra cara endurecida por el sufrimiento. El
aspecto de nuestras manos sometidas a quebrar piedras con mazos, a conducir
arados, a construir muros del tamaño de la Muralla China, sólo les dice que
somos buenos para el trabajo. Son ciegos que ignoran que nuestro cuerpo está erosionado
y curtido por el hambre. La vida es así. Desde siempre ha habido pobres y los
habrá porque el día en que se extingan la humanidad desaparecerá.
Es la primera vez que emigro hacía los EE UU, no sé si podré
llegar, estoy lejísimos y ya he pasado mi primera frontera, la de mi país. Ha
sido como pasar del infierno al purgatorio para ir al paraíso. Ahora voy en el
que llaman “El tren de la muerte o La Bestia” me separan de América cinco mil
kilómetros. Montado en el techo de un vagón de mercancías, me siento como esos
hindús que se adhieren como moscas a los trenes. En las fotografías se ve muy
gracioso pero aquí puedes salir volando y ni quien se inmute. Se cayó por
idiota—dirán cuando te vean volar por los aires y estrellarte contra las rocas,
ni se persignarán, ni pedirán por tu alma.
Luego, si tienes suerte te amputarán
las piernas en el hospital de Tapachula. La vida nos ha hecho así con una
cáscara impermeable al dolor ajeno. Eso es sólo un traje de indiferencia que
traes como si fuera un jorongo, pero cuando te lo quitas aparece lo humano, los
recuerdos de tus hijos esperando que les des noticias tuyas, los abrazos de tu
mujer al despedirse de ti llorando con odio y amor. Odio por la maldita pobreza
a la que te ha condenado el país al que te diriges, también lo ha hecho tu
gobierno, tu presidente y todos los diputados que se roban la plata para darse
la buena vida; y amor porque se acuerda de las tortillas calientitas y los
frijoles que te preparaba cuando había para comer. Te mira como preguntándote
porque es así la maldita vida.
“No te apures —le dices—, te prometo que volveré
sano y salvo, con mucho dinero, ya lo verás”. Ella sólo llora porque conserva
la esperanza pero ahora se queda sola para luchar y no sabe cómo hacerlo. Tu
hijo no levanta la mirada, siente el pesar de tu separación y rencor de que no
sea él quien se vaya a montar en el tren para convertirse en héroe. Tu hija
llora en silencio con unos lagrimones que le empapan el delantal. No dices
nada, los abrazas y te vas con tu mochila que pesa más por el remordimiento que
por las escasas cosas que lleva.
Llegas a coger el tren y sabes que tendrás cuatro semanas de
Odisea, que habrá monstruos, sirenas y peligros de todo tipo. Los militares
inmisericordes hasta con sus propios paisanos, los ladrones, los policías,
todos contra ti. Te aseguras de que llevas los cuarenta dólares que cuesta la
primera migra. Allí está el primer colador. Más adelante se alborota la gente.
“Ahí están las señoras—dice una voz anónima—, pónganse vivos para atrapar las
bolsas de comida”. Marcito, un joven de la edad de mi hijo atrapa unas bolsas,
las abre, ve que hay comida suficiente para dos, me da tortillas y carne.
Gracias, Marcito, —le agradezco con familiaridad, con el mismo cariño con el
que se lo diría a mi hijo Valentín—.
Le empiezo a coger cariño al chamaco. Tiene dieciséis años y
él solo tomó la decisión de venirse. Le dijo a su familia que se iba y se puso
en marcha. “Me voy pa´ hacerme hombre”. Así nomás, sin abrazos ni despedidas.
Cuando le gana el sueño lo vigilo, le ruego a Dios que no se me caiga, que no
lo cojan y lo devuelvan para atrás. A mí, de adolescente, también me ayudaron a
salir para adelante. El maestro Beto me enseñó todo lo que sé. “Eres muy serio
y responsable. Lástima que no tengas donde estudiar por culpa de esta maldita
pobreza”. Y se fue pobre, su familia no tuvo ni para el ataúd. Ahora veo a
Marcio, pienso que tengo la obligación de ser como el maestro Humberto, aunque
me muera pobre también. Lo único que deseo es que les digan a mis hijos que fue
por ellos, por darles una vida mejor.
Ya estamos llegando a Veracruz, aquí la gente no nos quiere.
Nos culpan de todo, de las violaciones, de los robos, de la basura, de las
enfermedades. Cómo explicarles que vamos de paso, que se pongan en nuestro
lugar. Ellos al menos tienen casa, alimento y trabajo. Nos quitan los arbustos,
han dejado pelón el contorno de las vías para que nos vean los oficiales y nos
atrapen rapidito. Hasta la iglesia cerró el albergue y ahora lo que menos uno
desea es quedarse en Orizaba, ahora nos aguantamos el hambre.
Cada kilómetro lo hemos recorrido con más austeridad, ya no
tenemos selva y nos rodea el suelo árido. Ya no hay señoras con bolsitas, aquí
te aguantas el calor, la sed, te aferras al fierro para no caerte por la
insolación y luego el tren se para dos o tres horas y tienes que esperar.
Marcito es muy callado, demasiado serio para su edad. Es inteligente por
naturaleza, muy capaz. Se adelanta a los sucesos con mucha antelación. Dice que
sus amigos que han probado pasar tres veces, le han contado todo y es por eso
que en cuanto sospecha de algo de inmediato me avisa.
Lo más difícil que hemos pasado es la Ciudad de México.
Peligroso, inmisericorde y cruel con los extraños, no respeta al extranjero.
Los polis son peor que un verdugo. Te patean, te escupen, te humillan y te
extorsionan.
Nuevo Laredo ya se ve como el gabacho. Gente cantando, las
canciones narran la historia del tráfico, de los buenos tiempos, de los
polleros de los arriesgados y los solitarios. Hay un río que divide los dos
países, del otro lado sólo está el desierto y los policías americanos. Si
logras pasar y caminas las decenas de kilómetros hasta llegar a alguna región,
dónde te puedan dar trabajo y no te deporten para tu país, puedes alegrarte
porque has llegado al paraíso y te esperan los agricultores gringos para
pagarte por tu trabajo ocho dólares la hora. Ese sueldo de una jornada en el
campo será mayor que la paga de todo un mes en tu país.
“Bueno, Marcito, llegamos. Crúzate con cuidado el caudaloso Río
Bravo y no te olvides que para llegar hasta aquí dejamos sin ayuda a muchos inválidos
tirados en el camino. Cientos de hombres, mujeres y niños que no pudieron
llegar hasta aquí. En cuanto lleguemos a la tierra prometida nos echamos a
correr y nos separamos. Si no nos volvemos a ver, acuérdate de que siempre
seremos amigos y si un día vuelves a Honduras, no te olvides de pasar por mi
casa”. Le doy un abrazo y me echo al agua con ganas de llorar pero el agua fría
me quita las ganas.
Quince de noviembre.
Mil cuerpos de la ilusión.
Siempre me había negado a creer historias callejeras,
leyendas negras y todo tipo de rumores. Mi trabajo me mantenía siempre ocupado
y nunca me quedaba tiempo para chismorrear. Mi profesión requiere de cuidado y
escrupulosidad. No se pueden cometer errores porque las consecuencias son muy
grabes. Gracias a mis veinte años de trabajo había logrado amasar una buena
cantidad de dinero, no sin grandes dificultades, claro, porque en mi país la
economía nunca ha sido estable y con cada cambio presidencial hay
devaluaciones, el peso empieza a flotar y, al final, siempre se aplica la
reforma monetaria como último remedio para quitarle ceros a los billetes de
denominaciones muy grandes, en fin, el caso es que esta historia no tiene
relación con eso, sino con un día que mi vida cambió por completo.
“Buenas tardes, señor Mauricio” Era la cuñada del director
de nuestra empresa de contabilidad. “Le comunico que mi hermana me ha
recomendado que me dirija a usted con una petición”. La señora Amalia era una
mujer extraña, tenía un aspecto anticuado y su ropa parecía estar confeccionada
por las manos de algún sastre de finales del siglo XIX, además le gustaban los
enormes sombreros alados y los guantes largos. No era muy atractiva y su
palidez, por más radiante que estuviera, delataba una enfermedad o una insulsez
inexplicables. Tenía unos grandes ojos verdes y una nariz muy pequeña que
contrastaba con una larga boca muy dentuda. Su pelo rizado era negro pero ya se
le notaban algunas canas. No tenía encanto e inspiraba la misma repulsión que
la carne cruda. Sin embargo ese rechazo se lo atribuí a su olor mohoso, y la
crinolina y el almidón rancios.
Sí, señora —le dije— estoy a sus órdenes. ¿Dígame en que
puedo servirle? “Mire, usted sabe que soy viuda y no tengo un marido que me
aconseje para tomar decisiones en algunas cosas importantes. Además, como usted
es una persona muy sensata quiero comentarle una cosa”. —Usted, dirá, señora
Amalia, explíqueme su problema y le ayudaré si me es posible. “Me están
proponiendo que compre una casita antigua. Es una construcción muy pequeña de
finales del siglo XVIII y pertenecía a un Marqués. Según rumores e historias
infundadas, en esa casa el famoso Juan Antonio U se acostaba con sus amantes.
Eso no tiene la menor importancia, el famoso marqués podía hacer lo que le
viniera en gana. Lo que realmente me ha despertado el deseo de adquirir esa
vivienda es el hecho de que sus descendientes dicen que el hombre era muy
dadivoso con sus amantes y tenía escondido en algún lugar de la casa un cofre
con monedas de oro y joyas, además de títulos, que les entregaba a sus
mancebas. ¿Y usted quiere comprar la casa por esa razón?¿No es cierto? “Pues,
la verdad a mí me interesa más la vivienda, pero esa idea cada vez es más persistente,
incluso he llegado a soñar que encuentro ese tesoro”. —Pues yo le recomendaría
que se olvidara de la compra e invierta su dinero en algo menos arriesgado.
¿Sabe que si adquiere esa casa, empezará a hacerle agujeros en cuanto tenga la
primera oportunidad?
Durante más de una semana mantuve una serie de
conversaciones con la señora Amalia que no quiso desistir de la idea de comprar
la casa del marqués de U, a pesar de todas mis predicciones. Al final mi jefe,
don Octavio Alday me ordenó que acompañara a su cuñada a la ciudad de Querétaro
y que me tomara un año sabático con goce de sueldo para dedicarme por entero a
las exigencias de su cuñada.
Cuando la señora Amalia y yo llegamos a la ciudad para
encontrarnos con el dueño del inmueble, nos recibió un hombre de unos cuarenta
y cinco años que tenía un aspecto muy afectado por los nervios. Tenía un tic
nervioso en los ojos y sus manos parecían estar pegadas con pegamento, era por
la intensa fuerza con las que las mantenía unidas, se notaba que en su juventud
había sido corpulento pero ahora estaba más seco que un pescado salado. Su voz
era joven pero tartamudeaba un poco. Lo único que hizo fue extendernos un
contrato de compra venta y esperar con mucha agitación y movimientos de cabeza
a que lo firmáramos. El documento estaba muy bien redactado y no tenía un solo
error. Cuando le comunicamos a don José de Anjou que nos mostrara las
escrituras, sacó unos títulos de una caja de madera y nos mostró los pergaminos
sellados con el escudo de la Corona Española. La señora Amalia tenía los ojos
de un lince porque no podía creer que con sólo una firma se haría poseedora de
un monumento histórico tan preciado para ella.
Al final cerramos la transacción con éxito y nos fuimos a
ver los aposentos del famoso marqués Juan Antonio U. La casa era, en efecto
pequeña y el jardín estaba muy descuidado. La fachada estaba pintada de rosa y tenía
un escudo de la famosa familia U y era de estilo barroco. Tenía dos plantas y
balcones. Abrimos la pesada puerta de madera barnizada y oímos rechinar un poco
las bisagras sujetas con enormes clavos de hierro. Recibimos el abrazo de la
humedad. Estaba muy oscura y tuvimos que buscar lámparas, o mejor dicho,
quinqués y candelabros porque no había luz eléctrica. Para mi asombro no había
hoyos en las paredes ni polvo, parecía un museo por el orden con el que se
habían ordenado las cosas.
Me imaginé que mi estancia sería muy breve en ese
lugar y que pronto podría volver a mi trabajo y anular el año de descanso que
me había otorgado mi jefe. En realidad, quería alejarme lo más pronto posible
de la señora Amalia que comenzaba a inquietarme mucho. Salimos a cenar a la
ciudad y al volver mi anfitriona me dio una bata anticuada de terciopelo azul
celeste y me asignó una habitación del ala derecha. El silencio era absoluto,
sólo el viento interrumpía la quietud agitando de vez en cuando las ramas de
los álamos del jardín. Me dormí rápido. En la madrugada me levanté y fui a
orinar. Seguí la ruta habitual de mi casa pero al no encontrar el baño donde se
suponía que debería estar, giré y me encontré, sin esperarlo, en la habitación
de la señora Amalia que tenía una pequeña y débil luz a su lado, la cual emergía
de una vela a punto de extinguirse.
“Yo tampoco puedo dormir” —exclamó—. Entonces
se descubrió retirando la manta que tenía encima y se levantó. Sentí que una
llamarada me calentaba la sangre, me inundó un aroma delicioso de miel y
flores. “Ven aquí”—susurró—. Sus brazos y su piel eran completamente
diferentes, parecía una moza de los cuadros de Goya, quizás la misma Maja. Esto
no puede ser cierto. “Calla y siénteme”. Me vi envuelto en dos muslos eróticamente
suaves, acaricié su piel y besé sus labios, de pulpa de melocotón desflorado,
que me envenenaron de placer. No sé cuántas veces desfallecí escurrido por la
pasión.
Cuando amaneció encontré en mi lecho a la señora Amalia que
ya no era la misma. Estaba descaradamente desnuda, paseándose por la habitación
con su cuerpo fecundo y fresco de rocío matinal. “Ven, te voy a mostrar algo”.
Bajamos por la escalera de peldaños estridentes entramos en el estudio y vi
unas enormes baldas que tenían libros encuadernados con pastas de cuero. Amalia
quedó iluminada por la luz del sol y no pude evitar el deseo de poseerla. Se
volvió y me dijo que la podía amar, pero sólo por las noches. A continuación
retiró un cuadro que estaba en el piso y apareció un enorme baúl. Lo abrió y me
dijo que cogiera una moneda de oro. Tomé una moneda y se la puse en la palma de
la mano sin que la oprimiera, como si su mano fuera una pequeña bandeja de
plata. “Bien, mañana regresaremos por otro ducado”. Cerró la tapa y nos fuimos.
Los encuentros nocturnos me fueron sumiendo en un ciclo de gozo indescriptible.
Se me olvidó todo, ya no quería ni trabajar, ni comer, ni beber, lo único que me
animaba era la noche porque Amalia había encontrado la forma de transformar su
nombre y su cuerpo, de tal modo que su metamorfosis iba de una esclava negra a
una emperatriz egipcia y de una sirvienta modosa a la más arpía de las artistas
de cine para adultos. No sé cuánto tiempo pasó y cuantas veces pagué por las vaginas
desnudas que me mostraba Amalia, el caso es que el maldito baúl se vaciaba y se
llenaba de nuevo con monedas y joyas del siglo XVI. En toda la casa no había un
solo espejo pero esta mañana apareció uno. No me debí acercar a él, pero la
curiosidad me ganó. Cuando llegué hasta él, me busqué en el reflejo, pero no
pude verme porque había un mensaje escrito que decía:
Tu misión ha
terminado. Vende esta casa. En la biblioteca está una caja con el contrato y
las escrituras y títulos. Recuerda que en cuanto transfieras los poderes que se
te han encomendado, olvidarás todo lo que aquí ha sucedido. Adiós. Te ama
Amalia.
Ahora voy a
encontrarme con los compradores de esta deliciosa casa. Hay una mujer de
aspecto muy anticuado y está muy pálida. Me tiemblan las manos sin poderlo evitar. El
traje que llevo, antes era de mi medida, pero ahora me parece dos o tres tallas
más grande. Mis clientes me miran con lástima y compasión, valga la redundancia.
El asesor de la mujer me despierta la envidia porque es muy guapo y fornido,
tiene clase y elegancia, hasta podría decir que tiene aspecto de marqués. Me
recuerda a mí mismo antes de probar los mil cuerpos de Amalia.
Dieciséis de noviembre
La mour
En un hotel de La Costa Brava, en Blanes se ha encontrado un
cadáver. Los encargados del hotel ya han identificado a la víctima y en la
habitación donde se cometió el crimen, están un policía y dos agentes de
homicidios.
— ¿Qué piensas de esto, James?
—Horrible, inspector. ¿Cuánto odio debe sentir una persona
para hacer algo así?
—No lo sé, pero debe haber un móvil muy fuerte que volvió
loco al asesino.
—Creo, Bob, que sólo el odio podría llevar a una persona a
realizar una aberración de este tipo, ¿no crees?
—Martin, ¿has investigado sobre el paradero del marido?
—Sí, inspector. El recepcionista que tuvo su turno ayer,
dice que lo vio salir a las ocho de la tarde aproximadamente.
—Pues, que empiecen a buscarlo. No debe estar muy lejos. Al
parecer el motivo que lo orilló a cometer este asesinato lo cegó porque no
cogió absolutamente nada. Sus pertenencias están aquí, incluso su reloj, su cartera
y su pasaporte.
—Una camarera dice que lo vio salir. Tenía un aspecto muy
alterado y llevaba una bolsita en la mano. Cuando le pregunté a la muchacha qué
pensaba sobre el contenido de la bolsa me dijo que llevaba un poco de carne,
que lo había deducido por el color carmesí.
—Gracias, Bob, eso explica la desaparición de los pezones,
los labios vaginales, los labios bucales, las orejas y la nariz, a parte de los
trocitos de muslo y nalgas, claro.
— ¿Cómo se imagina que sucedió esto, inspector?
—Creo que el hombre le propuso jugar a algo erótico. La ató
a la cama con cinta adhesiva y la empezó a complacer, pero pasado un momento
empezó a golpearla, le tapó la boca con un pañuelo, el cual se llevó de aquí no
sé por qué razón, y después empezó a morderle las partes más sensibles de su
cuerpo.
— ¿Quiere decir que le arrancó con los dientes sus partes?
—Sí, Martin, creo que la ató y la golpeó, ¿Ves esa enorme
cantidad de moretones? Es probable que quería ensañarse con su cuerpo. ¿Qué
razón tendría?
—Celos, inspector, o la antropofagia, pero en ese caso
habría usado el cuchillo. Sólo un hombre celoso actuaría así. Además él es
veinte años mayor y quizás sea impotente o esté a punto de serlo. En su
pasaporte dice que nació en el año de 1960, o sea que tiene 55 años y ella sólo
treinta y cinco.
—Sí, Bob, creo que tienes razón. A ver, supongamos que un
hombre tiene una mujer de origen latino. Él es alemán, frio, calculador,
trabajador, responsable y se preocupa por ella. La mujer es alegre. Por el
aspecto, parece que tenía mucho éxito con los hombres. La cara está
irreconocible pero en el pasaporte no está mal, era guapa. Un poquito pasada de
peso, es cierto, pero es así como les gustan a los caribeños, ¿no?
—Efectivamente, inspector. O sea que él estaba en el trabajo
y ella salía con alguien, luego se descubre el pastel sin que ella lo sepa. Él
la invita a venir a la playa, aquí en Blanes y ¡Saz!
—Sí, sí, creo que podría ser así. ¿Tú qué opinas Martin?
—Pues, que el tipo la engañó trayéndola a descansar en este
puente de mayo y aquí la asesinó.
—Alguien ha preguntado si los notó raros, si discutieron o
riñeron. ¿Qué dice el personal del hotel?
—Nada, inspector, el barman dice que llegaron anteayer y que
estuvieron bebiendo margaritas en el bar, luego bailaron y se fueron a
continuar la noche a la habitación. El chico del bar dice que la mujer era muy
alegre y coqueta.
—Esa es una buena información porque nos indica que él ya
había planeado todo y ocultaba su odio y rencor, aunque eso sólo aumentó su sed
de venganza. Bueno, vayamos a los hechos. Bob, escribe por favor. El reporte.
Martin y yo iremos a buscar al tal Friedrich Boom.
—Como usted mande, jefe.
El inspector Smith y Martin salen del hotel y se dirigen a
la playa. Llevan una fotografía a color del sospechoso y caminan con lentitud
buscando al hombre. Uno ochenta de estatura, fornido, medio calvo, tal vez con
la ropa manchada, expresión melancólica y poco sociable.
— ¿No será aquel tipo que está sentado mirando el mar?
—Sí, Martin, tiene pinta de ser él. Vamos a acercarnos con
cuidado.
—Hay, ¿Es usted Friedrich Boom?
—Sí. Soy yo.
—Queda arrestado por sospecha de asesinato.
—La maté yo. No hay nada que investigar, confesaré todo.
—Tendrá que venir con nosotros a comisaría. Martin, llama a
los patrulleros y avísale a Bob que ya tenemos al asesino.
Cuando llegó a la comisaría, el inspector Smith interrogó a Friedrich.
—Dígame, Friedrich, ¿A qué se dedica?
—Soy ingeniero en sistemas.
— ¿Está satisfecho con su empleo? ¿Tiene algún conflicto
laboral?
—No, en absoluto, pero quizás quiera saber por qué he
cometido un acto como el de ayer.
—Pues, cuéntemelo.
—Mire, soy una persona normal. Al menos hasta que conocí a
Adela, lo era. Ella había llegado a Berlín procedente de Venezuela. Se ganaba
la vida haciendo la limpieza y faenas en los pisos. Era una criada y trabajaba
muy bien. No hablaba muy bien alemán, pero se hacía entender.
—Entonces usted, un día la contrató para que le hiciera la
limpieza y se enamoró de ella.
—Sí, en efecto. Un día ella estaba limpiando los cristales y
se cayó de una escalera en la que se había montado, se lastimó la pierna y
cuando me ofrecí a ayudarla, por alguna razón comencé a sobarle la pierna.
Después todo sucedió muy rápido.
—Le pidió que se quedara con usted y comenzaron a hacer
planes, ¿verdad?
—Sí. Yo quería darle un estatus y quería que fuera la madre
de mis hijos. Soy una persona un poco cerrada y me cuesta mucho relacionarme
con las mujeres, así que esa era una buena oportunidad. Además Adela era guapa
y muy ardiente.
—Siga, le escucho con atención.
—Pues, pasó el tiempo. Al principio ella era muy abnegada y
conforme fue aprendiendo el idioma cambió, yo no hablo español muy bien, por
eso preferíamos el alemán, pero resultó que ella empezó a manifestarme su
desacuerdo en muchas cosas. No le gustaba mi olor a tabaco, no aceptaba que le
dedicara mucho tiempo al ordenador y mis asuntos personales. Creo que
finalmente fue por eso que empezó a salir con un tal Ernesto, un paisano suyo.
—Ah, quiere decir que le ponía los cuernos y usted se
enfadó.
—No exactamente. Ellos al principio se ponían a conversar en
su idioma. Yo contraté a Ernesto para que reparara unos enchufes y nos
instalara un aparato de sonido, pero él comenzó a venir con más frecuencia con
la excusa de revisar no sé que cosa de la instalación.
—Estaba claro que se encontraban para algo más que
conversar.
—Sí. Yo sospecho que en mi ausencia ellos tenían relaciones.
En realidad eso no me importaba, yo amaba a Adela y estaba dispuesto a soportar
el engaño.
— ¿Entonces por qué la mató?
—Pues, porque ella tuvo la culpa.
—Explíquemelo.
—Es que comenzó a quejarse de mis atenciones, de mi
persistencia, de mi olor, de mis caricias. Me sentía como si fuera un monstruo
y la empecé a odiar. Me prometí que un día la mataría. Ella seguía
encontrándose con Ernesto y creo que antes de venir aquí ya tenía planeado
fugarse con él.
— ¿Y cómo la convenció de venir?
—A Amalia le encanta el mar, le recuerda, bueno, le
recordaba su tierra. Siempre me decía que extrañaba las playas, el sol, las
frutas de su país. Decidí que si le ofrecía un viaje aquí, no podría negarse,
así que fui a la agencia con la esperanza de que resurgiera el amor entre
nosotros y casi lo logré, pero su inconsciente y el mío nos traicionaron porque
anteayer cuando ella estaba dormida, a ella le gustaba dormir desnuda, la
comencé a acariciar y le besé todo el cuerpo. Ella reaccionó cuando yo estaba
en su entrepierna y me agarró muy fuerte de la cabeza y comenzó a masturbarse,
luego pronunció con mucha pasión el nombre de Ernesto. ¡Me quedé frío! En mi
cabeza se mezclaron las ideas y en mi corazón los sentimientos. Por un lado, yo
quería mucho a Amalia, estaba realmente enamorado, pero por el otro, ella
confesaba dormida que me había visto la cara de idiota. Me salió el orgullo y
el rencor. No me pude controlar. Recordé las ocasiones en que me rechazaba
diciendo que no le gustaba mi forma de besarla, que odiaba mis manos, mi
perfume, mi piel y ya no me pude contener. Siempre llevo una cinta adhesiva
para empaquetar cosas. Ahí estaba el scotch, lo cogí y enrolle las manos de
Amelia, le di un fuerte bofetón y se despertó espantada, le metí un calcetín en
la boca, me miró con odio, le enrolle la cabeza para que no escupiera el
calcetín. Le dije: “Ah, maldita, me traicionas, te quieres ir con tu paisano,
¿No? Odias mis besos, ¿no es verdad? Pues, ahora tendrás que soportarme,
maldita. Imagínate a tu estúpido Ernesto ahora”.
No sé qué monstruo surgió de mi interior. El caso es que me
gustó hacerle daño. Le mordí el cuerpo hasta arrancarle los pezones y los
labios vaginales, los muslos y todo lo demás. El sabor de la sangre me despertó
un instinto desconocido. Quería cada vez más, no tenía control y le arranque lo
que pude hasta que se me cansó la quijada. Quedé exhausto, ella perdió el
conocimiento y la ahorque con mucha dificultad. Cuando murió me dormí. Desperté
ensangrentado, sin entender lo que había sucedido. Incluso quise llamar a la
policía pero recordé que había sido yo el culpable de su muerte. Me duché, cogí
una bolsita que había por ahí y metí los pedazos de sus pechos y vagina, la
nariz, las orejas y los labios. Tiré todo en un contenedor. Me vine a la playa
y enterré en la arena las tarjetas de la habitación. Descubrí que tenía una
botella de whisky y me la tomé toda. El sol me produjo un estado de sopor y
luego me desconecté. Al despertar estaba peor. Estaba tratando de pensar en un
lugar al que pudiera huir, pero me atraparon usted y su ayudante. Ahora estoy
aquí indefenso ante usted.
— ¿Sabe que habrá un juicio y que seguramente será condenado
a veinte años de cárcel?
—Sí. Lo entiendo, pero me he convertido en un monstruo, hice
algo horrible y ni siquiera puedo decir que lo disfruté porque no soy un psicópata.
Sólo soy un hombre que perdió el control por causa de los celos, ¿Cómo
explicarle a la gente eso?
—Creo que nadie lo entendería, Friedrich.
—Tengo la misma impresión, inspector.
—Bueno. Ahora se lo llevarán y sólo volveremos a vernos en
el juicio.
Diecisiete de noviembre
Respuesta a Juan
Se lo oí decir a Mario Benedetti en una presentación de sus
poemas, hasta ese momento yo había sido un romántico bobalicón, muy inexperto y
tímido, pero Mario dijo de pronto:
“¿Y si Dios fuera mujer?”—pregunta Juan sin
inmutarse—. ¿Pero cómo lo supo? Primero, mi nombre y, luego, mi pregunta. Sí,
sí, dígamelo gran maestro, ¿Qué pasaría si Dios fuera mujer?
Antes de contestar—dice de forma solemne, Mario—, aclaro que
lo que dice otro Juan, no tú, sino el de apellido Gelman, no es exactamente sobre
divinidad porque se refiere sólo a un erotismo pasajero de seis enfermeras muy
cachondas que en un lugar llamado Pickapoon se acuestan con los hombres que se encuentran, las supuestas enfermeras. No, el problema que planteas, querido
amigo Juan, es filosófico y concierne a la teología.
¿Quién negaría a Dios? ¿Podrían resistir los ateos y agnósticos
su existencia siendo hijos de su madre? Y nos enfrentamos a otra cuestión en
caso de negarla, el hecho de que se nos acercara desnuda y pura la divinidad.
Despertaría el deseo y, el pecado, sería no hacerlo con ella, es decir, no
abrazarla, no poseerla y entregarse en cuerpo y alma a la religión. Por eso, tu
pregunta, amigo Juan, me resulta de suma importancia.
Entonces no moriríamos jamás, querido Mario. “Exacto mi estimado,
si fuera mujer Dios, nadie temería morir porque con la muerte encontrarías todo
lo que has buscado en vida, además con la promesa de esa existencia imperecedera después de
la muerte, habría miles de suicidas dispuestos a unirse eternamente al Señor”.
¿Y qué hay del amor, maestro? “Eso mi adorado Juan, es lo
más hermoso que a un ser le podría pasar. Siendo en conjunto el amor maternal y
carnal que nos proporcionaría dicha divinidad. Se experimentaría en su regazo
el amor incondicional de madre y el amor carnal de una hembra en celo, que te
ofrecería morir para llegar a su reino. Feliz aquel que pudiera disponer de un cariño
tan placentero”.
¿Y las blasfemias? “Eso lo haría todo ser que se considerara
verdadero hombre”. No le entiendo maestro, explíquemelo mejor. “Es sencillo, si
cada vez que blasfemaras encontraras el arrepentimiento, habría reconciliación
y la consecuencia, creo que te la imaginas ya. Por eso, el hombre viviría de la
blasfemia y se acercaría a Dios para hacer eternamente las paces”.
“Ve tranquilo, ahora, alumno mío y diles a los demás que tienen
la mala suerte de que Dios no sea mujer, pero hay muchas mujeres en la tierra
para divinizarlas”.
Dieciocho de noviembre
Si no hubiera sido por el granizo.
Cuando era un adolescente me gustaba pasear en compañía de
mi hermano. Una de nuestras diversiones era la de ir caminando por un camellón
hasta llegar a unas ruinas que se habían conservado de la época de los aztecas
en la Ciudad de México. El lugar se llama Cuicuilco y en la actualidad cuenta
con una pequeña pirámide porque todo lo demás fue destruido por el tiempo.
Hasta el día de hoy no sabía que la palabra Cuicuilco quería decir “Lugar donde
se hacen cantos y danzas” y que se construyó más o menos en el año 700 a.C. Como no es mi intención contar la historia de
ese lugar, más bien diré que era un pequeño refugio al que nos íbamos mi
hermano y yo cuando en la casa había riñas entre mis padres o faltaba la
comida. Quizás sentíamos la necesidad de irnos lo más lejos posible para no oír
los gritos y reproches que se intercambiaban mis padres.
En una ocasión Roberto llegó de la secundaria, era un
viernes y no teníamos tareas que realizar el fin de semana, así que en cuanto
terminamos de comernos lo poco que había preparado mi madre acordamos, con una
sola mirada, salir a hacer la habitual caminata. La distancia que nos separaba
del lugar eran unos tres kilómetros y la aprovechábamos para hablar de nuestras
inquietudes. En esa época pensábamos un poco en las chicas, en el deporte y la
amistad verdadera; los estudios los veíamos como una obligación inevitable y
sólo le encontrábamos gusto a la literatura, yo, y mi hermano a la biología.
A menudo era yo quien
empezaba a hablar de las muchachas que me gustaban. En cierto grado, mi hermano
estaba harto de mis conversaciones sobre Patricia, la vecina más hermosa del
barrio, que según decía, ni loca se fijaría en mí. Le conté a Roberto que había
ido a comprar un helado y que me había chocado con ella, que la había saludado
y le había invitado a un helado. “¿Y crees que con un simple helado te la vas a
enamorar?” No, por supuesto— le dije—, pero por algo hay que empezar.
Creo que de tanto hablar de mis sentimientos, él, ya ni
ponía atención y seguía acompañándome con mucha resignación dándome por mi lado.
En relación a las mujeres mi hermano era muy práctico. No le importaba la
belleza, a pesar de que era un soñador romántico para ciertas cosas, para él la
mujer era una mitad indispensable del hombre y había que conseguirla, aunque
fuera la más fea de todas. Tal vez por eso era tan popular, porque no le ponía
peros a nadie y no sólo sus compañeras del grupo lo perseguían con acoso, sino
hasta las que estudiaban conmigo. Por supuesto, él, no se hacía del rogar y salía
con quien quisiera.
Yo, por el contrario buscaba un amor diferente. Quería
pasión pero también solidaridad y un poco de refinamiento estético o literario
en la relación. Creo que era muy iluso y demasiado idealista. Tuve que sufrir
muchos desengaños y traiciones para que se me quitara lo apasionado. Muchísimos
años después, cuando salió el libro de García Márquez, “El amor en los tiempos
del cólera”, me vi identificado con Florentino Ariza, claro que no empecé a
buscar mujeres como el personaje del libro, pues por fortuna encontré el amor
pero en otro continente y veinte años después.
El caso es que esa tarde después de haber pasado muchas
horas conversando echados en el césped que cubría la cima de la pirámide,
decidimos volver a nuestra casa porque se avecinaba una tormenta. Decidimos regresar
por el camellón. De pronto, el cielo se puso gris y se enfrió el viento. Empezaron
a caer enormes gotas de lluvia que parecían esferas de cristal que se
reventaban al caer. Aceleramos el paso y el aguacero se apresuró como si
siguiera nuestra carrera. Pensamos que llegaríamos empapados a la casa y que tendríamos
que ducharnos de inmediato para no pescar un resfriado. El aviso de lo que nos
esperaba fue una bolita blanca que se resquebrajó con un sonido seco.
“Es
granizo”—gritó Roberto. Al principio lo tomé como algo sin importancia pero
pasados tres minutos la caída de las municiones blancas era tan tupida que nos
empezó a doler la cabeza. “Nos va a descalabrar este maldito granizo”—le dije a
mi hermano. Entonces él se quitó los zapatos y se los puso en las orejas.
Queríamos cruzarnos a la acera para buscar un refugio inexistente y para colmo
el tráfico aumentó en ese instante, era imposible ver a qué distancia estaban
los coches porque una neblina gris con pedriscos blancos nos lo impedía. Por
fortuna la lluvia pasó, pero llegamos descalzos con los calcetines agujereados,
los brazos llenos de moretones y la cabeza con chichones y bolas de hielo
enredadas en los mechones.
Por un lado nos alegraba no haber recibido los
golpes más dolorosos en las orejas, pero tuvimos que sacrificar la mollera. Lo
peor de todo es que cuando íbamos llegando a nuestra casa se cruzó con nosotros
Patricia y su madre. No pude evitarla porque estábamos demasiado cerca. Ella me
vio muy sorprendida y después de ese encuentro jamás me volvió a hablar.
Diecinueve de noviembre
El escarabajo.
Despertó casi convertido en coleóptero. Al principio se
alegró porque era casi como Gregorio Samsa, personaje de la novela corta de
Franz Kafka, la cual se había escrito hacía tres siglos. ¿Cómo es posible que
un escritor judío atormentado por la presión de su estricto padre, pudiera
predecir el futuro?—se preguntó el asombrado Jorge frente al espejo. En
realidad no había leído la novela ni otros de los trabajos del talentoso
escritor checo. Era por su profesión por lo que no le dedicaba ni un minuto a
la literatura, la cual ya era considerada como una actividad muy antigua y
caducada. El leer historias escritas era como hablar en latín en el siglo XXI.
Todas las mañanas se sentaba en una habitación de su casa en
la que, de forma virtual, se proyectaba un laboratorio médico y se hacía
pruebas para saber cuál era el estado de su salud. Por un error en la
programación de las partículas de recuperación muscular contenida en un
medicamento, Jorge, se había transformado en insecto. Depositó las muestras de
orina en una probeta especial que era como aquellas viejas tiritas automatizadas
que mostraban la cantidad de glóbulos blancos, proteínas y glucosa, pero ésta
tenía miles de funciones más, ya que registraba en una pantalla inmersiva
virtual, toda una lista de sustancias nocivas con sus porcentajes
correspondientes, además indicaba las anomalías que cada sustancia causaba en
el cuerpo humano. Como no contaba con los aparatos de fisioterapia para
solucionar su insignificante deformación decidió ir al hospital más cercano. Sabía
bien que podría haber pedido que le enviaran a su domicilio un aparato nuevo,
pero en realidad sentía una fuerte necesidad de ponerse en contacto con un ser
no virtual y seguramente en el hospital encontraría por lo menos uno.
Salió de su casa y se subió a un aparato que un hombre del
siglo XX habría llamado coche, sin embargo este medio de transporte era mucho
más rápido y tenía un sencillo sistema de regulación de fuerzas magnéticas que
le permitía desplazarse por el aire sin ninguna dificultad, a gran velocidad y
sin riesgo de accidentes.
Llegó al hospital y al pasar por el umbral de la puerta principal
apareció en el piso una luz de color anaranjado que le indicó la dirección en
la que debería avanzar para llegar a la sección de tratamiento terapéutico. Durante
los breves minutos que duró su trayecto, las imágenes tridimensionales parecidas
a las reales le mostraron los espacios por los que un escarabajo como él
frecuentaría en caso de encontrarse en la naturaleza. Al llegar a su destino le
mostraron los aburridos anuncios publicitarios que lo trataban de persuadir,
sin resultado alguno, de que se fuera a vivir a Marte en una zona residencial
habitada por las personas más exitosas de clase.
“Buenos, días, señor Jorge, haga el favor de esperar un
momento, Ahora le atenderemos”. Era un androide con aspecto de enfermera que lo
condujo a una sala de espera donde sólo había dos personas.
Jorge se alegró mucho de encontrar a un matrimonio que había
tenido un problema similar al suyo, pero que en lugar de transformarse en escarabajos
habían desarrollado características de reptiles.
Hola —le dijeron con una gran sonrisa—, mire nada más lo que
está provocando la alteración de algunos medicamentos por falta de control en
las empresas farmacéuticas. A pesar de que tenemos un avance tecnológico envidiable,
siguen sucediendo cosas tan absurdas como esta.
Sí—contestó, Jorge—, imagínense que ayer cené y para dormir
a pierna suelta me tomé una cápsula hipnótica y hoy al despertarme amanecí con
este aspecto.
A nosotros nos pasó lo mismo, pero fue después de una noche
de farra. No quisimos venir ayer, al tratamiento y, sólo hoy, hemos decidido atendernos.
Jorge se mostró muy satisfecho por la compañía de sus
compañeros de desgracia. Les contó las últimas bromas y chascarrillos que se
sabía y oyó con gusto lo que ellos le contaron. No paraban de reír y cuando se
tranquilizaron un poco, una luz amarilla les indicó que había llegado su turno
para entrar en el cubículo dónde recibirían su tratamiento revertido. Se despidieron
con la promesa de volverse a encontrar y en cuanto Jorge se dio la vuelta, el
matrimonio, una lagartija y un camaleón hembra, se lo engulleron con violencia.
Veinte de noviembre
Crónica de una democracia anunciada.
En medio del Océano Pacífico se encuentra un archipiélago
habitado por mulatos, negros y un bajo porcentaje de blancos. La isla mayor fue
descubierta en el siglo XV por unos marinos que llegaron por equivocación, pues
buscaban una ruta más corta para llegar al país de las especias, pero por una
equivocación sus embarcaciones llegaron allí. El almirante que iba al frente de
la caravana les dijo a los marineros que habían llegado a Especinda. Todos,
convencidos de que habían llegado al continente que buscaban, decidieron
conquistar el territorio para su Imperio. Volvieron los tres barcos con los
aborígenes y una gran variedad de plantas y animales al puerto de donde habían
salido. El rey de Peñíscola decidió que sería bueno mandar navíos bien dotados
de armamento y un ejército completo para asentarse en el área.
Después de la colonización se estableció un Virreinato que
duró tres siglos. En ese periodo tan largo de tiempo otro imperio, Rockola, que
tenía colindancia con Peñascola decidió invadir una isla mucho más grande ubicada
al noroeste de Salcola, el virreinato de Peñascola, y fundaron una nación
independiente que se autodenominó Provincia Unidas de Rockola (PUR). En un
periodo muy difícil de la historia mundial, tanto Salcola como PUR se
independizaron anulando las leyes de sus correspondientes reinados.
Las dos naciones independientes vivieron bajo un régimen de
buena vecindad, pero un día el Presidente de PUR decidió que se debía proclamar
una ley de territorio marítimo. Los especialistas en geología y océanos decidieron
que la ley debía señalar con exactitud la proporción de sus aguas e indicar las
fronteras. Después de elaborar cuidadosos cálculos se llegó a la conclusión de
que Salcola quedaba dentro del territorio marítimo de PUR, con gran alegría se
promulgó una nueva constitución en la que se le concedía a todos los
purianos trasladarse a la isla vecina,
la cual se convirtió en la provincia número quince de PUR.
Los habitantes de Salcola tenían una economía estable y su
gobierno había establecido relaciones diplomáticas con todas las naciones del
planeta. En una reunión anual de la Organización de las Comunidades Mundiales,
el presidente de la PUR leyó su declaración de guerra en contra de Salcola por
su falta de obediencia y le comunicó a los representantes de relaciones exteriores
de todas las naciones que rompieran sus vínculos económicos y políticos con el
país insurgente porque violaban el derecho internacional.
Los salcoleses opusieron resistencia a la invasión de PUR, pero
como no contaban con un ejército fuerte y organizado perdieron rápidamente la
guerra. El nuevo gobierno puriano, simulando que quería establecer la
democracia, convocó a elecciones para elegir al gobernador de la isla, por lo
que se formaron tres partidos:
El Partido
Revolucionario Salcolés (PRS), partido que se regía por los principios de la no
propiedad privada, El Partido Progresista Burgués (PPB), apoyado por el
gobierno de PUR y representado por sus empresarios más influyentes, y El
Partido Anárquico Independiente (PAI), constituido por ancianos y enfermos que
se encontraban en estado terminal.
Al llevarse a cabo las elecciones, el PPB realizó el fraude
que tenía previsto desde la campaña electoral, pero los miembros activos del
PRS repartieron, a la hora de las elecciones, una boina y un fusil con tres
cananas llenas de balas y un par de granadas. Como de un día para otro el país salcolés
se encontró en condiciones de oponer resistencia a PUR, se mandó fusilar al
candidato que había ganado las elecciones y se expulsó a todos los ciudadanos
que no tuvieran nacionalidad salcolés.
Como era imposible empezar una guerra en
ese momento, se decidió que lo más propio sería anunciar un embargo de la isla,
de tal modo que la mayoría de naciones, animados e influidos por el presidente
de PUR, rompieron sus relaciones con el país insurgente y se privó a los
salcoleses de la petición de asilo político y apoyo económico. El plan era que
nadie pudiera salir de la isla y con el tiempo perecieran de inanición ya que
las condiciones agrícolas del terreno salcoles no eran las más óptimas para
alimentar a toda la población. Había minerales pero como se había prohibido
todo tipo de transacciones con Salcola, la economía nacional se vino abajo. Por
fortuna, algunos países que compartían sus principios de no aceptar la
propiedad privada se unieron al PRS y los abastecieron de petróleo, armamento,
comida y servicios sanitarios.
El presidente del PRS aprovechó la unión del pueblo para
crear un frente de resistencia que duró sesenta años. Durante esas décadas hubo
mucha emigración clandestina y los últimos veinte años fueron los más duros
para los habitantes de Salcola, sin embargo esto no impidió que en la isla
hubiera un desarrollo humano sostenido y la medicina progresara, incluso más
que en otras naciones mucho más desarrolladas. En los sesenta años de
aislamiento, muchos países que en un principio se habían solidarizado con el
jefe del gobierno salcolés, cambiaron el rumbo de su política y suspendieron el
apoyo económico a esta pequeña isla. Los salcoleses resistieron hasta el último
momento y siguieron fieles a sus principios de no reconocer la propiedad
privada.
Un día, sesenta y dos años después del levantamiento del
embargo, un presidente de PUR anunció que era hora de cambiar la política
internacional y que era necesario evitar una tragedia en la isla de Salcola,
por lo tanto oficialmente levantó el embargo.
La esperada ovación de la comunidad internacional se hizo
esperar demasiado y ni siquiera hubo repercusión en la prensa. Todas las
personas sabían perfectamente que PUR había perdido sus posiciones en el
Oriente Medio y que su oponente, el archipiélago de Stolichnj, le estaba
haciendo la vida imposible en su intento por expandir el plan global de compromiso económico, por
lo que se había visto obligado a infiltrarse de nuevo en la isla Salcola.
El plan que se ideó esta vez fue el de proponer un plan
económico de desarrollo emergente. Los salcoleses cansados de ver la comodidad
y lujo con la que otros países cercanos vivían, votaron en contra del PRS y
llamaron a nuevas elecciones. Esta vez se decidió mandar a los más ricos
emigrantes salcoleses asentados en PUR para hacerse con poder. No fue una tarea
muy difícil, puesto que le cegaron los ojos a la población con una cantidad de
innovaciones en la isla que nunca jamás habían visto. En tres meses se
construyó una planta de armado de tractores, se crearon miles de fuentes de
trabajo, se comenzó a producir soja genéticamente modificada, maíz g.m,
lentejas g.m, frijoles g.m y apareció la carne de vaca g.m y la de cerdo g.m.
Los salcoleses no salían de su asombro. Se empezaron a
restaurar las construcciones viejas de los barrios más pobres, se construyeron
rascacielos y hoteles de lujo, apareció la financiación para comprar todo tipo
de cosas, la educación se subvencionó, las universidades se llenaron y los
nuevos salcoleses empezaron a viajar por todos los continentes. El turismo
aumentó en cantidades desmesudas.
Cuando Salcola era ya un país desarrollado llegó a la casa
blanca de la isla, una carta del presidente PUR dirigido al primer mandatario
salcolés. Hubo un informe presidencial urgente en el que se anunció la deuda
externa del país.
“Queridos ciudadanos:
Me dirijo a ustedes para comunicarles que
nuestro país está en la senda luminosa del progreso y que seremos de los países
más fuertes en nuestro entorno. Trabajaremos con ahínco porque tenemos una
deuda de cien mil quinientos millones de oros que tendremos que devolver al
Cofre Mundial de Dinero (CMD) como porcentaje de las obligaciones que
adquirimos al pactar el tratado de libre transacción con PUR”.
Nadie comprendió lo que decía el presidente y se siguieron
realizando las actividades habituales con la creencia de que todo saldría bien.
Cinco años después, hubo una devolución, la riqueza se fue
repartiendo entre los más influyentes y la clase media comenzó a desaparecer,
el pueblo quedó oprimido por los dirigentes gubernamentales que ya no eran ni
mulatos ni negros como lo habían sido siempre, incluso ya ni siquiera hablaban
en su idioma, cada vez se fueron sintiendo más extraños hasta que no quedó un
solo salcoles.
Veintiuno de noviembre
Lágrima acibarada
Comienza el invierno y para muchos la lenta caída de los
copos de nieve es una fiesta del alma. En el corazón resurgen los buenos deseos
y el ambiente navideño aniega los pulmones de ilusión, sobre todo los niños se
regocijan por la próxima llegada de Papá Noel, Santa Claus o Died Maroz, para
los infantes no hay nacionalidades y les da igual de qué país venga y cómo se
llame el emisario con su trineo, siempre y cuando, deje los deseados regalos
debajo del árbol. De cualquier forma, su barba será siempre blanca y su risa
rebosante de satisfacción, el abuelo jocoso es siempre el mismo, aunque cambie
de traje y de nombre.
Bajo por las
escaleras del paso de peatones y me mezclo con los transeúntes que muy apurados
caminan tratando de esquivar y adelantar a los demás en el estrecho corredor
subterráneo. Trotan al trabajo con sus bolsos, maletas y portafolios, van como
si se tratara de una competición, nadie quiere llegar el último y por eso me
retiran con el brazo sin dirigirme la palabra o me meten la zancadilla para
distraerme y poder pasarme. Esa costumbre de llevar prisa siempre y adelantar a
los otros, que se repite día a día por las mañanas y las tardes, se ve
interrumpida por un momento. Los culpables de tal desaceleración son dos
músicos muy jóvenes que no tocan música
moderna sino clásica. Se han esmerado tanto en ejecutar su melodía que las
bolas, do-re-mi-fa-sol-la-sí, rebotan por todas partes, además como las soplan
con un violín y un chelo, como si se tratara de pompas de jabón, la gente se
hace más prudente y desliza con suavidad sus pies, como si quisieran bailar un
vals, pero como la composición es un aria triste que en vida interpretaba el
magnífico Pavarotti, la gente sigue su trayecto con nostalgia y un poco cabizbaja.
El chico del violín que debería parecerse a Paganini tiene el rostro de
Nicolás, no el santo sino el escritor Gógol; el del violonchelo es idéntico a
Gorki y no a Puccini como se podría suponer. Se mueven con armonía, como si
estuvieran echando el alma en cada roce del arco y las notas fueran flechas
musicales, hirientes, dulces y mortales que se esparcen por el iluminado túnel.
Es entonces cuando la veo. Está parada, su cuerpo delgado y
pequeño semeja el de una niña de diez años, pero viéndola bien, descubro que es
una mujer de unos treinta. Lleva un gorro viejo de estambre color negro, su
pelliza está desgastada del cuello y el peluche tiene partes pelonas. Veo su
cara marcada por un gesto de dolor que le ha dejado una expresión de mártir,
sin embargo, ahora la música ha entrado primero a su alma por las orejas y
después ella ha comprendido lo que es. No sé sí sepa que letra tiene la Nessun
Dorma, pero ni falta hace porque el sentimiento de la princesa de la canción, en
su cuarto frío, ya la ha hecho llorar. Sus lágrimas son amargas, conmovedoras
por causa del alma que se destila, en ese momento, en cristales líquidos,
¿Cuánto dolor lleva cada una? ¿Cuántas imágenes de sufrimiento y hambre hay en
cada gota? Imposible saberlo.
Sus zapatos rotos y manchados están estáticos y parecen
pertenecer a una limpiadora incansable de la ciudad. Debería tener las manos
entrelazadas en actitud de rezo pero esta como un soldadito de plomo, inmóvil,
el único movimiento que le noto es el de la secreción espiritual estrellándose
en el suelo, haciéndose añicos, desprendiendo cachitos transparentes y diminutos
lamentos. Su pecho permanece estático. Los ojos ven otro mundo, otra dimensión,
un lugar inimaginable que tal vez exista en los cuentos de hadas porque aquí la
vida continúa. Nadie creerá en las lágrimas, mucho menos en estas que
pertenecen sólo a una mujer desafortunada que no nació en tiempos de guerra, ni
de depresiones económicas. No se debería quejar—piensan los pocos que la ven.
Tal vez un católico o un ortodoxo podrían compadecerse de
ella y ayudarla en su padecer, que no ha sido causado por la nostalgia, sino
por la lucha injusta y perdida a la que se enfrenta a cada minuto. Y ahora,
esta melodía que entra en su espíritu sin avisar, se derrite por dentro y no se
puede oponer, le flaquean las piernas. De pronto, una pregunta me mete en un
embrollo porque no sé cómo responderla. ¿Dónde está la bondad?
No hay, todo es un teatro de conveniencias. La mayoría de
nosotros ayudamos por vanidad, por algún reconocimiento, queremos ser buenos
ante los ojos de los demás pero Dios nos hizo defectuosos. Debido a los
escándalos de los violadores de la iglesia católica, la Santa Inquisición, la
quema de brujas y los rumores sobre la gran vida que se dan los monarcas
ortodoxos, nadie cree en la religión. Los ateos se apoyan en la humildad del
hombre y su razonamiento, pero no tienen una palanca que sea adecuada para
mover a la humanidad. En cambio los religiosos se jactan de poner su palanca y
apoyarse en Dios. ¿Quién podría encontrar algo mejor? Tal vez sea el culpable Arquímides,
quien con su frase les dio las armas. La divisa mundial lo lleva escrito con
letras claras. “Creemos en Dios”.
Me alejo con pesar porque la enfática decisión del Venceré,
venceré, es sólo parte de una canción, en la vida real esta pobre desgraciada
necesita amor, unas cuantas monedas no le servirán de nada. La gente se
apresura a alejarse de ella porque los músicos terminan su interpretación. Ya
no hay esferas maravillosas que nos iluminen el camino, vuelve el frío, la
indiferencia, el silencio y el mal humor de todos los días. Solo algunos han
podido conservar unas cuantas notas en su corazón y sonríen con ojos
ilusionados.
Veintidós de noviembre
Dominó
—Pero esa historia es un plagio. Claro que sí, pero aquí no
importa.
— ¿Cómo que no importa?
—Mire, si voltea hacía arriba verá a unas personas curiosas
mirándonos. En cualquier momento pueden aparecer, ¿Lo ve?
—Sí, era una mujer, luego un hombre barbudo y un joven con
lentes. ¿Pero cómo sabe usted todo eso?
—Lo descubrí hace poco.
— ¿El qué?
—Pues, que usted y yo no existimos más que en forma
unidimensional, somos planos, casi como unas manchas de tinta. Usted se llama
Rodrigo y yo Jaime.
— ¿Y siempre estaremos así?
— No lo sé, no me lo pregunte porque sólo ayer me di cuenta
de que nos espían, pero para eso estamos aquí.
— Ah, y ¿cuál es nuestro objetivo o fin en la vida?
— Esa es una pregunta filosófica, aquí, usted y yo, sólo
contamos unas historias que vienen de allí.
— ¿De dónde?
—De allí atrás. Mire, ponga la mano aquí. ¿Qué siente?
—Algo tibio, es una hoja como salida de una fotocopiadora.
—A ver, léala.
—Erase una vez una chica que conoció… Ah, ¿a esto se refiere?
—Sí, si a eso, siga, por favor.
—…una chica que conoció a dos hermanos gemelos y cometió
adulterio, ja ja ja, eso es muy cómico. ¿Usted lo haría?
—¿Qué cosa?
—Equivocarse a posta para acostarse con su cuñada.
—Pues ahora que lo dice suena divertido y un poco seductor,
sobre todo porque me gusta más mi cuñada que mi mujer
—¿Pero son gemelas?
—No.
—Mire nada más, cómo es usted de insolente. Shh, ¿hay
alguien allí?
—No, no, siga con la historia.
—Pues ante el juez la mujer argumentó que se había acostado
con su cuñado porque era exactamente igual a su marido. Sí, dijo el juez, pero
mírelos bien, ¿nota algo extraño? ¿No? ¿Nada?—contestó la mujer—. Cómo que
nada, cómo que nada. ¿No ve que son de distinto color? Sí señor juez—parloteó ella— pero yo me acosté
con mi cuñado cuando era de noche y como estaba oscuro no lo vi. Pensé que era
mi marido con un pijama nuevo. Que insolencia, señora, mire a su marido, y dígame
cómo es. Blanco— contesta ella—. ¿Ve?!Es blanco! Más blanco que la leche y usted
dice que no lo notó. No, señor juez, estábamos completamente a oscuras—responde
sollozando, la mujer.
—¿Qué piensa usted Rodrigo, de esto?
—Pues, creo que es imposible que algo así suceda en la vida
real. ¿Cómo puede haber dos gemelos, uno blanco y otro negro?
—Yo tampoco me lo explico, pero es real.
—¿Cómo saberlo?
—Pues mire, déjeme
sacar otra hoja de papel. Ah, sí aquí esta. Día diecisiete de abril por la
noche, en las escaleras eléctricas del metro, mientras descienden Juan
Cristóbal E Hudtler e Hilda Guzmán. Hilda le comenta a su interlocutor. ¿Sabes
que cuando estudiaba tenía dos compañeros gemelos? Y eso qué tiene de
interesante—le imputó, Juan. Pues que eran iguales, igualitos, con la única
diferencia, de que uno era negro y el otro blanco. ¿Lo ve don Rodrigo? Es
verdad.
—Pues qué interesante pero ¿en que terminó la historia?
—¿Cuál? La de Hilda o la de la mujer infiel.
—La de la mujer infiel. Pues usted debe saberlo, ahí tiene
la hoja, siga leyendo.
—La condenaron a la cárcel pero luego dio a luz.
—Ah, con eso se aclaró el problema y la liberaron ¿No es
así?
—No. Me temo que no, porque, aquí dice que la mujer fue
castigada, con una multa y el divorcio.
—¿Y luego que sucedió? Lea más rápido, por favor.
—Pues que nacieron de nuevo gemelos.
— Aja, ahí está la clave. Déjeme adivinar. ¡Eran de distinto
color ¿no?!
—De distinto sexo.
—Ah, pero del mismo color ¿no?
—No, una era amarilla y la otra pelirroja. Esto es una
burla, ¿quién nos ha metido en esto?
—Ya le digo que no depende de nosotros. Deje de coger folios
de ahí, y pinte un punto final.
—Adiós, don Jaime, fue un placer.
—Hasta la próxima, don Rodrigo, no se vaya muy lejos porque
pronto saldrán más historia de esa pared.
Veintitrés de noviembre.
La confusión.
Un ser como mi tío Alejo sólo podía haber nacido en México
porque, de haber llegado al mundo por otra salida, digamos en algún país de
Europa, se habría convertido en un talentoso doctor. A menudo, he pensado que,
tal vez, la única causa de su alarmante situación fuera el haber nacido lejos
de su época o en una familia demasiado pobre. Era originario del estado de
Morelos y a los trece años se había escapado con un charlatán que le enseñaría
todas las argucias de los merolicos y las increíbles cualidades persuasivas de
la oratoria. Cansado de tener que sufrir las inclemencias de un campo infértil
en temporada de siembra, lluvioso en las cosechas y gélido en primavera y
verano; Alejo decidió abandonar a sus padres. Cuando lo hizo, nadie lo echó en
falta y, primero, pensaron que era una de sus habituales formas de expresar su
desacuerdo con las normas de la familia Rosas, pero pasada una semana, todos se
olvidaron de él. Un mes después, se sintió la ausencia de Alejo por un aumento
mínimo de comida. Todos se encogieron de hombros, se persignaron en señal de
que deseaban que le fuera bien y siguieron con su vida diaria.
Desde que lo vio “El Milagroso don Joselo”, merolico
embaucador, supo de inmediato que el chamaco prometía. Le fue necesario sólo
hacerle una pregunta para entrever la facilidad de expresión que tenía el
adolescente. Se lo llevó y desde el primer día compaginaron. Le enseñó a mezclar
pociones de hierbas, a alimentar lagartos y serpientes, a obtener el veneno de
las víboras y alacranes para usarlos con fines terapéuticos. Le mostró los
milagros del tepezcohuite, un día que el pobre Alejo se había caído en una
hoguera y se le estaba asando la espalda le dijo:
“No te preocupes, mijo, con esto no va a quedar ni una
marca”.
Precisamente después
de esa curación, Alejo le prometió fidelidad eterna a su maestro. Por desgracia,
el tiempo y la surte se le acabaron a don Joselo y un día estiró la pata por
causa de la venganza de dos hombres, que vieron morir a una de sus parientas
por la ingesta de los mejunjes del famoso curandero y, al consultar a un galeno
con título, se dieron cuenta de que les habían envenenado a su querida prima
con un exceso de alcanfor, menta y azúcar. Esa lección, sobre todo, le advirtió
a Alejo que debía apuntar en una libreta las proporciones de los milagrosos
brebajes que inventaba.
Pasó el tiempo y su interés por la medicina lo condujo a las
bibliotecas de las ciudades por las que hacía sus recorridos. En ocasiones se dibujaba
partes del cuerpo, órganos y huesos. Guardaba animales en formol para
mostrarlos como bichos extraídos del cuerpo humano. Alejo tuvo mucho éxito en
sus empresas y logró incluso conquistar a una mujer muy guapa, casarse con ella
y mantenerla para que llevara una vida holgada. Tenían tres hijas y un varón,
Mateo, quien desde muy joven mostró también cualidades para la oratoria, pero
mucho más para la medicina, de tal modo que se convirtió en un cirujano muy
capaz.
Lo que ha dado pauta a esta historia es que con el progreso,
pues les hablo de los años setentas del siglo veinte, Alejo tuvo que irse
retirando a poblaciones menos desarrolladas, a sitios recónditos donde la gente
era más supersticiosa y crédula, así que por azares, no de la vida, sino de la
economía, se fue apartando cada vez más de la ciudad de México y fue tragado
por la Selva Maya del estado de Chiapas. En una ocasión, lo echaron de un
poblado y tuvo que cruzar de forma ilegal la frontera con Guatemala. Su pesado
y viejo Cadillac del año 1950 de milagro pudo llegar, ya que tuvo que pasar una
zona muy montañosa. La huida lo sumergió en El Salvador. Esa tierra inhóspita
fue como el purgatorio o quizás el infierno para el pobre Alejo. La familia
tenía meses sin recibir noticias del célebre merolico que se había ido en una
expedición buscando el éxito comercial de su oficio.
Volvió un año después. Su esposa estaba esperándolo sólo
para comunicarle que se iba con un dentista muy prestigioso, las hijas le echaron
sus cosas a la calle y lo amenazaron con llamar a la policía si volvía. El
único que se apiadó de él fue Mateo, quien subió al coche a su padre y llegó a
nuestra casa. Los recibimos con agrado pero el gusto duró muy poco. Mandamos
llamar a un doctor y bastó sólo una mirada del terapeuta para que saliéramos
disparados al hospital. En el trayecto, mi tío nos contó que había caído preso
porque las fuerzas del Frente Nacional Farabundo Martí, lo habían confundido
con Ernesto Regalado Dueñas, a quien ya habían matado y pensaban que se habían
equivocado y el verdadero Dueñas estaba camuflándose, haciéndose pasar por un
charlatán callejero con el fin de fugarse del país. De no haber sido por uno de
los ejecutores de Dueñas, que fue llamado especialmente para atestiguar, mi tío
habría muerto ultimado por un tiro de gracia en la cabeza. Así que mi pobre pariente
soportó que le quemaran los pies, lo golpearan, lo mataran de hambre y
finalmente lo liberaran en un poblado abandonado donde contrajo el mal de Changas
Mazza y, cuando llegó a la capital, ya tenía avanzada la fase aguda.
Lo curaron,
pero la experiencia fue tan horrible que las cicatrices de sus palabras se nos
quedaron en el corazón para siempre. De nada sirvieron las lágrimas que derramó
suplicándole a su esposa que no lo dejara. Fue el golpe más duro que pudo haber
recibido después del vía crucis que le había tocado pasar en Centroamérica. Se
casó de nuevo y fue feliz con una mujer que sintió conmovido el corazón por su
tragedia, también lo protegió su hijo, quien llegó a sobresalir en la medicina
y lo cuidó hasta sus últimos días.
Veinticuatro de noviembre
Mi mejor amigo.
Francisco era delgado y fuerte. Llevaba un bigote no muy
espeso que marcaba ya su camino hacia la adultez y sus raíces jarochas le daban
un aspecto híbrido de color café oscuro. Era muy comunicativo y no tenía pelos
en la lengua. No era un estudiante muy brillante pero sabía cómo lidiar con las
fórmulas de química, física y matemáticas, no se le daba bien el dibujo. Le
encantaba llevar anillos gruesos en las manos y por eso algunos le temían, pues
al cerrar los puños, estos le brillaban como si llevara una manopla metálica de
esas con las que los proxenetas golpean a las personas y se conocían con el
nombre vulgar de bóxer. Tenía algunos amigos que se habían allegado a él, más
por precaución que por amistad. En particular yo, no ponía mucha atención en él
porque teníamos aficiones diferentes y pocas veces nos cruzábamos, a pesar de
que estudiábamos en la misma aula.
Un día mi amigo Jacinto se empezó a jalonar con Paco y
traté de interceder para separarlos. Nuestra profesora de historia estaba
rodeada por algunos estudiantes que querían recibir sus trabajos escritos y por
eso no intervino en la trifulca, de tal modo que en lugar de resolver el
problema lo empeoré provocando un reto que no pude evitar. “Nos vemos a la
salida”—me dijo con su voz de tenor.
Terminaron las clases como siempre y salimos a un descampado
que no estaba muy lejos de la secundaria. A mi lado iba Eduardo, otro amigo
cercano, porque Jacinto había puesto pies en polvorosa. Quizás había pensado
que el mulato después de ponerme una golpiza iría a aclarar cuentas con él.
Lalo me dio algunos consejos para enfrentar al horrible negro, como llamaban a
Francisco. En realidad, no lo oía porque tenía ocupada la cabeza pensando en
alguna estrategia que me liberara de los amenazantes puños de mi contrincante.
Llegamos a nuestro destino y se hizo un círculo para que empezáramos a pelear.
Mi hermano Beto y yo practicábamos un poco de boxeo, mi padre siempre había
insistido en que practicáramos deporte y, por esa razón, los fines de semana no
salíamos de la sala de deporte. Nos encantaba el atletismo pero a mi padre le
interesaba que supiéramos defendernos por si llegaba la ocasión.
Paco se arremangó las mangas de la camisola del uniforme,
hice lo propio mientras alguien me decía que no tuviera miedo, que el negro era
pura fachada. Empecé a golpear a Paco con la izquierda tirándole unos jabs
certeros que en poco tiempo le inflamaron el ojo derecho. Él trataba de
acorralarme pero como sabía esquivarlo no lograba atraparme, de pronto pisé un
hoyo y caí al suelo. Paco aprovechó la ocasión para saltar sobre mi como un
tigre, traté de liberarme de él pero era más pesado que yo, pensé que estaba
perdido y que me rompería la cara, pero para mi sorpresa el temido negro no
sabía golpear, así que sus puñetazos eran débiles y no le procuraron ninguna
ventaja. Me levanté y volví a poner la guardia en alto, observé a Paco y me di
cuenta de que estaba un poco desilusionado porque sabía que ahora arremetería
contra él con más fuerza y recibiría, aparte de la izquierda, ganchos y
derechazos. Entonces decidí bajar las manos y dar por terminada la riña.
Todos se alegraron mucho de que el mito del monstruo
destructor desapareciera de una forma tan inesperada. Nos dispersamos y Paco se
fue a su casa con el ojo muy inflamado y el peso de la decepción, que
seguramente, era más incómoda que los daños en la cara. Al pasar por el pasillo
de un centro comercial donde mi hermano y yo trabajábamos de vez en cuando
porque el señor Humberto nos había dejado ganarnos unos pesos en su nevería,
Paco entró para pedir un trozo de hielo. Roberto que es menor que yo y de
carácter acomedido le preguntó la causa de su infortunio. “Ah, esto me lo hizo
un cabrón de mi clase. El maldito sabe boxeo y mira cómo me ha dejado, pero lo
bueno es que yo le di su merecido”. ¿Y cómo se llama ese hijo de su madre?—le
preguntó mi hermano con curiosidad, “Rubén García”.
Beto lo miró con mucho cuidado tratando de calcular el daño
que me había ocasionado el negro, pues dedujo de inmediato de que el susodicho
contrincante era yo. No pudo evitar verle las manos y pensar que mi condición
sería lamentable. Paco le agradeció que le hubiera dado el trozo de hielo seco
y se fue. Minutos más tarde entré a la nevería y saludé con una esplendorosa
sonrisa a mi carnal. Oye, ¿no te había dejado medio muerto ese cabrón mulato
del ojo morado?—No. Le contesté. ¿Te imaginas que no sabe pelear?—. ¿Pues
creerás que ya te veía en el hospital todo vendado? Comenzamos a reírnos y nos
comimos un helado.
Al día siguiente hablé con Paco para disculparme y descubrí
que teníamos muchas cosas en común y que compaginábamos bien. En Francisco
encontré a una persona desenvuelta y decidida, cosa que me faltaba a mí, porque
era un poco tímido con las mujeres, en cambio él, sabía cómo engatusarlas con rapidez.
Desde ese día comenzamos a salir juntos a todos lados, me presentó a su padre
que era policía, su madre trabajaba en un cine y tenía dos hermanas. Lo mejor
que tenía Paco es que sus padres lo dejaban organizar fiestas en su casa y por
lo regular iban chicas muy guapas. Francisco era muy astuto y ahora que contaba
con mi amistad me usaba como anzuelo para rodearse de las chicas más lindas de
su barrio. “Mira, léete este libro”—me ordenó extendiéndome un grueso ejemplar
de Los signos del Zodiaco de Linda Goodman.
Descubrí su objetivo después de leer las primeras páginas de
mi signo. Quería que estudiara las cualidades de los otros hados para amoldarme
a las características de las muchachas. Así que, en cuanto conocíamos a una
nueva amiga, le preguntábamos su nombre e, inmediatamente después, su signo.
Sabiendo las compatibilidades de memoria, en cuanto una joven decía: soy Cáncer,
por ejemplo, nuestra conducta cambiaba a Piscis o Virgo. La mejor experiencia
que tuve fue cuando nos acercamos a Bernardette, una chica de origen francés
que traía de cabeza a todos los jóvenes de la secundaria, y le preguntamos su
nombre y signo del zodiaco. “Acuario”—dijo. De inmediato pensé que tenía que
aprenderme de memoria la conducta de Aries, y como mi hermano era de ese signo,
no me costó mucho trabajo imitarlo.
!Resultó! Después de
una semana, gozaba no sólo de las caricias y deliciosos labios de la francesa,
sino también de un grupo de admiradoras, que por pura envidia, deseaban que yo
las cambiara por la deseada mademoiselle y me fuera con ellas. La argucia
cumplía a la perfección mis deseos hasta que un día se me olvidó que tenía que
conducirme como Aries y salió mi naturaleza de Tauro. Fue el peor día de mi
vida. Primero porque perdí a mi novia, segundo porque ella lo descubrió con esa
maldita intuición femenina que lo estropea todo, y por último, que descubrió a
mi hermano que era, en una palabra, su media naranja.
Evité a Roberto siempre que estaba con ella, me acerqué más
a Paco, pero él había sido descubierto también, así que no nos quedó otro
remedio que refugiarnos en el estudio. Terminamos la secundaria y entré en un
instituto técnico que requería de mucho tiempo para el estudio, por eso perdí
el contacto con todos mis amigos y me vi encerrado en una habitación deduciendo
fórmulas y aprendiendo cálculo diferencial e integral, además del cálculo
vectorial que me quitaba el sueño.
Muchos años después encontré a mi contrincante de la escuela
casado y con hijos y descubrí que había sido mi mejor amigo, gracias al cual
había vivido mis mejores momentos de la adolescencia. Pues él no sólo me
recomendó a Linda Goodman para seducir a las chicas, sino que puso en mis manos
Fanny Hill, el primer ejemplar de literatura erótica que leí, los libros del
Marqués de Sade, las escandalosas obras de Xaviera Hollander, Anaïs Nin, Las
ninfómanas y otras maniacas de Irving Wallace y una lista interminable de literatura tanto
erótica como de ficción. Pensé que no por nada dicen por allí, que del odio al
amor hay sólo un paso.
Veinticinco de noviembre
El Morralito
Le habían puesto el apodo porque en lugar de llevar una
mochila como todos los niños, llevaba un morral de ixtle idéntico al que usan
los campesinos en el campo para llevar las semillas. Además, en lugar de
zapatos usaba unos huaraches y su ropa era en exceso modesta. Crescencio vivía
muy lejos de la escuela y cada día caminaba por las mañanas un kilómetro para
llegar al colegio para instruirse. Tenía talento pero no era muy brillante y en
algunas disciplinas tenía problemas porque no lograba entender hasta el final
lo que estaba escrito o lo que decía la maestra. Fue por eso que me acerqué a
él. Es que me daba mucho coraje que los demás niños se burlaran del modesto “indito”
y lo calificaran de naco.
Con toda seguridad, comía mal y tenía que ayudarle a su
padre con el trabajo. Era cierto que vivíamos en la ciudad pero en la zona de
Xochimilco, por aquella época, quedaban zonas de sembradío, era allí dónde
Chencho pasaba las tardes recogiendo la cosecha, limpiando el terreno,
vendiendo maíz o sembrando alguna legumbre. Era muy moreno y se había ganado a
consciencia el odio de nuestra profesora Lorenza, quien en primer lugar odiaba
a los niños muy morenos y, en segundo, se ensañaba con los burros que no estudiaban
bien.
De alguna forma Chencho le recordaba a nuestra instructora su
origen humilde de campesina y ella trataba de expulsarlo de la clase para que repitiera
el curso y estudiara en otro grupo con la maestra Magdalena. A mí, la maestra
tampoco me quería por mi color, aunque mi origen no era africano o totalmente
indígena ni pobre y mi padre era un brillante abogado. La razón era que un
socio de mi papá vivía en Acapulco y cada semana íbamos a verlo y, mientras
ellos trataban sus asuntos, mi madre, mis hermanos y yo nos íbamos a la playa y
regresábamos a la capital quemadísimos de la piel, para mis hermanos no había
ningún problema porque eran mucho más blancos que yo, pero a mí me afectaba
mucho permanecer bajo los rayos del Sol. Yo estaba más moreno que Crescencio,
pero me vestía bien y no iba tan mal en la escuela, lo que me daba ciertas
ventajas, así que decidí protegerlo y brindarle el apoyo.
Cuando comencé a
estrechar nuestra relación él era muy recatado y casi no hablaba, pero conforme
fue cogiendo confianza me fue revelando detalles de su vida. Así supe que era
el mayor de sus hermanos y que su padre era muy duro con él, que eran
originarios del estado de Michoacán y habían escapado de su pueblo por un
problema con el cacique de su pueblo. Me dio mucha pena que a su corta edad
hubiera sufrido tantos maltratos por parte de la vida. Ese aspecto fue el que
más me motivo porque, en cierto modo, mi padre había pasado por lo mismo. Un
día lo lleve a mi casa por primera vez se sintió muy incómodo y no quería ni
comer ni hablar, así que para que hubiera cierta reciprocidad le pedí que me
invitara a la suya. Vivía en una casita de adobe y tenían una yegua vieja que
era la encargada de labrar el pequeño terreno de tierra que poseían.
Terminamos el cuarto de primaria sin ningún contratiempo,
pero teníamos una oreja más grande que la otra debido a los castigos
injustificados que nos suministraba a diario la maestra. Cuando pasamos a
quinto, yo ya había soportado todas las burlas de mis compañeros, el desprecio
y las ofensas de parte de todos me habían forjado el carácter. Era como si a mí
me consideraran un traidor por estar al lado de Chencho y, a él, como a un
impostor que debía irse a otro lugar con su pestilencia, piojos y mugre. El
sexto grado, Chencho lo terminó con buenas notas pero me confesó que no iría a
la secundaria porque su familia no tenía los medios para estudiar. Me dio mucha
lástima porque mi amigo había desarrollado una cierta facilidad para las
ciencias exactas y con un poco de esfuerzo habría podido llegar a ser físico o
matemático. Me dolió mucho que la vida fuera tan injusta, pues muchos de mis
compañeros eran menos capaces que El Morralito y no se merecían lo que tenían.
Sucedieron dos cosas que cambiaron nuestra situación en la
clase, tal vez sucedieron un poco tarde, pero era mejor que se hubieran realizado
a que nunca sucedieran. La primera fue que mi padre hizo una donación para que
al finalizar el año nos dieran unos juguetes y premios y recuperara el respeto
de todos los compañeros, y la segunda, que la maestra Lorenza había dado a luz
a un niño casi negro pues ella siendo originaria de Veracruz llevaba en la
sangre la herencia de los esclavos negros que se había traído a la Nueva España
para los trabajos forzados.
Pasó el tiempo y le perdí la pista a mi amigo El Morralito,
pero un día que andaba por la calle cinco de mayo en el centro de la ciudad, vi
que andaba por ahí un joven muy delgado y con estilo de corredor de fondo. Se
me acercó y pronunció mi nombre. De inmediato comprendí que se trataba de Crescencio.
Me comentó que se había clasificado como finalista en las competiciones
nacionales de marcha y que si tenía suerte pasaría a formar parte de la
escuadra nacional para los juegos Panamericanos. Le di mis datos y le comenté
que estaba estudiando en un instituto técnico. Quedamos de encontrarnos en otra
ocasión, pero el destino lo llevó por el sendero del triunfo y sólo lo pude
volver a verlo en las noticias deportivas del periódico. De todos los demás
compañeros de la primaria jamás volví a tener noticias.
Veintiséis de noviembre
Juegos dimensionales.
Cuando le sucedió por primera vez estuvo a punto de
desfallecer, pero la curiosidad se lo impidió. Se había levantado un poco tarde
y al sentarse a tomar la habitual tacita de café con pastas, notó que las cosas
habían sufrido una increíble transformación. Su taza no era de porcelana sino
de un material plástico idéntico a la loza inglesa, más fina, pero irrompible y
a prueba de cualquier golpe, además el café era más espeso y con un sabor muy
concentrado. Las pastas no tenían las almendras en la parte superior y se
sacaban de una cajita de metal. Para cerciorarse de que no estaba soñando se
fue a echar un duchazo. En el cuarto de baño también se sorprendió mucho porque
el agua salía de las paredes y se regulaba de acuerdo a la temperatura del
cuerpo. No era necesario girar grifos, ni siquiera oprimir botones ni nada por
el estilo porque con sólo decir qué intensidad de chorro se quería era
suficiente. Salió sin toalla porque la cabina para bañarse tenía secadora
automática. Caminó por un pasillo con una iluminación poco habitual y sin
focos, es decir que las luces, que estaban dentro de la pared, alumbraban sólo
la sección que fuera necesaria y con la intensidad requerida para orientar al
caminante lo mejor posible. Por fin pudo verse en un espejo. Estaba hecho una
tripa arrugad y su aspecto era la de un hombre de setenta y cinco años. Le
palpitó con fuerza el corazón y cuando se disponía a caerse desmayado una voz
le dijo:
“No se preocupe, su tensión arterial está
dentro de la norma y su mareo ha sido ocasionado por la sorpresa, le recomiendo
que lea el periódico de ayer y aclare sus dudas”.
Se fue directamente a su estudio y encontró una mesa con un
aparato raro que realizaba infinidad de funciones. Vio un ejemplar del diario
El País del año 2015, que estaba amarillento y arrugado. Superada la conmoción que
le estorbaba mantenerse firmemente en pie, leyó el artículo de la sección de
tecnología.
Según el profesor John
Wine de la Universidad de Massachusett, el hombre ha vivido intrigado por los
fenómenos paranormales pero esto se debe a la falta de conocimiento de la
realidad. El emérito profesor de física ha determinado la forma más sencilla de
transportarse en el tiempo y en el espacio en condiciones absolutamente
caseras. Según el destacado científico existen cuatro dimensiones básicas y
cuatro secundarias, cada una cuenta además con otras cuatro, de tal forma, que
en un total de dieciséis planos el hombre puede ver los acontecimientos de su
vida. En caso de lograr poner los cristales en la línea adecuada cualquier
persona puede recorrer los pasillos del tiempo y el espacio sin ninguna
dificultad. En los experimentos realizados se comprobó que no se corre el
riesgo de extraviarse porque es suficiente conservar un objeto de un tiempo
pasado para volver a transportarse a la fase anterior o inmediata posterior.
Futurino Roca observó con atención la habitación en la que
se encontraba y descubrió que los espejos estaban colocados según el croquis
publicado en el diario español. Recordó que el día en que había leído la nota
científica era sábado y que el domingo había ocurrido el fenómeno presagiado
por el brillante doctor en ciencias. Decidió volver al pasado. Cuando llegó su
cuerpo ya no estaba arrugado y habían desaparecido sus dolencias y la curvatura
de su cuerpo. Tenía unos treinta y cinco años de edad y su mujer se encontraba
arreglando unos arbustos en el jardín, el perro jugaba con Marcelo y su hija
Alina estaba durmiendo. Se acercó a su esposa y esta le preguntó si ya había
terminado de jugar con sus espejos. No me lo vas a creer, Estela—dijo con cara
de satisfacción—, he descubierto la forma de ver nuestro futuro. Ella rio
incrédula, pero él la obligó a subir a la habitación y transportarse por el
tiempo. Por casualidad volvieron a la época de estudiantes cuando estaban en el
último año de la carrera y se decidieron a casarse. De pronto se vieron
enredados en los brazos de la persona amada, con las sensaciones de placer que
eso conllevaba. Estela le dijo que le agradecía que se hubiera acordado de ese
momento y al volver a su jardín, esperaron que cayera la noche para retirarse
al aposento marital y disfrutar de los recuerdos. Hicieron el amor con mucha
pasión.
Poco a poco se les fue haciendo habitual transportarse en el
tiempo y cada vez que surgía una duda o un problema se iban a la habitación de
los cristales y elegían las fechas de sus destinos para saber en qué habían
terminado las complicaciones. Pronto se dieron cuenta de que no podían alterar
ningún acontecimiento y sólo debían aceptar las cosas como eran. Vieron la
muerte de los suegros, el accidente que le había quitado la vida a Puppy.
Presenciaron la graduación y la boda de sus hijos, conocieron a sus nietos y
disfrutaron al máximo las repeticiones de sus viajes. Un día surgió un pequeño
percance porque Futurino había tenido una aventurilla con una chica en un bar y
de eso se había enterado Estela. Él le dijo con mucha determinación que fuera a
ver si realmente se habían acostado como ella suponía. Estela volvió con cara
de alegría y se disculpó con su esposo por ser tan desconfiada.
Tal vez una mala
colocación de los espejos o un descuido del ama de llaves, ocasionó que se
escaparan algunos acontecimientos importantes y se borraran de la memoria de la
familia. ¿En verdad no te acuerdas de lo que hicimos en la casa de tu tío,
cerca del río?—le preguntó Futurino a Estela—. Te juro que no, además ya hemos
buscado cientos de veces el acontecimiento y no está, lo que demuestra que es
producto de tu imaginación. Por desgracia, Futurino no pudo demostrar lo
contrario pero en su mente seguía el suceso trágico de la muerte accidental de una
mujer mientras nadaba en un lago.
¿Cómo es posible que se haya perdido ese recuerdo? ¿Será
posible que en este laberinto de espejos se puedan olvidar algunos recuerdos y
desaparezcan solos? Hizo la prueba para comprobarlo pero no le resultó, quiso
olvidar el día en que un niño gordo le rompió la nariz. Pero por más esfuerzo
que hizo no obtuvo ningún resultado.
Pasó el tiempo y se colaron acontecimientos desconocidos que
habían ocurrido en otras familias, así que Futurino fue a ver a los vecinos y
les pidió de favor que tuvieran cuidado de no meter sus recuerdos en la vida de
los Roca. Futurino tuvo la oportunidad de ver a sus hijos progresar, logró
esconder los detalles más picantes de su vida para que Estela no lo molestara
con sus celos y, al final, se habituó a este recorrido interminable de saltos
del pasado al futuro y del futuro al presente como si fuera igual que respirar.
La descuidada sirvienta que no tenía permiso para usar los
espejos, se enfadó un día con la señora Estela y cambió de posición un cristal;
esto ocasionó que la vida de la familia Roca se conectara con la de otras
personas y ya no pudieron volver a poner las cosas en orden. Se quedaron
atrapados en un laberinto de sucesos desordenados y nadie los pudo persuadir de
dejar esa inútil tarea de ponerle orden.
Veintisiete de noviembre
La canción que evoca un beso.
Llevaba el pecho hinchado de felicidad. En los labios se me
había quedado el sabor tierno y primaveral de su miel adolescente. En la piel
llevaba la sensación de sus caricias y en mis oídos resonaba esa canción de “Fiebre
de sábado por la noche” de los Bee Gees, que me revivía la imagen de su cara,
de su expresión expectante, de sus ojos glaucos semi cerrados y su olor de
melocotón con agua de rosas que había inventado sola. Su tibia respiración y la
agitación de su cuerpo cuando la rodeé con los brazos. Llevaba un vestido de
algodón con peto y una blusa rosa. Su pelo castaño y liso iba atado con una
liga. Era la primera vez que nos besábamos y antes no habíamos tenido ninguna
experiencia parecida, era por coincidencia, sábado y las insistentes cuerdas de
una guitarra y las percusiones nos transmitían la fiebre del baile, nos sumergían
en el ritmo de la unión belfa. Ella era la chica más guapa de nuestro barrio y
yo el tonto más modesto y vergonzoso que se había ganado su amor. No existía
nada, lo único que deseaba era guardar ese momento para toda mi vida. A un lado
de nosotros estaba Laura haciendo guardia para que la señora Blanca no nos
descubriera en esa situación in fraganti. Pero se nos olvidó el mundo. No
sabíamos que el pacto del amor sellado con un beso puede ser tan milagroso. Me
hizo retar la inmortalidad y no existía más deseo que el de permanecer con ella
para siempre. En ese momento no sabía que después habría una canción que me sumiría
en el recuerdo y me serviría, aunque parezca ridículo, de túnel del tiempo para
revivir ese instante en el que se pudo haber acabado el planeta y no lo habría
notado.
Me enamoré de ella porque era guapa, porque fue la primera
mujer a la que besé y porque gracias a ella desafié los retos más duros de esa
época. Perdí en las batallas más duras. La primera fue nuestra separación que
me marchitó el amor y me arrimó a un rincón solitario en el que mi único medio
de escape eran los libros. No podía escuchar esa canción sin que me saltaran
las lágrimas. No era cobarde, pero ante los efectos del recuerdo el alma se
derramaba por los ojos, sola. Maduré pero conservé la esperanza de volverla a
ver y conquistar su amor.
Llegué tarde al
reencuentro. Fue un día en el que había salido del campo militar después de hacer
el servicio. Pasé por una calle que nunca había atravesado y entré en una
tienda. Estaba ahí. Recordé nuestra primera cita. La maldita melodía salió y se
me humedecieron los ojos, pero las lágrimas eran ácidas, salían hirviendo, me
quemaban por dentro. Habían pasado cuatro años de claustro espiritual. No había
pensado en nadie que no fuera ella. Me habló con cordialidad, estaba embarazada
y tenía una expresión de felicidad en el rostro. Entendió con seguridad mi
dolor, por eso, me contó sólo sus proyectos futuros y habló de su marido y no
se interesó por lo que pudiera decirle. Ella lo sabía a la perfección, mi
aspecto de joven deportista y estudioso resaltaba como prueba de que no me
interesaba más que aquel recuerdo doloroso y agradable de tenerla en mis brazos,
por eso luchaba con trabajo físico e intelectual.
Pasó el tiempo y me titulé de técnico a los diecinueve años,
empecé a trabajar como mecánico, después empecé la carrera de ingeniería, pero
la maldita canción hacia que renaciera el recuerdo en cualquier lugar y a
cualquier hora. No sé si haya en la mitología un castigo como el que yo
soportaba. A qué mortal los dioses le habrían reservado una condena de ese
tipo. Era tal vez necedad de mi parte.
En una ocasión pasó a
mi lado una chica en la facultad con ese anhelado olor de melocotones con agua
de rosas. La seguí creyendo que era Patricia pero no se realizó el milagro por
más que deseé que estuviera ahí, lo único que había era una joven morena que me
pedía que la transformara en Paty, pero no tuve la suficiente fuerza.
Al final, mis compañeros del trabajo, que eran intrépidos en
el amor y conquistadores por naturaleza, me mostraron los secretos para
conseguir otros labios, pero yo sólo buscaba aquellos y el ritmo de la canción
que me encadenó a ella la primera vez que la sentí en mi regazo. Vinieron en mi
auxilio más mujeres que elogiaban mi sensibilidad sin saber que cuando las
besaba mi pensamiento las engañaba. Las amaba de verdad, pero si por casualidad
saltaban aquellas notas, las imágenes se transformaban por la influencia de ese
recuerdo que con el tiempo se fue mitificando.
Pasaron diez años y sólo en ese momento pude olvidarme
conscientemente de sus labios. Encontré a una mujer que me dio la tranquilidad
que pedía a gritos. Por desgracia o por fortuna era muy parecida a mi primer
amor y empezó la confusión de no saber si el recuperar esa sensación de antaño
era lo que intensificaba mi amor presente o era por ese recuerdo el que mi amor
se fortalecía. No quise resolver la pregunta y me dediqué a amar e idolatrar a
mi pareja, pero en cuanto llegaba la canción otra vez volvían las lágrimas. He
practicado el atletismo, el boxeo y las artes marciales, he recibido infinidad
de castigo y me he recuperado del dolor con optimismo, pero esa maldita canción
me hace parecer cobarde y sentimental. Por más resistencia que pongo, no logro
evitarlo y si mi voz tiembla, no hablo y me cubro la cara. Han pasado muchos
años desde nuestra separación, me he convertido en un hombre maduro, pero las
notas, de una canción cursi en nuestro tiempo, me devuelven a ese momento y se
anegan mis ojos de lágrimas y me pregunto qué habrá sido de ella. Habrá sentido
lo mismo que yo o sólo habrá guardado el nerviosismo de aquella tarde temiendo
que la sorprendiera su madre.
Veintiocho de noviembre
Primer vuelo
El sol tiende un manto tibio de luz sobre la hierba y los
tonos del campo se realzan. No sopla el viento pero cuando lo hace, el susurro
de las hojas emite un sonido de cántico suave, aterciopelado. No pasa
absolutamente nada y la quietud del paisaje es el de una fotografía. Las nubes
permanecen como algodones colgados en el cielo.
No hay ni libélulas ni avispas o abejas que interrumpan el estatismo
de este momento. Incluso las moscas han respetado este insignificante minuto
que parece prolongarse por una eternidad. Los pensamientos también se han
detenido y la vida entera parece resumirse a sesenta segundos. No hay ni un
alma cerca. Las incansables hormigas son las únicas que violan la paz, pero
caminan resignadas, mudas y obedientes. Ha desparecido el bien y el mal. No hay
discusiones sobre el objetivo del hombre en la vida.
No hay ni recriminaciones ni esperanza. Solo la imagen de
una gran creación de un Dios que nos dio albedrío para razonar, recapacitar y
cómo no, equivocarnos. Ni las huellas de las guerras ni la de las más horribles
tragedias ocasionadas por el hombre se ven aquí. Por desgracia o por fortuna
este no es el paraíso prometido en la Biblia, es solo un campo de trigo peinado
con sus espigas doradas, exento de alas de ángel, aureolas y colas repugnantes
o cuernos.
Tampoco hay fusiles ni dinero, los conflictos de la raza
humana ocupan otro espacio, aquí se centra la inmensidad del Universo en su
punto de inicio y hasta lo indescriptible. La soledad es la compañía más
placentera y no se escolta ni con la nostalgia ni con el aburrimiento. No es
que se haya acabado la vida, sino que simplemente comienza de nuevo. Los
combates cotidianos de la riqueza y la pobreza se tratan en otro sitio. Es el
momento de abandonar el sosiego. Las alas se despliegan y la cascara del
capullo de saliva de seda seca es una envoltura vieja. El cuerpo de gusano que
tenías antes se ha transformado, ya no te arrastraras por el suelo, ni te esconderás
de los depredadores tienes que volver a tu lugar de origen.
Cuando encuentres
pareja te reproducirás de nuevo en este sitio y así será por los siglos de los
siglos mientras permanezca esta regla. Te espera el espacio abierto, los
estampados de tus alas están planchados. Tus antenas se mueven buscando la
orientación de los puntos cardinales. Mueves de abajo hacía arriba tus remos y
emprendes la navegación chocando contra las olas de viento. La marea te guía y
despareces pronto. Ya eres un punto insignificante. Aquí sigue la calma
inmutable de esta escena y se abre una página para escribir tu historia.
Veintinueve de noviembre
Un bicho raptado.
Nació en San Juan Teposcolula, un pequeño pueblo en el
estado de Oaxaca. Llegó junto con seis hermanos, tres machos y tres hembras,
pero el hermano que nació antes que él, no pudo sobrevivir. Fue alimentado las
primeras semanas por su madre y sus dueños, pero muy pronto su destino
cambiaría. Los responsables de que su vida diera un giro tan estrepitoso fueron
unos niños que se encontraban de visita en el pueblo y lo raptaron. No supo
cómo sucedió exactamente porque por la mañana andaba jugando con sus hermanos y
de pronto una niña lo metió en una maleta de tela y lo subió a un coche. Empezó
a maullar y pasada media hora hoyó algo que no entendió pero que podía recordar
con exactitud:
“Si siguen maullando
como gatos los bajo a los tres y los dejo en medio de la carretera”.
Fue así como se descubrió el lugar en el que lo habían
escondido. Después de una larga discusión lo liberaron de la bolsa y lo
pusieron en un lugar más amplio pero el movimiento del coche era tan poco
habitual para él que siguió maullando hasta que se le acabaron las fuerzas y se
durmió.
Cuando despertó estaba a trescientos cincuenta kilómetros de
su casa. Le asignaron un rincón en el que se suponía que debería dormir y hacer
sus necesidades, pero él encontró sitios mejores. Se habituó rápido a su nueva
vida y al escuchar que con tanta insistencia que lo llamaban Bicho, decidió que
ese sería su nombre de pila. Un día supo que era de color gris y tenía los ojos
verdes porque se chocó con un espejo. Primero, pensó que le habían conseguido
un amigo, pero como el otro hacía los mismos movimientos, maullaba de la misma
forma y pensaba igual que él, se dijo que sería un fenómeno natural de ese
sitio tan lejano de su hogar.
Gracias a la buena alimentación que recibía, creció sano y
fuerte. Su carácter era impetuoso y su ánimo le exigía salir por las noches a
parrandear. El único inconveniente de sus aventuras nocturnas era la
confrontación con Miel, un gato vecino que era más pesado y mal encarado. Mal
viviente y agresivo por su origen bajo, Miel, no perdía la ocasión para retar
al nuevo residente. Desde el primer día tuvieron riñas y nunca llegaron a
ponerse de acuerdo para marcar los limítrofes de su área de dominio.
El Bichito, como le llamaban regularmente, llegaba cada
mañana con las orejas arañadas o con fuertes mordidas. Todo el barrio sabía que
entre él y Miel, había una lucha campal a muerte. Los conflictos vecinales no
eran lo único que mortificaban al gato. En una ocasión llegó agotado por la
mañana y cuando se disponía a dormir, como era habitual, vio dos seres raros
que lo observaban desde una jaula colgada cerca de la ventana. Era una pareja
de loros. En realidad ya conocía a ese tipo de aves y sabía que era muy astutas
porque tenían la facultad de imitar a la gente y repetir sonidos similares a la
voz humana. Durmió mal y estuvo de malhumorado porque presentía que esas aves
le harían la vida imposible muy pronto.
No tardó mucho en
cumplirse el presagio porque siendo tan traviesos los niños de la casa era
lógico pensar que pronto pondrían a los loros en libertad y habría que procurar
que no invadieran mucho territorio. Salieron muy campantes los dos seres verdes
con sus cabezas rojas. Andaban sin prisa y picaban todo lo que les
despertaba su curiosidad. Se le acercaron y hubo que ponerse erizado para prevenirlos
del peligro, pero o eran demasiado despiadadas las aves o, simplemente no
tenían cerebro, pues llegaron hasta el sofá donde él descansaba y se subieron
para reconocerlo y revisarlo de cerca. No hubo forma de persuadirlos de que se
alejaran y en el momento en que se disponía a darle un zarpazo al macho, la
hembra le mordió la cola; giró con rapidez y levanto las para descargar un
golpe contra la atrevida pajarraca, sin embargo se repitió el dolor en la cola.
Así empezó su relación con esos seres que desde el principio declararon que
toda la cocina era de ellos y que podían andar por el salón cuando se les
pegara la gana. Siempre que el Bicho quiso limitar los paseos de los cotorros,
éstos le mordieron la cola para demostrarle que no recibirían órdenes de nadie.
Por fortuna había mucho más espacio y en las habitaciones lejanas nunca se
corría el riesgo de ver a los desastrosos animales verdes.
Un día entro a la casa una rata gorda que tenía un aspecto
muy altanero. Se requirió de su ayuda y cuando lo colocaron frente al roedor,
se detuvo un momento para escoger la mejor estrategia para echar al
desagradable invitado. Cuando ya estaba a punto de entrar en acción vio que se
le adelantaban los dos horribles pericos. Iban con paso firme, desplegando las
alas y emitiendo sonidos horrendos. La rata quiso atacarlos pero en cuanto se
movió, el aleteo de las dos fierecitas, que se había transformado en águilas,
la detuvo y le causó tanto pánico que decidió salir por piernas. Luego los dos
calamitosos personajes barrieron el piso con las patas y echaron un grito de
victoria.
Después de ese suceso las relaciones bilaterales se
definieron y conservaron la cordialidad en su trato. Por desgracia un día los
loros tuvieron que marcharse ya que su relación había llegado al límite. La
hembra deseaba tener descendencia y colonizar el territorio total del
departamento, pero el macho era impotente y recibía como castigo los picotazos
de su pareja. Era tanto el rencor con que ella lo lastimaba que el pobre
cotorro parecía un pequeño cóndor pelón de la cabeza. La dueña de la casa no
pudo soportar las continuas trifulcas y los regaló. El bicho los echó de menos
y en alguna ocasión hasta deseó que estuvieran junto a él en los momentos
difíciles, pues en lugar de ellos había llegado un enorme gallo blanco que no
permitía ninguna falta de respeto a su persona. El martirio con el gallo duró
poco pero fue suficiente para traumarlo con los cantos de madrugada y uno que
otro picotazo que le dejó marcada la cabeza con un agujero.
Una de las mejores experiencias que tuvo el Bicho, fue el
triunfo en la disputa por una gata blanca muy modosita y delicada. Tuvo que
enfrentarse varias veces con Miel para ganar el derecho de reproducirse con la
hermosa y aristocrática minina. Fuero semanas de gruñidos, maullidos y sobre
todo chillidos. La pérdida mayor la tuvo el gato beige que quedó tuerto en la
última pelea en la que el Bicho se jugó el pellejo dejando que lo embistiera su
enemigo con todo su peso. Apenas pudo levantar la pata trasera y golpear el hocico
del enemigo, con tanta suerte que las garras rozaron el ojo derecho del otro
para quitarle la visión para siempre. Los amos del Bicho se enteraron porque la
vecina llegó a darles la buena nueva.
La última aventura que tuvo el gato antes de marcharse para
siempre fue, el intento de exiliarlo. Un día lo metieron en un saco y se lo
llevaron a un lugar que estaba a unos veinte kilómetros de su piso. De alguna
forma los gatos saben orientarse y, gracias a ese don, pudo volver al cabo de
un mes. Fue una mañana en la que después de haber caminado tanto se encontró en
la entrada del edificio a un perro callejero que lo atacó, el Bicho subió con
rapidez hasta la segunda planta y comenzó a arañar la puerta. Los niños lo
notaron pero no abrieron de inmediato y el Bicho tuvo que repetir su hazaña de sacaojos con este contrincante más fuerte y peligroso. Tuvo suerte y los
fuertes aullidos del perro alertaron a la niña que se lo había robado de su casa
y con el tiempo había desarrollado un instinto de madre. Le abrió exactamente
en el momento en que estaba a punto de ser mordido por un costado.
Después de ese grave caso no hubo nada trascendental, lo
único memorable fue que un día le dieron anginas y empezó a babear. Despertó
sospechas y la gente creyó que tenía rabia. Casi lo linchan a escobazos pero un
alma de dios le dio tratamiento y luego lo llevó de nuevo ante sus dueños para
hacerle justicia.
“Señora— dijo su salvadora—, aquí le traigo a su gato que
estaba mal de la garganta y padecía de anginas”.
No hubo más conflictos ni sucesos contraproducentes porque
Miel falleció y se hizo la calma. Después el mismo Bicho tomó la decisión de
marcharse y se fue sin dejar rastro.
Treinta de noviembre.
La venganza de los fetos.
Tito era un obrero común y corriente. Tenía treinta y cinco
años y estaba soltero. Vivía solo, no porque no le gustaran las mujeres, sino
porque era un hombre solitario por naturaleza. Desde pequeño había tratado de
evitar los compromisos morales o sentimentales porque en lo más profundo de su
ser había un nómada inconstante que luchaba día a día por mantenerse en un
lugar. Su enemigo número uno era la rutina del trabajo. Todos los días entraba
a un taller eléctrico donde realizaba todo tipo de reparaciones tanto de equipo
eléctrico industrial como de cacharros domésticos. Trataba sin éxito alguno de
variar sus comidas o los sitios del almuerzo, pero dada la variedad que tenía a
mano, al final todo se hacía rutinario. Por las tardes del viernes se
encontraba con sus amigos y jugaba unas partidas de dominó. Cuando las
repetitivas conversaciones de sus compañeros de juego lo aburrían, se ausentaba
diciendo que tenía cosas importantes que hacer. En sus relaciones amorosas era
igual, en cuanto una mujer empezaba a repetir sus exigencias o complacencias se
aburría y buscaba la forma de cortar con ellas. Nunca había tenido mujeres
guapas y soñaba con encontrar una mujer a la que pudiera soportar gracias a su
belleza. Por desgracia, nunca la encontró, así que seguía en la lucha diaria
por cambiar aunque fuera un solo detalle en las personas, las actividades o las
cosas que encontraba a su paso.
Un día que fue a un centro comercial a conseguir unas
herramientas y se cruzó con una mujer que lo llamó por su nombre. Muy
desconcertado la saludó y, en cuanto supo que se trataba de una compañera del
colegio de quien había estado perdidamente enamorado en la infancia, no dio
crédito a los que veían sus ojos. Elizabeth, aquella niña blanquísima de ojos
azules y pelo rizado que era para él como Alicia en el país de las maravillas,
se había transformado en una mujer delgada, con el pelo liso y ralo, con los
dientes alineados pero muy separados uno de otro y con una voz demasiado aguda
que estaba a años mil de aquella preciosidad de vocecita tierna y alegre que
recordaba en su memoria. Ella por el contrario, lo trató con mucha cordialidad
porque veía al mismo niño, un poco más alto, más gordo y con barba, pero con la
misma mirada de becerro sorprendido. Conversaron unos quince minutos y quedaron
de volver a encontrarse en la primera oportunidad.
Una tarde de domingo en la que Tito no sabía qué hacer para
variar la secuencia de sus fines de semana, llamó a Liza y quedó con ella para
tomar un café. Cuando se encontraron, ella iba más arreglada que la primera vez
y su apariencia era mejor, no obstante el arreglo, no era lo suficientemente
bueno como para cambiar la opinión de Tito sobre lo demacrada que se había
puesto su compañerita de la escuela. Al principio su conversación trató sólo de
los recuerdos, pero en cuanto se hubo terminado su pasado, no supieron qué
decir del presente, así que se saltaron al futuro. Tito habló de su deseo de
cambiar algunas cosas que se habían conservado durante mucho tiempo en su
aburrida existencia, entonces fue cuando Liza aprovechó el momento para pedirle
que la acompañara la próxima vez a su reunión con los feligreses de su
congregación. “Así no más, para variar”—le
dijo Elizabeth con su voz de flauta. Él aceptó y quedaron de verse el próximo
fin de semana.
Era un día muy bonito y Tito se sentía rebosante de salud y
ánimo, habría querido ir a otro sitio, pero como ya había prometido que iría a
la reunión de La Hermandad de los Justos Visionarios para conocer a los compañeros
de su amiga Liza, se resignó. La encontró pronto. Ella iba modestamente
ataviada y su vestido largo con estampados le daba un aspecto de anciana
prematura, además sus piernas se veían como si fueran de origen avícola. En la
iglesia conoció a mucha gente de personalidad opaca y actitud lúgubre, sin
embargo eso no le impidió relacionarse con sinceridad.
El sermón estuvo a cargo de un sacerdote muy enérgico que
hizo un urgente llamado a la recapacitación sobre la conducta moderna de la
sociedad. Habló sobre las familias y sus relaciones, la fe, la voluntad y el
pecado en el que se había sumido la sociedad actual. A pesar de que Tito no era
muy religioso, el mensaje del reconocido pastor le despertó una idea que no
pudo definir en aquel momento, pero que se manifestó muy claramente un lunes
por la mañana cuando estaba en la ducha y salió materializada en las siguientes
palabras que le dijo su misma voz.
“Tu insistente deseo de cambio es debido a la inconformidad. Debes buscar
cuáles son las cosas que no te gustan para cambiarlas”.
Desde ese día, Tito, fue otro ser. Hablaba más, recogía las
opiniones de sus compañeros sobre temas sociales. Pasaba mucho tiempo con Liza alegando
sobre la justicia y lo más apropiado para las personas. Iba con regularidad a
escuchar las conferencias dominicales del padre James y, al final, decidió que
encontraría la paz si se unía a la organización de forma oficial. Su bautizo
fue un sábado por la tarde y anunció que se casaría con su amada amiga. Los
hermanos de la comunidad se alegraron mucho. Tres meses después, la vida de
Tito era completamente diferente. Incluso, él mismo parecía otro. Se había
afeitado la barba, su mirada había cobrado un aspecto rígido y su arreglo
aunque limpio, parecía anticuado. Dejó de beber refrescos, evitaba la cerveza y
tomaba sólo una copa de champagne en Año Nuevo.
Un día tuvo una conversación con Liza y le sorprendió que
ella se hubiera hecho miembro de la organización religiosa después de un
problema con una organización, que de forma clandestina vendía vísceras de
fetos abortados, encubriéndose con el nombre de Clínica de Asistencia Social
para Embarazos no Deseados (CASED). Con la intensión de descubrir si era verdad
lo que le decía su esposa, se fue a tratar de convencer a los representantes de
dicha organización para que le vendieran las sustancias milagrosas de la fuente
de la juventud. En cuanto lo comentó Tito, una secretaria lo hizo pasar a una
sala y veinte minutos después tuvo una conversación con un representante que le
propuso todo tipo de órganos para el embellecimiento. Tito pidió un
presupuesto, fingiendo que quería un tratamiento completo para su mujer, y se
retiró con la promesa de llamar la siguiente semana.
Elizabeth lo estaba esperando para saber el resultado de las
pesquisas de su marido. “Es horrible, apocalíptico”—dijo
Tito, azotando la puerta. Toda la tarde discutieron sobre el problema y a la mañana
siguiente, después de haberse mantenido en vela toda la noche, Tito, salió de
su casa con una escopeta corta escondida en una maleta. Tito iba a paso
apresurado, sus ojos estaban desorbitados y todo el tiempo repetía:
“El juicio final ha llegado, arrepiéntanse”.
Esa misma frase fue la que oyeron las enfermeras encargadas
de llevarse a un congelador los cuerpos de los niños frustrados y que ya
estaban destinados a convertirse en sustancias rejuvenecedoras para los ricos.
En total, Tito, mató a veinte personas y en el momento en que lo detuvo la
policía dijo que la avaricia humana estaba provocando el nuevo apocalipsis. Fue
condenado a la inyección letal y se despidió de este mundo implorando el perdón
de Dios.
FIN.
Buenas tardes Juan Cristóbal, soy Kike Hernández, del Departamento de Comunicación de Universo la Maga, un portal de cultura donde, entre otras temáticas, damos cobertura web a escritores/as y sus novedades editoriales (www.universolamaga.com).
ResponderEliminarTe escribía porque, trabajando los autores del MeGustaEscribir, hemos conocido tu obra y nos encantaría presentarte todas las alternativas que tenemos para promocionarte a través de nuestra web y que nuestra comunidad conozca tu obra. Si te interesara, escribe a contacto@universolamaga.com y te informamos de todo.
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Kike