Hizo una pausa
para beber un poco de agua y se sentó sobre una roca. La ardiente arena quemaba
sus pies y su túnica de lino a penas lo protegía de los punzantes rayos del sol
que comenzaban a caer como lluvia de incandescentes flechas. Cogió su corambre de
carnero, que por el uso estaba zurcido y ajado, y comenzó a beber lentamente
dándole oportunidad al agua de hidratar sus
resecos y partidos labios, luego fue sorbiendo pequeños traguitos que
pasaba lentamente para prolongar la agradable sensación del tibio líquido. Miró
a través de la persianilla de ondas calientes que brotaban del suelo y vio el
terreno desfigurado, como si fuera una alucinación, entonces levantó más la
cabeza y dirigió la vista hacia la montaña buscando la palmera de Débora y no
vio a la mujer, esperaba distinguir su silueta y que ella lo llamara agitando los brazos como lo hacen las
personas que claman auxilio, pero la palmera permanecía sola e impasible, alta
y frondosa, mirando muy serena el horizonte.
¿Hasta cuándo soportaremos este yugo?-Pensó-
¿Cuánto tiempo más tendrá que soportar nuestro pueblo la opresión de Hazor y su
bellaco Sisara? Hemos sido condenados a sufrir una pena injusta, ¿hasta cuándo soportaremos
los maltratos del pueblo extranjero? Acaso hay pecado más grave que el olvido de
tus hijos, oh, señor. ¿Dónde está tu bondad?
Este interminable intento por conquistar nuestra tierra y reinar con
calma no llegará nunca mientras no nos perdones y ayudes. Hemos errado, sí,
pero cuenta las generaciones, los hombres que han perecido en el intento, ¿qué más hay que hacer para fortalecer
nuestra fe y ganarnos tu perdón? Incluso
ahora, has preferido comunicarte con nosotros a través de una mujer, ¿será
posible que los hombres hayamos perdido tu preferencia? -Con esos pensamientos
y dudas, Barac, siguió andando su camino.
Todos los días
caminaba por el mismo sendero, llevaba sus herramientas cargadas en bandolera en
un enorme bolso de lana que de tan pesada parecía más una yunta. Por lo común
iba a Jasor o a Cadés para emplearse como albañil en la construcción de
murallas, casas y fortificaciones. En esas ciudades sufría las ofensas y humillaciones por parte
de los emigrantes paganos y los nativos que lo hostigaban dándole más trabajo o
encomendándole tareas absurdas e inútiles. Él no se quejaba nunca de su destino, sabía
perfectamente que era un designio divino y era consciente de que tenía que
esperar, por eso cada mañana, al pasar por la montaña de Efraín buscaba con
ansiedad un presagio en la figura de la profetisa. Su intuición, más no su voz interior, le decía
que pronto llegaría un mensaje y ,aunque bien era cierto que nunca había
escuchado ninguna orden celestial, tenía la esperanza de que fuera Débora quien
se la transmitiera.
¿No estaba
para eso Débora? Por su parte, él podría esperar eternamente porque de todas
formas cada día pasaba al lado de la montaña.
A veces, se imaginaba que subía, que se
plantaba frente a la portentosa mujer visionaria y ésta con su mirada tierna de
olivo le daba la orden, esa pequeña frase que encerraba tanto, que contenía la
liberación de un pueblo, para la cual se había guardado tantos sufrimientos y dolor.
¡Es la hora! -
Le parecía oír,- qué frase tan corta y, sin embargo, tan llena de esperanza y satisfacción.
Le parecía que eran solo ideas suyas, resultado de una mente afectada por la
locura. Le causaba pavor pensar que la voz de Dios no tendría ni emisario ni
destinatario y que los ángeles del cielo, los mensajeros divinos, se habían
olvidado para siempre de los hijos fieles del pueblo elegido.
A menudo
soñaba despierto mientras construía los muros de adobe y barro. En esas largas
horas en las que iba forjando esas enormes murallas, se veía a sí mismo al
frente de un ejército, veía morir en sus propias manos al injusto y cruel
Sisara, el cual lo veía con sus ojos negros y desorbitados saliéndosele de las
cuencas, oía su voz ahogada pidiendo clemencia como un vil cobarde, sentía el olor
de su asquerosa boca de dientes putrefactos y su despreciable corpulencia gorrina
ya inerte. Con sus fuertes manos
mezclaba el barro con la hierba seca y luego iba colocando con una precisión
milimétrica los adobes para formar muros, cuando ponía los tejados los ataba a
las trabas con tanta fuerza que parecía imposible derribarlos, y era que en su
trabajo, Barac, acumulaba esa energía, ese odio que necesitaría para el momento
culminante de la verdad. Había ocasiones
en que, sin darse cuenta, trabajaba él
solo, mientras sus compañeros hacían el tonto fingiendo ocuparse de algunas
tareas a su lado, culminaba las obras y recibía una humilde paga, muchas veces
inferior a la de sus astutos compañeros. A él no le importaba, estaba
embelesado con su sueño y más que agotarlo, el trabajo lo dignificaba, lo
fortalecía, pues había empezado a emplearse como albañil cuando era un
adolescente flacucho. A pesar de que fue duro al principio, él iba motivado por
la ilusión y el sueño de la liberación de su pueblo y ahora que parecía un toro
joven, musculoso y digno, esperaba con abnegación a que llegara su momento.
Cuando volvió
por la noche a su casa encontró a los niños durmiendo, sus padres estaban
ocultos bajo unos mantos, sumergidos en una conversación en voz baja que más
parecía un canto de plegarias. Al verlo lo saludaron y él se fue a cenar leche de
cabra con pan ácimo y dátiles, era lo poco de comida que había sobrado en un
plato llano de arcilla que estaba al lado del fogón. Comió con mucha calma, sin
hambre y con los ojos fijos en el vacío, sorbiendo maquinalmente la bebida tibia
y aguada. Se durmió al sentir el contacto de la tela áspera de su rudimentaria almohada.
Se derrumbó en un sueño profundo y su cuerpo se hizo de trapo. El frío de la
noche lo despertó, respiraba con dificultad y tenía el cuerpo titiritando y mojado
de sudor. Cogió su fino y viejo manto, salió sin hacer ruido y miró el cielo
sin luna, solo las estrellas con minúsculos destellos ofrecían un poco de luz.
Entonces recordó su sueño, la causa de su desvelo, primero aparecían unos ojos glaucos,
luego unos labios silvestres le anunciaban las dignificantes palabras, pero lo
más emblemático de su visión era el dedo índice de Débora señalando el
firmamento, evocando el poder del creador. Se preguntó en voz baja si no estaría su
pueblo entrando en una nueva era. Por qué hasta antes de Débora los profetas
habían sido hombres, ¿Acaso dios había perdonado a la mujer de su pecado
original? ¿Por qué su mandato tenía una voz femenina, fuerte y decidido, pero
femenino?
A parte de escuchar la frase: ¡Es la hora!,
esta vez había escuchado la voz de Débora diciéndole, ¡esta será la señal!,-luego,
desaparecía. A qué se refería, qué tipo de signo tendría que esperar para
empezar a actuar. No encontró respuesta a sus interrogantes y se metió de nuevo
en el lecho para descansar, concilió el sueño con dificultad y a la mañana
siguiente buscó de nuevo la figura de la palmera y la encontró, esperaba
nervioso recibir la señal de Débora, pero fue en vano, ella no estaba. Permaneció
parado frente al árbol una media hora con la esperanza de ver a la mujer zahorí
o distinguir un signo, todo fue inútil. Se
fue lentamente por un estrecho camino cubierto de harina de polvo opaco y se
preguntó cuántos años habían pasado, cuántos meses y días eternos vendrían.
Cuando llegó a la ciudad de Cadés miró con atención los enormes muros que había
edificado con sus propias manos y sintió que la fuerza que había empleado,
durante años, ahora tensaba sus fuertes músculos. -Esta debe ser la señal,-Pensó
Barac y volvió rápidamente sobre sus pasos hasta el monte de Efraín. Desde muy
lejos distinguió la figura de una mujer envuelta en un manto rojo oscuro, era
la mujer de Lapidot. Llegó hasta la palma y la mujer levantó la mano hacía el
cielo señalando con el dedo y le dijo:
“El Señor te ha llamado! !Es la hora! Deberás reunir un ejército de diez mil hombres
y avanzar contra las fuerzas de Sisara. Hazlo como lo ordena tu señor y triunfarás”.
Por un
momento, Barac, dudó de lo que oía, se vio sobrecogido por la angustia y el
temor, su voz quedó atrapada por un momento en el vacío. Creyó conveniente
buscar el apoyo en la profetisa.
-Vendrás
conmigo, señora, y nos darás las ordenes que indique Dios a través de tus
palabras.
Débora lo miró
incrédula y sus ojos se fueron entornando, después se pusieron blancos. La vidente
comenzó a temblar, luego respondió:
-Iré a tu lado
y derrotarás al ejército de los mil coches de hierro, vencerás en la batalla,
sin embargo, la gloria no será tuya porque te has negado a emprender el ataque
bajo la señal de la nube del señor. Iré contigo y cuando busques a tu enemigo
te dejaré ir solo siguiendo un rastro que te llevará a una casa donde
descubrirás una gran revelación.
Barac reunió
de Neftalí y Zabulón diez mil hombres dispuestos a tomar por sorpresa a Sisara,
pero Jéber, quién se había enfrentado en su día al suegro de Moisés, dio aviso
a los hombres del comandante de Sisara y estos tuvieron tiempo de enfilar sus
novecientos herrados y fortificados carros. Así comenzó el avance hacía la
pendiente del monte Tabor. Sisara divisó
el ejercito judío y arreció la marcha haciendo levantar una enorme nube de
polvo semejante a un torbellino, en ese momento, Débora habló con la voz del
creador e indicó que se prepararan los hombres para atacar bajo una fuerte tormenta.
En ese mismo instante el cielo se puso gris y el viento escarchado tomó la dirección
de la nube de polvo aplacándola, el torrente era tan fuerte que los caballos del
enemigo parecían pequeñas estatuas de juguete que arrastraban sus cargas con
mucha dificultad, los soldados apenas podían sostener la espada y sus cascos se
les desprendían de la cabeza por efecto del vendaval. Empezaron a chocar las
armas al ritmo de un cantico de metal y los soldados de Barac, más habilidosos
y diestros con la espada, derramaron la sangre del enemigo.
El grupo de
soldados de las fuerzas armadas de Sisara se mantenía en una masa compacta pero
sin la suficiente fuerza para detener la ola humana que los rodeaba y sometía
con golpes mortales. En la pequeña maqueta del mundo creado por Dios, los
guerreros judíos, guiados por la portentosa mano del Señor, aplastaban a sus
contrincantes. Asustados por la inminente derrota, algunos soldados se desperdigaron, entre ellos el comandante
en jefe se dio a la fuga, pero fue visto por Barac. Atravesando los cuerpos inertes de los guerreros, Barac se
abrió paso para darle alcance a Sisara y, a pesar de que no estaba muy lejos, lo
perdió de vista y solo pudo continuar la búsqueda caminando tras las huellas
que el otro había dejado en su precipitada carrera. Cuando el suelo se hizo más
firme y las huellas ya no se marcaban por la dureza de la superficie del campo,
Barac vio la casa de Yael y supuso que Sisara estaría al asecho dentro de la
tienda. Se acercó sigilosamente pero sus pasos fueron oídos por la esposa de
Jéber, Barac levantó la espada y se preparó para el ataque, sin embargo, al dar
el primer paso vio que salía Yael con un martillo en la mano derecha y el puño
izquierdo ensangrentado.
-No temas,-le
dijo ella- el hombre que buscas está muerto.
Barac entró con
prisa en la tienda y descubrió el cuerpo de Sisara tumbado sobre el costado
derecho y la cabeza clavada al piso. Un enorme charco rojo que se empezaba a
coagular rodeaba el cráneo destrozado del general. Barac oyó a sus espaldas las
palabras de Yael que le decía:
-Ha venido pidiendo agua y cobijo, pero al entrar la
voz de Dios me indicó que era un traidor y venía a buscar su propia muerte.
Entonces, oí la orden del ángel que me alentó a que le diera a Sisara de la
leche del odre y en cuanto se durmió cogí el martillo y un enorme clavo y le
atravesé la sien. El enviado de Dios me dijo que venías tú, que te me adelantara
y te avisara la buena nueva mostrándote el cadáver.
Barac
desconcertado se alejó en busca de Débora para hallar una explicación. En el
campo de batalla todo era alegría y festejo porque no había quedado enemigo
vivo. El cielo estaba despejado y los hombres de Barac creían ver el mundo más
pequeño, como si estuvieran observando desde una gran altura los pequeños
cuerpecitos de los caballos atrapados entre las ruedas de los férreos y
plateados carros.
Esa misma
noche se compuso un himno de victoria, tal vez uno de los más importantes de la
antigüedad porque en él se cantaba el triunfo del pueblo elegido sobre sus
enemigos en el reino cananeo de Hazor y el devenimiento de una nueva era donde
la mujer sería también vocera y mensajera de las palabras de Dios. Barac tuvo
un sueño profundo, oscuro y tranquilo, sin imágenes, solo con el murmullo de
una dulce voz celestial que le decía que había llegado una nueva era, pero él, ya
no vería su final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario