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Cuentos y micro relatos
miércoles, 14 de mayo de 2014
Vindicar a Lada
Se sentía incomoda en la estrecha butaca en la que estaba sentada. Por causas adversas a su voluntad se encontraba ahí, sola y a la espera de que algo cambiara su destino. No tenía dinero para pagar el pasaje a ningún lado, por eso los anuncios de las salidas de los próximos autobuses la tenían sin cuidado y los viajeros que corrían o los que estaban sumidos en la eterna espera eran imágenes vagas a su derredor.
Tenía una sensación de ira frustrada y el sentimiento de odio se le mezclaba con el de la incertidumbre, lo que provocaba que estuviera sumida en su interior tratando de discernir la calidad de sus emociones. No era la primera vez que tenía problemas, es más, había superado cosas peores en la vida, sin embargo esta vez era diferente. Era como si algo se hubiera germinado dentro de su vientre. Pensó que eso solo le habría podido pasar allí porque la tierra de la que provenía era estéril en este tipo de cosas. El frío brutal de los inviernos congela hasta el espíritu, sin embargo de este lado de la Tierra el calor daba pie al surgimiento de cosas desconocidas y fue así como surgió ese insoportable deseo de venganza.
Pasó toda la noche encajonada en su pequeño sitio, desconocía el idioma y no tenía ganas de hacer mimos para que le regalaran un café o le mendigaran un gesto de aliento y comprensión. Trató en vano de conciliar el sueño y solo logró sumirse en un sopor que la aisló del ruido y de la gente por algunos minutos.
En sus ratos de inconsciencia resurgió una imagen que estaba oculta por el velo del olvido y sintió el dolor moral de entonces. Otra vez, las ásperas manos de un obrero rudo la aprisionaron y la zarandearon, de nuevo sus piernas se llenaron de moretones y manchas rojas, y su bajo vientre quedó empapado de los fluidos irracionales del agresor animal. Habían pasado unos veinte años desde ese día, pero recordó que se había sentido más que humillada, desolada; abandonada en las peripecias de la vida; indefensa e impotente, a pesar de la justicia celestial.
Al hacer un resumen de su existencia se dio cuenta de que la vida la había tratado igual que ese desconocido que al salir de la fábrica la vio y la ultrajó. Todas las cosas buenas o malas que había hecho le habían traído solo reproches, ya fueran ajenos o propios. Quiso llorar pero no encontró la fuerza suficiente.
Por la mañana, llegó Adolfo, todavía borracho y con una botella de cerveza en la mano. El guardia no lo dejó entrar a la estación de autobuses con la bebida y lo obligó a tirarla en un contenedor. Una vez que se deshizo del guardia se fue a buscar por las salas de espera con la firme convicción de que Lada lo esperaba. No la encontró, pero en un descuido pisó una maleta a medio hacer y la reconoció. Era la misma que él había aventado al maletero de su coche la noche anterior. Levantó la vista y a lo lejos descubrió la figura de una mujer clara y delgada muy conocida. Cogió la mochila y se fue hacía ella.
Cuando se encontraron se miraron con rencor, él le pidió disculpas por la escena de la noche anterior y la subió en vilo a su camioneta. Ella quería hablar pero estaba muda. Había perdido temporalmente el deseo de comunicarse, él en cambio, comenzó a justificarse y disculparse por las ofensas con las que la había atosigado.
Lada pasó todo el día tirada en la cama, durmió profundamente y por la tarde despertó con una resaca moral y un sabor desagradable en la boca. Adolfo, que por alguna razón se sentía muy excitado, le propuso que fueran a cenar y que tratara de olvidar la discusión. Le explicó que todo era producto del alcohol y que sentía realmente amor por ella, pero que él mismo no sabía cuál era la causa de sus estallidos de furia en los momentos de embriagues, le pidió apoyo y consejo.
Cenaron en un lugar muy popular y concurrido. La alegría de las personas y la música romántica del trío que les dedicaba canciones a los comensales lograron neutralizar la tensión que los mantenía separados. En un momento vieron enlazadas sus manos y el contacto de sus labios les devolvió la pasión. Decidieron ir a la playa al día siguiente. Pasaron la mañana tomando el sol, ella leyendo alguna novelita de la colección de libros de bolsillo y él razonando sobre su destino.
Adolfo tenía un carácter recio, sus conceptos estaban muy arraigados por la tradición. En su familia siempre había contado con el apoyo de su padre y, en algunos aspectos, había servido como ejemplo a sus hermanos. Tuvo la suerte de nacer con un sentido común para las ciencias, fue por eso que se dedicó al estudio de la física, obtuvo una beca para cursar una carrera en el extranjero y gozó del apoyo de personas influyentes en el campo de la investigación. El mismo se vanagloriaba de ser un erudito de las ciencias exactas y usaba ese recurso para intimidar a las personas que osaban contradecirle en algo. Para él era fundamental tener un papel que avalara la formación académica de la persona, en caso contrario, ésta perdía mérito e importancia porque la falta de estudios, era sinónimo de fracaso, vagancia y mediocridad.
Era insensible a los principios morales y espirituales de algunas personas. Su razonamiento práctico y experimental lo cegaba en el momento en que tenía que definir alguna cualidad emocional de sus amigos o las personas que estimaba. Tal vez, lo desorientaba no poder encontrar un teorema que descifrara con exactitud las razones por las cuales una mujer se entregara con abnegación en el sexo para luego exigir con demasiada persistencia valores o compensaciones materiales. Otro aspecto que lo hacía dudar era el hecho de que sus amigos compartieran con él algunas ideas superfluas y lo contrariaran en las que él concebía como primordiales. Creía que el amor era una serie de sentimientos que se debían expresar siempre, de forma incondicional y con sinceridad; que una persona que lo amara podía solventar los insultos durante una borrachera porque solo eran parte de un momento de demencia provocada por la bebida; y que la critica tan demoledora y ofensiva a la que sometía a sus interlocutores era solo una invitación al razonamiento. Que no se le entendiera lo sacaba de quicio y, luego, pasaba horas y horas dándole vueltas a las mismas ideas rancias.
Llegó el día de la partida de Lada a Europa, la acompañó a coger el avión y se despidieron con la esperanza de volver a encontrarse en la primera oportunidad que surgiera. En el momento del beso de despedida a ella le molestó un pequeño dolor en el pecho, en cambio él sintió la misma satisfacción del choque de su cuerpo contra la espalda desnuda y sudorosa de Lada en los momentos más trémulos de su enroscamiento corporal.
En varias ocasiones Adolfo la llamó para proponerle matrimonio y llevar una vida tranquila rodeados de hijos, cumpliendo con los deberes de la familia, gozando de un hogar en una vida colmada de amor. Lada se negó y provocó que su pareja se viera acosada por una telaraña de dudas, resentimiento y remordimientos de conciencia. No podía entender cómo una mujer con tanta necesidad y problemas económicos se negara a cambiar su precaria vida por una más lúcida y feliz. Lo tomó como algo en su contra, trató de aclararlo por teléfono pero al final comprendió que solo discutiéndolo cara a cara, sabría la verdad.
El error más grande que cometió fue coger un avión a Moscú en vísperas de la Navidad porque esa decisión marcó el paso definitivo de la ruptura. Al llegar al aeropuerto le llamó a su móvil y le informó que se encontraba alojado en un hotel céntrico, que en la primera oportunidad que ella encontrara podía ir a visitarlo.
En esa época del año hay mucho regocijo en las casas y poco en las calles, a pesar de la alegría con que se engalanan los árboles, los centros comerciales y las fachadas de los grandes edificios.
Los aposentos del arte, la música y la actuación permanecen cerrados.
Además, conforme se acerca el Año Nuevo, la gente va perdiendo el deseo de salir de casa y encontrarse con los amigos. Los únicos indicios de vida son los centros comerciales o los restaurantes dónde se celebran las fiestas corporativas de algunas empresas, pero son los únicos sitios donde se notan los latidos de vida de la ciudad.
Adolfo era muy aficionado a la vida nocturna y la pasividad en la que se veía envuelto le aturdía. Había hecho un viaje de más de 15 horas en avión solo para estar metido en su habitación del hotel esperando que alguno de sus conocidos dejara sus compromisos familiares o laborales para reunirse con él. Llamó con insistencia a Lada, hasta que ésta cedió y llegó al hotel. El reencuentro fue más pasional y salvaje de lo que esperaban los dos. Estuvieron dos días seguidos sin darse tregua ni oportunidad de descanso. Cuando se liberó todo el deseo contenido que habían soportado algunos meses ya no tuvieron de que hablar y decidieron emprender una avanzada sobre la ciudad.
Lo único que encontraron abierto fue un club en el que bellas modelos fracasadas bailaban striptease. Al entrar Adolfo se vio asaltado por una sensación de nostalgia, pero se apresuró a la barra del bar para pedir una botella de champán y mitigar los recuerdos. Con rostro impasible miró el espectáculo y se dedicó a colmar de atenciones a Lada que miraba con curiosidad las acrobacias de los cuerpos desnudos en el escenario.
A ella también le gustaba el baile y de hecho, trabajaba ejecutando danzas orientales en un restaurante de mediana calidad. Fue por eso que le llamó la atención una rubia que realizó su número con la gracia de una negra. A causa del estrecho espacio con que contaban los clientes en la barra, era necesario pedir disculpas o permiso de forma paulatina, de tal modo que la rubia de los velos al acercarse y pedirle una bebida al barman le plantó en plena cara los pechos a Adolfo, quien perdió el control, la abrazó y le sacó conversación. Lada aprovechó la situación para comentar algo sobre la capacidad que se debía tener no solo para bailar, sino sentir y expresar la sensualidad que despierta la música árabe tanto en el que oye como en el que baila.
Adolfo estaba muy a gusto con la charla
y al notar que otras bailarinas reparaban su atención en él, dejó de tener reparos y volvió a ser como siempre. Sacó toda su hombría de macho conquistador, les metió mano a todas las mujeres que tuvo al alcance y se lució engalanandolas con los piropos más ingeniosos que conocía.
Tres horas después, ya en el hotel, Adolfo cometió de nuevo el error de dejarse llevar por su egoísmo y soberbia. Echó de nuevo a Lada de su habitación pero esta vez ella sabía que estaba en su terreno y salió con la fuerte convicción de volver para terminar la partida con una jugada magistral.
Liberada de la sensación de las falanges huesudas y frías de la vida, olvidó esa sensación de derrota y logró superar sus complejos. Llegó más allá de sus propios límites y comenzó a tejer la red en la que atraparía a su presa. No en balde había cogido ese embrión de tierra caliente y sabor picante. Ahora lo iba a usar para fulminar a su contrincante, sería la culminación de su tortura y marcaría el paso a la liberación total. Las manos ásperas y las contusiones del alma que la habían fustigado tanto desaparecerían pronto.
No tuvo que esperar mucho porque su presa fue directa al matadero con actitud inocente y franca.
Ya en México, Adolfo la llamó para disculparse por vez consecutiva y le pidió de favor que hiciera un pago por algunos miles de dólares a una empresa con la que él estaba haciendo unas transacciones comerciales. Lada, que terminó de elaborar su plan de venganza en ese momento, le ofreció su ayuda incondicional, le mintió diciéndole que también lo amaba y que estaba deseosa de verlo, que viajara a Moscú o que la invitara a México lo más pronto posible para unirse para siempre.
Surgió una nueva imagen de Lada. Aligerada de las penas que la habían opacado, con un rostro sonriente y la figura de su cuerpo mejor delineada se ganó las miradas de algunos transeúntes curiosos, incluso alguno le sacó conversación, pero Lada había cambiado, tenía los medios para embellecerse y darse el lujo de rechazar todas las proposiciones. Compró una cajetilla de cigarrilos y, aunque no fumaba, se dio el gusto de completar su aspecto de mujer fatal.
Muy lejos de allí, en una ciudad del noroeste de los Estados Unidos Mexicanos había un hombre que seguía esperando noticias de su bailarina a quien estaba acostumbrado a sobajar y humillar, pero por desgracia la falta de pistas que pudieran ayudarle a encontrarla le había agriado el espíritu, su alma era un arbusto rebosante de espinas venenosas producto de la semilla de la vejación y los reproches de la conciencia.
Juan Cristóbal Espinosa Hudtler
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