No hay nada más satisfactorio que recibir una carta de la persona que más admiras. La tenía en mis manos, la había obtenido gracias a un amigo mío que la guardó unos años por considerarla demasiado reveladora para mi prematura carrera. No sé qué habría pasado si me la hubieran entregado antes de la desaparición del maestro. No era muy sustancial, tenía un preámbulo muy largo y esta frase me tenía intrigado: “Estimado amigo, escribe usted bien. Me gustaría que nos encontráramos para analizar algunos aspectos de su obra y estilo”. Era imposible volver atrás en el tiempo y lo único que tenía para aclarar el asunto era una interminable cadena de interrogantes que me atosigaban. ¿Qué me habría aconsejado aquel genio? ¿Qué cosas le habrían atraído? ¿Qué pensaba de mis escritos? ¿le parecía bueno mi estilo o lo consideraba pésimo? Sé que jamás podré responder a estas interrogantes y que lo mejor sería dar vuelta de página y seguir. Por las noches me despierto imaginando que estoy frente a él, que lee mis cuentos y hace comentarios satíricos o crueles y, luego, me hace grandes revelaciones. He decidido acercarme a él a través de su obra porque su vida es un misterio, una aleación de genialidad y furia; holgazanería y talento.
Sus obras están llenas de
ingenio. Las voces que usa en su narrativa son polifónicas, las estructuras son
asombrosas, su lenguaje es exacto y sus temas apasionantes. La pregunta que le
hicieron siempre fue si sus historias eran verídicas y él, para burlarse de los
incautos, decía que eran al cien por cien autobiográficas. Eso daba pauta al
asombro, el escándalo y la náusea. “No se lo creemos—le espetaba la gente que
hacía esas preguntas absurdas—. Eso no es posible”. Compruébelo, haga lo mismo
que yo y lo sabrá, era su contundente respuesta. Claro que nadie se atrevía a
hacerlo. Ningún hombre en su sano juicio estaría dispuesto a relacionarse con
asesinos, invocar espíritus del más allá y, mucho menos, descender a los
sótanos de la maldad humana solo para satisfacer la curiosidad. El pago sería
muy grande y nadie se arriesgaría. Por otro lado, al verlo tan atractivo, tan arreglado
y feliz, podían comprender que se trataba de una broma, pero él insistía.
“¿Sabe? Para escribir La zorra de Ámsterdam viajé a esa ciudad y me
contacté con las prostitutas de la calle de los faroles rojos. Allí me encontré
con extorsionadores, bandidos y gente muy mala y me codeé con ellos. Bebimos
juntos, compartí su cena y me desvelaron sus secretos, pero me asesinaron y
tuve que hacer un terrible pacto”. Cuando le pedían aclarar lo del asesinato,
alargaba una pausa incómoda y luego sonriendo decía que lo habían matado
moralmente, sin embargo, sus palabras tenían tan poca convicción que todos se
quedaban con la duda.
En su obra era muy común
encontrar esos pasajes sobre su muerte y la resurrección, pero no se asociaba
con algo parecido a lo de Lázaro o Jesús. La idea primera que surgía en la
cabeza era que el tipo era un espiritista, ocultista o esotérico, pero al ver
sus fotografías surgían la desorientación y la duda. Con sus trajes caros, su
peinado impecable, su bigote bien afeitado y la seducción en sus ojos, era más
un Dandi que otra cosa. Quien lo acusara de practicar ritos o pertenecer a una
secta se veía obligado a aceptar, en contra de su voluntad, que era un Casanova
o don Juan y que le
interesaba más estar en la compañía de bellas mujeres que perder el tiempo en
cosas absurdas como la magia, la brujería u otra cosa. Había tenido cientos de
mujeres en encuentros ocasionales y no se le conocía una amante o concubina
fijas. Sin vástagos, con fama y dinero podía hacer lo que quisiera.
Un día simplemente
desapareció y nadie volvió a saber de él. Se especuló con su muerte y al final
dos versiones cobraron más fuerza. La primera decía que había sido atropellado
y, al quedar desfigurado por completo, lo habían enterrado en una fosa común
como a cualquier hijo de vecino. La segunda era más idealista, pero menos
creíble que la primera, pues algunos aseguraban que se había transformado en un
mago o demonio y andaba por allí haciendo sus fechorías en las noches de luna
llena. Eran las mujeres entradas en años y sus ex amantes quienes aseguraban
haberlo visto con el rostro pintado y una capa negra.
Traté de acercarme más al
hombre para adivinar lo que me quería decir. Visité su piso en una gran avenida
de la ciudad. Hablé con el portero, con la chica que le ayudaba con la limpieza,
con su sastre, su agente literario y algunas de las mujeres que estuvieron con
él. El resultado de esas pesquisas fue todo un fracaso. Resultó que la gente
apenas sabía algo de aquel famoso escritor. Todos decían que lo que más
recordaban era su aspecto seductor y su agradable voz, pero nadie recordaba sus
palabras, incluso sus gestos y facciones. Nadie fue capaz de citar alguna de
sus frases. Era increíble porque precisamente por sus citas era conocido en el
mundo literario. Quedé muy decepcionado y la búsqueda solo me dejó intensos
dolores de cabeza. Hacía miles de hipótesis imaginando ese encuentro que habría
podido ocurrir en el pasado. ¿Por qué Hermilo no me lo dijo a tiempo cuando esa
celebridad estaba viva? ¿Sabía algo? ¿Trató de evitarme una decepción? Se lo
pregunté mil veces, pero no me quiso decir nada.
Una noche sentí que una
voz me arrancaba de mis sueños. “Busca entre mis cosas—decía cuando ya me había
despertado—. Encontrarás lo que buscas y más”. No daba crédito, esa claridad
como el canto de un pájaro se quedó allí rebotando de pared en pared. El sudor
me escurrió por las sienes y la frente y, cuando pregunté quién estaba allí, la
voz desapareció. Me quedé con la duda. Hablé con Hermilo y le conté lo
sucedido, pero no me hizo caso. “Estás buscando una excusa para no seguir con
tu libro, ¿verdad?”—Le juré y perjuré que se trataba de algo muy extraño. No
hubo forma de que me creyera y me tildó de loco. Salí a pasear al centro. Es
una de mis estrategias cuando algo no va bien en la escritura. Esas largas
caminatas por las calles del casco antiguo me devuelven la inspiración y
siempre me sucede algo fuera de lo común. Esa vez no fue la excepción. Volví al
piso del maestro y comencé a hurgar entre sus notas. Tenía muchos cuadernos y
folios con anotaciones rápidas. Eso me indicó que escribía los pensamientos que
le cruzaban la mente de forma atropellada. Era la prueba de que solo escribía
cuando tenía un arranque de palabrería. Es verdad que eso no pasaba a menudo,
pero cuando se llenaba su cubo de imágenes líquidas y las palabras comenzaban a
derramarse, todo se vertía en el papel. Se notaba la desesperación del náufrago
que teme atragantarse de mar y se aferra a su tabla para no hundirse y no ser
presa de los tiburones. Ese extraño proceso estaba allí plasmado en unas hojas
que iban del marrón rancio y poco consistentes hasta las más blancas y
crujientes. Noté que había correcciones posteriores, se notaba el raciocinio,
el análisis y el sentido común, además las palabras estaban bien escritas con una
excelente caligrafía. Las flechitas que ponía en algunos apuntes me dieron una
pista para leer de forma correcta sus cuentos.
Era como lo que decía el
personaje de Fogwill. “Si lees de tal o cual forma, la historia cambia…”. Sí,
era verdad. Cogí una antología de cuentos y busqué las notas donde claramente
se veía la regla de lectura. No me pareció muy original porque ya lo habían
hecho muchos otros antes que el maestro, pero sí aprecié el esfuerzo mental que
había tenido que hacer el famoso autor de mi carta. Pensé que si se escribe una
historia y luego las frases se separan por espacios de cinco renglones creando
la estructura principal, lo demás se puede rellenar de cualquier forma. Lo que
me sorprendió más fue que si se aplicaban más variantes de lectura, sí surgían
más historias y era como diría, tal vez Borges, alephsiano. No era de extrañar
por que el maestro era de origen argentino. Cierto es que había vivido mucho
tiempo en España y México, pero por su sangre corría esa herencia cortaziana,
borgiana y quién sabe qué más. Era seductor el método y pensé que eso era lo
que quería confesarme el maestro. “!¡Eh, hombre! Deja de perder el tiempo y
aprende este oficio de tejedor penelopesco. Inventa diez historias a la vez y
enlázalas con esta tabla de guías de lectura. Te encantará”.
Estuve a punto de caer en
la tentación, pero mi naturaleza desconfiada me echó desde algún sitio su grito
de alarma. “No lo hagas, tonto. Eso es solo para despistar a los críticos.
¿Acaso crees que él lo dejaría todo allí reunido para que después sus incautos
enemigos lo tildaran de ingenuo? ¿No? Pues, claro. Razona un poco y dime.
¿Habrá otro mensaje oculto si se lee de cabo a rabo uniendo las historias
alternativas? ¿Sí? ¿Lo ves? Eso quiere decir que un cuento de este tío es una
historia principal hecha de otras secundarias, pero al final son un conjunto y
ahora a ti te toca descubrir cuál es el mensaje verdadero de sus cuentos. Coge,
para empezar, ese que decías de La zorra de Ámsterdam.
Lo hice y quedé
conmocionado. Había leído ese cuento varias veces y siempre había pensado que
se trataba de un simple asesinato y extorción de una mujer que cayó en
desgracia al emigrar de la ex URSS a un país que se la comió por completo. La
zorra, inocente, por cierto, se llamaba Natasha y era una de esas innumerables
mujeres desesperadas que se habían fugado del bloque socialista para buscar un
futuro en la globalización. Por desgracia, le había ido mal y se le había
escurrido la vida entre las fumadas constantes y la entrega lucrativa en la
cama. Sí, era conmovedor y mucha gente pensaba que era un buen cuento, pero
nada más. Resultó que la historia trágica era solo una hebra de un telar enorme.
Con tan solo diez páginas, este coloso de la narrativa había plasmado una
historia tan larga como La guerra y la paz. ¿Cómo era posible tanta
genialidad? Era pura trigonometría. No se había limitado a simples lecturas de
izquierda a derecha, salteadas, o en diagonal, o con reglas de números primos.
Iba más allá de la trigonometría plana abarcando las tres dimensiones. Era
imposible calcular las variantes que se podían obtener del asesino, que en una
lectura lineal era el malo, pero que en otras era victimado por la mujer. Traté
de escribir las tramas que iba descubriendo, pero tuve que parar en la centésima
por comprender que era inútil abarcar ese universo. Pensé en la obra completa
del gran maestro y conté tres novelas y cien cuentos. Lo peor es que encontré
su diario y estuve a punto de perder el conocimiento porque lo había redactado
sin trucos. Sus frases eran muy simples y su cuaderno era escuálido. No tenía
más de treinta hojas. Se describía como una persona sin fuerza de voluntad,
holgazana y esporádica. Un genio—decía—es un amasijo de horas ociosas y un
minuto de brillantez. Confesaba que no hacía más que leer, beber, pasear, salir
con mujeres y divertirse por las noches. Nada de secretos narrativos, ni vida
epistolar, ni disertación filosófica. Un tremendo vago que solo le dedicaba
tiempo a su arreglo personal. Ya entenderán, amigos, lo que me sucedió. Quise
romper el cuaderno, pero resurgió la duda aquella de qué era lo que me quería
decir. Pensé, o más bien, me imaginé nuestro encuentro. Él estaría
perfumándose, acomodándose el pelo y revisando que su traje no tuviera ningún
defecto mientras yo le hacía preguntas importantes. Le exponía los acertijos de
las estructuras del cuento y las combinaciones del tiempo como bucles, saltos
en los planos y teletransportaciones de los personajes, así como las voces de
los narradores. En realidad, todo estaba en La zorra de Ámsterdam y, me
temo, en todas sus obras. Él me veía con aire despreocupado y sus ojos de eterno
seductor me producían náuseas. “Querido amigo, un escritor no se realiza
mientras no se decida a arriesgar el pellejo”. Sí—le contestaba yo—, pero una
cosa es dedicarle cada minuto de la existencia a la literatura y, otra
completamente diferente, garabatear abusando del don que te ha dado dios. Me
miró con lástima y comentó que era un iluso, que lo único que tenía que hacer
era asomarme al más allá. Me reí y le espeté que ya lo sabía, que su pacto con
algún demonio le había dado tal posición en la vida, pero él me cogió del brazo
y me dijo unas frases en hindi.
“Rahasya kul dhyan mein
hai jab tak tum brahmand se prem nahin karte, tab tak tumhen pata nahin chalega
ki koi asur nahin hai, devta nahin hain way sirf aakar or sankhya kar rahe
hai”.
No sé de qué manera se
transformaron esas palabras en mi mente, pero entendí que decía que, si no me
asomaba a ver el universo, jamás entendería nada y que no existían ni los
demonios ni los dioses y que solo gobernaban las figuras geométricas y los
números. Pensé en Ramanuyan, aquel genial matemático que escribía complicadas fórmulas
como si fueran poemas. ¿Pero quién se creería que el maestro practicaba la
meditación cuando era famoso por sus farras? No me lo podía imaginar sentado en
posición de loto, con una bata naranja, el pelo a rape y las escuálidas manos
unidas en rezo. No, eso son pamplinas. Este cabrón hizo un pacto como Fausto.
No hay otra explicación. Me quedé a dormir en su piso y me recosté en su diván.
Caí en un profundo sueño y volvió esa voz que ya había escuchado en mi
habitación. Sonaba mas cordial, incluso paterna. “Eres demasiado desconfiado,
estimado amigo, deberías superar todos esos prejuicios que arrastras y dejar
todas tus supersticiones. Te voy a dar una tarea para que descubras mi secreto.
Primero, enumera mis narraciones por su volumen, después busca la forma en el
primer cuento, después en el segundo y así hasta llegar al último, seguidamente
pásate a las novelas. Para entonces ya tendrás una visión completa de las
fórmulas que he usado en mi obra. No te preocupes por el tiempo y el dinero. Si
buscas en el cajón de mi gaveta, encontrarás la llave de una caja fuerte que
está en la pared falsa de mi dormitorio, gasta lo que quieras. Te puedes quedar
aquí el tiempo que desees. Si te llegan a asaltar las dudas no temas llamarme.
Deposito en ti toda mi confianza, lo único que te pido es que de vez en cuando
salgas con alguna chica guapa.
Me sentía abrumado,
apachurrado como una cucaracha. Me tomé dos botellas de whisky que encontré en
la cocina. Pedí durante una semana pizzas y no hice absolutamente nada. Me pasé
durmiendo y bebiendo las mañanas y las tardes. Por las noches, cuando tenía un
poco de lucidez, acomodaba las obras del maestro. Apilé los cuentos en un sitio
y las novelas en otro y empecé a explorar en esa jungla de letras impresas. Al
principio eran como ramitas de hierba en un campo árido y se podía identificar
una suma o una resta, pero conforme fui avanzando tuve que echar mano del álgebra.
Era verdad, no había dejado que mi mente se liberara de mis ataduras. Mi
paupérrima vida de profesorcillo de taller de literatura me había desgastado
tanto que ya no podía pensar por mi mismo. Al escribir seguía las inútiles
reglas que le había enseñado a cientos de alumnos y comprendí por qué ninguno
de ellos había llegado a escritor. Lo peor era reconocer que los pocos tíos
brillantes que tuve, se fueron porque les eché con risas e insultos por haber
propuesto cosas que no entendía y que ahora estaban más claras que el agua.
Para no llorar de desilusión y coraje me tomé otras dos botellas, pero esta vez
fueron de ron. No sé cuánto tiempo estuve asomándome al universo y cuántas
botellas de alcohol me tomé, pero cuando todo terminó, incluso las salidas
nocturnas y los encuentros sexuales con desconocidas, me hice a la tarea de
escribir mi propia novela. No fue nada difícil porque la trama era lo que me
estaba sucediendo. El libro se llamaba Vistazo al universo y trataba de
un escritor mediocre que recibía una carta de un gran coloso de la literatura y
trataba de descubrir en su obra y notas la respuesta a una pregunta que no lo
dejaba dormir. Al final, el personaje descubría el gran secreto y comenzaba a
escribir un gran libro. Terminé eufórico. Tenía, por fin, una obra que merecía
la pena. No tardé en llamar a Hermilo que me riñó como nunca, pero cuando le
comenté que tenía lista la novela se vino volando a mi casa. La leyó en ocho
horas y no hizo ningún comentario. Por lo regular, me criticaba mucho y me
hacía miles de recomendaciones, me citaba a los grandes clásicos y se ponía a
tachar lo que no le gustaba, pero esta vez no hizo nada de eso. Cuando leyó la
última página soltó el llanto. Era un pequeño mugido de vaca y el fuerte sonido
de los mocos aspirados. Se levantó y me abrazó. Me dijo que al día siguiente lo
llevaría a la editorial y que le pediría al maestro Oleh Co que me hiciera una
reseña y el prólogo.
Me fui a duchar y me puse
un traje del maestro que me quedó que ni pintado. Salí y cogí un taxi. Llegué a
un sitio donde había mujeres espectaculares y se me acercaron algunas con
actitud seductora. Me llamaban “Maestrito” y me metían en habitaciones con
iluminación tenue, bebían champagne y me pedían que les contara historias. El
alcohol me soltaba la lengua y ellas comenzaban a bailar, iban perdiendo las
prendas de vestir hasta quedar como Nereidas en un mar donde las sábanas eran
la espuma de las olas y en ellas nos revolcábamos alegres. Ellas me salvaban de
ahogarme con las burbujas y la lluvia dorada de sus cuerpos que me inspiraba más
y más. “Ya hemos oído esas cosas, Maestrito, pero las cuentas tan bien que
podríamos escucharte cuanto nos pidieras”. Así, entre cuentos de ficción, humor
y erotismo nos fuimos sumergiendo juntos en un sueño placentero y agridulce
hasta quedar completamente rendidos.
Me levanté a las siete de
la mañana, me abrió la puerta una mujer con mala cara y solo refunfuñó cuando
le deseé los buenos días. Llegué a la casa del maestro y me tiré en su sofá con
el fin de convocar una visita, pero no llegó ni ese día ni los demás. También
dejó de sonar su voz en mi interior y pensé que ya había desaparecido, en
definitiva, solo faltaba que sus obras también fueran algo falso, pero al comprobar
si seguían en las estanterías las cogí y hojeé. Llevé durante un mes una vida
agitada y no volví a percibir al maestro. Pronto apareció Hermilo. Se había
comprado un traje nuevo de marca, olía bien y venía de la peluquería. Me enseñó
un libro. En la portada estaba un hombre en una barca mirando el cielo, se
notaba en la transparencia de las aguas marinas la presencia de unas mujeres
desnudas que no eran sirenas. El título era Un vistazo al universo. Me
gustó y le di las gracias por la publicación. Lo único que me dijo antes de
marcharse fue que estaba muy contento de que hubiera regresado, que lo mejor
que nos habría podido suceder en ese momento es que se vendieran muchos
ejemplares y que tenía que presentarme el sábado en el salón de actos del Instituto
San Carlos para la presentación. “Prepárate un buen discurso y ya verás qué
bien irán las ventas”.
Llegó el sábado. Llevaba
uno de los mejores trajes del maestro y estaba muy presentable. Aclaré la voz y
comencé a leer un pasaje del libro. La escena era un poco extraña y fui
preparando las fórmulas trigonométricas para explicar cuántos significados
podría tener ese pasaje si se calculaban las diferenciales y las diversas
formas geométricas. El público esperó con paciencia el final de mi lectura y empezó
la ronda de preguntas. Las mujeres, en su mayoría, se interesaban por saber si
lo que contaba en mis libros era verídico. Me reí, hice una larga pausa y
contesté que sí, que todo lo que había contado era autobiográfico. La gente se
calentó y me dijo que no era posible, que nadie estaría tan loco como para
bajar a la ultratumba del inconsciente, pero les reté a que lo hicieran.
Alguien con una risita nerviosa me pidió que le dedicara el libro y después me
quedé firmando los ejemplares mientras pensaba en lo que me habría dicho el
maestro en ese momento.