viernes, 15 de agosto de 2014

Porqué no llegué a Berna

Cuando volví a mi casa tenía dos malos recuerdos, un pasaporte repuesto, una visa de entrada a la URSS y una postal de Leónidas Brezhnev besando a Erich Honecker, que se había olvidado en el bar de Berlín junto con algunas hojas arrugadas con dibujos a lápiz y carboncillo,  el demente hereje cubano.


Todo comenzó cuando  mis amigos suizos me invitaron  a pasar unas semanas con ellos en Berna, por eso cuando llegaron las vacaciones de verano me compré un billete de tren y me dispuse a hacer el recorrido de más de 2,500 km en un compartimiento para cuatro personas en un barato y no muy viejo tren soviético. Iba acompañado de una amiga rusa que había conocido en la fiesta del trigésimo aniversario de nuestra universidad y desde entonces manteníamos una relación cordial pero poco determinada porque cuando nos encontrábamos juntos hacíamos el amor como una pareja común y cuando nos acostábamos con otros pensábamos el uno en el otro y guardábamos cierta fidelidad sentimental, lo que nos mantenía como novios; pero sin atavíos o compromisos legales o morales que estorbaran los encuentros ocasionales con otras personas. A pesar de que yo conocía muchas jóvenes guapas, prefería mantenerme fiel a Vlada, quien por su parte no salía con nadie, o al menos trataba de no hacerlo, desde que me había conocido, así que se podría decir que teníamos la intención de unirnos en matrimonio si se daban las condiciones adecuadas en ese difícil sistema soviético que todo lo complicaba.

Salimos de Moscú de la estación de ferrocarriles del noroeste de la ciudad un viernes por la tarde. Al llegar al andén buscamos nuestro vagón y al encontrarlo nos dirigimos a nuestro cupé, nos instalamos en las literas inferiores y sentados en la incómoda cama tabla esperamos con alegría  pensando que viajaríamos solos. Sin embargo, quince minutos después tuve que cambiarle mi cama a una señora rubia mofletuda y rubicunda que nos pidió con una actitud bastante jacarandosa y labriega  que le permitiéramos dormir en la cama de abajo, puesto que le era muy incómodo estar subiendo y bajando de la litera superior para atender las exigencias de su marido, un hombre macizo, moreno y en exceso franco que no nos quitaba de encima su mirada moviendo sus dos canicas verdes atigradas y pícaras, retorciéndose sus largos bigotes y bufando como un toro por efecto del calor. No nos quedó otro remedio que cederles  la litera y marcharnos al vagón restaurante mientras nuestros compañeros de viaje se acomodaban a sus anchas en el estrecho compartimento.

En el bar pedimos unas cervezas y ensaladillas rusas auténticas con pan negro, después nos pusimos a revisar la ruta de nuestro viaje en un mapa que nos habían prestado unos compañeros de curso. Primero teníamos que llegar a Minsk, luego a Varsovia, después a Berlín, un poco más tarde a Baden y por último a Berna. Era la primera vez que viajábamos a Europa en tren y por eso no sabíamos que nos esperaban algunas sorpresas al traspasar  la cortina de hierro del socialismo rumbo al mundo “civilizado” occidental. La  primera eventualidad, fue un bofetón propinado por el  aroma mezclado de pollo asado, vodka, pepinos marinados y olores segregados por los cuerpos de nuestros compañeros de viaje que ya roncaban al unísono cuando entramos en la cabina dormitorio. Fue una mala noche y la mayor parte del tiempo la pasamos dando vueltas en la estrecha litera y saliendo a conversar en el angosto y concurrido pasillo del vagón.  La segunda calamidad, fue una larga espera que tuvimos que hacer en el taller de trenes en Varsovia porque, como nos enteramos allí, las carretillas de los vagones tenían otra medida y había que esperar varias horas hasta que se adaptaran todos los coches cambiándoles las carretillas para seguir el trayecto hacia Berlín. Por suerte, la pareja de campesinos nos había dejado en Minsk y ahora gozábamos Vlada y yo del espacio, comodidad, aíre limpio y discreción que necesitábamos para descansar a nuestras anchas. El silencio y la tranquilidad que nos rodeaban nos sumieron en un diálogo silencioso de miradas glaucas, luego, el roce de unos rizos castaños, la provocación de una sonrisa pícara y un tibio muslo al descubierto, después, el calor de su pecho y la impaciencia de mis labios. Pasamos de los abrazos y caricias a los gemidos y palabras cariñosas que parecían cada vez más ardientes, de pronto, una sacudida violenta del vagón nos indicó que nos poníamos en marcha. La peor sorpresa nos esperaba en Berlín.

Llegamos el domingo por la tarde a la capital democrática germana y teníamos que buscar un lugar para dormir porque a la mañana siguiente saldríamos a Baden. Unos jóvenes me habían recomendado una residencia estudiantil donde se podía alquilar, por unos cuantos marcos, una habitación sencilla. Subimos al metro con nuestras enormes maletas y nos dirigimos hacia la estación que me habían indicado. Vlada, que nunca había viajado al extranjero pero que iba muy ilusionada y sorprendida por ver un país socialista pero europeo, me seguía con rapidez y no perdía la ocasión para analizar y comparar con curiosidad las diferencias entre los alemanes democráticos que entraban al vagón y sus paisanos rusos. No fue muy difícil encontrar el albergue estudiantil porque no se encontraba muy lejos de la estación del metro. Solicité una habitación y saqué cien dólares para pagar por nuestra estancia que sería solo una noche. Me llevé un chasco enorme cuando la encargada me dijo que no se aceptaba ningún tipo de divisa que no fuera el marco democrático alemán. Me puse de muy mal humor y empecé a rabiar y decir una retahíla de sandeces y ofensas contra todos los que me rodeaban.

Que me pidieran en Moscú rublos y nadie cogiera otras divisas me parecía natural porque Rusia estaba lejísimos de la cultura económica occidental, pero se suponía que la RDA estaba en Europa junto a la Alemania Federal y debía, me parecía evidente, aceptar otro tipo de transacciones monetarias, o al menos debían ser más condescendientes con los turistas despistados. Fue inútil tratar de convencer a la administradora, solo llevaba unos cinco marcos en monedas y dos billetes del metro en el bolsillo y por más que le expliqué a la encargada en ruso, inglés y español mi situación, la mujer no cedió. También traté de encontrar a algún estudiante que me cambiara de forma clandestina los malditos billetes verdes, pero me dijeron que estaba penado ese tipo de operaciones, así que tuve que ir a buscar una casa de cambio. Le dejé mis documentos y el equipaje a Vlada y me salí corriendo en busca de los marcos.

Tomé el metro y bajé en la estación de Alexandrplatz  donde pasé casi dos horas dando vueltas sin encontrar un lugar donde pudiera cambiar el dinero porque todo estaba cerrado. Tenía un humor de los mil demonios y maldecía en voz alta a la odiosa burocracia de los países socialistas que tenían reglas tan claras de conducta para ellos mismos, pero por desgracia, resultaban crueles y absurdas para los extranjeros. Recordé lo que siempre me decían los policías en Moscú cuando me multaban por alguna infracción: “Que no conozca las leyes no le exime de culpabilidad”

Muy decepcionado me disponía a volver al albergue para darle a Vlada la penosa noticia de que no había logrado resolver nada y que tendríamos que pasar la noche en blanco sentados a un lado de la portería del albergue o en una banquilla en algún parque cercano, pero oí unas palabras en español que me obligaron a detenerme en seco frente a un famoso mural callejero en el que dos presidentes se besaban.

Volteé para saber quien había hablado y vi a un hombre de aspecto ajado, su barba estaba descuidada, era muy moreno y canoso. Llevaba el pelo muy largo y desordenado. Tendría unos cuarenta años pero se veía muy cansado y maltratado, tenía aspecto de demente y me imaginé que la causa sería su forma de vida o algún desequilibrio mental. Me dijo que era de Santiago de Cuba y que había estudiado pintura y escultura en una academia de arte de Berlín. Le conté mi problema explicándole las peripecias que había hecho hasta aquel momento sin éxito alguno. Me miró con calma y me dijo que no me preocupara, que él me los cambiaba. Sorprendido y loco de alegría le extendí el billete de cien dólares. El santiaguero cogió el billete y acarició la calva y los labios firmes de Benjamín Franklin. Parecía que el presidente americano con su mirada firme reprobaba la actitud del desconfiado isleño quien por último, satisfecho de haber comprobado la autenticidad del billete, me dio unas monedas de aluminio y latón, dos billetes con el rostro de Clara Zetkin y tres con la cara de Goethe. Me guardé el dinero en el bolsillo y tratando de ser un poco generoso con mi salvador le sugerí que tomáramos algo en un bar.

-¿Por qué no nos tomamos una cerveza y me cuentas algo bueno de esta ciudad?- Le dije  rebosante de alegría.

-Conozco un bar cerca de aquí, no es muy caro y se come bien.- exclamó, dándose la vuelta para que lo siguiera.

El lugar era muy modesto, había carteles pegados por todos lados con leyendas y consignas comunistas escritas en ruso y una nube de humo le daba al lugar un aspecto de catacumba. Había una luz amarilla muy opaca y los camareros aparecían y desaparecían atravesando la espesa nube gris.

-Y ¿Cómo es que tú te llamas?- le pregunté, imitando el acento cubano, para ganarme su simpatía.

- Yeiskel, Yeisker- corrigió con acento más claro.-Luego, agregó,- Soy del boom de la Ye, o, i griega como la llaman oficialmente.

Sonreí y levanté mi cerveza para brindar. Él se tomó de un trago todo el tarro que le habían servido. Pidió una nueva ronda y empezó a hablar de pintura, música clásica, cine de autor, literatura prohibida, monumentos de la ciudad y finalmente de las mujeres y la teología. Entre tema y tema se bebía los tarros como si fueran de  agua. Comenzó a llamarme Yoan Carlos en lugar de Juan Carlos como le había dicho que me llamaba. Pensé que lo hacía como una forma de manifestarme su aprecio, por eso me reía cada vez que él pronunciaba muy alto y alargando mi nuevo nombre por el efecto del alcohol.

Después de una hora y media de mantener su monólogo acompañado de mis exclamaciones y gestos de aprobación dejó de hablar, bajó la mirada y permaneció un instante meditabundo. Luego, levantó la vista y al verme, o más bien dicho, al reconocerme  me dijo:

Yoan Carlo, hay una historia que te quiero contar. ¿Sabes quién era Lilith?-Inquirió, sonriendo de forma muy pícara.

-Sí, es la mujer de aquella historia judía sobre la primera esposa de Adán.- Contesté y él comenzó a reírse, se puso el índice sobre los labios, me dirigió una dura mirada con sus ojos desorbitados  y me prohibió interrumpirlo.

-Hace mucho tiempo, antes de la existencia del hombre, Dios creó a Eva para deleitarse con su belleza. Luego, tuvieron al que llamaron Adán, los tres vivieron felices hasta que el primogénito comenzó a reparar mucho la atención en las hermosas proporciones de su madre y Dios lo notó. Con su gran sabiduría, el todopoderoso se dirigió a Eva para comunicarle que crearía a otra mujer que sería diferente a ella y que tendría como objeto complacer las necesidades de su hijo. Eva se alegró mucho por la noticia. Entonces, Dios, creó a una mujer muy atractiva, pelirroja, de carnes firmes y carácter dócil y la llamó Lilith. Cuando Adán la vio se quedó mudo de alegría y empezó a embriagarse cada noche en los placeres que le brindaba su nueva compañera.

Yo no podía dar crédito a lo que estaba escuchando y me levanté para irme, no es que viera herida mi integridad cristiana, sino que aquello me parecía una blasfemia de locos, además mi sentido común me persuadía a retirarme antes de empezar a golpearle por sus blasfemias. Llamé al camarero y saqué unos marcos para liquidar la cuenta.

-¿Qué te pasa, chico? ¿Acaso estoy hiriendo tu sensibilidad? ¿Eres muy creyente?- Me inquirió cogiéndome del brazo, luego me balbuceo al oído,-Al menos quédate hasta el final de la historia, recuerda que te he hecho un favor.

No sabía qué hacer porque por un lado era cierto que estaba en deuda con él, pero por otro no tenía ninguna necesidad de soportar su impertinencia. Al final, me obligó a sentarme y, como no quería armar un borlote en tierra ajena, decidí escucharlo hasta el final y marcharme en cuanto terminara su ridícula historia.

-Bien, bien, así está mejor. ¿Puedo continuar?- dijo arrastrando las palabras por el efecto de los tarros bebidos como agua. Bajé la mirada y esperé pacientemente.

-¿En qué estaba? Ah, sí, en lo de Adán.- Se lamió los labios, se limpió con el dorso del brazo la espuma de sus bigotes, vi sus grasientas y largas uñas mal cuidadas y sentí repulsión. Pidió otro tarro de cerveza y continuó.

-Pues, a Adán le comenzó a gustar eso del sexo, pero por la práctica constante y su habitual postura del misionero las relaciones sexuales comenzaron a aburrirle. Como no tenía responsabilidades, más que las de honrar a su padre y, cómo no lo iba a honrar si le había dado tan hermosa mujer para satisfacción propia, no tenía falta alguna, era el hijo ideal. Sin embargo, un día se le metió una idea a Adán en la cabeza, (He de recordarte antes de seguir, que Adán era inocente y no sabía de la perversión y del mal que gobernaría muchos siglos después nuestro hermoso planeta)-Masculló y luego siguió- y quiso experimentarla. En el momento en que se durmió Lilith, Adán trató de penetrarla dormida para derramar las últimas ansias que se le habían quedado frustradas y experimentar una nueva posición, entonces ocurrió que se equivocó de entrada y se la metió a su pareja por donde no debía.

En ese momento ya estaba decidido a marcharme, pero el efecto del alcohol y el humo del tugurio me habían mermado el cuerpo y no me mantenía muy bien en equilibrio. Me volví a sentar sometido por la presión de sus dos manazas negras. Pensé que si el mulato era ateo y no tenía dios, entonces lo que decía tenía que resultar absurdo y sus palabras eran necedades, sin embargo me sentía muy enfadado con él y la conciencia, cada vez con más fuerza, me incitaba a los golpes.

-No te preocupes, que ya voy a terminar.-dijo con su cara desfigurada por el alcohol y, seguramente, por la maldad y enajenación que lo habían hecho perder la razón con tantas historias locas.

-Lilith no sospechaba nada de las prácticas secretas de Adán y seguía siendo buena esposa, no obstante, un día Adán, habituado a su costumbre de penetrar a su esposa cuando estaba profundamente dormida, no se cercioró de que Lilith se había despertado y cuando Adán la  arremetió dominado por el deseo, Lilith pegó un grito furioso, se levantó de un salto y se fue directamente a ver a Dios para quejarse de la mala conducta de su hijo. Se armó una trifulca en la que Eva defendió a su primogénito sobre todas las cosas, Adán reconoció su culpa y prometió no volver a lastimar la integridad de su mujer.  Dios se complació con el arrepentimiento de su hijo y le ordenó a Lilith que regresara a su casa con su marido. Lilith aceptó volver a su casa con su cónyuge  pero las embestidas nocturnas de Adán, que ya era víctima del pecado, se repitieron varias ocasiones, eso no le gustó nada a Lilith y abandonó a Adán, yéndose a vivir al océano con los demonios. Luego, Dios quiso convencerla de volver pero ella prefirió quedarse sola a la orilla del mar que seguir soportando los abusos de su marido. Dios volvió al lado de Eva para comunicarle los acontecimientos pero al llegar la vio fornicando con su propio hijo y los echó de su reino, los condenó al pecado perpetuo. Esa, amigo, es toda la verdad, no lo que nos cuentan en la iglesia.

 Iba a estrellarle el primer puñetazo en la cara cuando para mi sorpresa y la de todos los clientes que estaban en el bar Yeisker empezó a gritar: “!Bluschande, bluschande, incesto, mezcla de sangre, asesinato del alma, muerte, asesino, asesino!” -Estaba fuera de sí y temblaba como si efectuara una danza salvaje. De inmediato, unos alemanes fornidos salieron para apaciguar a punta de patadas y puñetazos al escandaloso briago que no paraba de maldecir.

Pagué la cuenta de la consumición y me fui en busca del ateo cubano que había quedado como santo Cristo después de la golpiza, pero no lo encontré, ni siquiera los rastros de su sangre habían quedado sobre el hormigón de la acera. Parecía que se lo había tragado la tierra.

Alcancé a subirme al último tren que iba en dirección a Friedrichsfelde donde se encontraba la residencia estudiantil. Cuando entré al edificio la encargada cogió los marcos que le di y me entregó una llave. Le pregunté por Vlada y me dijo que hacía dos horas que se había cambiado el turno y que cuando ella había llegado no vio a nadie que se pareciera a Vladislava. Me pareció normal que Vlada hubiera buscado la forma de convencer a la empleada anterior y hubiera encontrado, finalmente, un lugar para dormir, lo único malo era que yo no sabía en qué habitación estaba y no me iba a poner a gritar su nombre a lo largo de los corredores, ni mucho menos ir tocando de puerta en puerta hasta encontrarla. Por si las dudas, hice un recorrido por todas las plantas del edificio para cerciorarme de que no estuviera mi amiga esperándome sentada por algún rincón. No la encontré ni esa noche ni mucho después. Reporté su desaparición a la policía con ayuda de unos estudiantes latinos, llamé en varias ocasiones a mis amigos de Berna preguntándoles por el paradero de Vlada, pero nadie supo decirme nada. En la ciudad de San Petersburgo, dónde radicaba Vladislava, ninguna de sus amigas ni sus familiares pudieron darme razón de ella.



 
¡Dios! Ayúdame a sobrevivir en medio de este amor mortal.- Traducción del ruso.




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