viernes, 7 de marzo de 2014

El estafador


Con una voz suave y una actitud muy positiva era capaz de convencer con facilidad a las personas, lo que podría ser motivo de envidia entre los empresarios o corredores de bolsa. Este individuo sabía conservar la calma en cualquier situación por complicada que fuera y sus nervios estaban templados como el acero más caldeado. Siempre recibía a sus conocidos con una sonrisa deslumbrante,  su aspecto exterior mostraba el refinamiento depurado por el tiempo. Su vida personal era un misterio y pocas personas podían referir algún aspecto de su juventud o infancia, sin embargo todos creían que era de origen burgués o aristocrático. Tenía la manía de aparecerse siempre,  en el momento en que las personas se encontraban en dificultades para determinar qué hacer con su dinero. Tal vez era vidente, o tenía espías, o había hecho un pacto con los malos espíritus, o simplemente tenía una intuición fuera de lo normal que le permitía olfatear a cientos de kilómetros el dinero. Durante las conversaciones que mantenía en las celebraciones públicas algunos sujetos le confiaban secretos financieros y, él mismo, con un lenguaje bien articulado e impecablemente estructurado hablaba de operaciones bancarias  que excitaban la curiosidad hasta de los más ciegos e ignorantes en materia de transacciones. Era imposible escabullirse o hacerse el desentendido porque el destacado orador iba arrinconando a sus interlocutores hasta que lograba que estos le revelaran su situación financiera o su deseo de enriquecerse.
En algunas ocasiones desaparecía por completo y las únicas referencias que dejaba eran las direcciones de empresas de Internet en las cuales trabajaba. Dichas compañías eran distribuidoras de algún tipo de alimentos o bebidas que siempre se distinguían por ser de muy buena calidad, ecológicas y para consumidores selectos y distinguidos que se preocupaban por su salud. Cuando a alguien le surgía la curiosidad y deseaba comprobar la existencia de las conservas, vinos y alimentos que tanta calidad tenían no encontraba más que las dichosas páginas de internet, entonces con una gran desconfianza se le preguntaba al distinguido empresario dónde demonios se vendía todo lo que él publicitaba y, para sorpresa de todos los incrédulos, se los llevaba a las tiendas para que vieran las estanterías repletas de sus productos. Era asombroso, decían, nunca pensamos que fuera usted tan popular y nosotros tan ciegos. En fin, la gente después de comprobar lo magnifico de las ventas se comprometía a adquirir grandes cantidades de productos y tenerlo como principal distribuidor. Otra de las virtudes de las que hacía alarde, sin aspaviento, era la de conocer todas las obras de economía de los clásicos, pasaba de los conceptos de  John Locke a los de Marx con una facilidad de prestidigitador, pero de quien más hablaba era de Kenneth  Boulding y de Roberto Kiyosaki, sabía combinar las palabras de tal forma que sus interlocutores quedaban obnubilados como serpientes encantadas frente a un faquir. Era suficiente con que les presentara de forma imaginaria los campos donde se desenvuelven los inversionistas, que les aclarara qué es un capital activo y uno pasivo, y que les diera una pauta para ahorrar, invertir y hacer un acto benéfico para que los consideraran los mejores emprendedores e inversores. El ilusionista del fraude, como podríamos llamarlo, empezó sus actividades delictivas después de haberse encontrado con un grupo de truhanes surgidos del rompimiento de la comunidad de repúblicas socialistas de Europa del Este. El encuentro casual fue cerca de un salón de exposiciones donde se vendían obras de arte clandestinas de todo tipo, falsificadas o robadas, nuestro distinguido personaje vendía copias de cuadros famosos que obtenía por conducto de un corredor de arte quien agobiaba a los artistas talentosos desconocidos para que le hicieran reproducciones de Rubens, Rembrandt, Velázquez, Shaliapin, Aybasovski u otros, y al final les pagaba una bicoca y se enriquecía pagándoles poco y exigiéndoles mucho. El estafador solo colocaba a buen precio las reproducciones entre los extranjeros que llevados por la ambición de obtener una pieza única de museo pagaban lo que fuera por poder poseer dichas obras. Así el estafador conoció a un cabecilla del crimen organizado que lo convenció de dejar las chucherías y emprender las grandes estafas. “Robando con mentirijillas, nunca saldrás de pobre, mejor dedícate a los grandes capitales. Ahora es el momento de actuar.”
Así lo hizo se unió al influyente ladrón y comenzó a vender certificados bancarios, empresas falsas, coches inexistentes, drogas, etc. Cada jueves por la noche asistía a un baño sauna donde entre vasos de vodka, risotadas y prostitutas se ganaba la confianza de los hombres más poderosos del mundo delictivo y aprendía los manejes del robo. Se formó a conciencia y se convirtió en un eslabón fundamental de una cadena de maquinaciones que funcionaba como un reloj suizo. Cuando los planes del club de timadores requerían de un elemento que pudiera combinar la capacidad oratoria de Demóstenes, la agilidad mental de un Kasparov y el encanto de un Og Mandino con rostro de santo, se recurría de inmediato al timador que hacía su aparición con lujo de gracia y buen garbo. Llegaba muy seductor, lleno de determinación y con sus carpetas bajo el brazo explicaba con lujo de detalle los pasos que habría que seguir para embelesar las débiles mentes de las ambiciosas personas que poseían dinero pero no sabían qué hacer con él. Cuando el Timador se convirtió en un gran iniciado del pillaje se independizó y comenzó a trabajar en solitario, le fue muy bien y se hizo respetar por todos los clanes de la ratería. Tenía sus principios básicos que eran muy sencillos e infalibles. Robar sobre todas las cosas, no poner atención a las suplicas, ser agudo como el filo de una navaja y, lo más importante, no enamorarse o mezclar el amor con la estafa. Con todos los engranes de su mente bien lubricados y calibrados en milésimas gozaba de unos resultados inmediatos, se podría decir que era infalible y donde ponía la mentira caían los costales de dinero, semejaba esos aparatos en los que uno golpea con un martillo y un perno se eleva hasta tocar una campana en la parte más alta del artilugio. En sus ratos libres y en completa soledad se maquillaba la cara y se reducía el tamaño de los ojos para parecerse a su ídolo, el estafador más grande del mundo, se ponía un anillo del tamaño de una nuez y se peinaba el copete con brillante vaselina. Un día enfermó gravemente y ninguna medicina ni tratamiento lo pudo salvar. Intentó hacer inversiones en las empresas farmacéuticas, quiso clonarse para obtener órganos de recambio para sustituirlos como si se tratara de una máquina pero todo fue en vano, los doctores le dijeron que no tenía remedio, que encomendara su alma a Dios y que pidiera por su salvación, fue entonces cuando se le metió en la cabeza recibir los santos oleos o, lo que era lo mismo en vísperas de su muerte, ser canonizado. Contrató infinidad de gente para que aseveraran sus buenos actos, sobornó a miembros de la iglesia, hizo que la gente hablara de sus milagros en las inversiones y los beneficios que había creado para la gente con sus aportaciones. Anunció públicamente su castidad y se declaró exento de pecado. Murió si dejar herederos. Su fortuna pasó a ser parte de las arcas de la iglesia y se uso su capital para dárselo a los desamparados, inocentes e incautos. Así fue como apareció un nuevo Santo que en vida le robó a los emprendedores y con su muerte hizo justicia a los más necesitados con dinero limpiado.

Juan Cristóbal Espinosa Hudtler






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